Capítulo 10

Confesiones de un corazón maltratado

Había sido una noche larga y fría poblada de recuerdos y fantasmas, de reproches y esperanzas. Pero, sobre todo, poblada de frases no dichas, silencios ensordecedores y lamentos impronunciables. Una y otra vez había forjado en mi cabeza palabras de despedida para el hombre que amaba, así como las del reencuentro con el hombre que amé. Y, en ambos casos, las frases se arremolinaban, se atropellaban y formaban un caos en mi mente. Los pensamientos se enfrentaban en combate y en la contienda la única víctima era mi alma.

Había decidido regresar, aún a sabiendas de lo que dejaría en ese lugar inhóspito. Marcharía con la clara sospecha de que jamás podría recuperar mi antigua vida, aunque lo intentaría, como última ofrenda al amor que una vez sentí por Rashid.

Habían pasado dos largos años, casi el doble de lo que había estado junto a mi esposo. Y aquella forzada ausencia, aquella inmisericorde distancia nos cobraría con creces los besos no dados, las caricias ausentes, las palabras perdidas. Sería un duro tributo, tal vez demasiado para nosotros. Y más cuando nuestras vidas habían continuado por caminos tan dispares.

Por primera vez, pensé en la vida que habría llevado Rashid. Quizás el destino también lo había tentado con la promesa de un nuevo amor. Y, si así hubiera sido, por mi parte solo tendría comprensión. Pero, si no fuera así, ¿aceptaría él una esposa mancillada? ¿Tomaría para sí a la mujer de otro hombre? Porque eso era yo, y esa convicción me desgarraba.

Irónicamente, volvería a estar en brazos de un hombre amando a otro.

No obstante, lo que realmente me torturaba era marcharme y dejar a Gunnar en brazos de la muerte, sabiendo que se entregaría a la batalla sin importarle morir.

Tenía que encontrar la manera de impedirlo.

Abrigada con numerosas capas de ropa miré en derredor hasta localizar un pequeño hatillo con mis pocas pertenencias. Unas hierbas medicinales secas y agrupadas según las dolencias, la túnica de seda dorada que Eyra había rebatado para mí, un peine de marfil, algunos broches, un odre con leche de cabra y otro repleto de aguamiel, una hogaza de pan de centeno, un trozo de carne de venado ahumada y arenques en salazón. Tomé mi última y más preciada posesión: el arco que me había regalado Gunnar. Dadas mis continuas prácticas, mi puntería más que afinada se había revelado como un talento oculto. Lo cargué en un hombro y salí de la cabaña.

El alba despuntaba y alejaba apenas las azuladas tinieblas. Una bruma pesada y gélida envolvía la aldea. Carámbanos de hielo adornaban las esquinas de los tejados, así como las cabezas de dragón talladas se erguían amenazantes sobre los umbrales de las casas para conferirles un aspecto más desconcertante si cabía. La capa de hielo crujió bajo mis pies. Me arrebujé en la capa y avancé hacia la explanada principal en la que escuchaba relinchos de caballos y el murmullo apagado de voces masculinas.

Un grupo de personas aguardaba mi llegada: Eyra, Jimena, Blanca, Helga y su pequeño Ottar, Inga la Roja, e Ylva y Gwilyn, la niña que había salvado del incendio. Parpadeé aturdida: Eyra fue la primera en acercarse. Tomó mi mano entre las suyas y depositó en ella un alfiler con cabeza de oro, única pertenencia valiosa que adornaba su pelo en contadas ocasiones.

—Es cuanto conservo de mi familia. Lo llevaba puesto cuando me raptaron a los doce años. Visitaba a un tío mío en el castillo de Lindisfarne el ocho de junio del año 793. Vi morir a mis padres y hermanos. —Hizo una pausa para enjugarse los ojos—. Quiero que te lo quedes y que me recuerdes cada vez que lo mires.

Bajé la mirada anegada de lágrimas y contemplé la exquisita talla en forma de mariposa. Había un nombre grabado en él.

—Agnes —leí en voz alta.

—Agnes de Sandford del reino de Mercia —completó con orgullo.

—Una de las familias más poderosas de la región.

—Yo no… —No supe qué decir.

Los oscuros ojos de la mujer brillaron con determinación.

—No te atrevas a rechazarlo. En tu cabello lucirá hermoso.

—No necesito nada material para recordarte porque siempre estarás conmigo aquí. —Me señalé el pecho—. Aunque te prometo que nunca me separaré de él.

La anciana me estrechó fuertemente entre sus brazos. Era menuda, pero vigorosa a pesar de lo escuálida que parecía.

Tras ella, las despedidas se sucedieron entre un mar de lágrimas. Todas me regalaron algún objeto que las personalizarían en mi memoria, aunque sus rostros ya estaban cincelados a fuego en mi alma.

—Nunca las olvidaré.

Gunnar, que observaba impertérrito, me tomó del brazo y me acercó a su caballo. Por el rabillo del ojo, vislumbré a Thorffin que besaba apasionadamente a su flamante esposa.

—Parece que has hecho más amigas de las que imaginabas.

No contesté. No podía. Lloraba en silencio. La cálida humedad que surcaba mis ojos me goteaba incesante por la barbilla. No dejaba de aclararme la vista con el dorso de la mano, pero de nuevo se empañaba.

Gunnar me ayudó a montar y, con la agilidad de un gato, se encaramó detrás de mí. Se inclinó ligeramente para tomar las riendas y con una leve sacudida de sus muslos la montura se puso en movimiento. Sus fuertes piernas se acoplaron tras las mías. Me apoyé en su pecho agradeciendo el calor que manaba de él. Me sentí protegida y cobijada.

Miré por última vez el poblado que había sido mi hogar buscando pequeños detalles que pudiera terminar de grabar en mi mente para evocarlo en los recuerdos con precisión. Las puntiagudas cabañas diseminadas por la ladera, las alargadas y coloridas naves bamboleándose contra el embarcadero movidas por el suave vaivén de las olas, la costa rocosa poblada de agrestes acantilados y cavernas horadadas por la fuerza del mar. Contemplé la curva amable de la bahía que cobijaba a aquellas almas protegiéndola de temporales.

Más allá, surgían bosques de coníferas y arces que se extendían hacia el interior poblando las montañas. Suspiré. Nunca volvería a ver aquel paisaje de salvaje belleza.

Skiringssal quedó atrás como tantas otras cosas.

Cabalgamos en silencio entre brezales; cada tanto, el caballo sorteaba montículos de roca y se adentraba en cristalinos arroyos. El blancor del páramo, iluminado por el sol, cegaba la vista. Entrecerraba los ojos tan a menudo que caí en una especie de duermevela.

Debí de cabecear hasta casi el punto de caer del caballo porque de pronto sentí el brazo de Gunnar en torno a mi cintura que me sujetaba.

—¿Estás muy cansada?

Su aliento me acarició el pelo.

—No pude dormir —confesé.

—Yo tampoco.

Me revolví en la silla, y él se envaró. Era tan consciente de su mano en mi vientre que el sueño se evaporó como por arte de magia. Pareció notar mi incomodidad y me soltó.

—Pronto acamparemos, aunque será un descanso breve; hemos de llegar a Tønsberg antes de que anochezca.

No volvimos a hablar.

Durante todo el trayecto, solo fui capaz de percibir la sólida presencia del hombre que había tras de mí. Notaba sus vigorosos músculos tensarse y relajarse, sus elegantes y sutiles movimientos para manejar la montura, sus grandes manos sujetando las riendas delante de mí.

