Capítulo 2

El viaje a mi interior

Un haz de luz dorada atravesó el estor de la ventana y se derramó sobre el diván y le confirió un aspecto mágico, como si en verdad fuera la puerta hacia otro mundo.

—Recuéstate, querida, intenta relajarte.

Miré al doctor y asentí.

Alex todavía me sujetaba la mano y noté su reticencia a soltarla. Pensé que sería él quien intentaría tranquilizarme, sin embargo, fui yo quien le sonrió en un vano intento por apagar el temor de su mirada.

Acomodada en el suave diván, cerré los ojos y sentí la agradable tibieza de aquel tenue rayo que acariciaba mi rostro. Por un momento, no escuché nada y me pregunté si habría empezado ya mi viaje al pasado. Sin embargo, escuché la cálida voz del doctor que pronunciaba la fecha y mi nombre.

—Bien, querida, empezaré indagando unos cuantos años atrás e iré retrocediendo gradualmente. Puede que lleve un tiempo, pero es necesaria la minuciosidad si queremos encontrar la raíz del problema. Ahora, cierra los ojos e intenta no pensar en nada, solo presta atención a mi voz; ella te guiará; solo obedecerás a mi voz, ella te arrastrará, te acompañará a donde tú quieras llevarla. Estás cansada, muy cansada, el sol baña tu cuerpo y la brisa mece tus cabellos; te sientes flotar, puedes oler la dulce fragancia de las flores que danzan a tu alrededor. Estás en un paraje único, de una belleza sobrecogedora; la naturaleza te rodea, puedes escuchar el refrescante murmullo de un arroyo, el canto celestial de un pajarillo que revolotea a tu alrededor, puedes ver la magnificencia de un cielo brillante, despejado y sentir que la vida brota a tu alrededor. Déjate llevar por el viento, eleva tu espíritu y flota, deja que tu alma vuele, abandona el cuerpo y sube, sube y siente el viento elevándote, meciéndote, acariciándote. Retrocede con el viento, él te arrastra, te lleva hacia atrás, cada vez más lejos, más y más lejos…

Toledo, año 843 d. C. (228 de la Hégira)

Se sentía el frío. El viento hacía bailar los coloridos toldos del mercado y silbaba misterioso entre la muchedumbre que se cobijaba en sus raídas capas mientras ojeaban interesados la variopinta mezcolanza de productos que los mercachifles alababan vociferantes.

Mi madre se detuvo en un puesto de telas y preguntó a la vendedora por un rollo de seda color marfil; al tiempo, lo acariciaba pensativa y fruncía el entrecejo ante el precio que le exigía.

—Demasiados dinares, no es de tan buena calidad —rezongó ceñuda.

Mientras regateaba, observé con curiosidad a mi alrededor. No solía salir demasiado y me maravillaba el bullicio que me rodeaba. Todo me sorprendía, el intenso aroma de las especias, el colorido de las túnicas de los musulmanes que se destacaban por sobre la sobriedad de los ropajes cristianos de colores oscuros y tacto rudo, el correr de los chiquillos inmersos en juegos y las conversaciones que flotaban, unas en castellano y otras en árabe.

Yo entendía ambas lenguas, pues gozábamos de amistades de infieles, como las llamaba mi madre, la mayoría mercaderes ricos que mi tío Rodrigo presentaba como amigos leales y que mi madre miraba con desconfianza.

Yo también gozaba de la amistad de una infiel, mi mejor y más querida amiga: Ruth.

Ruth era judía y, aunque nuestras religiones fueran totalmente distintas, aquello nunca había sido motivo de discusión; ambas respetábamos las creencias de la otra sin imponer ni cuestionar nada. ¿Acaso era importante que ella celebrara el sabbat en honor a Yahvé o que yo el domingo asistiera a la iglesia para escuchar la palabra de Dios? No, para nosotras lo único importante era estar juntas disfrutando de nuestra compañía, reírnos con juegos de palabras e imaginarnos nuestro futuro con el perfecto esposo apuesto y comprensivo.

