Capítulo 3
El dulce néctar de la pasión
La celebración estuvo plagada de danzas, buena comida, algarabía y risas.
Los miembros de la casa de mi esposo me miraban con recelo y más de una mujer con envidia.
A un gesto de Rashid, dos mujeres me levantaron de mi cómodo refugio entre almohadones y me llevaron por un largo y oscuro pasillo.
Traspasamos un doble arco de herradura. En uno de ellos habían cincelado las manos de Fátima para alejar la enfermedad y atraer la buena suerte y, en el otro, unos colibríes en alegre danza. Abrieron las pesadas puertas dobles de la alcoba principal y me adentraron en un sueño de opulencia y color. De las ventanas cubiertas por celosías pendía ondeante una tela vaporosa de color azafrán ribeteada en oro. En cada rincón de la estancia se hallaban encendidos faroles de metal dorado con formas geométricas calados con estrellas y lunas que plagaban de esas formas paredes y techos.
En un robusto aparador ardían, dentro de un recipiente de barro, hojas y ramas secas que elevaban volutas de fragante humo. No supe reconocer el aroma, pero era subyugador.
En el suelo, y sobre una gran alfombra persa con motivos florales, se disponían multitud de cojines de colores brillantes en torno a una mesa baja redonda y ricamente tallada. Sobre ella, una jarra de cristal verde con adornos dorados y dos copas pequeñas.
Finalmente, y al fondo de la sala, se hallaba la cama. Acotada por cuatro grandes postes sobre los que colgaba un gran velo azul, dominaba la estancia. Jamás había visto algo así. No solo invitaba a entrar en ella, sino que, además, estaba segura de que no sería sencillo salir. Alta y mullida, vestida de sedas y fino algodón turquesa con estampados en plata, bien parecía la entrada al paraíso.
Las mujeres me sentaron en una silla frente a una cómoda de madera oscura, sobre la que habían dispuesto toda clase de elementos para embellecer: afeites, jabones, cepillos, peines y complementos para recoger el cabello.
Me dejé hacer. Soltaron y cepillaron mi cabello, me desnudaron y me untaron el cuerpo con aceites perfumados de romero y tomillo. Colorearon con henna mis pezones, las palmas y los dedos de mis manos y pies, y me frotaron los dientes con una mezcla de nácar y cáscara de huevo molida. Finalmente, me cubrieron con una larga camisola de gasa blanca que translucía con cierta sutileza mi desnudez.
—Sin duda, es muy bella —comentó la mayor de las mujeres—. Parece una de las nuestras, nadie diría que es cristiana.
—Pues lo soy —repliqué airada. Odiaba que hablaran como si no estuviera presente. Ya había oído antes ese comentario y, por alguna razón, me desquiciaba.
—Tus rasgos son más árabes que otra cosa. Sin duda, algún antepasado tuyo tuvo algo más que palabras con los nuestros.
Ambas estallaron en carcajadas.
—No oses mancillar el nombre de mi familia. Ahora soy tu ama y me debes respeto.
La más joven, Nadwa se llamaba, cerró la boca y miró al suelo, pero la otra no se amilanó.
—El respeto se gana, señora. Y créame si le digo que le queda un largo camino por recorrer. La primera luna tras el matrimonio es de miel; las que le siguen, de amargura.
—Es mejor encender la luz que maldecir la oscuridad —contesté con otro proverbio.
No tuvo tiempo de responderme, pues en ese momento apareció Rashid y, cabizbajas, se apresuraron a salir.
Mi esposo me contempló con admiración, no pasó por alto la indignación de mi semblante y murmuró:
—Castiga a los que te envidian haciéndoles el bien.
Empezaba a estar harta de tanto proverbio.
Se acercó lentamente, como un gato. Su mirada de ébano me estremeció.
Nadie me había hablado de la intimidad entre un hombre y una mujer. Supuse que él estaría ducho en esa materia y mi única misión sería intentar serenarme y dejar que él hiciera cuanto quisiera. Pero ¿cómo tranquilizarme cuando sus ojos penetrantes como la noche me erizaban la piel?
—No imaginas las veces que he soñado con este momento, los desvelos al imaginarte desnuda y entre mis brazos. Pero ni en el mejor de mis sueños te vi así. Me cortas el aliento.