El magnetismo del jinete acaparaba toda mi atención. En las ocasiones en que fortuitamente me rozaba, un cosquilleo encendía mi piel clamando una recompensa. A mi mente solo acudían imágenes de lujuria compartida. Sentí arder las mejillas y me obligué a pensar en otra cosa. Afortunadamente, él no podía ver mi rostro pues me llevó bastante tiempo recomponerme.

Miré hacia el sendero pedregoso; la retama bordeaba el camino con su helado velo níveo. La belleza invernal cubría cada rincón del bosque y, a pesar de la quietud que nos envolvía, de vez en cuando atisbábamos el veloz movimiento de una liebre que huía de algún depredador oculto. Observamos alguna familia de perdices corretear con ligereza entre la maleza, incluso un avezado zorro olfateando asustadizo el rastro de alguna presa.

De pronto, Gunnar detuvo el caballo.

Se estiró en la silla y miró concentrado a su alrededor. Parecía olfatear el aire atento a cualquier movimiento inusual. Yo no veía nada, todo me parecía igual de tranquilo. Me giré interrogante, pero él permanecía alerta, inmóvil como un halcón acechando agazapado. Sus hombres parecían compartir su misma inquietud. Era como si poseyeran un sentido extra, una especie de alerta invisible que los ponía en guardia. Thorffin acercó su montura a la nuestra. Los inmensos caballos percherones se olisquearon para reconocerse.

—Nos están siguiendo —confirmó Gunnar.

—Desde que salimos de Skiringssal —apuntó el gigante.

Thorffin lo miró bastante asombrado.

—¡No me digas que acabas de darte cuenta! Estás perdiendo facultades. Debe de ser la edad —se burló.

Gunnar emitió un gruñido malhumorado.

—¿Quién nos sigue? —interrumpí.

Gunnar arreó de nuevo al caballo; su amigo nos siguió.

—Pueden ser salteadores o espías del jarl, aunque lo más probable es que sea Ulf.

Solo había un motivo por el que Ulf nos podría estar siguiendo, pero Gunnar evitó la aclaración.

—¿Estará Amina con él?

—Imagino que sí. Ella también tiene intereses en la emboscada.

—¿Emboscada?

Lo miré perpleja. Su semblante impasible no translucía la más mínima preocupación.

—Es evidente que piensan atacarnos antes de llegar a Tønsberg. Ulf quiere eliminarme. Por fortuna, no sabe de mi traición. —Me echó una curiosa ojeada y continuó—: porque, si lo supiera, le bastaría con delatarme ante Harald. Y, en cuanto a tu particular azote, resulta obvio que quiere ocupar tu lugar para regresar a su tierra.

Abrí los ojos demudada.

—Rashid no la llevaría con él.

Me observó con intensidad. El leve movimiento que hizo su mandíbula al apretarse fue el único gesto que denotó malestar.

—Depende de lo que ella le cuente. Ten en cuenta que nadie podrá rebatirla.

—¿Das por hecho que estamos muertos?

—Existe tal posibilidad.

Tragué saliva. Si su intención era ponerme nerviosa, lo estaba consiguiendo.

—Temes no verlo de nuevo, ¿no?

—Temo morir.

—Yo no, la muerte no puede ser peor que esto.

No me miró. Imperturbable, dirigía el caballo atento al camino. Deseé chillarle, decirle cuánto lo amaba. Pero ¿cómo hacerlo sin renunciar a mi pasado? ¿Y cómo conseguir evitar que participara en aquella batalla sin decirle lo importante que era para mí? Tal vez era la única oportunidad de abrirle mi corazón si íbamos a morir allí tirados en un bosque lejano.

—Gunnar, yo…

—Eyra te lo ha contado, ¿verdad?

Confundida, lo miré sin saber a qué se refería.

—No te has inmutado cuando mencioné la traición que perpetré contra el jarl —aclaró.

—Eh… no, quiero decir sí, sí me lo contó, anoche. Y pienso que es una estupidez.

Esta vez fue Gunnar quien me miró pasmado. Era evidente que había herido sus sentimientos.

—¿Te parece una estupidez? ¡Vaya, eso sí que no lo esperaba! Intento eliminar a la bestia que te violó, y piensas que es una estupidez. —Su voz iba subiendo de tono liberando la furia que lo embargaba—. ¡Pues sí, eso es lo que soy, un redomado estúpido, un completo imbécil!

—No quería decir eso.

—¡Oh, claro que no!

—¡Basta!

—¡Sí, por supuesto que basta!

Aceleró el paso de la montura y silbó llamando al guerrero que cabalgaba delante.

—¡Tómala, Erik, es tu turno de aguantarla!

Y, sujetándome por la cintura, me levantó de la silla y me colocó a horcajadas sobre el corcel blanco de Erik Cabello Hermoso. A decir verdad, su cabello dorado como el sol era lo único hermoso que poseía el guerrero. Su rostro surcado de cicatrices y marcado por huesos anchos y prominentes lo asemejaba a un troll.

Gunnar se adelantó dejándome echa un basilisco. Tenía ganas de abofetearlo. Resoplé en un vano intento por soliviantar la furia.

—Tienes el don de sacarlo de quicio —murmuró Erik divertido.

—Y él a mí.

Estaba tan enfadada que clavaba mis ojos en su espalda como si fueran cuchillos.

El sol caía perezoso alejando parcialmente el frío. Las sombras cambiaban paulatinamente a medida que transcurría la mañana.

Permanecí todo el trayecto envarada y tensa. El traqueteo del caballo acrecentó el dolor de mis músculos, agradecí poder bajar a caminar un rato mientras los hombres sacaban el almuerzo de las alforjas.

Gunnar se inclinó junto al arroyo para llenar los odres vacíos. Me acerqué a él.

—No me has dejado terminar.

—Creo que te estás tomando demasiadas libertades. Te agradecería que no me dirigieras la palabra.

Gunnar ni siquiera me miró. Pero yo estaba dispuesta a aclarar mi comentario.

—Creo que hoy no es tu día de suerte, porque no pienso dejarte en paz.

Esta vez sí me miró. Se irguió en toda su imponente altura y se acercó amenazante.

—Eres tú la que está tentando su suerte.

Su fría mirada verde me taladró.

—No pienso que seas un estúpido. Lo que me parece estúpido es que entregues tu vida por vengarte de un ser tan vil. No merece la pena. No pienso consentir que llegues tan lejos.

La sombra de su cuerpo se cernía sobre mí a medida que se acercaba.

—¿Y cómo piensas impedírmelo?

La cercanía me hizo temblar.

—Tal vez dándote un motivo para vivir.

Asaltada por un impulso que había estado latiendo desde que regresó, me puse de puntillas y lo besé. Antes de que pudiera reaccionar, me separé de él y caminé hasta los caballos.

Bajo un viejo nogal, los hombres habían extendido una capa y sentados comían en silencio. Todos habían presenciado la escena y me miraban con evidente rencor. Tomé una rebanada de pan y me retiré a una esquina. Gunnar acudió al rato. Parecía meditabundo, evitó mirarme. Terminamos de comer sumidos en un incómodo mutismo. Me levanté, me sacudí la falda y me encaminé al arroyo. Ahuequé la mano en sus prístinas aguas y bebí. Me había impedido pensar en lo que acaba de iniciar. De una manera u otra estaba decidida a emprender aquel insólito camino me llevara adonde me llevara. Supe que, tras el primer paso, seguiría otro y otro más. Era el momento de dejarme guiar por el corazón.

Me dirigía al corcel de Erik cuando el trote de un caballo me sobresaltó. Giré a tiempo de ver a Gunnar sobre su bruna montura con el cuerpo inclinado. Contuve el aliento cuando me alzó en volandas y en un diestro movimiento me asentó en su regazo. Ahogué una exclamación.

