Capítulo 11
Otra boda
Una vez más, el baño precedía un acontecimiento importante en mi vida, como si el agua purificara mi alma arrastrando todo vestigio del pasado. Pero, por mucho que frotaba con jabón perfumado, los recuerdos no se escurrían de mi mente; bien al contrario, acudían lacerantemente inoportunos.
Una vez más, dos mujeres me secaron con mimo y me engalanaron con sedas y alhajas. Recogieron mi larga melena en un complicado moño en el que prendieron un bonito broche de oro y dejaron suelto un grueso mechón que dispusieron sobre mi hombro derecho. Por último, me cubrieron la cabeza con un velo de lino para protegerme de los malos espíritus y, sobre el velo, una hermosa corona de flores blancas. La túnica de color crudo resaltaba el tono de mi piel y la negrura de mis cabellos; las mujeres que me examinaron asintieron con la cabeza satisfechas con los resultados.
Una vez más, fui conducida junto a mi futuro esposo. Todo parecía repetirse, salvo por una novedad, era la primera vez que me casaba absolutamente enamorada.
Cuando entré en la casa comunal, encontré a mi paso desconocidas caras sonrientes iluminadas por el resplandor anaranjado del gran fuego que crepitaba en el centro de la sala. Al fondo, se hallaba un hombre que encandilado contemplaba mi avance. Era él.
Se había afeitado, el rebelde cabello lucía peinado, y los refulgentes ojos verdes mostraban un brillo especial. Llevaba una túnica gastada blanca que dejaba al descubierto gran parte de su imponente torso, del cuello le colgaba un magnífico medallón de oro, una calzas de piel le enfundaban las largas piernas y calzaba botas del mismo material sujetas con ligas cruzadas. Un ancho cinturón con una gran hebilla dorada le ceñía las caderas.
Era un hombre grande, alto y fornido, pero sobre todo hermoso. Sus facciones libres de vello mostraban unos huesos anchos, una mandíbula marcada que rezumaba una poderosa masculinidad, unos pómulos altos, y aquel proporcional conjunto era suavizado por unos labios llenos y una barbilla con hoyuelo. No fui la única que suspiró: las mujeres a mi alrededor se codeaban y cuchicheaban entre risas envidiosas. Es mío, pensé con orgullo. Llegué a su altura y me tendió las manos. Yo se las ofrecí. Sonreímos ilusionados.
—Me cortas el aliento —confesó él.
Alcé una mano y le acaricié embobada el rostro, su piel cálida era suave.
—Nunca vuelvas a esconderte tras una barba, ¿entendido?
Sonrió y me acercó más a él.
—Ya hablas como una esposa del Norte, me gusta.
Halldora miró en derredor y con voz solemne comenzó:
—¿Quién entrega a la novia?
—¡Yo!
Asombrada descubrí a Thorffin el Gigante junto a mí; su vozarrón retumbó en mis oídos.
La potente voz de la jefa y sacerdotisa del clan reverberó en la sala, prodigando todo tipo de alabanzas a los dioses. Clamaba para nosotros sus buenos auspicios y entonaba canciones dedicadas a las nobles hazañas de Odín, Thor, Njörd y Frey, dioses de castas superiores.
En una mesa frente a nosotros, habían dispuesto los objetos simbólicos necesarios para obtener el favor de los dioses: un conjunto de llaves, husfreyja, que representaban la entrega de los bienes comunes a la mujer. Un cuenco de metal dorado y una pequeña daga, un martillo representativo de Thor con el que se efectuaba el hammarsäng, una costumbre bastante insólita, pero muy arraigada, que consistía en depositarlo bajo el lecho nupcial para asegurar la fertilidad de la pareja, además había una cinta de color azul.
Halldora alzó sus manos y entonó un salmo a Frigg, la diosa madre de la naturaleza; cerró los ojos y agitó la cabeza como sumida en trance; su larguísimo cabello cano se mecía con cada entonación.
Tras ella, su consejero, Snorri, el duende, acompañaba la melodía con el mismo énfasis que ella, aunque miraba de forma extraña a Gunnar. Después volvió al fondo de la sala y arrastró un buey negro hacia nosotros. Dos hombres dispusieron un barreño bajo la enorme testa de la res. No era la primera vez que presenciaba un sacrificio como aquel, pero los bruñidos ojos del animal clavados en mí me erizaron la piel.
Las arrugadas manos de la sacerdotisa tomaron el cuenco y la daga y, en mitad de sus cánticos, hundió con destreza la afilada punta en el cuello del animal. El agónico berrido se mezcló con el fervor de la multitud. Un chorro de sangre colmó el recipiente; el hedor metálico y algo dulzón inundó la estancia. La mujer sumergió dos dedos en el cálido y espeso contenido.
Gunnar agachó la cabeza, y Halldora le untó la frente con la sangre del sacrificio. Lo imité; al instante sentí sus dedos algo pegajosos en mi piel. La mujer me clavó los ojos.
—¿Juras servir a este hombre, amarlo, honrarlo, alimentarlo y cuidarlo hasta que marches de este mundo?
Miré a Gunnar; su expresión solemne y emocionada me sobrecogió.
—Sí, lo juro. —Y en ese momento supe que moriría amándolo.
La anciana se volvió hacia Gunnar.
—¿Juras servir a esta mujer, amarla, honrarla, alimentarla y cuidarla hasta que marches de este mundo?
—Sí, lo juro.
Halldora tomó las llaves y me las entregó.
—Toma, mujer, las llaves de sus posesiones para que las administres con capacidad y sabiduría.
A continuación colocó el martillo sobre sus palmas abiertas y lo acercó a Gunnar.
—Esta noche depositarás tu semilla en ella, el hammarsäng auspiciará la fecundación de vuestros vástagos.
Por último, tomó la cinta azul y ató con ella nuestras manos. De nuevo cerró los ojos e invocó el favor de los antepasados; la mención de su familia añadió humedad a su ya afectada mirada. Mis dedos se entrelazaron con los suyos. El verdor profundo de sus ojos ahondó en los míos para encontrar el amor por el que tanto había luchado. Una expresión victoriosa iluminó su faz.
—Honren a los dioses y serán bendecidos por ellos.
No bien hubo acabado la ceremonia, la música tomó protagonismo.
Gunnar me tomó en brazos y estampó en mis labios un beso que fue aplaudido por la muchedumbre. Seguidamente dio comienzo el brúdzveila, el banquete nupcial.