Su mano acarició mi mejilla y deslizó el dedo índice por mis labios con extrema suavidad.
—Nada has de temer —susurró—. Te enseñaré todo lo que necesitas saber para satisfacer a tu esposo, descubrirás el gozo del amor, pero tendrás que olvidar los estúpidos tabúes que tu religión con su necedad te ha inculcado. ¿Estas dispuesta a aprender?
Aquella voz melodiosa me envolvió con una calidez inquietante.
—Sí, lo estoy.
Su rostro se cernió sobre mí. Su boca atrapó la mía. Un agradable cosquilleo me inundó cuando nuestras lenguas se enlazaron. Sentí sus manos acariciándome la espalda, descendiendo hasta mis nalgas. Un suspiro ahogado salió de mi garganta. El beso se volvió más exigente, sus manos más inquietas. Sentía cómo caía en un pozo oscuro, sin fondo; mi piel despertaba bajo sus caricias, que encendían una hoguera en mi interior. No sabía si era decoroso que me mostrara tan receptiva en nuestro primer encuentro, solo sabía que estaba disfrutando de cada sensación. ¿Qué importaba todo lo demás?
De repente, él se apartó. Lo miré intrigada, jadeando y con los ojos nublados por la pasión.
—Desnúdate.
Deslicé la tenue camisola por los hombros y esperé.
Sus ojos ardían mientras se deleitaban con mi cuerpo. Se posaron en mis pechos, en mi vientre plano, en mis piernas largas y bien torneadas y en la pronunciada curva de mis caderas para acabar su mirada en mi pubis.
Por algún motivo, no sentí ningún pudor ante tal escrutinio.
—Hoy creo que no podré enseñarte mucho —musitó con voz ronca—. Apenas puedo contenerme.
En un instante, se liberó de sus vestiduras y me arrastró al lecho.
—Que Alá me ayude, ninguna mujer me había encendido tanto.
Volvió a besarme, esta vez, con frenesí. Sus manos no dejaron un solo rincón sin conquistar. Su boca tomó uno de mis pezones arrancando de mi garganta jadeos asombrados. De pronto, sentí una humedad extraña en mi entrepierna, acompañada de un hormigueo. Percibí la incursión en mi interior de uno de sus dedos y, como por reflejo, junté las rodillas.
—Ábrete al placer, mi amor, déjame llevarte al paraíso.
Nos miramos a los ojos. Acaricié su nuca y por impulso lo besé.
Fue mi total rendición.
Sus dedos acabaron con mi cordura. Fue como si todo mi cuerpo ardiera. Mis gemidos inundaron la estancia. Súbitamente, un estremecimiento arqueó mi cuerpo, algo vibró y estalló en un placer inmenso. Abrí los ojos sorprendida.
Su rostro, a escasos centímetros del mío, me observaba satisfecho. Sonrió y nuevamente me besó. Se colocó sobre mí y me penetró con toda la lentitud que pudo. Su expresión fue contenida, concentrada. Noté su dureza acompañada de un pinchazo agudo.
—Me duele —confesé algo asustada.
—Es solo al principio; cuando te acostumbres, volverás a gozar. —Su voz tirante y algo temblorosa confirmó el fuerte control que ejercía sobre sí mismo. La contención iba cediendo al ritmo de sus empellones.
Cerró los ojos y me besó.
Con cada sacudida, mi cuerpo despertaba de nuevo al placer. Mis manos se aferraron a su espalda, y mis caderas bailaron con las de él. Sus jadeos se mezclaron con los míos hasta que un grito ahogado escapó de su boca derramando en mi interior su semilla.
Se desplomó sobre mí.
Su respiración fuerte se fue calmando bajo mis caricias. Enredé mis manos en su cabello y sonreí feliz. ¿Cómo algo tan hermoso podía considerarse pecado?
Me miró asombrado y sonrió; solo entonces caí en la cuenta de que el pensamiento había salido de mi boca.
—Solo en tu religión, amor mío.
Lo miré. Era un hombre guapo: su piel canela, sus profundos ojos negros y su blanca sonrisa, imaginé, habrían derretido más de un corazón. Pero yo era la elegida. Me vanaglorié de ello.
—¿De veras me amas o es solo una expresión cariñosa?
Me observó largamente antes de contestar.
—Supe que serías mía nada más verte. Y sí, te amo; de otra forma, no estarías aquí.