—¿Has perdido el juicio? —lo increpé.

Me sonrió abiertamente.

—Sí, y la causante no está lejos.

Subyugada por su penetrante mirada le acaricié la marcada línea del mentón. Miré su generosa boca y me perdí inexorablemente.

—¿Recuerdas lo que te dije en la boda de Thorffin? —inquirió con voz queda.

Asentí todavía hechizada por su proximidad.

—Intentas acabar conmigo, ¿no es así? —añadió.

Nuestros ojos se enlazaron en un intento por vislumbrar el interior del otro. No escondí lo que sentía. Acerqué mi boca a la suya.

—¿Acaso quieres que vuelva a raptarte? —insistió.

—No me importa, siempre y cuando no me hagas esperar tanto un beso.

Su boca se abalanzó sobre la mía con tal ímpetu que temí caer del caballo. Abrí mis labios ansiosa por recibir la incursión hambrienta de su lengua. Exploró hasta el último rincón exigiendo mi respuesta. Nuestras lenguas se entrelazaron voraces.

Algo estalló dentro de mí, una oleada de auténtica dicha. Hubiera sonreído de haber podido. No sé el tiempo que pasamos así, devorándonos, ajenos a todo, pero cuando nos separamos fue como si siguiéramos flotando en una nube tórrida de deseo contenido.

—Definitivamente vas a acabar conmigo —musitó enronquecido.

Le sonreí.

—Esto es solo el principio; dame tiempo y verás.

En algún momento de la tarde me asaltó una especie de inquietud premonitoria que me irguió en la silla. La sensación de peligro era tan inminente para mí que le arrebaté las riendas a Gunnar y detuve bruscamente la montura.

Él no preguntó nada.

De un veloz movimiento sacó la espada de la funda y acechó entre los árboles. Por señas dio a sus hombres unas órdenes que no supe interpretar. Ragnar Hacha Sangrienta desmontó y con extrema cautela inspeccionó la arboleda hacia la que nos dirigíamos. El inmenso guerrero calvo armado con su famosa hacha descabezadora extendió un brazo para señalar un montículo rocoso. Aguardó la orden de su jefe; Gunnar asintió al tiempo que desmontaba. Antes de alejarse me acercó el arco junto con la funda repleta de flechas y me apretó ligeramente el muslo.

—Desmonta —susurró en un hilo de voz— y ocúltate tras aquellas matas.

Thorffin le cubría el flanco izquierdo y Erik el derecho.

Bajé del enorme alazán negro y me encaminé hacia mi escondite. Camuflada por el tupido aligustre descolgué el arco de mi hombro, saqué una flecha y aguardé con el corazón martilleándome en las sienes.

El melodioso y agudo silbido de un águila rompió el silencio. De pronto, escuché crujido de ramas y de pisadas apresuradas.

Atisbé temblorosa entre el ramaje y, aterrada, contemplé cómo una docena de hombres surgían de la nada y rodeaban al grupo de Gunnar. Estaban en clara desventaja numérica. Eran tan solo cuatro, pero, por lo que pude apreciar, mucho más grandes y fornidos que sus oponentes.

Los atacantes estrechaban el círculo lentamente armados con mazas, espadas y hachas. Gunnar separó las piernas y se preparó para el ataque. Los demás tomaron posiciones claramente habituados a esas lides.

Los caballos piafaron nerviosos y sabiamente se retiraron de la contienda. Lamentablemente uno ocultó mi visión en el momento justo en que el acero tomó protagonismo.

Escuché gemidos apagados y entrechocar de metal, amenazas escalofriantes, chirridos de espadas y chasquidos sordos que ponían la piel de gallina. La curiosidad me llevó a atisbar fuera de mi escondrijo y lo que vi me paralizó.

Una cabeza separada del cuerpo y vuelta del revés me contemplaba con una mirada vacua y brillante. El charco de sangre que la rodeaba tiñó la nieve de rojo con asombrosa rapidez. Reprimí una arcada.

Frente a mí, varios cuerpos sanguinolentos yacían inertes en el suelo.

Busqué desesperada a Gunnar y lo hallé conteniendo las estocadas de dos hombres. Una y otra vez esquivaba los ataques. Me cortaba el aliento contemplar cómo se agachaba en el preciso instante en que la cuadrada hoja de un hacha cortaba el aire por encima de su cabeza o cómo frenaba con su espadón el ataque mortal de una maza llena de escalofriantes púas. Una y otra vez devolvía los embistes con una admirable gracia natural. Incluso daba la sensación de alargar la pelea adrede con el único objetivo de prolongar la diversión. Los demás no le iban a la zaga. Tan solo quedaban seis asaltantes que, claramente impresionados por la ferocidad de sus contrincantes, comenzaban a retroceder perdiendo posiciones.

Gunnar pareció decidir acabar con su adversario y en mitad de un giro se clavó de rodillas en el suelo hundiendo el costado de la espada en el vientre del enemigo. La sangré manó a borbotones y le salpicó el rostro. Con la velocidad de un rayo rodó de costado y, alzando de nuevo la hoja, atravesó el pecho de otro hombre.

—Dejen uno con vida —gritó a sus guerreros.

Cuando quise darme cuenta solo dos estaban en pie. Ambos se miraron asustados.

Ragnar, con el hacha goteando sangre, se decidió por uno y, asestando un golpe mortal, lo derribó dejando una tremenda brecha en su tórax. El hombre se tambaleó perplejo, dio dos pasos hacia atrás y mirando abrumado la herida cayó de bruces.

Los hombres jadeaban pletóricos. Iban cubiertos de sangre, pero la sonrisa que les asomaba a los labios era prueba más que suficiente de que todos estaban bien.

Gunnar dirigió la mirada hacia mí y frunció el ceño.

Me acerqué a la carrera.

—Bonita forma de esconderte. Asomabas medio cuerpo —recriminó.

Pensaba abrazarlo, pero cambié de idea ante la cantidad de sangre que cubría su túnica. En el asalto se había desprendido de la capa de piel de oso con que se abrigaba.

Él sonrió divertido ante la aprensión que mostraba por tocarlo. El metálico hedor de la sangre me sacudió la nariz.

—Tendré que facilitarte las cosas.

Tenía las mejillas enrojecidas y sus ojos brillaban cargados de anhelo. Tomó los bordes de la túnica y de un solo ademán se la quitó y la lanzó con indolencia sobre la cabeza. Con el torso desnudo dio un paso hacia mí.

—Vas a morir de frío, insensato —lo regañé.

—Voy a morir si no me abrazas.

Pero fue él quien me sujetó por los hombros y me estrujó contra su pecho. Acaricié la piel de su espalda, cálida por el esfuerzo, y él gimió. Noté su excitación pegada a mi vientre. Alcé el rostro y comprobé la intensidad de su deseo.

—Creo que no es el sitio ni el momento —susurré.

Gunnar echó un rápido vistazo a sus hombres que recogían los cuerpos de los caídos.

Thorffin nos observaba con un deje irónico en los labios y le lanzó una túnica limpia y la capa de pelo. Gunnar se cubrió con ella y me arrastró tras un peñasco cubierto por una fina capa de musgo. Lo rodeó, me ciñó a la pared más vertical y me tomó los labios a la vez que me acariciaba el cuerpo. Logró liberar mis senos y los lamió y mordisqueó cegado por la pasión.

—¡Te deseo tanto, Freya! Todo este tiempo he estado muerto sin ti.

La imperiosa necesidad del hombre acrecentada por el fragor del combate, el distanciamiento y la angustia por la separación se desató casi con desesperación. Por mi parte, una vez decidido mi destino, me sentía liberada y hambrienta de amor. Respondí con la misma fogosidad, la misma vehemencia que él.