Nos sentamos uno frente al otro en una larga mesa plagada de bandejas con comida. Pescado seco llamado skreid, enormes panes de centeno recién horneados, carne en salazón condimentada con leche agria y cebollas, estofado de jabalí con frutos rojos e ingentes cantidades de espumosa cerveza.
Las escudillas se vaciaban con glotonería y de nuevo se llenaban con alborozo.
El voraz apetito de aquellas gentes convertía la gula de curas y obispos en algo irrisorio. Eran capaces de comer hasta caer desfallecidos y, en lo referente a la bebida, su capacidad rayaba en lo sobrenatural. Una y otra vez rodaban barriles de cerveza sobre la paja esparcida por el suelo que eran sustituidos por otros vacíos. Famélicos perros de pelo largo y enmarañado aguardaban, pacientes, sobras de comida que no llegaban, a menos que cayeran por descuido de algún comensal.
Los niños correteaban entre las mesas chillando y riendo. Gunnar reía con los comentarios jocosos y algo subidos de tono de sus guerreros, pero sin quitarme los ojos de encima. Era extremadamente fácil leer sus pensamientos, y eso hacía que se me arrebolaran las mejillas. Bajaba la cabeza y centraba mi atención en el estofado y, aún sin mucho apetito, me obligaba a probar algún bocado solo para evitar sostener aquella ígnea mirada.
—Hemos aprovisionado el barco —informó Thorffin—; seis hombres están dispuestos a acompañarnos, aunque los malditos no me han salido muy baratos que digamos.
Ragnar alzó ceñudo la cabeza de su escudilla.
—Menos baratas me han salido a mí las mujeres.
Los hombres rieron a la vez que asintieron.
—Pues cásate —le reconvino Erik— y tendrás una siempre disponible y además gratis.
—Eso es lo que tú te crees —apostilló Thorffin.
Erik soltó un eructo y se limpió la pringosa boca con la manga.
—No debe de ser tan malo; todo el mundo lo hace.
Los hombres me miraron con un deje de anhelo.
—No —Thorffin sonrió—, no es tan malo, sobre todo si es con la persona adecuada.
Gunnar estiró un brazo y acarició el dorso de mi mano.
—Cuando encuentras a la persona indicada, es como estar ya en el Valhalla.
Ragnar se frotó la calva con insistencia como meditando algo e inquirió:
—¿Cómo diablos se sabe?
Gunnar se volvió hacia él y le palmeó amistosamente la espalda.
—Se sabe con solo mirarla.
—¿De veras?
—Sí —insistió clavando sus ojos en mí—, cuando la ves, su imagen se queda grabada a fuego en tu mente y no dejas de pensar en ella, de soñar con ella. Primero buscas su mirada casi con fanatismo y, cuando te presta algo de atención, sientes que estas flotando, luego anhelas un beso y, cuando lo consigues, es como si cayeras en picado por un barranco con el corazón desbocado; imagínate cuando consigues lo demás.
Erik y Ragnar lo miraban boquiabiertos; Thorffin era el único que sabía de lo que hablaba. Su intensidad me dejó temblorosa. Sentí un escalofrío y deseé con todas mis fuerzas echarme en sus brazos.
—Demasiado complicado —adujo Ragnar, algo aturdido—. Solo utilizo a las mujeres para descargarme y con eso me basta. Cuando quiera que me aturullen la cabeza, la meteré en un avispero.
—¡Vaya! —intervine molesta—. No sabía que les debiéramos tanto a las avispas.
Los hombres estallaron en carcajadas.
Ragnar algo avergonzado rezongó:
—A veces son preferibles.
—Solo a veces —concedí pensando en una mujer en particular—. Pero también merece la pena exponerse, aunque te claven el aguijón; solo así serás capaz de encontrar tu otra mitad.
Erik se levantó, miró a lo largo de la mesa, se rascó la entrepierna y murmuró:
—Voy a ver si encuentro dónde clavar mi aguijón.
Las carcajadas se sucedieron.
Sacudí la cabeza exasperada y sonreí.
—Si yo fuera perro, en este momento, correría como alma que lleva el diablo —musitó Ragnar.
Gunnar y Thorffin se doblaban sobre sí mismos acometidos por un ataque de risa.
—Al menos no tendría que pagar —replicó Erik.
Lagrimeando, pataleaban incontrolados el suelo.
—¡Por todos los dioses del Asgard… voy a mearme encima!
Thorffin se levantó presto y salió a la carrera.
Gunnar también se levantó ofreciéndome la mano. Todavía se sacudía con las carcajadas.
Lo miré divertida.
—¿Acaso quieres que te acompañe a mear?
—No era precisamente lo que tenía en mente.
Me atrajo hacia él y me besó con pasión. Noté en mi vientre su implacable deseo.
—Veo que tu aguijón también busca refugio.
—¿Te importaría cobijarlo?
—Ya sabes que me encantaría.
Saboreé sus labios con detenimiento, paladeando con minuciosidad hasta el último rincón de su boca. Jadeó enfebrecido.
La música retumbó con más fuerza y los pasos acelerados de los bailarines se acercaron a nosotros.
—¿Quieres saltarte el baile? —susurré con voz ronca de deseo.
—Este sí.
Me arrastró fuera del skáli hasta una cabaña próxima.
—Por cortesía de la gran Halldora —informó.
Entramos, cerró la puerta y, apoyándome contra ella, me besó dominado por una lujuria desmedida, incontenible, feroz. Prácticamente me arrancó la ropa sin despegar su boca de la mía.
Yo también lo desnudé con violencia, lo necesitaba con desesperación. Mis manos clamaban por su piel. Acaricié los fuertes músculos de su ancha espalda, mis dedos se hundían en cada protuberancia, en cada hondonada. Contorneé con ansia sus abultados hombros, su largo cuello. Deslicé mis manos hasta sus nalgas y clavé en ellas mis uñas. Me alzó en vilo, abrí las piernas y lo rodeé con ellas. Su rigidez entró en mí y me arqueé contra la puerta.
Gunnar me mordía el cuello al tiempo que sus empellones me llevaban al delirio. Gemimos al unísono. Mis senos se bambolearon contra su torso, y el roce del rizado vello de su pecho rozando mis pezones, exaltó mis sentidos ya enloquecidos de placer. No tuve conciencia de quién se derramó primero, solo supe que había tocado el cielo y que descendía con laxitud a la tierra.