—¿Cómo puedes amar a alguien que no conoces?
—Digamos que caí dentro de esos ojos tuyos. Por eso elegí tu nombre. Son como dos astros de oro que hechizan a quien los mira demasiado tiempo. Nunca en mi vida contemplé nada más hermoso. Es como mirar un amanecer. Podría morir mirándote. Tus labios, tu rostro, todo tu cuerpo me enloquece. Y sí, te conozco. Sé todo de ti.
Era mi físico el que lo había cautivado, yo querría algo más en el futuro.
—No sabes nada de mi alma, de mis pensamientos ni de mis defectos. No se puede amar sin conocer todo eso.
—Sí se puede. —Retiró un mechón de mi frente—. Cuando alguien te mira y sientes un cosquilleo en el estómago, cuando esa persona no está a tu lado y sientes una piedra en el pecho, cuando cierras los ojos y solo puedes ver su rostro y no se puede pensar en nada más, ¿qué crees que es?
—No lo sé, todavía no lo he sentido.
Temí que mi confesión le molestara, y así fue, como demostró su semblante. Sin embargo, me sonrió.
—Eres franca y directa, Shahlaa, eso me gusta de ti. Prometo hacerte sentir todas esas cosas. Solo necesito tiempo y eso creo que nos sobra.
En ese instante, sentí que ya lo quería un poquito. Delicado, tierno, comprensivo y honesto. Nadie habría deseado un esposo mejor.
Los días pasaban largos y tediosos y solo en las noches, cuando regresaba de sus constantes reuniones mercantiles, era cuando realmente vivíamos con dicha nuestra unión.
Me convertí en una alumna aventajada en las artes amatorias. Disfrutábamos de la pasión hasta caer desfallecidos. Yo siempre quería saber más, y él, atento, accedía de buena gana.
Mi amante gozaba con mi iniciativa y predisposición a toda clase de posturas y juegos sensuales. Incluso ordenó a una bailarina de su casa que me instruyera en la danza oriental de Bagdad.
La noche que, por fin aprendida la lección, bailé para él fue inolvidable para ambos. Hicimos el amor con tal pasión que pensamos que toda la casa nos había escuchado.
—Serías la favorita de cualquier emir del mundo.
—Solo quiero ser tuya, Rashid.
Bajó los ojos y me tomó la mano. Cuando alzó de nuevo la vista, brillaba en ella un dejo de tristeza.
—¿Cuándo lo dirás?
Supe instintivamente a lo que se refería.
—No lo sé. Eres maravilloso y cuando estoy a tu lado me siento feliz; quizá todavía sea pronto.
—Sí, tal vez.
Deseé poder decirle que lo amaba y no entendía por qué no sentía lo mismo que él. Estaba segura de tener el mejor esposo. Lo tenía todo y, sin embargo, mi corazón no vibraba de ningún modo especial.
Observé cómo se vestía; la preocupación enturbiaba su semblante.
Se volvió hacia la ventana y permaneció de espaldas aspirando el fragante aroma de las rosas del patio; una suave brisa se filtró por la celosía.
Movida por un impulso, me acerqué a él y me abracé a su espalda.
—No sabes cómo necesito que me ames, Shahlaa.
Su súplica me rompió el corazón. Y se volvió hacía mí. Su mirada húmeda me conmovió.
—Perdóname.
Alcé el rostro, lo besé con ternura y murmuré:
—La paciencia es un árbol de raíz muy amarga, pero de frutos muy dulces.
—Carezco de ella —adujo todavía sombrío—. Y ya que te gustan las citas árabes, te diré: «La verdad que daña es mejor que la mentira que alegra», sin embargo, el daño no se borra con un beso.
—Tal vez con dos.
Volví a besarlo, esta vez, con más firmeza. Me ceñí a él para acariciarle el cabello, la nuca, los hombros, el pecho. Me aparté apenas para volver a mirarlo y nuevamente atrapé sus labios. Él respondió con ferocidad y me tomó en brazos.
—Sabes cómo enloquecer a un hombre. Temo haberte enseñado demasiado. Dominas mi voluntad a tu antojo.
Sonreí y lo miré insinuante.
—Solo quiero aliviar tu pena, ¿hay algo malo en eso?
—No, mi bella y ardiente esposa. Pero todos dicen que estoy más flaco. Acabarás consumiéndome.