Tremendamente excitada, deslicé mis manos por la cinturilla de sus calzas hasta adentrarlas bajo la tela. Le apreté las duras nalgas al tiempo que le clavaba las uñas.

Gunnar jadeó de placer.

Su boca y sus manos prendieron fuego mi piel. Abrí las piernas, y él apartó hoscamente la tela hasta encontrar mi húmedo punto de excitación, lo acarició y deslizó un dedo en mi interior. Arqueé la espalda entre gemidos. Él los sofocó con un beso. Creí enloquecer de placer, me convulsioné con sus caricias, estaba más que preparada para recibirlo. Él no pudo esperar más, me alzó una pierna y, con un brusco empellón, me penetró.

Era como estar envuelta en llamas. El ritmo impuesto era dócilmente acompañado por mis caderas. Una y otra vez lo recibía entre gemidos. Vibrábamos al unísono, temblando de placer.

Lo mordí en el hombro sacudida por un violento orgasmo. Me dejé caer laxa entre sus brazos, pero todavía quería más de mí. Comenzó a moverse más enérgicamente hasta que mi cuerpo despertó de nuevo. Creí que moriría sumida en el éxtasis más increíble que había experimentado nunca.

Allí, contra la frialdad de una pared rocosa, el goce me cosquilleaba las venas como lava volcánica. La erupción no tardó en llegar. Gunnar presintió mi culminación y me acompañó en el clímax. Sentí la calidez de su simiente derramándose en mi interior. Él ocultó el rostro en mi hombro. Hundí mis dedos tras su nuca para masajeársela suavemente.

—Cuando estoy contigo es como si nada más existiera.

Su voz llegó a través de mi pelo, amortiguada y suave. Me tomó la cabeza entre las manos y con expresión afectada susurró:

—No supe lo que era el miedo hasta que comprendí que te había perdido. Jamás me he sentido tan solo, tan angustiado. Y, a pesar de eso y de que ardo en deseos de llevarte lejos de todo, haré lo que me pidas, aunque me falten las fuerzas.

La intensidad de su mirada me estremeció. Me amaba hasta el punto de dejarme ir si resolvía hacerlo. Pero la decisión que había crecido poco a poco en mi ser hasta convertirse en la dueña de mis actos también iba acompañada de un último deseo.

—Sí, hay algo que quiero pedirte.

Sostuvo mi mirada, la incertidumbre y el temor se apoderaron de él.

—¡Mírame! —exigí.

Algo confuso, obedeció.

—Mírame como siempre lo hacías mientras buscabas aquello que tanto anhelabas de mí.

Él abrió los ojos claramente impactado. Clavó su felina mirada en la mía durante un largo instante en el que dejé brotar todo el amor que me inspiraba. Una chispa encendió el claro verdor de su mirada. Lo había visto.

—Sí —confirmé emocionada—, lo has conseguido, maldito. Me has robado el corazón. Te amo tanto que este tiempo sin ti ha sido la tortura más cruel. Y, déjame advertirte algo: si vuelves a tocar a otra mujer, te juro que te arrancaré los genitales y se los daré de comer a los cuervos.

Me abrazó con tanta fuerza que temí la fractura de alguna costilla. Cuando me soltó, no esperé ver lágrimas en sus ojos, pero las había.

—¡Dilo otra vez! —pidió con la voz rota.

—Te amo, te amo, te amo, te a…

Me besó largamente lleno de dicha. Reía y lloraba al tiempo. La emoción nos envolvía entre besos y caricias.

—Hay otra cosa que quiero pedirte, algo que necesito.

—Lo que quieras, amor mío.

Debía medir las palabras para no inducir a error. Sabía que no sería fácil para él, pero era un paso necesario para construir el camino de mi nueva vida. Un paso duro, tal vez demasiado, pero inevitable.

—Quiero verlo —comencé—. Necesito saber de mi madre, de mi familia y explicarle mi decisión de quedarme. He de cerrar debidamente una puerta para poder abrir otra. Lo entiendes, ¿verdad?

Asintió, pero su semblante se oscureció.

—No cambiaré de opinión como no puedo cambiar de corazón, y el mío es tuyo. Ahora y siempre —lo tranquilicé.

—No temo por eso. Me amas, y nunca agradeceré suficiente a los dioses esta dispensa. Pero, si Rashid te ama una décima parte de lo que yo lo hago, no se conformará. Intentará obligarte a que te marches con él.

—Han pasado casi tres años desde que me vio por última vez. Puede que sus sentimientos no sean los mismos. Incluso puede que no haya venido; tal vez, solo esté mi tío.

Gunnar pasó los dedos por el lóbulo de mi oreja y acomodó un mechón de cabello tras ella.

—Fuiste su mujer durante un año, créeme, no te ha olvidado. Nunca podrá hacerlo. Eres demasiado hermosa, demasiado especial. Marcas a tus hombres de por vida. Empiezo a compadecerlo y, a la vez, solo deseo enfrentarme a él por ti. Eso sería lo más justo.

—Ya me ganaste, y ambos sabemos cuánto has luchado por eso.

Nuevamente apresó mis labios, nunca parecía tener suficiente. Cuando me soltó, pegó su frente a la mía.

—Sí, te he ganado, pero todavía tendré que luchar para conservarte. —Hizo una pausa en la que se acomodó la ropa—. Te llevaré junto a él, pero te diré una cosa: lo mataré si osa arrebatarte de mi lado.

—Como tú hiciste —le recordé disgustada.

—Sí, y no dudo de que me habría matado si hubiera podido.

Recordé el moreno rostro de Rashid contorsionado por la furia. Mi corazón se encogió.

—Sí, lo habría hecho.

La noche nos sorprendió cuando remontábamos un estrecho barranco.

Gunnar había decidido dar un rodeo para evitar otra emboscada, y cabalgar por aquel siniestro desfiladero me ponía los pelos de punta. Los jinetes, atentos al pedregoso camino, apenas hablaban: cabalgaban cabizbajos y, de vez en cuando, se inclinaban para susurrar palabras tranquilizadoras en las orejas de sus monturas cuando se detenían atemorizadas en los recodos. El sol ya oculto tras la blanca cima nos sumió en una gélida penumbra azulada. Los caballos se mostraban reacios a continuar en la oscuridad.

—Será mejor que desmontemos y los guiemos. Más adelante está la explanada de los espíritus. Pasaremos la noche en la cueva —aconsejó Gunnar.

—Uno de mis primos pasó la noche ahí y perdió el juicio —espetó Erik.

—Tu primo ya estaba loco antes —rezongó Ragnar—. Dicen que se enfrentó a un oso de noche y desarmado para demostrar que era inmortal.

Thorffin dejó escapar una risita.

—Imagino que demostró lo contrario.

—Tuvimos que recoger sus inmortales pedacitos y enterrarlos junto a mis tíos —confirmó Erik.

Ragnar soltó una abrupta risotada.

—Ríete lo que quieras, pero perdió la cabeza en esa maldita cueva. No paraba de decir que le hablaban los espíritus. Que le contaban cosas sobre el futuro.

—Creo que se les pasó contarle lo del oso.

Los hombres estallaron en carcajadas. Pero Erik permanecía ceñudo.

—Estúpidos; yo no entraré en la cueva.

Esta vez fue Gunnar quien replicó.

—Entonces creo que los espíritus van a predecir con bastante acierto la muerte de uno de mis hombres por congelación.

Las risas ganaron intensidad. Ragnar se doblaba sobre sí mismo lagrimeando; cuando pudo hablar, murmuró:

—¡Vaya familia de inmortales!