Gunnar me llevó en brazos al lecho y me depositó en él con dulzura y tomó algo del suelo. Era el martillo ceremonial.
—Hemos olvidado el hammarsäng —respiró entrecortadamente—. Me temo que tendremos que repetirlo.
Sonrió pícaro, se agachó y metió el martillo bajo el colchón de heno.
—¡Qué contrariedad! —exclamé simulando tedio.
—Conque esas tenemos, ¿eh? No pararé hasta que supliques clemencia.
Se echó sobre mí y, apoyado en los codos, me contempló con fijeza.
—Moriría así, sobre ti, sumergido en tus ojos.
—Amado esposo, no te permitiré morir nunca.
—Suena bien, repítelo.
—Te amo, esposo mío, te amo y ni la muerte va a arrancarte de mi lado.
—Tenlo por seguro, porque te seguiré a través de la eternidad.
Nos besamos, pero esta vez con lentitud, suavidad e infinita dulzura. Hicimos el amor sin prisa, recreándonos en cada detalle, despertando cada poro de nuestra piel con una delicadeza almibarada. Susurramos nuestro amor, prodigándolo en cada beso y en cada caricia. El encuentro fue largo y pausado, lleno de miradas y promesas. Acabamos envueltos en lágrimas de felicidad, jadeantes y embargados por emociones profundas e imborrables.
Ya colmados, nos abrazamos sintiéndonos uno. Quise saber más de él y, aunque temí despertar recuerdos dolorosos, le pregunté por su relación con Halldora.
—Es una historia larga y triste —comenzó.
Las puntas de sus dedos se deslizaron por mi brazo y lo recorrieron al tiempo que se sumergía en el pasado.
—Mi padre era el hermano mayor, todos decían que tenía madera de líder y, en verdad, así era. Después estaba Halldora y, por último, Ivar, el hermano pequeño, su predilecto. Ivar fue un muchacho enclenque y enfermizo, pero inteligente y algo taimado. Como carecía de la fortaleza física necesaria para entrar en batalla, apenas si era capaz de levantar una espada; se limitaba a observar y a escuchar los pactos, alianzas y negociaciones que el clan iniciaba. Poseía una mente brillante para la estrategia y, gracias a ella, el clan ganó territorios. Todos alababan su ingenio, y él incluso llegó a pensar que tal vez, y a pesar de sus limitaciones, podría llegar a liderar. Sin embargo, los guerreros se negaban a dejarse gobernar por alguien impedido. Su cuerpo excesivamente delgado caía con frecuencia en todo tipo de dolencias que lo postergaban a la cama, Halldora, que sentía verdadera adoración por su hermano pequeño, lo cuidaba y pasaba con él gran parte del tiempo. Era como si quisiera transmitirle parte de su vigor, de su fortaleza. En cambio, mi padre era un hombre muy grande, corpulento y diestro en el manejo de toda clase de armas. Era muy respetado en el campo de batalla y temido por los enemigos. Claro está, los hombres se decantaron por él, y asumió el cargo de líder ante la evidente desilusión de Ivar. A partir de ese momento, su amargura creció hasta empequeñecerlo más. Dejó de comer, se rindió ante la vida y se sumió en una apatía que lo consumió. Halldora culpó a mi padre. Había intentado convencer al clan de que él, Kodram se llamaba, no era tan apto como Ivar, que las decisiones pesaban más que las estocadas, pero nadie le hizo caso, hasta que un día todos se lamentaron de aquella elección.
Hizo una pausa y suspiró.
—¿Qué ocurrió?
—Conoció a mi madre y se enamoró perdidamente de ella.
—¿Ese fue su gran pecado?
Enredé mis dedos en su melena.
—El principal, aunque no el único. Mi madre, Bera, pertenecía al clan de los Ildengum.
Sofoqué una exclamación, comenzaba a comprender el alcance del odio.
—Era un clan temido por su belicosidad; ambicionaban dominar nuestras tierras y en más de una ocasión habían diezmado la aldea durante sus continuas incursiones. En una de esas escaramuzas, mi padre apresó a mi madre, la hija del líder, pero al final fue ella quien lo capturó. Fue cuando decidieron fugarse; desgraciadamente ninguno pensó en las consecuencias. Los Ildengum tomaron venganza y arrasaron el pueblo, apenas hubo supervivientes y los que quedaron fueron tomados como esclavos. Cuando mi padre se enteró, volvió y a punto estuvieron de matarlo. Por fortuna, un amigo, el único que le quedaba, logró liberarlo. Mis padres se refugiaron en Skiringssal, después nacimos nosotros: yo primero y después Ottar. Mi padre trabajó duro con un único objetivo: conseguir el oro suficiente para comprar uno a uno a los miembros de su clan para luego liberarlos; era lo menos que podía hacer. Para ello utilizaba a su amigo, el padre de Thorffin, que lo representaba en las transacciones con el fin de ocultar su identidad. Sin embargo, uno de los liberados averiguó quién era el verdadero benefactor, le siguió la pista, descubrió dónde vivía y corrió a decírselo a Halldora. Ella lo delató, y los Ildengum le tendieron una emboscada. —Hizo una pausa, su semblante se congestionó—. Estaba con mi hermano cuando ocurrió, tenía once años y era casi tan alto como mi padre. Solo sé que pelearon por sus vidas con bravura, pero no fue suficiente. Mi madre marchó tras ellos el siguiente invierno, murió en mis brazos, quedé huérfano con doce años y he estado solo todo este tiempo. Hasta que te conocí.
—Nunca más estarás solo.
Le besé los labios, Gunnar me apretó contra él y suspiró.
—He estado con algunas mujeres, pero nunca antes había hecho el amor hasta que te tuve entre mis brazos. ¿Recuerdas tu huida?
Asentí. Todavía conservaba unas finas líneas plateadas en mi espalda. Él pareció adivinar mis pensamientos y deslizó su mano por ellas.
—Tuve que hacerlo —se disculpó—. Si hubieras recibido un trato especial, mis hombres habrían alertado al jarl antes de lo debido, sobre todo Ulf. ¿Sabes? Cuando corrí detrás de ti, sentí miedo de perderte. Aquello me sorprendió, no podía creer que me hubieras impactado de ese modo. Cuando te derribé sobre aquel lodazal estuve a punto de tomarte a la fuerza, te deseaba, pero me contuve y no solo en esa ocasión. Lo logré por una única razón: quería que sintieras algo por mí la primera vez; deseaba algo con más fuerza que tu cuerpo, deseaba tu corazón, tu alma, solo por eso esperé. Creo que no he hecho nada tan difícil en mi vida.