Aunque yo poco podía imaginar, pues conocía a la perfección a mi futuro marido. Su nombre era Rashid ibn Taliq y era musulmán. Su familia era de Damasco, pero él había nacido en Toledo y poseía propiedades y tierras, que administraba desde que había cumplido los doce años. Tenía una mente privilegiada para los asuntos comerciales y, según decían, iba camino a convertirse en uno de los terratenientes más respetados de la región. Poseía un pequeño palacete frente a la plaza del zoco en plena Medina, que compartiría conmigo en cuanto estuvieran listos los esponsales, pues yo estaba a punto de cumplir los dieciséis años. Él ya tenía veinte y gozaba del favor de las féminas por su apostura.

Aquello me halagaba, y más cuando mi ama de cría, doña Flora, me reveló que había sido él, en persona, quien había insistido a su padre para formalizar el contrato en cuanto me vio, a pesar de que mi dote era superada con creces por otras candidatas.

—Eres afortunada, muchacha, no habrías podido desear un matrimonio mejor.

Y así me sentía yo: feliz con mi destino.

Volvimos a casa cuando comenzó a llover. Mi madre me agarró del brazo y corrió protegiendo con su capa el paquete de seda que finalmente había comprado.

El mercado comenzaba a embarrarse en las afueras, y los vendedores se afanaban por proteger sus mercancías mientras apuraban las últimas ventas. Otros miraban al cielo maldiciendo su suerte. La gente empezaba a dispersarse, unos buscando cobijo, otros regresando a sus hogares.

Nosotras subíamos con rapidez las empedradas callejuelas hasta que nos detuvimos en un soportal.

Mi madre sacudió su capa y me sonrió.

—Finalmente conseguí un buen precio por la tela. Estarás preciosa con ella puesta.

—¿Hemos sido invitadas a alguna celebración?

—Sí, Leonora, a la más importante de tu vida. Esta tela se convertirá en tu traje de novia.

La miré perpleja. Sabía que era algo inminente y que mi prometido era el adecuado, sin embargo, aquello no impidió que se me secara la garganta y que el corazón me golpeara con violencia el pecho.

—¿Cu… cuándo será?

—Este año, al finalizar el Rabadán; así lo ha dispuesto tu prometido.

Solo faltaban dos meses. Tragué saliva y me froté las manos.

—Sé perfectamente lo que estás sintiendo, no solo porque lo veo en tus mirada, sino porque yo sentí lo mismo. —Sus tiernos ojos mostraban comprensión, y su sonrisa intentó tranquilizarme, pero yo aún temblaba—. Cielo, a todas nos entra el pánico ante la responsabilidad de gobernar una casa, de responder acertadamente a las exigencias del esposo, de traer al mundo hijos sanos y fuertes, pero el secreto es muy sencillo, solo tienes que mostrar respeto y obediencia y solventar los problemas con tranquilidad conforme vayan llegando. Sabrás qué hacer en cada momento, la vida te moldeará para ello. Además, sé que serás una buena esposa, se te ha educado para ello. No te preocupes y da gracias a Dios por el elegido, serás la dueña de una casa de bien, acomodada y respetada en la comunidad.

Asentí e intenté sonreír. El gesto desdibujó mis labios convirtiendo mi rostro en una mueca estúpida.

—Espero honrar el buen nombre de mi familia y ser la esposa que se espera de mí.

Cuando llegamos a la puerta de casa, la lluvia arreció con fuerza, amenazando tormenta. El cielo se oscureció de repente y las nubes, hasta ese momento blancas y esponjosas, se tornaron de un gris metálico.

Penetramos en el zaguán de entrada acompañadas de una furiosa ráfaga de viento. Ahmed, nuestro sirviente nubio, recogió las capas que llevábamos encima y las sacudió con vehemencia. El muchacho llevaba con nosotras apenas tres años y, como guardián, no tenía precio: su enorme cuerpo de ébano amedrentaba a los visitantes. De pequeño había sido capturado y torturado en Bizancio, le habían arrancado la lengua para convertirlo en un dócil esclavo hasta que lo pusieron a la venta en el gran zoco de Constantinopla. Mi tío Rodrigo pagó una suma ridícula por él y lo convirtió en su más fiel protector. Tener las espaldas cubiertas era una prioridad vital y más él, que negociaba con todo tipo de gente, tanto maleantes como nobles señores. Comerciaba con especias, sedas, vino y todo tipo de artículos que se demandaban en al-Andalus. Se preciaba de abastecer al mismísimo emir Abderramán II, quien lo requería en su corte con frecuencia y lo agasajaba con todo tipo de obsequios. Aquel vínculo, aunque comercial, no era bien visto por la comunidad cristiana, que desconfiaba del influjo musulmán a pesar de estar rodeada de él.