De mejor humor, recorrimos a pie el último trecho.

Había bajado considerablemente la temperatura, y tiritaba envuelta en la capa de Gunnar. A pesar de la cantidad de ropa que llevaba, el frío parecía empeñado en calarme los huesos hasta convertirlos en carámbanos. Los dientes me castañeteaban incontrolados y cada vez que inhalaba era como tragar nieve. El aire que manaba de la nariz y la boca se transformaba en pesadas volutas de vaho que se evaporaban al instante. Sentía las puntas de los dedos de las manos y de los pies dormidos y comenzaba a aquejarme un molesto dolor de cabeza.

Gunnar, que observaba mis temblores, aceleró el paso.

Afortunadamente llegamos a la planicie antes de que se cerrara la noche. Atisbé la famosa cueva al fondo de la explanada. La negra entrada era como la siniestra sonrisa de la montaña que nos invitaba a entrar, pero a la vez dejaba entrever que algo maligno nos impediría salir.

Esperé a que los hombres encendieran una tea y, más que reacia a refugiarme en la gruta, caminé junto a la entrada mientras ojeaba la inspección a la que era sometida. Convencidos de que ningún animal salvaje se resguardaría en ella, arrearon a los caballos al interior y prendieron una modesta hoguera.

Gunnar se acercó a mí y me tomó del codo.

—No debes temer nada mientras yo esté contigo. Las historias que se cuentan de este lugar son solo fábulas.

—¿Por qué la llaman «la explanada de los espíritus»?

Nos adentramos en la cueva; el resplandor anaranjado del fuego había disipado en parte el misterio.

—Pues porque aquí arriba el viento suele aullar con fuerza, como si fueran los lamentos de almas en pena.

—Y porque aquí —interrumpió Erik— mataron a todo un clan en una noche sin luna, mujeres y niños incluidos. La gente dice que todavía se escuchan los gritos de los condenados.

Gunnar dirigió una mirada amenazante contra Cabello Hermoso.

—No lo escuches, solo quiere asustarte.

—¿Pero es… cierto?

Gunnar resopló, desató la alforja del caballo y acomodó una pila de mantas en un rincón junto al fuego. Luego se acercó a mí.

—Ven, mi amor, estás helada.

No me moví. Solo mis ojos lo hacían buscando entre las sombras que proyectaba el fuego algo mínimamente parecido a una silueta humana.

—¿Y bien? —insistí.

—Sí, un clan fue ajusticiado aquí. Se habían declarado en rebeldía y…, pero eso fue hace muchos años, no tienes por qué pensar en eso.

—No, pero no puedo evitarlo.

—Tenemos que reponer fuerzas —me sonrió.

Me acercó el odre con aguamiel y unos arenques sobre una rebanada de pan de centeno. Comimos en silencio.

—¿Alguno de nuestros asaltantes pudo ser reconocido? —inquirió Thorffin con la boca llena.

—No los había visto en mi vida. No parecían ser de la región.

Erik se rascó la cabeza con la punta del cuchillo.

—Creo que les pagaron para que nos mataran —espetó Gunnar.

—Bueno, si es así, es fácil imaginar quién lo hizo —adujo Thorffin al tiempo que se limpiaba las migas de la barba con ligeras sacudidas.

—También es fácil adivinar que lo intentarán de nuevo —replicó Gunnar—. Y ya que será un viaje bastante animado, les doy la oportunidad de volver a la aldea. Los relevo del deber para conmigo. En realidad hace días que debería haber dicho esto porque he traicionado a nuestro jarl.

Los hombres lo miraron boquiabiertos, todos menos Thorffin.

—Sin embargo, y por la amistad que nos une, les pido que esto quede entre nosotros hasta que la batalla por la unificación de los reinos concluya.

—¿Vas a pelear del lado del rey?

—No, aunque Halfdan el Negro me lo ha pedido. Hasta quería que liderara a sus guerreros.

—Pues no entiendo nada —se quejó Ragnar.

—Si descubren que he traicionado al jarl, mi gente quedará expuesta a su furia. Pero, si peleo junto a él, muera o no, nadie sabrá de mi traición; y, si lo descubren después, no importará, porque Harald ya estará muerto.

Los guerreros se miraron desconcertados.

—La batalla ya está decidida, así que les pido que no participen en ella.

—¿Y cómo demonios piensas librarte si tus mejores guerreros no colaboran? Será una muerte segura.

Gunnar me miró. Yo estrujaba entre mis dedos la capa conteniendo la respiración.

—Cuando planeé todo esto, no ansiaba salir con vida, pero ahora las cosas han cambiado.

Los hombres me miraron. Vi comprensión en sus semblantes.

—¿Y has ideado un nuevo plan? —preguntó Ragnar frotando con energía su reluciente calva.

—Todavía no —confesó.

—Yo tengo uno.

Fue Thorffin quien habló.

—Podemos matarlo antes para evitar un combate innecesario.

—¿Crees que no lo he pensado? —adujo Gunnar—. Siempre está rodeado por su clan, además, su escolta nunca lo abandona; en cambio, inmersos en el fragor de la batalla, será fácil llegar hasta él. Solo hay que idear una manera de escapar a tiempo.

—Seríamos desertores —replicó airado Erik y agitó la mano descartando semejante aberración.

—No si gana el rey, y lo hará —respondió Gunnar.

Sentí la necesidad de dar mi opinión.

—¿No sería más sensato simplemente no participar en el combate? Si, como dices, va a ser tan desigual, hay bastantes probabilidades de que lo maten, ¿no?

Gunnar negó con la cabeza, sin embargo, me sonrió.

—Si no acudo, sabrá que lo he traicionado, y puedes estar segura de que mandará a algunos de sus hombres en mi busca. Si no me encuentra, viajarán a Skiringssal a tomar venganza. Arrasaría el pueblo mientras él combate.

Las opciones se agotaban, tendría que pelear y aquello me consumía. La posibilidad de perderlo era ahora más palpable.

—Solo queda esconder unos caballos cerca y llegar hasta ellos antes de que consigan matarnos —murmuró Ragnar.

—¿Te estás incluyendo? —inquirió Gunnar, aunque no mostró asombro.

Nos estamos incluyendo —respondió Thorffin—. ¿O acaso piensas acaparar toda la diversión?

Gunnar sonrió, esperaba la lealtad de sus amigos.

—Bien, cuando acabe con él, huiremos.

Hubo un momentáneo silencio. Gunnar se reclinó en una roca mientras comía pensativo. Me llamó la atención el dubitativo semblante de Thorffin; parecía luchar consigo mismo; por fin, tomó una decisión y habló despacio.

—Los Ildengum han rendido pleitesía al jarl.

Gunnar se incorporó como accionado por un resorte. Sus facciones se endurecieron. Inconscientemente apretaba los puños para contener un acceso de ira.

Supe al instante que aquello lo cambiaba todo. Los Ildengum habían matado a la mitad de su familia cuando él era pequeño. Y había presenciado todas las atrocidades que habían cometido con ellos. No conocía los detalles sórdidos, pero, sin duda, lo habían marcado. Dirigí una mirada reprobatoria a Thorffin.

—Los habrías visto a tu lado en la batalla —se disculpó—; así estarás preparado.

—Creo que Gunnar pasará más tiempo matando gente de su mismo bando que aniquilando a los contrarios —observó Ragnar con sorna.

Nadie rio con la broma.

La apatía del hersir contagió a sus hombres que agotados se envolvieron en sus pieles y nos dieron la espalda ofreciéndonos algo de intimidad, al menos visual.