—Tal vez ahora comprendas algo más a tu padre.
Había captado con toda claridad el resentimiento en su voz cada vez que lo mencionaba.
—Sí —aceptó—; no pude perdonarlo del todo hasta que me enamoré de ti. Ahora sé que soy capaz de hacer cosas mucho peores.
Y, sin embargo, nunca abandonaría a su pueblo; aquello lo hacía más grande a mis ojos. Imaginé su infancia y sentí que se me humedecían los ojos. Era un niño solo y desamparado y tomó las riendas de su vida. En lugar de lamentarse y crecer lleno de rencor y amargura, sacó toda su fuerza y su nobleza, su lealtad y honor para ponerlos a disposición del pueblo. Ahora conocía su verdadera motivación, quería limpiar el nombre de su padre, quería que se sintiera orgulloso de él.
—¿Qué has tomado para evitar quedar encinta?
—Eyra me daba unas semillas y además me aconsejaba lavados con agua y vinagre, no sé si funcionaban o tal vez…
En más de una ocasión había pensado que aquella planta que había provocado mi aborto había dañado algo en mi interior haciéndome estéril; era una idea que no podía quitarme de la cabeza.
—Cuéntamelo.
Le narré lo sucedido aquel fatídico día y, muy a mi pesar, descubrí que el dolor resurgía de nuevo, el odio no me había abandonado y menos cuando la principal causante de él continuaba intentado destrozarme. Cuando acabé lloraba en sus brazos.
—Eyra es una mujer muy sabia, sus remedios suelen funcionar. Tendremos hijos, estoy seguro, tenemos algo muy importante a nuestro favor.
—¿Y es…?
—Que nos encanta buscarlos, ¿me equivoco?
Negué con la cabeza. Agachó la cabeza y me besó el ombligo, su melena cosquilleó mi vientre.
—¿Cuándo dejaste de tomarlas?
—Cuando te marchaste.
Estábamos abriendo todas las puertas ocultas y liberando nuestros demonios; los sentía volar sobre nosotros despertando rencores y miedos. Era necesario hacerlo para que ni una sombra de malos sentimientos pudiera germinar amenazando con extenderse nuevamente.
Los ojos se le oscurecieron, su semblante se ensombreció con una máscara de rabia y amarga frustración.
—No puedes imaginar cómo me sentí. —Su mandíbula se endureció, en su voz se translució un hondo resentimiento—. Había consagrado mi vida a proteger a mi pueblo, lo había salvado de invasiones, rebeliones e incluso de la hambruna, sin embargo, fui incapaz de proteger a la persona que más amaba. Me derrumbé. No sabes lo que fue verte en ese estado. —Tomó aire y cerró los ojos, sus facciones se contorsionaron por los recuerdos—. Tenías el rostro amoratado, inflamado, grotescamente deformado por los golpes y una costilla rota. Ese perro había abusado de ti de la forma más cobarde y mezquina, y yo no pude hacer nada. Sin embargo, sé que peleaste como una fiera. Vi su cara y me juré terminar el trabajo. Me sentí como un miserable, no creí merecerte, por eso decidí alejarme. En ese momento, supe que lo mejor para ti sería regresar con los tuyos y después cobardemente buscaría el único consuelo posible para mí: la muerte. Aunque no antes de haber cobrado venganza. Pero cuando volví a verte estuve a punto de flaquear, cuando bailaste para mí fue como si hubiese caído a la hoguera, yo… ardí.
—Y entonces apareció oportunamente Sigrid —repuse indignada.
Solo pensar que esa víbora había disfrutado de sus caricias, de su pasión, me sacaba de las casillas. De una forma u otra, las mujeres que me odiaban lograban robar como cuervos arteros una noche con los hombres que amaba, tal vez era un pequeño tributo que había de pagar por disfrutar de un amor tan profundo. En realidad, era una mujer afortunada. ¿Cuántas podían jactarse de haber conseguido enamorar a dos hombres maravillosos?
—Sí, y no fue como imaginas.
Alcé la cabeza y lo miré intrigada, me pareció ver un brillo avergonzado en su mirada.
—No la traté como debía, yo… ni siquiera la besé, solo le levanté la falda y… ya sabes, me porté como un animal, estaba fuera de mí. Fue bastante impersonal, tan solo un acto de pura necesidad. Aunque ella no se quejó.
—¿Quejarse? Estaba consiguiendo lo que tanto había ansiado.
No conseguí aplacar la irritación.
—Pues si es eso cuanto espera, empiezo a compadecerla.
—Yo no, para nada, la odio.
Gunnar sonrió y se puso sobre mí.
—Me encanta verte celosa, estás preciosa cuando arrugas disgustada la nariz y tus ojos echan chispas doradas.
—Espero que no te guste tanto para provocarme celos con otra, porque te aseguro que la próxima vez no solo te voy a fulminar con la mirada.
Besó la punta de mi nariz y apoyó su frente en la mía.
—No habrá próxima vez porque no habrá otra mujer en mi vida, no es posible cuando tengo a la mejor.
Sonreí.
—Te amo, Gunnar.
Desperté entre sus brazos, arrebujada y calentita. Él me observaba ensimismado. Sonrió complacido.
—¿Cuánto tiempo llevas despierto?
—No mucho.
Una luz mortecina se filtraba por el quicio de las pesadas contraventanas. Fuera, el bullicio matutino de las gentes de Tønsberg llegaba nítido hasta nuestros oídos. Cacareos de gallinas, ladridos de perros, conversaciones femeninas y el golpeteo rítmico de algún utensilio. También llegó a mi olfato el aroma del pan recién horneado. Mis tripas gruñeron.
—Me muero de hambre —confirmé.
—Yo también, pero contemplarte mientras dormías bien merecía la espera.
Me incorporé sobre un codo y lo besé. Gunnar tomó mi rostro entre sus manos y me devolvió el beso.
—Tengo algo que darte.
Salió de la cama y, completamente desnudo, se agachó para buscar algo entre la ropa esparcida por el suelo. Encontró el morral y sacó algo de su interior. Se acercó lentamente.