—Tú me enseñaste estas mieles, carga ahora con la culpa.
Su mirada zaina me sobrecogió.
—El amor está oculto como el fuego en la piedra —musitó—. He de rascar en tu superficie para que salga. Eso pretendes, ¿no?
Solté una carcajada que él apagó con su boca.
La conversación cesó. Era el turno de los sentidos.
Pasaron los meses.
Mi madre me visitaba asiduamente y conversábamos durante horas; como me veía feliz, se marchaba orgullosa y complacida.
Apenas salía. Deambulaba por el patio interior del palacete entre naranjos e higueras. Me sentaba en un banco de piedra frente a la fuente y disfrutaba de la lectura. La frescura del lugar y el ronroneo del agua que discurría entre los pequeños canales que bifurcaban el suelo eran tan relajantes, que en más de una ocasión me habían descubierto dormida. Sin embargo, la flemática placidez de mi existencia llegó a su fin el día que entró en mis dominios aquella mujer.
Fui llamada por Latifa, la sierva que se había encarado conmigo en mi primera noche, y ella me condujo al gran salón.
—Siéntate, Shahlaa.
Rashid, cómodamente acomodado junto a su padre y uno de sus muchos tíos, me indicó dónde hacerlo. Parecía algo nervioso y miraba inquieto a su alrededor.
—Bien, hijo, ya que has tomado la decisión, ahora debes informar a tu primera esposa.
¿Primera esposa? Mis ojos se clavaron en él. ¿Qué estaba pasando?
—Bueno, yo… —Se aclaró la garganta y continuó—: acabo de tomar una segunda esposa.
Fue como un puñetazo en la boca del estómago. No podía creerlo. Mi estupefacción fue tal que apenas pude articular palabra.
Rashid contemplaba atentamente mi reacción. Atónita, descubrí un amago de sonrisa complacida en su rostro.
—Creí que me amabas —logré articular.
—Y te amo —respondió.
Me ahogaba. ¿Compartirlo con otra mujer? Sabía que era algo habitual entre los musulmanes ricos. Pero ¿tan pronto? No, yo no sería capaz, no en el momento en el que empezaba a amarlo. La sola idea me repugnaba. Me levanté algo mareada, clavé una mirada acusatoria en mi esposo y me volví. Negué con la cabeza.
—¡No es posible amar a dos mujeres a la vez! El amor es uno, ¿me oyes?
Las lágrimas se agolparon en mis ojos.
—A ella no la amo. Solo te amo a ti. Pero mi casa necesita un varón que, de momento, tú no me das. Ellos creen que tal vez tú…
Dejó la frase en el aire, aunque la entendí a la perfección.
—Si en este momento estuviera gestando, ¿te desharías de ella?
Fue su padre el que habló.
—El matrimonio ya es un hecho, muchacha. Además es un muy buen acuerdo comercial el que hemos ganado. Nuestra fortuna ha recibido un incremento importante del que tú también te beneficiarás; tendrás más joyas y oro de lo que habrías soñado nunca. No lamentes tu suerte, Rashid podría repudiarte y no lo ha hecho. No entiendo por qué desea a una mujer seca a su lado.
—¡No estoy seca!
Salí entre un mar de lágrimas y corrí hacia mi habitación. Necesitaba aire y me decidí por el patio.
La luna ya asomaba su silueta en el ocaso del atardecer frío. Algunos hilos nubosos surcaban el firmamento sin decidir su rumbo. Inhalé profundas bocanadas de aire e intenté serenarme. Me senté en un banco y apoyé los codos sobre las rodillas; la cabeza, abotargada por la noticia, descansaba en mis manos.
No sé cuánto tiempo transcurrió. Solo sé que mi corazón sangraba y que no encontraba la forma de aliviarlo. Escuché pisadas sobre las losas del patio y levanté la mirada.
Rashid me sonreía abiertamente.
—¡Me amas! —exclamó.
Deseé lanzarle algo, pero nada a mi alrededor cumplía mis expectativas.
—Te amaba —rectifiqué.
—Me amas —repitió—. Mi tío tenía razón. No hay nada como un poco de celos para avivar un corazón en letargo.
Lo miré con fijeza.
—Por eso la has tomado, ¿no? Deseabas darme un pequeño empujón.