Toledo era considerada el punto neurálgico de la confrontación entre el dominio moro y la resistencia de la raza visigoda. Era una Toledo rebelde e inconformista que no se contentaba con pagar la chyza, sino que aprovechaba cualquier situación inestable del gobierno infiel para amotinarse y luchar sin cuartel por liberarse del yugo opresor.

Sin embargo, había que reconocer que el dominio árabe había enriquecido a la mayoría de las ciudades conquistadas y que su cultura y su refinamiento artístico habían librado a la Hispania infiel de la rudeza y el estancamiento del reino visigodo.

La agricultura había prosperado de manera asombrosa gracias a nuevos sistemas de riego, innovadoras técnicas de labranza y nuevos cultivos con productos hasta ese momento desconocidos. Las tierras estaban plagadas de olivos, higueras, arrozales, naranjos, limoneros, membrillos, cañas de azúcar, dátiles, granadas, azafrán, algodón, incluso productos de lujo como especias, plantas para la extracción de tintes, moreras para los gusanos de seda, hierbas aromáticas con las que confeccionaban perfumes maravillosos y otras muchas cosas completamente nuevas.

También habían traído la cultura del agua; no solo habían conseguido fertilizar terrenos yermos con ingeniosas norias y batanes, sino que habían canalizado ciudades y construido baños, incluso tenían una normativa en cuanto a la seguridad e higiene, el hisba.

Todos esos cambios habían pulido a la sociedad hispana y habían mejorado ostensiblemente la calidad de vida.

Y nosotros no hacíamos más que quejarnos y rebelarnos contra un régimen que nos beneficiaba en todo y que además permitía a judíos y cristianos conservar sus leyes y su religión por tan solo unos impuestos.

Eso nos inculcaba Rodrigo, y yo me embebía de su sabiduría y rezaba para que se aplacaran los continuos brotes de rebeldía, porque temía que el emir endureciera las leyes y convirtiera nuestra comunidad en un infierno. Y, aunque yo iba a formar parte de una familia islámica, mi corazón siempre sería cristiano y mi gente seguiría siendo la misma.

Aquellos pensamientos fruncieron mi ceño y plantaron en mi alma una inquietud. Y, de pronto, no me sentí tan afortunada, pues, sabiendo la fecha de mi partida, no quería que llegara el momento de dejar esa casa en los arrabales ni quería dejar de sonreír a mi madre cuando me revolvía el cabello al despertarme. No quería dejar de asistir a misa junto a los vecinos, no quería perderme los fabulosos relatos de mi tío acerca de sus viajes a tierras lejanas, ni dejar la vida que llevaba, rodeada de amor y respeto, de amistad y calor.

No, no quería. Pero lo haría, aunque esa inquietud se convirtiera en auténtico terror.

Entreabrí los ojos y esperé ver la suave luz del alba entrando por las rendijas de las contraventanas, sin embargo, tan solo noté un leve resplandor.

Extrañada, me incorporé.

Apenas comenzaba a amanecer, sin embargo, la casa bullía de actividad. Me había despertado el tintineo de ollas, el canturreo de Flora mientras preparaba sus deliciosas viandas y las explicaciones pausadas e insistentes que mi madre derramaba sobre Ahmed para que ejecutara las labores con eficacia.

Llegó a mi olfato el embriagador perfume del pan de cereales y pasas que solo se preparaba en ocasiones especiales, el inconfundible aroma de ricas especias con las que bañaban carnes y verduras, y mi estómago se agitó. ¿Por qué tanto alboroto a horas tan tempranas? Intenté recordar alguna fecha importante. Pero no, tendría que ser otra cosa. Eran los primeros días de agosto, un mes caluroso, seco y tedioso.

Cuando era niña, adoraba el verano, pues se me permitía chapotear en las orillas del Tajo junto a otros niños. Pero ahora, como ya era una mujer, esas cosas me estaban vedadas. Y lo curioso era que yo todavía sentía en mí la espontaneidad, la inocencia, la curiosidad y la sonrisa infantil, con la diferencia de saberlas prohibidas y de aprender a reprimirlas.