—Toma, es tu morgingjölf.
El morgingjölf era el presente que el esposo entregaba a la esposa la primera mañana de su vida en común.
Abrí la mano, y él dejó caer en ella un anillo. Era de oro; en su superficie labrada que simulaba la piel de un reptil se enroscaban dos serpientes, sus cabezas se enfrentaban altivas, los ojos de ambas eran dos minúsculas gemas, esmeralda en una y ámbar en la otra. La perfección en los detalles era asombrosa, tal labor de orfebrería podía ser solo digna de un gran maestro.
—Es hermoso.
—Perteneció a mi madre y a mi abuela antes que a ella, e imagino que al resto de mis antepasadas; es muy antiguo.
Tomó mi mano entre las suyas y deslizó el anillo en mi dedo anular; como me quedaba demasiado holgado, lo cambió al dedo corazón, esta vez, encajó a la perfección. Se arrodilló ante mí, tomó mi mano y pegando el anillo a su frente hizo un nuevo juramento.
—Juro protegerte con mi vida, amarte con mi alma y venerarte con mi cuerpo. Me entrego a ti hasta el fin de los tiempos.
Mi miró fijamente, sus ojos mostraban su absoluta entrega. Aquella franqueza me desarmó. El amor que sentía por él se expandió por todo mi cuerpo. Me lancé a sus brazos. Conmovida lo miré de nuevo.
—Esas serpientes somos nosotros dos —agregó tan emocionado como yo—; nuestras almas.
—Siempre seré tuya, amor mío, ahora lo sé.
—Va a sonarte pretencioso, pero yo siempre lo supe. Estábamos destinados. Solo que me costó algo de tiempo convencerte.
Cerré fuertemente los ojos, pegué el rostro a su pecho y rogué con todas mis fuerzas a Dios para que nunca me lo arrebatara. Sus poderosos brazos me ciñeron con fuerza.
Todavía quedaban dos temores, uno suyo y otro mío. Dos puertas esperando ser abiertas. Su temor tenía nombre de hombre, el mío era su venganza. Por cómo me apretaba, supe que estaba pensando lo mismo que yo.
—Nos queda el último tramo —musité.
—Sí, el más pedregoso y empinado. Pero lo conseguiremos.
De pronto, sentí un escalofrío; sentí como si una mano helada me apretara el corazón; por un instante, dejé de respirar.
Un mal augurio, habría dicho Eyra. No dije nada, pero el malestar permaneció en mi pecho. Rogué en silencio con más ahínco. No, por favor, repetí una y otra vez.
Aprovisionamos el barco bajo la atenta mirada de Halldora.
En su semblante, se debatían dos emociones encontradas. Una era alivio por vernos partir; la otra, una especie de pesadumbre inquietante que me desconcertó. Lo último que esperaba ver en aquella pétrea mujer era un deje de nostalgia, tal vez Gunnar se pareciera mucho a su padre y acudieran a ella remordimientos tardíos. No encontraba otra explicación.
Gunnar la ignoraba deliberadamente; para él no existía. El rencor que había surgido tras el encuentro con su única pariente viva era apenas contenido bajo un yugo de control admirable. Era furia reprimida y dolor, mucho dolor.
Yo apenas si era capaz de comprender cómo alguien podía entregar la vida de su hermano, por muchos errores que hubiera cometido. Era más que obvio que nada de lo ocurrido había sido directa e intencionadamente provocado por él, tan solo había sido culpable de enamorarse de alguien inadecuado; lo ocurrido eran las funestas consecuencias de esa acción, totalmente desmedidas, en mi opinión.
Crucé los brazos y cerré los ojos. Me dejé acariciar por la brisa del mar, fría y húmeda, pero reconfortante. Aspiré embebiéndome de cada olor. Salitre, madera quemada, estiércol, el peculiar aroma de la cebada fermentada y la sutil fragancia de los pinos. Escuché el rítmico vaivén de las olas que lamían la orilla, el tintineo de un herrero forjando algún utensilio de metal, resoplidos de caballos, cacareos de gallinas, niños alborotando y las estridentes conversaciones de los hombres. Todavía me maravillaba la vehemencia con la que hablaban, casi siempre a los gritos, de manera jactanciosa y tremendamente exagerada acompañada de gestos y ademanes igual de desproporcionados.
Eran gente alegre que disfrutaba el día a día con intensidad; todo en ellos era impetuoso sin comedimiento alguno: espontáneos, viscerales y en esencia auténticos. Eran libres para hablar y opinar de cualquier cosa sin temor a ser reprendidos ni juzgados por los demás.
Imaginaba que aquello era producto de la total ausencia de autoridad eclesiástica, de tabúes y estrictos reglamentos morales y, aunque ellos se regían por una serie de normas cívicas que eran respetadas a rajatabla, ni de lejos eran tan estrictas como las que yo conocía.
Sin duda, la presencia de la iglesia en aquellas tierras, y por ende la de sus representantes, acabaría con aquella estimulante libertad. Casi al instante me sentí culpable. Estaba poniendo en tela de juicio todas mis creencias, todo cuanto me habían inculcado, pero ¿cómo no hacerlo? El paganismo era preferible, no erigían catedrales, ni nombraban ministros; no redactaban normas, ni malinterpretaban versículos apostólicos y, lo más importante, la mujer era igual al hombre.
—No fui yo.
La gutural voz de Halldora me sobresaltó; todavía ensimismada en mis pensamientos, la miré interrogante.
No me miraba, permanecía atenta al ajetreo en el embarcadero. En ese momento, los cascos de los caballos sacudieron los maderos mientras eran guiados al interior del barco.
—No fui yo —repitió—, aunque todos lo creyeron.
Sus níveos y frágiles cabellos ondeaban en torno a su rostro ajado. Pareció que las arrugas se intensificaban ante el peso de los recuerdos. Su mirada, ahora perdida en el horizonte, se oscureció.
Supe al instante que había sido elegida para escuchar una importante revelación.
—Me convirtieron en esclava. Me humillaron y vejaron de la forma más deleznable posible. Ese maldito Sigurd, el líder de los Ildengum, descargó su furia en mí. Odiaba a mi hermano Kodram y, para serte sincera, en ese momento, yo también.