Gunnar permanecía inmóvil, sumido en funestos pensamientos. Alcé una mano y se la apoyé en el hombro. No se inmutó, pero pude comprobar que temblaba ligeramente. Tenía la mirada perdida, abstraída en los recuerdos de aquel trágico día. Le retiré un mechón del hombro y le acerqué mis labios a su oreja.

—Ya no estás solo, estoy aquí contigo.

Esta vez sí me miró. Volvía a la realidad, pero en sus ojos perduraba el dolor.

—Sí, mi amor, ahora estás tú y te necesito tanto como respirar. Por eso todo es tan difícil.

Me sostuvo entre los brazos y me acarició la espalda.

—¿Lamentas amarme?

No podía verle la cara, pero me ceñía con fuerza.

—Mi vida no tenía sentido hasta que te vi. Pero reconocerás que amarte no ha sido fácil. —Su voz sonaba grave y afectada—. Nunca tuve miedo a la muerte, pero ahora debo pensar en ti. Por segunda vez, me planteo si te conviene estar conmigo. Debo protegerte y esconderte durante lo que dure el combate, pero también he de disponer una alternativa para ti si muero y solo se me ocurre una.

Escondí la cabeza en su pecho negando tal posibilidad.

—No vas a morir, me lo debes.

Alzó mi barbilla y me miró profundamente.

—¿Te lo debo?

—Sí. Yo voy a dejar atrás mi pasado por ti.

Él sonrió, su mirada rezumaba una infinita dulzura.

—Bueno tampoco está en mis planes morir, solo los dioses conocen nuestro destino.

Empezaba a sentir un vago regusto amargo. Sentía que daba cuanto tenía sin recibir el mismo grado de entrega.

—Puedes olvidar la venganza y defender a tu pueblo de cualquier ataque estando allí. No vayas a la guerra.

—Sabes que debo hacerlo. Tú misma acabas de pedirme encontrarte con tu esposo para poder cerrar esa puerta. Yo te pido lo mismo: he de cerrar algunas puertas para abrir la principal de par en par.

El miedo a perderlo comenzaba atenazarme la garganta.

—Pero, si te pasa algo, no lo soportaré.

Me tomó el rostro entre las manos y me besó la punta de la nariz.

—Ahora más que nunca me gusta mirarte, todavía no creo lo que veo en tus ojos; he soñado tanto con eso.

—Por eso no puedes dejarme —insistí.

—Y te juro por Odín, mi hermosa Freya, que haré cuanto esté en mi mano para envejecer a tu lado.

Lo besé con ímpetu, él me recibió de buena gana.

—¡Oh, Freya, mi Freya… suspiro por ti incluso en sueños!

Nos besamos de nuevo embargados por la intensidad de nuestros sentimientos. Una pregunta surgió de mis labios.

—¿Qué alternativa tienes en mente?

—La única posible. Dispondré un barco para devolverte a tu esposo. Lo harías, ¿verdad?

Me contempló y esperó mi reacción; su mirada felina estudió mis facciones. Supe que aguardaba una respuesta, pero también la temía.

—Sí, volvería, pero no con él. No puedo regresar como esposa si amo a otro hombre, no sería justo para ninguno.

Respiró aliviado, más que satisfecho con mi respuesta.

—Ahora, pequeña, déjame demostrarte cuánto te amo.

Me tumbó sobre su mullida capa y se colocó sobre mí.

—Están demasiado cerca —me quejé echando un fugaz vistazo a las fornidas espaldas de los guerreros.

—¿No los oyes roncar?

—Tal vez fingen —aventuré.

—Entonces peor para ellos.

Entre aquellas gentes paganas, el acto amoroso era considerado una necesidad vital como beber y comer, y lo practicaban con bastante asiduidad en presencia de sus convecinos, sobre todo, en los festejos en la casa comunal; el único decoro que guardaban era cubrirse con una piel o cobijarse en un rincón penumbroso. Así, pues, me relajé dispuesta a disfrutar del placer que iba a recibir. Gunnar nos cubrió con otra capa y me besó al tiempo que tanteaba con frenesí cada curva de mi cuerpo.

Nos amamos con intensidad.

La incertidumbre que se cernía sobre nuestros destinos avivaba la pasión como un fuego incontrolable capaz incluso de consumirnos a ambos.

Los besos de él rayaban en la desesperación. Contuve un grito asombrado cuando, en un arrebato, mordió mis pechos. La presión de sus manos aumentó y mezcló en mí el placer y el dolor en partes iguales. Me penetró casi con violencia, con una necesidad que escapaba a su control. Emití un gemido sordo y lo recibí excitada.

Era un animal enloquecido lo que tenía sobre mí.

Enrollé mis piernas alrededor de sus caderas para sofocar el ímpetu del empuje. De pronto, los músculos se le tensaron y un gruñido escapó de su garganta. Lo sentí vibrar dentro de mí. Después se desplomó laxo, jadeando junto a mi cuello.

—Lo siento, no he podido ser suave —se disculpó.

Enredé mis dedos entre su espesa melena para acariciarle con dulzura la nuca.

—¿Te he lastimado? —musitó avergonzado.

—No, en realidad, me ha gustado; ha sido… excitante.

Irguió la cabeza y me miró.

—Te deseo tanto que pierdo la cabeza. Es como si quisiera fundirme dentro de ti. Calarme en tus huesos, apoderarme de tu alma, y siempre siento que no tengo suficiente. Tal vez nunca me sacie de ti, y eso es maravilloso, pero también desesperante.

Un abrupto ronquido seguido de una ventosidad nos interrumpió. Nos miramos divertidos.

—Nunca imaginé que mi romántico discurso pudiera acabar de esta forma.

Ahogamos la risa tapándonos la boca, pero cuanto más intentábamos reprimir las carcajadas más sonoras se volvían. Gunnar lagrimeaba por el esfuerzo.

—¿Mami? Mami no he sido yo…

Erik hablaba en sueños. Su voz grave se había convertido en un quejido infantil; parecía emitir apagados sollozos.

—¡Por Odín, no es posible!

No pude aguantar más y estallé en carcajadas.

—Va a ser verdad que esta gruta está encantada —repuso Gunnar—; ha convertido a mis hombres en unos bebés asustados.

—¡Para ya! No puedo aguantar más, me duele la mandíbula —me quejé.

De pronto, Ragnar se incorporó aturdido y nos miró reprobatoriamente.

—¿Qué demonios…? —Se rascó la entrepierna confundido y agregó—: ¡Por todos los dioses, prefiero dormir a la intemperie y que me devore el oso comeinmortales!

Me doblé en dos sometida por un ataque de risa incontrolable, Gunnar se había echado a un lado y carcajeaba apretándose el vientre.

Escuchábamos vagamente a los guerreros refunfuñando.

Cuando por fin logramos calmarnos. Gunnar me arrulló como un gatito hasta que el sopor me invadió; lo último que sentí fueron sus dedos rascándome suavemente detrás de la oreja, solo me faltaba ronronear.

A la mañana siguiente, partimos hacia Tønsberg por caminos pedregosos huyendo del sendero habitual que utilizaban los viajeros.

Viajábamos hacia el sur y, afortunadamente para nosotros, los hielos parecían fundirse en gélidos charcos dejando a la vista rodales verdosos. Una marmota de cuerpo regordete y pelaje brillante salió perezosa de su madriguera, suficiente evidencia de que el invierno llegaba a su fin. Curiosa, alzó la cabeza y olfateó el aire; indiferente a los caballos, nos contemplaba inmóvil.

—Son animales bastante sociables —explicó Gunnar—. Cuando era pequeño, tuve una durante un tiempo, estaba herida y la curé; convencí a mi madre para acogerla como mascota. Una mañana, no aparecía; se había escapado. No puedes imaginar cuántos días pasé buscándola y, al descubrir su paradero, fue como si me hubieran golpeado con un mazo.