—Me obligaron —se disculpó—. Desean un varón, yo también, claro, pero quiero que seas tú quien me lo dé. Ella solo es riqueza y posición, nada más.
Me froté la frente. El maldito dolor seguía en mi pecho. Él parecía tan satisfecho que deseé que sintiera lo mismo que yo.
—Quiero que me repudies. —Me levanté y lo encaré.
Sus ojos se abrieron desmesurados. La sola idea lo desencajó.
—¡Jamás!
—No pienso competir con ella, no pienso compartirte. Tú no lo harías, ¿verdad?
—No —confirmó—, pero así es mi mundo.
Apreté los dientes, tenía ganas de gritar.
—Pues quédate en él. Yo me voy.
Me levanté dispuesta a marcharme, pero al pasar a su lado me detuvo.
—No irás a ningún lado. Eres mía.
Se aferró a mi cintura y me beso con pasión. Al principio me negué, intenté zafarme, pero fue inútil. No iba a ceder ni un ápice, así que volqué mi furia en el beso. Parecía una pelea, cada uno buscando la rendición del otro.
Al fin me soltó. Ambos respirábamos entrecortadamente.
—Tantos deseos de que te amara y ahora que lo hago me rompes el corazón.
Se me quebró la voz. Un llanto amargo brotó de nuevo.
Me abrazó para ofrecerme consuelo.
—Solo te amaré a ti. Ninguna mujer tendrá jamás poder sobre mí, ninguna. —Me alzó el rostro y me besó las lágrimas—. ¿Cómo puede una diosa compararse a una humana? ¿Acaso el sol pide permiso cuando sale? Tú, mi dulce Shahlaa, eres mi sol; no hay sombra que te oculte a mis ojos.
—Pero yacerás con ella.
—Es mi obligación, el compromiso debe sellarse. Pero, tras esa noche, no habrá otra, te lo juro por el profeta.
Me separé de él.
—Ella está aquí, ¿verdad?
Él asintió, su mirada profunda indagó en la mía buscando tal vez perdón o tal vez permiso. No pensaba dárselo.
—Un hombre no debe golpear a una mujer ni siquiera con una flor. Y tú lo has hecho clavándome las espinas. No me busques hasta que la herida sane.
Me alejé corriendo. Esta vez no me detuvo.
No sé cuánto tiempo estuve llorando ni cuándo me quedé dormida; solo sé que desperté con un nudo en la garganta y con ese ya familiar dolor que anidaba en mi interior. Salí de la cama y me miré en el espejo. Ahí estaba, en lo más profundo de mis ojos, la tristeza, la desilusión, la amargura. ¿Cómo haría para borrar todo aquello?
Me cepillé el cabello y lo dispuse hacia atrás con varios giros y algunas horquillas. Me puse el vestido azafrán, el que más gustaba a Rashid, y salí del cuarto.
Una idea bullía en mi cabeza.
Escuché el trajín de cacerolas y platos. Preparaban el desayuno. Me dirigí al comedor y entré. Allí estaba ella.
Rashid me contempló admirado. Sabía que me encontraba hermosa y, al ver a su nueva esposa, me sentí más radiante.
Era alta, casi tanto como yo, algo más robusta; sin embargo, su rostro era vulgar, aunque habría llegado a ser bonita si sus pequeños ojos no hubieran estado tan juntos. No era agraciada, pero poseía una inteligencia vivaz que brillaba en su mirada. Sentí cómo mi presencia aguijoneaba a aquella mujer que me miraba absorta.
—Te estábamos esperando —comentó Rashid.
En su mirada percibí alivio por mi presencia. Pensó que no acudiría. Seguramente imaginaba que ya habría olvidado mi rabieta y que aceptaba la nueva situación. No podía estar más equivocado.
—Estoy muerta de hambre. —Miré a su otra esposa y añadí—: ¿no vas a presentarnos?
Él se levantó y se plantó frente a nosotras.
—Shahlaa, ella es Amina. Espero que haya paz por el bien de todos.
Esa advertencia era para mí. Bien, pensé, quería paz, pues la tendría.
—Yo pondré de mi parte lo necesario para que así sea. Sé bienvenida y no dudes en acudir a mí para lo que quieras.
Rashid me estudió asombrado. Apenas podía creer mi cambio.
—¡Que Alá te bendiga por tus buenos deseos y que estos se vuelvan para ti también! —exclamó Amina.