Aspiró profundamente y agregó:
—Habían pasado los años y, por un amigo que había sido liberado, supe que había sido Kodram quien había pagado su libertad y había intentado comprar la mía, sin embargo, yo no estaba en venta. Aquello no suavizó el rencor que me consumía, pero no fui yo quien lo delató.
Me miró; en su cerúlea mirada vi franqueza, también sufrimiento.
—Aquel día me deslicé a la cabaña de Sigurd; algunos me vieron entrar en ella, por eso dieron por hecho mi traición. Pero no estaba allí por eso, nada más lejos de la realidad. Fui a matarlo, solo que lo que allí presencié me paralizó lo suficiente para salir sin cumplir mi objetivo.
Hizo una pausa, pero no para aguardar una interpelación por mi parte, más bien, para fortalecer su ánimo.
—Dentro había una persona, una mujer, que en ese momento proporcionaba a Sigurd información sobre mi hermano. Supe entonces que tenía dos sobrinos y que vivía feliz en Skiringssal. Sigurd no perdió el tiempo. Yo tampoco. Ya salía de la cabaña con intención de avisar a Kodram cuando sus hombres me descubrieron. Me retuvieron en ella dos días; no hizo falta mucho más tiempo. Ya todo estaba perdido. Solo puedo decirte que Kodram escribió su destino, debió de saber lo que nos ocurriría si nos abandonaba y lo hizo; perdí a Ivar y eso jamás se lo perdoné. Sin embargo, lo vengué. Pocas semanas después, logré mi objetivo: clavé una daga en el cuello de Sigurd y lo desangré como a un cerdo. Escapé de allí con los pocos hombres que quedaban de mi clan. Lo que no supe hasta después fue que estaba encinta de ese malnacido. En un primer momento, sentí el impulso de arrancarlo de mi vientre a cuchilladas, pero después opté por tenerlo, aunque lo abandoné cuando nació. —En sus ojos brilló un suplicio desgarrador—. ¿Sabes? Todavía escuchó su llanto agudo y estridente en mi cabeza. Atormenta mis sueños, su alma maltrecha tortura la mía.
Tragué saliva. Aquello era más espeluznante de lo que había esperado. Halldora era la mujer acerada que habían creado. Una criatura templada a golpes, moldeada con sufrimientos y desengaños, abandonada al infortunio. ¿Era posible que un amor arrastrara tal caos detrás? El amor obnubilaba, cegaba y confundía; esa era la única excusa posible, y aun así no era suficiente. Contemplé la agónica expresión de la mujer e instintivamente alcé una mano y la apoyé en su huesudo hombro.
—¿Por qué no lo buscaste y le contaste la verdad? Podrían haber empezado desde el principio, haberse tenido el uno al otro.
Negó con la cabeza, en ese instante vi la humedad en sus ojos.
—No había consuelo alguno para mí, solo quería olvidar y verlo tan parecido a su padre lo habría hecho del todo imposible. Nada me importaba, aprendí a vivir con el dolor, hice un escudo con él y lo cargué a la espalda.
—Pero dijiste que lo habías visto siendo un mocoso.
—¡Oh, sí! Al cabo de un tiempo, me asaltó la curiosidad y al frente de mis hombres fui a Skiringssal. Gunnar tendría unos trece años, era muy alto y corpulento para su edad, aunque su faz todavía aniñada mostraba una seriedad poco habitual para un muchacho tan joven. Era idéntico a Kodram, aquello fue demasiado para mí y me marché sin dar ningún tipo de explicación. En ese viaje descubrí a la mujer que había delatado a mi hermano y comprendí los motivos.
—¿Quién era?
—Una esclava, aunque irónicamente se convirtió en el ama de cría de mi sobrino.
Los latidos de mi corazón se aceleraron.
—Se llama Eyra.
Sentí como si el suelo hubiera desaparecido bajo mis pies. No podía dar crédito a aquello. Eyra no. No podía haber cometido tal barbaridad, y ¿por qué demonios…?
La anciana leyó la pregunta en mi rostro.
—Fue por despecho.
Seguí negando con la cabeza horrorizada. No podía imaginar a la Eyra sabia y compasiva cobrando semejante venganza únicamente por despecho, pero Halldora continuó su explicación.
—Había sido esclava de nuestro clan, aunque yo nunca había reparado en ella. Se había convertido en una de las amantes de Kodram, por lo visto con bastante asiduidad, y se había enamorado de él. Ninguna mujer era capaz de resistir a sus encantos, y él lo sabía: las trataba como a princesas, aunque fueran simples esclavas. Ella albergó la idea de casarse con él, pero sus sueños se evaporaron con la llegada de Bera. Cuando Kodram la vio, las demás mujeres dejaron de existir, Eyra incluida. Imagino que ese varapalo fue demasiado para ella, incluso llegaron a contarme que se enfrentó a Bera; Kodram por supuesto la expulsó del pueblo y la condenó a morir de hambre. No sé qué le pasó después, pero sin duda no fue algo bueno. No es difícil imaginar el odio que germinó en su interior en ese tiempo, aunque desconozco si ella conocía el alcance de su venganza o si, por el contrario, la sorprendió; en honor a la verdad, pienso que sabía exactamente que estaba condenándolo a muerte.
Esa cruel faceta de Eyra desmoronaba todo cuanto pensaba de ella. Era del todo impensable para mí y, sin embargo, algunas piezas en mi mente comenzaron a desplazarse encajando con asombrosa facilidad en los escasos huecos que permanecían todavía oscuros.
Su interés por que conquistara a Gunnar, por que lo enamorara, como si quisiera revivir a través de mí su propia vida, pero con una final feliz. Creía por alguna razón que yo sí lo conseguiría. Otra pieza se movió. Tal vez solo ansiaba la felicidad de Gunnar como compensación por la pérdida que ella misma había provocado o, tal vez, para aliviar sus propios remordimientos.
Deseé verla, hablar con ella, escuchar su verdad y sus motivos, pero sobre todo deseé escuchar su arrepentimiento. De repente, miré a Halldora recriminatoriamente. Aquella confesión solo me había cargado de pesar y de una duda que tendría que madurar con cuidado. ¿Debía contarle a Gunnar la verdad? ¿O saber la verdad solo lo haría más desgraciado?
El pasado no se podía cambiar, él lo había aceptado, pero saber que la mujer que había estado a su lado y que prácticamente había ejercido de madre había sido la culpable de la muerte de toda su familia, sin duda, resultaría devastador. Era mejor dejar las cosas como estaban, nada se ganaba con remover el dolor.