—Estaba muerta, claro.

—Eso era lo de menos.

Lo miré intrigada.

—La llevaba encima. Todo el tiempo había estado conmigo, su piel al menos.

Abrí la boca, y él me sonrió.

—Cuando supe que, incluso, la había comido, quise matar a mi madre. Ella se defendió diciendo que era la marmota o uno de nosotros.

Su expresión soñadora me cautivó. Sonreía con la dulce inocencia de la juventud. La remembranza de aquellos recuerdos le suavizaba las facciones. Ensimismada le toqué la mejilla.

—No pude tener una madre mejor —repuso.

—Yo tampoco.

Entonces me miró. Su semblante cambió. Una sombra apesadumbrada cruzó su faz.

—Me siento mal y terriblemente egoísta por haberte apartado de ella.

La imagen de mi amada madre se perfiló con detalle en mi mente. Sus hermosos ojos azules, su dorado cabello, sus facciones delicadas y su cutis de porcelana. Como una muñeca a tamaño real.

—Tal vez, algún día vuelva a verla.

Lo dije a sabiendas de que eso era una mera quimera, y esa certeza me destrozaba.

—¿Se parece a ti? Debe de ser muy hermosa.

El traqueteo del caballo me impulsó hacia delante de manera algo brusca. Gunnar me pegó de nuevo a él.

—Es muy hermosa, sí, pero es más bien mi antítesis.

—¿Cómo es eso posible?

Le describí a mi madre con lujo de detalle, incluso le relaté alguna que otra travesura de pequeña.

—Así que tienes sangre mezclada. Dicen que, cuando se unen dos razas, suelen salir ejemplares soberbios. Tú eres viva prueba de ello.

—En realidad, soy como una copia femenina de mi padre. Cuando Rashid lo conoció, sintió cierta aprensión, sobre todo cuando se fijó en su boca tan pareci…

Me interrumpí de inmediato al advertir el envaramiento de Gunnar.

Giré de nuevo y me encontré con una mirada extraña.

—No puedo dejar de sentir celos cada vez que lo mencionas, incluso me torturo pensando cuántas veces pensarás en él. Soy un estúpido, lo sé, debería sentirme triunfante por haberte conquistado, pero no puedo evitarlo. Creo que todavía no estoy preparado para que me hables de él. Sé que fue tu primer hombre, que como yo ha besado tus labios, que te ha poseído y tengo la absoluta certeza de que lo has enloquecido. Sé que ha sido una parte importante de tu vida, es solo que… no puedo soportarlo.

—Creo que mi comentario no ha dejado traslucir…

—No es lo que has dicho, es cómo lo has dicho. El tono que utilizas cuando pronuncias su nombre…

—Evitaré nombrarlo, pero, como has dicho, seguirá siendo una parte importante de mi vida.

—De tu pasado —corrigió todavía molesto.

Cabalgamos en silencio; el páramo se extendía ante nosotros poblado de pequeñas matas y enhiestos troncos de abedules. Suaves colinas ondulantes se dibujaban en el horizonte.

De tanto en tanto, Gunnar soltaba una de las riendas para envolver con su brazo mi cintura de modo posesivo, tal vez para ratificarse a sí mismo que era suya o para alejar de mis pensamientos al hombre que temía.

No obstante, no podía dejar de pensar en Rashid. Estaba cerca, podía presentirlo. Reflexioné sobre cómo darle la noticia con algo de delicadeza. No quería dañarlo más de lo necesario. ¿Pero cómo decirle que me había enamorado de otro hombre sin hacerlo sufrir? Más, cuando había estado buscándome sin descanso. Y lo había hecho, me lo había prometido el día de nuestra separación y lo había cumplido. ¡No podía hacerle eso! De repente, deseé dar media vuelta, pedirle a Gunnar que me llevara tan lejos como pudiera. Solo deseaba escapar, me sentía miserable y cobarde, completamente incapaz de enfrentarlo. Pero tenía que hacerlo; de un modo u otro lo haría. Terriblemente abatida, vislumbré la difusa silueta de un pequeño pueblo. Llegábamos a Tønsberg.

Una maraña apelotonada de cabañas se arremolinaba salpicando un pequeño estuario repleto de barcas de diversos tamaños. En el centro de la aldea se elevaba una colina y, sobre ella, una torreta de vigilancia. Más allá, se extendían unos humedales que se perdían en el horizonte.

—Pasaremos la noche aquí. Mañana navegaremos hasta Haithabu —informó Gunnar.

—¿Dónde está exactamente Haithabu?

—Al sur de la península de Jutlandia. Es una ciudad en la que confluyen muchas rutas comerciales.

—Y una de ellas es la del comercio de esclavos.

—Así es.

—¿Y eso es lo que sigo siendo?

Inclinó la cabeza y me besó en la mejilla.

—Por poco tiempo; pienso hacerte mi esposa antes de embarcar.

Giré y lo contemplé asombrada; él fijaba su mirada en el camino, pero sonreía aviesamente.

—¿Hoy?

—¡Ajá! Hoy es tu festarmál, Freya, la fecha de tu boda.

—¿Cuándo pensabas decírmelo?

—Después de concretar los preparativos.

Resoplé ante la facilidad con la que planteaba el asunto; sin duda, había olvidado un punto importante.

—Ya tengo un esposo. —La mirada se le ensombreció—. Quiero decir que no puedo estar casada con dos hombres: sería un sacrilegio y además no necesito ser tu mujer. —Frunció peligrosamente el ceño—. Es decir, de manera oficial. Me conformo con estar siempre a tu lado.

—Pues yo sí lo necesito —replicó airado—. Te casaste en otro rito, con otro nombre y en otro mundo, uno al que ya no perteneces. Y, maldita sea, si Amina lo hizo ¿por qué tú no? Son las mismas condiciones, creo recordar.

—Amina no tiene ningún tipo de escrúpulo, ni moral ni conciencia, con lo que…

—¡Maldición!

Ante su exabrupto me sentí algo acalorada. Tenía toda la razón, ¿por qué me preocupaban los estándares sociales de mi religión? ¿Era eso lo que me inquietaba realmente? Decidida a suavizar la tensión, me volví hacia él y le sonreí, sin embargo, me ignoró.

—Me casaré contigo —acepté.

—Por supuesto que lo harás.

Empezaba a molestarme su actitud arisca.

—¿Quieres dar a entender que pensabas obligarme?

—Exactamente; eres muy sagaz, Freya.

Le clavé la punta del dedo índice en el pecho y con voz amenazante espeté:

—¡Que te quede claro, bárbaro ignorante, que no eres mi amo! Por lo tanto, yo no soy ninguna de tus posesiones. Que te ame no te da derecho a…

Abrió la boca y dejó escapar una abrupta carcajada.

—Eres muy graciosa, ¿que no soy tu amo? Eso es lo único que he sido todo el tiempo y por eso quiero cambiarlo, porque para mí tú nunca fuiste una thrall. Y, sí, me perteneces; no lo olvides nunca, eres mía y así será hasta que marche al Valhalla, incluso después.

Para constatar sus palabras me besó.

—Eres mía, Freya, y quiero que todos lo sepan; te adoraré con mi alma y te protegeré con mi cuerpo; estás dentro de mí, aunque a veces pareces olvidarlo. Compruebo que, a pesar de lo que sientes, tienes dudas, y eso me mata.

—No tengo dudas.

—Pues para no tenerlas pareces poner obstáculos. ¿Crees que no sé que tienes miedo a enfrentarlo? Lo veo reflejado en tu rostro tan claro como el agua de un arroyo. ¿Cómo demonios crees que me siento?