Agosto se había convertido entonces en un mes de encierro, en el que la agradable frescura de los patios interiores alejaba el bochorno de las callejuelas y de las polvorientas y calurosas plazas. Tan solo salíamos lo imprescindible: a misa y a las reuniones semanales de la congregación cristiana en las que la vecindad intercambiaba con avidez noticias de la Hispania cristiana con sede en Burgos, de las confrontaciones del conde de Barcelona con el emir y de los planes del rey para reconquistar paso a paso la península ibérica. En esas ocasiones se exponían sutilmente quejas de los conciudadanos musulmanes. Problemas de convivencia en los que, a pesar de estar envueltos en un clima de normalidad y tolerancia, siempre emergía, aunque con cierto recelo, la figura de conquistador y el conquistado. Eran pequeñas vetas de rebeldía, de inconformismo, de deseo incontrolable de recuperar la tierra de los antepasados para los descendientes. Nosotros teníamos nuestras costumbres, acertadas o no, pero nuestras, y nuestras convicciones religiosas, por lo que no tomábamos de buen grado tener que pagar al emir para disfrutar de una limitada y engañosa libertad. Y, si bien yo sentía lo mismo que mi comunidad, estaba entre dos mundos y a un paso de cruzar definitivamente la frontera de uno de ellos, el que no me pertenecía.

Mi familia no deseaba que yo asistiera a aquellas reuniones, pero temían que nuestra congregación nos mirara todavía con mayor recelo del que ya lo hacían y mucho temía que evitaran extender su disgusto ante nosotros por miedo a ser delatados. Éramos considerados demasiado cercanos al opresor infiel y aguardaban nuestra despedida para dar rienda suelta a sentimientos hostiles. Mi tío al llegar a casa sacudía la cabeza y rezaba para que el sentido común les evitara un mal mayor.

Aquellos pensamientos me apesadumbraron y nuevamente me hundí en el jergón, sin embargo, el incitante aroma de las especias avivó mi curiosidad.

Me levanté y fui hasta la puerta.

En el patio, Ahmed, sacudía con vigor los tapices, y mi madre deambulaba pensativa de un lado a otro, visiblemente nerviosa, hablando para sus adentros.

Me vestí con rapidez y bajé la escalera.

—¿Qué ocurre? ¿A qué viene tanto ajetreo?

Los claros ojos de mi madre, de un azul cerúleo, me miraron inquietos. Al instante, su sonrisa me reconfortó, aunque no logró borrar esa chispa un tanto preocupada que asomaba.

—Vienen a confirmar el contrato prenupcial.

Tragué saliva, no era normal que se presentaran sin avisar.

Por lo general, la cita se concertaba con antelación: en la ceremonia se legalizaba el acuerdo, se entregaba la carta de arras y se culminaba con un ágape. Caí en la cuenta de que mi tío, único miembro varón de mi familia, estaba ausente; en tanto hombre solo él podía entregarme.

—Algo anda mal —susurré meditabunda.

—No, querida, la criada que trajo el recado lo dejó muy claro: dijo que venían a ratificar los esponsales. Tampoco yo comprendo el motivo de tanta premura. Además es una falta de educación, pero qué se puede esperar de esos…

Debía de estar más nerviosa de lo que imaginaba, ella casi nunca perdía el control. Eran contadas las ocasiones en las que mostraba algún tipo de rencor contra los musulmanes. Ya había presenciado algunos arrebatos, sin embargo, y, aunque yo sabía que no eran de su agrado, jamás me había inculcado ningún tipo de animadversión hacia ellos. Tal vez, algo habría sucedido en el pasado que le habría implantado desconfianza en el corazón.

—Vamos, cielo, tenemos el tiempo justo para arreglarte —agregó molesta—. Su padre es el imán y no dejará escapar la oportunidad de criticar cada uno de nuestros desatinos.

Me arrastró a la habitación y me sentó en un pequeño taburete. Se agachó sobre el baúl que tenía a los pies del jergón y lo abrió. Con delicadeza sacó varias prendas.

—Tu tío lo trajo de Bizancio —explicó—. Creo que es la última moda allí.