—¿Fuiste capaz de dejarlo con la culpable de su desgracia? —la increpé.
Halldora resopló, una misteriosa sonrisa asomó a sus labios.
—Cuando la descubrí, mi primer impulso fue llevarlo conmigo, pero cuando la enfrenté y me confesó toda la verdad, decidí marcharme para siempre.
En ese instante sentí que no debía preguntar nada más, que prefería permanecer en la más absoluta ignorancia; intuía con meridiana claridad que esa verdad sería demasiado para mí. Sin embargo, me escuché decir:
—¿Qué pudo contarte para que optaras por no volver nunca más?
—Supe que a pesar de todo él estaba en las manos que debía, malas o buenas.
Hizo una pausa para mirar a Gunnar que en ese momento cargaba un pesado baúl. Él se detuvo para limpiarse el sudor de la frente y nos miró extrañado.
—Lo dejé con su madre.
Aquella verdad fue un golpe en el estómago, contuve la respiración y abrí la boca sin poder articular palabra; maldije el momento que Halldora había elegido para revelarme la verdad, justo cuando Gunnar nos observaba con atención. Como pude intenté recomponer de inmediato mi expresión, pero, como no lo lograba con la suficiente rapidez, me volví hacia ella.
—¡Maldición!
Halldora me sostuvo la mirada para evaluarme.
—No viviré mucho tiempo y estoy segura de que no volveré a verlo, no podía llevarme el secreto a la tumba, y tú eres la persona que más lo conoce. Sé que te he cargado con una gran responsabilidad, pero decidas lo que decidas será lo correcto. Lo amas y eso me garantiza que velarás por él.
Todavía estaba aturdida, impresionada y paralizada; tartamudeé cuando volví a hablar.
—No… no puede ser.
—También me resistí a creerlo, pero ella despejó todas mis dudas. Cuando Kodram se enamoró de Bera, ella descubrió que estaba embarazada y, pensando que era una carta que jugaba a su favor, se lo contó a ella, pero le salió mal. Kodram montó en cólera y, como ya sabes, la expulsó de la aldea, pero con el paso del tiempo pensó en su hijo. Ya estaban en Skiringssal, y Bera no conseguía concebir, así que partió en busca de Eyra y del niño que tenía pocos meses. Se lo arrebató impunemente, no le importó lo más mínimo sus sentimientos, y se lo entregó a su mujer. Para sorpresa de ambos, dos años después quedó embarazada de un varón. Afortunadamente, quería a Gunnar tanto como a su verdadero hijo. Respecto de Eyra… puedes imaginar el odio que la embargó, el dolor que segó su alma. Kodram tentó al destino no una vez, sino dos, y pagó caro su atrevimiento.
—Pero dijiste que Gunnar tenía los ojos de su madre y te referías a Bera, Eyra no los tiene…
Halldora sonrió, pero el gesto se torció para convertirse en una mueca burlona.
—Bera poseía unos extraordinarios ojos verdes, además de un cabello rojo como el fuego; era muy parecida a mi propia madre. Incluso a veces he llegado a pensar que tal vez fue eso lo que cautivó a mi hermano, él la adoraba. Gunnar tiene los ojos de su abuela y el rostro de su padre, e imagino que la sagacidad y fortaleza de Eyra; físicamente no le ha legado gran cosa excepto una marca de nacimiento que ambos comparten detrás de la rodilla, una especie de óvalo rosado. Créeme, yo misma pude comprobarlo; no hay duda respecto de su parentesco. Ese día sentí más compasión por ella que por mí misma, debía de ser muy duro estar tan cerca de un hijo y no poder abrazarlo.
Unas gotas se deslizaron perezosas por mis mejillas. Apenas empezaba a comprender la magnitud de todo por lo que había pasado Eyra. No solo arrastraría remordimientos, despecho, rabia y dolor, también debía de cargar con la frustración maternal. Por el bien de su hijo prefirió ocultarle la verdad; ella ya se encargaba sobradamente de soportar aquella agonía.
Los recuerdos compartidos con ella se avivaron en mi mente. Retazos de conversaciones, miradas, inquietudes, todos y cada uno de sus gestos cuando él estaba presente cobraban sentido. Lloré por su dolor y por el de Gunnar.
Esta vez fue Halldora quien me consoló, puso su mano sobre mi hombro y presionó levemente. Por su mirada, adiviné que habría querido abrazarme, pero eso era del todo imposible sin despertar las sospechas de Gunnar.
—Eyra es muy importante para mí. Fue mi segunda madre en esta tierra.
La mujer sonrió.
Aquello me unía más a él. Nuestras historias tenían muchas similitudes; yo pude conocer a mi verdadero padre y en ese momento comencé a comprender que también él tenía ese derecho. Eyra era su madre y, a pesar de todos los errores, de toda la amargura, lo justo para ambos era tener al menos una conversación en calidad de madre e hijo, en la que la verdad aflorara con todas sus consecuencias. Después, solo la providencia escribiría aquellas líneas.
—¡Rápido, muchacha, enjúgate las lágrimas, viene hacia aquí!
Podía escuchar sus firmes pasos en los tableros del embarcadero. Y, en un gesto atropellado, fingí un estornudo y Halldora sacó un pañuelo arrugado que me pasó por el rostro con torpe premura.
Como si de una máscara se tratara, arranqué la consternación de mi rostro y sonreí en un intento por aligerar mi expresión.
Gunnar, con la agilidad de un enorme gato, saltó a la orilla y se plantó junto a nosotras. Giré hacia él.
Saludó a su tía con una mirada huraña.
—¿Qué está pasando aquí?
—Me estaba despidiendo de tu esposa. —La mujer se defendió con la misma expresión hosca que él.
Gunnar inspeccionó mi rostro, recé para que no encontrara signos del impacto sufrido. Había decidido contarle la verdad, pero no era el momento.
—¿Qué te ha dicho esta bruja? Imagino que solo quería contrariarte.
—¡No es una bruja!
Inmediatamente me arrepentí de aquel exabrupto. Gunnar asombrado observó a su tía.
—¡Veo que intentas ganarte a mi esposa! ¿Qué nuevo ardid tramas?
—Todo el mundo merece una segunda oportunidad, ¿no crees? —repliqué.
Esta vez el semblante malhumorado de Gunnar recayó en mí.