Conforme se sinceraba, su ánimo acalorado se tornaba en una especie de afligida preocupación. El tono de sus palabras bajó hasta convertirse casi en un susurro.

De pronto, se bajó del caballo y se plantó frente a mí tomando mis manos entre las suyas.

—¿Quieres ser mi esposa?

—Sí, quiero.

La gente nos observaba curiosa y con algo de temor. Un hombre bajo y fornido se acercó a Gunnar.

—¿Qué hay de interesante en estas tierras? Ya pagamos el geld.

El geld era una especie de tributo impuesto por los jutos, piratas originarios de la península de Jutlandia, que las aldeas costeras estaban obligadas a pagar si querían evitar ser saqueadas.

—No somos jutos, venimos de Skiringssal y solo buscamos un barco con tripulación y al jefe del clan para que oficie una boda.

El hombre, más tranquilo, sonrió y me miró con aprobación.

—En ese caso, ¡bienvenidos! —Se volvió hacia sus vecinos y clamó con euforia—. ¡Amigos, esta noche celebraremos una boda; a preparar todo: afuera los barriles, las voces templadas y los pies calientes para el baile!

—¡Calentaremos algo más que los pies con el favor de los dioses! —gritó.

Vociferó otro hombre. Los demás estallaron en carcajadas.

Gunnar me ayudó a desmontar y me ciñó por la cintura.

—¡Vaya hembra, eso sí que es elegir con cabeza! —gritó otro.

—¿Con cuál de las dos?

Las risotadas se sucedían mientras el hombre nos acompañaba al interior del skáli. Como todos, constaba de una nave central de planta rectangular y dos más estrechas anexas a ambos lados. Ya en el penumbroso interior, caminamos hasta el fondo de la sala, en la que una mujer anciana, sentada en una hermosa silla labrada, que más parecía un trono, nos aguardaba expectante.

—¿Por qué tanto revuelo?

Se dirigía al hombre que nos acompañaba, pero sus ojos intrigados se depositaron en mí.

—Vienen de Skiringssal y, según dicen, solo quieren una embarcación y una boda.

El escrutinio al que estaba siendo sometida se trasladó a Gunnar. El rostro de la anciana mostró desconfianza. A su lado, un hombre encorvado como si sobre la espalda cargara el peso del mundo se inclinó hacia la mujer y le susurró algo al oído. Era su consejero.

—Así que son hombres del viejo Harald.

Gunnar asintió, sostenía la mirada de la mujer con frialdad.

—Entonces debo imaginar que desean desertar.

Escuché a mi espalda un gruñido de protesta. Los guerreros de Gunnar nos habían seguido al interior.

—¿Me insulta, Halldora? —inquirió Gunnar malhumorado—. Bien sabe usted quién soy.

—¡Vaya, no debo de estar tan mal después de todo! La última vez que te vi, apenas eras un mocoso.

—Siento desilusionarla, pero su aspecto es horrible, parece tener cien años al menos. Sin embargo, reconocería esa mirada entre un millar. Es la de mi padre.

Lo miré atónita. Esa mujer enjuta, de largo cabello ralo, de rostro huesudo con pómulos prominentes y penetrantes ojos celestes era su tía. No obstante, la animosidad entre ellos era más que evidente.

—La tuya, en cambio, es la de tu madre.

Enfatizó adrede la palabra «madre» con cierto desdén. Gunnar se envaró más.

La mujer se levantó y se acercó a mí. No esperaba que fuera tan alta; a pesar de tener la espalda algo encorvada, me sobrepasaba un palmo al menos. Pensé que en su juventud debió de parecer imponente.

Me tomó con firmeza la barbilla, la alzó y me contempló nuevamente.

—Imagino que esta es la mujer con la que quieres desposarte, ¿no?

Gunnar no contestó, ella tampoco esperaba una respuesta.

—Lamento comprobar que cometes los errores de tu padre. Te obnubilas con la belleza sin tener en cuenta nada más.

Me giró la cabeza a un lado y a otro; acometida por un arrebato de rebeldía, retrocedí molesta: me examinaba igual que lo habría hecho con un caballo que pensara comprar.

—No me interesa tu opinión como tampoco le interesó a tu hermano.

La anciana fulminó a Gunnar con la mirada.

—Y ya viste los resultados —le escupió con inquina.

El consejero sonrió ladino, era pequeño y nervudo, lucía una incipiente calvicie y la malformación que aquejaba su espalda lo hacía parecer un duende malvado.

Gunnar apretaba los labios para contener la rabia.

—Sin embargo, si algo he aprendido —continuó Halldora camuflando con voz suave su malestar—, es a ser paciente; el tiempo siempre me da la razón, por lo que todo esfuerzo resulta fútil en estos casos. No seré yo quien impida tu caída al vacío, querido sobrino, no hay más que verla para intuir que te traerá problemas.

Él fingió indiferencia.

—¿De veras? ¿Y desde cuándo ves el futuro?

—Por algo me conocen como Halldora la Sabia. ¿Quieres una demostración?

Esta vez, Gunnar sonrió, cruzó los brazos sobre su amplio pecho y asintió curioso.

La mujer, ignorando mi incomodidad me rodeó pensativa para observarme con interés.

—Su cabello negro bien puede ser de origen celta, sin embargo, el tono de la piel deja bien claro que procede de algún reino árabe, aunque sus ojos amarillos me desconciertan bastante, nunca vi unos iguales, son… extraños. —Hizo una pausa, se frotó la barbilla y agregó—: sus facciones son armoniosas, elegantes, obviamente de buen linaje, con lo que deduzco que es una esclava valiosa. Indudablemente es muy bella y, por cómo la miras, es fácil adivinar tus sentimientos, pero solo un necio arrebataría una esclava a su jarl, y solo un redomado imbécil la llevaría a Haithabu. Porque vas allí, ¿no?

—Donde yo vaya no es tu problema, ahora solo quiero saber si vas a casarnos.

Halldora sonrió taimada, nos dio la espalda y se sentó de nuevo.

—Si no lo hago yo, me temo que otro lo hará, así al menos todo quedará en familia.

Gunnar me tomó por la cintura y me acercó a él.

—Esa palabra te queda demasiado grande. Ahora prepara a la novia como se merece, esta noche oficiarás la boda.

Me dio un beso fugaz y salió acompañado por sus hombres.

La mujer alzó la mano derecha y, al instante, dos mujeres corpulentas acudieron prestas a su llamada.

—Preparen un baño, busquen una túnica adecuada y los elementos necesarios para el rito —ordenó con sequedad.

Las mujeres salieron sin pronunciar palabra.

—¿Lo amas?

No me esperaba aquella pregunta. Por la expectación que mostraba su semblante, supe que no le importaban los sentimientos de él, solo quería ponerme a prueba. Decidí contestar con sinceridad.

—Sí, lo amo.

—¿Y por qué lo obligas a desertar cuando más lo necesita su jarl?

—No va a desertar.

—¿Entonces por qué te lleva a Haithabu?

—¿Por qué le interesa tanto? Por lo que he podido comprobar, no ha tenido ninguna relación con él, no creo que merezca ningún tipo de explicación.

Halldora sonrió abiertamente, sus penetrantes ojos claros se suavizaron.

—Veo que eres algo más que un mero objeto decorativo.

—Gracias, creo.

La anciana señaló hacia una esquina en la que unos bancos se entreveían entre los gruesos troncos que apuntalaban las vigas del tejado. De tronco a tronco había entrelazadas unas cuerdas sobre las que colgaban diversos tipos de pieles que conferían algo de intimidad.

—Deberías dormir un poco, creo que va a ser una noche muy larga.