Desplegó la larga camisola blanca de seda con largas y voluminosas mangas y una túnica de un azul intenso con escote cuadrado bordeado de gemas doradas. Las mangas, cortas y ahuecadas, terminaban en ricos bordados con hilo de oro y plata, al igual que los bajos de la túnica. Se ceñía al cuerpo con cordones cruzados en la espalda.

Cuando estuve lista, mi madre me miró orgullosa. Había trenzado mi largo cabello oscuro y sobre el velo de seda que cubría mi cabeza colocó un hermoso y resplandeciente tocado con zafiros.

Sentí el peso de aquella joya como sentía el peso de aquel compromiso, conocedora de su valor y, sin embargo, con temor de perderlo o dañarlo.

—¡Oh, mi pequeña Leonora! Estás tan hermosa… —Su voz pareció quebrarse y casi al instante se volvió para que no pudiera verle el rostro—. Voy a echarte tanto de menos. Pensarás que soy una egoísta, pero tengo miedo de estar sola.

Me acerqué a ella y la abracé.

Doña Elvira de Casto y Villarejo, hija de Leocadia y Álvaro Casto, era más menuda que yo, pero a pesar de su constitución delicada siempre había demostrado un valor y una entereza dignas de un gigante. No nos parecíamos en casi nada, solo en el carácter, en la forma tan peculiar que teníamos de arrugar la nariz cuando algo no nos gustaba y en el hoyuelo que se nos formaba en las mejillas al sonreír. Ahí acababa todo parecido.

Su cabello dorado como la luz del sol le caía lacio sobre los hombros. El rostro delgado y elegante de pómulos altos era adornado por unos grandes ojos claros que cautivaban todavía las miradas masculinas. Poseía una belleza sobria, clásica, poco común, más celta que visigoda. Yo, en cambio, era más alta y voluptuosa, de cabello oscuro ondulado y abundante, de tez olivácea y ojos grandes, almendrados y de color ámbar. Prácticamente, era la antítesis de mi progenitora. Me habría gustado haberme parecido más a ella.

Suspiré y pensé en mi padre; no lo conocí. Don Diego de Antúnez, fiel caballero del rey Alfonso II de Asturias, era natural del condado de Oviedo y había sido enemigo acérrimo de los musulmanes. Junto a su rey, había saqueado Lisboa y había cargado contra los infieles en Narón y en Anceo. Hacía ya dieciocho años de su hazaña y aún se recordaba. ¿Qué pensaría de su hija rindiéndose ante sus enemigos? Pero él ya no estaba para ver su vergüenza. Había caído en una refriega en la frontera de Navarra. Apenas contaba yo con tres meses de edad, y mi madre sola y desolada huyó de Oviedo.

Los enemigos, todos nobles de la corte que habían sido descubiertos por mi padre en sus sucios tratos a espaldas del rey, tomaron venganza. La emboscada salió a la perfección. Y, libres del asedio de tan fiero guardián, continuaron sus intrigas sin que ningún paladín entrometido estorbara.

Mi tío, Rodrigo, nos acogió bajo su protección y nos cobijó en su hogar toledano con la seguridad de que los cortesanos de Asturias no osarían entrar en los dominios del emir.

Mi madre apenas hablaba de él, y yo, por no disgustarla, tampoco lo mencionaba.

Solo una frase acudía ahora a mi mente: «Perdón, padre».

Caía la noche, el manto azulado se tendía perezoso y hacía retroceder el dorado atardecer que apenas rozaba las colinas de la sierra toledana. El día había sido caluroso y seco. Por fortuna, a través de la celosía de las ventanas superiores, se filtraba una brisa agradable que ondeaba mi velo y me acariciaba las mejillas. Cerré los ojos.

La paz duró poco. Unos golpes secos en el aldabón envararon mi espalda. Bajé como un rayo, entré en el pequeño salón y me senté junto a mi madre.

Flora los guio hasta la puerta y se retiró.

Rashid iba acompañado por su padre. Cuando nuestros ojos se encontraron, sentí que se me secaba la garganta. Su mirada gatuna y negra como una noche sin luna me recorrió con lentitud para absorber cada detalle de mi cuerpo. Su insolencia me encontró desprevenida: sentí un creciente desagrado y bajé la mirada.

Nsala malekun —saludó el imán.

Malekun nsala —nos apresuramos a responder.