—No te dejes engatusar por su astucia, ella no merece nada; puede dar gracias de haber permanecido viva tanto tiempo.
Sus palabras me erizaron la piel. Iba a ser más duro de lo que imaginaba.
—No necesito que me defiendas. Y no, no te doy las gracias por haberme indultado; habría preferido mil veces morir.
Gunnar, todavía con el ceño fruncido, la observó meditabundo.
—Al menos me has otorgado el consuelo de saber que tú también sufres, imagino que tus fantasmas han atormentado tus noches; tal vez, después de todo, la justicia exista.
Halldora adoptó una expresión inescrutable, sus finos labios se tensaron.
—Sí, y pronto pasaré a formar parte de ellos. Aunque, no temas, no desvelaré tus sueños, muy al contrario, velaré por ti.
Aquello lo desconcertó. Paseó la mirada intrigada de una a la otra.
—¿Debo entender que estás arrepentida?
—En efecto. Me arrepiento de cosas que hice, pero sobre todo de las que no llevé a cabo.
Me dedicó una reveladora mirada que él no pasó por alto. Me había pasado el testigo y en su pálido rostro vi que me pedía perdón por aquello.
Mi respuesta fue una trémula sonrisa. ¡Y yo me jactaba de conocer el dolor! Sin duda, el que había sentido ni de lejos era comparable con el de aquellas dos mujeres. Halldora y Eyra, ambas víctimas del egoísmo de un hombre, aunque por desgracia no habían sido las únicas.
Gunnar agarró posesivamente mi cintura.
—Debemos aprovechar el sotavento, estamos listos para partir.
Ya nos íbamos cuando Halldora habló.
—Me equivoqué. —Hizo una pausa y añadió con gravedad—: no habrías podido encontrar una esposa mejor.
Gunnar le lanzó una última mirada en la que además de asombro creí ver un destello de nostalgia por la tía que pudo haber sido y no fue.
Un fuerte viento infló las velas recién desplegadas, el navío se desplazó con gracia sobre las olas dejando tras él una estela de espuma blanquecina.
Gunnar sujetaba fuertemente el timón con la vista fija en el horizonte. Su melena leonada se agitaba a su alrededor, y le confería un aspecto casi feroz.
Imaginé que ese sería el aspecto de Tyr, dios de la guerra, con los ojos centelleando y la mandíbula apretada en un rictus furibundo. No terminaba de entender su mal humor, aunque imaginaba que había sido mi defensa hacia Halldora lo que lo había provocado; cuando me acerqué a él, su indiferencia me lo confirmó.
—¿Me reprochas que tenga compasión?
—Te reprocho que hayas olvidado con quién estabas teniendo compasión.
No podía permitir que siguiera culpando a su tía de algo que no había hecho, aunque me guardaría muy bien de culpar a Eyra, al menos de momento. Y, aunque había decidido revelárselo todo, pensaba que sería mejor dosificar la información para que pudiera digerirla con más facilidad, si es que eso era posible.
—Entiendo tu reacción, pero, cuando sepas la verdad…
Se volvió con ímpetu hacia mí, sus ojos refulgían.
—¡La única verdad es que por su culpa murió mi familia!
—¿Acaso no vas a darme la oportunidad de explicarte?
—¡No puedo creer que te haya embaucado de esa forma!
Resoplé furiosa y lo empujé levemente.
—¡Escúchame, Halldora no delató a tu padre!
Abrió la boca desencajado.
—¿Qué demonios…? ¿Eso te ha contado? ¿Y le has creído?
—Sí, eso me ha contado y es verdad.
Gunnar frunció el ceño.
—Todo el mundo la vio salir de la cabaña de Sigmund el día que partieron en su busca.
—Es cierto, pero ella no acudió allí para eso, sino para matar a Sigurd.
Negó con la cabeza, aquella posibilidad jamás se le había ocurrido.
—Entonces, ¿por qué nunca se defendió? ¿Por qué permitió que todos la creyeran culpable?
—No lo sé, imagino que ya todo le daba igual. Ella intentó avisar a Kodram, pero no lo consiguió.
—¿Avisarle? —Gunnar había perdido todo el color—. ¿Quieres decir que sorprendió al traidor?
Al instante supe de mi error. Habría querido obviar ese detalle. Mi mente giraba a toda velocidad buscando la manera de eludir la siguiente pregunta. De ninguna manera iba a confesarle la identidad del delator.
—Sí, escuchó la conversación.
Gunnar puso sus enormes manos sobre mis hombros y me encaró frente a él.
—¿Te ha dicho quién fue?
—No —mentí.
—Me lo dirá a mí —repuso con firmeza.
Otro error, más fatídico que el anterior. Si le hubiera dado un nombre falso o le hubiera dicho que ella no había reconocido al hombre, tal vez habría evitado el enfrentamiento que sin duda se produciría. Pero era demasiado tarde.
—Seguramente no lo conocía.
—O quiere encubrirlo.
Maldije su sagacidad, afortunadamente no me estaba mirando, pues en caso contrario mi expresión sin duda lo habría alertado.
—De cualquier modo, este asunto tendrá que esperar. —Rodeé su cuello con mis brazos y le sonreí—. ¿Cuánto va a durar la travesía?
—Con vientos favorables, mañana veremos el amanecer junto al puerto de Haithabu.
Tan solo faltaba un día para el encuentro y en mi estómago comenzaba a formarse un nudo tirante e incómodo. Gunnar inmediatamente notó mi inquietud. Advertí una chispa de temor en sus ojos.
—Mañana volverás a verlo.
Asentí.
Intenté visualizar el rostro de Rashid y me sorprendió descubrir que no lo lograba. Sus facciones se desdibujaban en una nebulosa confusa, tan solo sus oscuros ojos acudían a mi mente. Y eran unos ojos cargados de reproche.
—Tengo miedo —confesó Gunnar.
Lo miré. Resultaba sorprendente que un hombre tan imponente pudiera experimentar esa emoción. Pero ahí, junto a mí, su inseguridad salió a flote.
—Miedo a lo que puedas sentir cuando lo tengas frente a ti —añadió.
Hundí mis dedos en su cabello y le sonreí.
—No voy a negarte que sentiré muchas cosas. —Su semblante compungido me enterneció, besé la punta de su nariz—. Pero sí hay una cosa que no podré sentir, porque es precisamente lo que siento por ti. Amor.