Mi madre sirvió el té de menta y acercó una bandeja con dulces que Flora tan prestamente había preparado.

Había al-Falüday hechos con miel y almidón, al-Jabis a los que además se les añadía manteca y al-Gabit, que era una especie de pan relleno de azúcar, almendras y pistachos. En otra bandeja se alineaban dátiles e higos.

—Espero sepan disculpar lo precario del banquete, pero con tan poco tiempo… —se excusó mi madre.

—No hemos venido a comer, doña Elvira —rezongó ceñudo el imán.

Era un hombre alto y algo encorvado, más por las preocupaciones que por la edad. Su ojillos inquietos parecían malhumorados. Incómodo se rascó la hirsuta barba cana y sus labios se fruncieron cuando miró a su hijo.

—Estamos aquí porque la impaciencia de Rashid estaba sacándome de las casillas.

Miré sorprendida a mi prometido. Estaba más que apuesto. Iba ataviado con zaragüelles de seda abombados hasta los tobillos en color vino, babuchas de suave piel marrón, túnica corta de seda negra con damascos en oro, turbante de lino negro y un fajín dorado que le ceñía la cintura y del que sobresalía una daga curva.

La sonrisa que brilló en su semblante me desarmó y me arrancó otra casi sin darme cuenta.

—Desde que vi a su hija, sus ojos me han perseguido hasta la locura. Su belleza me perturba y no pienso en otra cosa más que en hacerla mi esposa.

Su voz grave pero suave fue casi un murmullo.

Mi madre reprimió un mohín de disgusto y se obligó a sonreír.

—Las prisas, señores, no solo son malas consejeras, sino que, a menudo, son causantes de infortunios. Como ya sabrán, mi hermano no ha llegado todavía de su largo viaje a Norteumbría. Así que este evento no puede hacerse oficial —adujo mirando significativamente a Rashid.

—Se equivoca, señora —replicó el interesado—. Acabo de recibir la autorización por escrito junto con el contrato matrimonial que le envié. Puede leerlo con tranquilidad y comprobar las inmejorables condiciones que le otorgo a su hija y…

—Perdón, mi señor, ¿dice que Rodrigo le ha escrito?

Él de nuevo sonrió triunfal y del fajín sacó un manuscrito pulcramente doblado. Lo entregó a mi madre, que lo leyó circunspecta.

La tenacidad, ese era el secreto de su éxito en los negocios. Y eso era yo en esos momentos. Lo miré intrigada. Me encontré de nuevo con esos ojos que ahora, ya tan cerca de su objetivo, se mostraron ávidos.

Tragué saliva.

—Como ve, doña Elvira, mi hijo ha estipulado la entrega de la décima parte de todas sus posesiones y de las que se creen durante el matrimonio. Además —se aclaró la garganta bastante molesto—, como dote le regala su al-munya de al-subd en las afueras de la ciudad con toda la dotación de sirvientes, así como joyas de gran valor.

Mi madre lo miró pensativa nada impresionada con la exposición.

—Mi señor, gran imán Taliq ibn Zaquid: lo que yo le entrego a su hijo no es comparable con ningún bien terrenal ni joya mundana. —Me miró con ternura y añadió—: yo entrego una gran parte de mí y he de confesar que es la parte más pura, la que no ha tocado la maldad ni el dolor, la que no sabe de penurias ni de tretas. Una parte de mi corazón y mi alma. Un ser noble, lleno de luz, que dejará mi vida a oscuras para iluminar la de su hijo. ¿Tiene eso comparación? Aunque, sin duda, lo que verá más provechoso es el contrato de mercadeo que ha adquirido con mi hermano Rodrigo. Permítame decirle que, sin duda, son ustedes los más beneficiados con este acuerdo.

Sonreí al tiempo que contuve las lágrimas. Nada ni nadie sometería a mi madre. El orgullo herido de los invitados, sobre todo el del imán, prolongó un silencio incómodo que aproveché para deleitarme con mi té.

—Créame, señora, que, si conformo con este compromiso, es por no desairar a mi único hijo. Habría preferido una candidata de nuestro mismo linaje y religión. Pero el ímpetu juvenil… ya sabe: es difícilmente controlable.

De repente, Rashid se levantó, se puso frente a mí y me tomó de la mano.

—Hablando del ímpetu —intervino con su sempiterna sonrisa—. Doña Leonora de Antúnez y Casto —su voz se hizo profunda y con tono formal añadió—: si está de acuerdo con lo estipulado y lo conferenciado en esta sala, celebraremos nuestras nupcias en siete días.

Necesitaba ver la expresión de mi madre, pero él, astuto hasta lo impensable, se interpuso entre nosotras y me obligó a sostener su mirada inquisidora.

Asentí levemente, y llevándose mi mano a los labios, la detuvo allí al tiempo que sus ojos me devoraron.

Percibí su cálido aliento y la suavidad de su boca generosa me erizó la piel. Me sentía como un cordero ante un lobo hambriento. Solo quedaba esperar el sacrificio.

La tarde anterior a la boda se había esparcido sal por toda la casa para bendecirme. Para mí era lo mismo que haberla echado sobre una herida abierta. Apenas podía pensar en ello. No había dormido en toda la noche y, sin embargo, estaba alerta, expectante y muerta de miedo.

Ya estaba vestida y envuelta en sedas y brocados de color carmesí con dibujos geométricos. Cubierta con collares, colgantes, aretes y pulseras aguardé el comienzo de mi nueva vida.

Una mano pequeña y suave se enlazó con la mía. Me así a ella como un náufrago al único tablón en el océano.

—Iré a visitarte tan a menudo como lo permitan —susurró mi madre—. Y ¡qué diantres!, aunque no lo permitan también. No les va a ser tan fácil separarme de mi pequeña.

Solté una carcajada, ¿por qué me preocupaba? Conociéndola, sabía que siempre estaría a mi lado.

Me convertí al islamismo, y el nombre elegido para mí fue Shahlaa, ojos maravillosos.

En mi fuero interno sabía que ni mi nombre, ni mi credo serían arrancados de mi alma por mucha ceremonia que me impusieran.

El rito fue breve, conciso y concluyó con un velo rojo y blanco sobre la cabeza de ambos contrayentes. Finalmente, firmamos el contrato redactado en árabe junto a dos testigos y salimos de la mezquita rumbo a mi nuevo hogar.

Caminé junto a mi esposo que, henchido de orgullo, sonreía a su alrededor mostrando su reciente adquisición.

Los adoquines resonaban bajo nuestros pies, polvorientos y envejecidos mudos testigos de la historia de una ciudad rebelde. Las estrechas callejuelas se entrecruzaban entre ascensos y descensos como un laberinto enloquecido. Traspasamos la puerta de Mohaguía y, junto al río Tajo, encontré una figura amiga que esperaba sonriente la comitiva nupcial.

—¡Ruth! —exclamé sorprendida. Me detuve y nos abrazamos.

Los ojillos aviesos de mi amiga me contemplaron.

—No pareces tú —espetó.

—Pero siempre seré yo.

Sonrió. Había captado el mensaje. Nada había cambiado; nuestra amistad seguiría en mi corazón y como para firmar ese pacto levanté el meñique. Inmediatamente ella enlazó el suyo al mío como tantas otras veces en las que los juramentos infantiles necesitaron un sello especial.

—Pediré a Yahvé por tu felicidad.

Rashid se acercó para tomarme la mano de nuevo y conducirme por la ribera del río.

Giré la cabeza y me despedí de la dulce Ruth.

Su melena negra y ensortijada fue sacudida por la brisa, y en su semblante algo pálido se dibujó una expresión de tristeza. En sus pequeños ojos pardos, siempre alegres y vivarachos, brilló un atisbo de preocupación.

De repente recordé una conversación en su casa mientras cenábamos una de nuestras tantas noches estivales. Su padre, orfebre de profesión y vocación, Isaac ibn Ibrahim, se jactaba de tener una hija con un talento especial.

—Es capaz de predecir con bastante acierto el porvenir. Es, más bien, como si percibiera el aura de la gente y supiera si tal o cual persona traerá desgracias o, por el contrario, bondades. Cuando algo me da mala espina, recurro a ella. Y, debo decirte, Leonora, que me ha librado de algún que otro litigio con los clientes. No dudes en recurrir a ella; sin duda, ha sido bendecida con ese don.

Por el desasosiego de su mirada, fue fácil para mí adivinar que eran sinsabores lo que me esperaba.