No me equivocaba. Era astuta como un zorro hambriento. Tal vez yo había engañado a Rashid, pero no a ella. Debía andar con cuidado.
Durante la comida, mi esposo no apartó los ojos de mí. Amina habló de su familia, intentando en vano aliviar la tensión que flotaba entre los tres, aunque el desagrado por la excesiva atención que él me procuraba iba haciendo mella en su locuacidad.
Yo ignoraba a ambos, comía absorta en mis pensamientos, deseosa por escapar del allí.
Aproveché la aparición de Taliq para internarme en mi cuarto. Me estaba despojando del velo y de las horquillas en el momento en el que Rashid entró en la alcoba. Me miró con deseo y se me acercó.
—Durante el almuerzo, he estado a punto varias veces de arrastrarte hacia aquí.
No lo miré; continué cepillándome el cabello. Vi por el espejo su expresión. Tuve que controlarme para no echarme a sus brazos.
—¡Tu belleza me estremece, pero es tu ingenio el que me atrapa, tu sensualidad la que me desespera y tu mirada la que me condena al infierno de los impíos! Ni rezar puedo sin que me asalten pensamientos impuros.
Me tomó el cabello entre las manos y aspiró su perfume. Cayó de rodillas tras de mí y me abrazó.
—Ahora puedes compartir tu fogosidad con otra. Ve y déjame, quiero dormir un rato.
Me contempló como si fuera la mujer más cruel del mundo.
—No me hagas esto —suplicó—. Te necesito.
—¿De veras? ¿Acaso no gozaste anoche?
—No, no gocé. —Su mirada angustiada me sobrecogió—. ¡Que Alá ciegue mis ojos y cosa mi boca si miento! Anoche deseé no haberte conocido nunca.
Tragué saliva ante su vehemencia. Parecía sufrir.
—No podía tocarla, era incapaz de besarla y, sin embargo, debía hacerlo. Me obligaba a cerrar los ojos e imaginar que eras tú, pero mis manos sabias no dejaron que las engañara. Tuve que beber y beber para soportarlo. En contra de mi religión, dejé que el alcohol confundiera mis sentidos, borrara el dolor y tomé a una mujer que no deseaba, que no amaba. Ella me vio sufrir, debatirme entre las ganas de marcharme y la obligación de cumplir con mi deber. Y nada dijo, nada me recriminó. Consumamos, y me marché del cuarto. —Hizo una pausa, sus ojos llorosos me miraron con rencor—. Me encaminé hacia el tuyo; la luna seguía alta, y te imaginé durmiendo. Me moría por estar a tu lado; recorrí el pasillo unas diez veces. Finalmente, me decidí por el cuarto que hay en el tejadillo. Sabía que no me aceptarías en tu lecho.
Aunque el relato había ablandado mi corazón, aunque luchaba por que las lágrimas no arrasaran mis ojos, le espeté:
—¿Qué te hace pensar que te aceptaré hoy?
—Hoy no importa que no me aceptes. Hoy —repitió con furor— serás mía quieras o no.
Se levantó, me arrancó del taburete y me lanzó contra la cama. Pensé en rechazarlo, pero su determinación era tal, que sabía que de nada valdría. Yo también lo deseaba, tanto que me dolía.
Hicimos el amor como poseídos. Mezclados todos los sentimientos posibles. Amor, odio, rabia, rencor, desesperación, ansia y dulzura.
Él me devoraba con cada beso, con cada caricia, como si hubiera pasado años sin verme. Y yo le devolví su entrega con la misma intensidad. Cuando terminamos, lloramos abrazados.
—¡Dímelo!
Mi ojos se clavaron en los suyos para dejar que contemplara la magnitud de aquel sentimiento.
—Te amo —susurré—. El verdadero amor es como los espíritus, todos hablan de ellos, pero pocos los han visto. Yo los veo con tanta fuerza que me dan miedo.
Me estrechó entre sus brazos, lleno de dicha.
—Nuestro amor es tan fuerte que a mí también me asusta. De solo pensar que te puedes alejar de mí, me siento desfallecer. No me dejes nunca, amor mío.
—Nunca —prometí embriagada por ese sentimiento.
Pensé en cómo serían las cosas con una extraña entre nosotros, ¿resistiríamos ese envite? Recé para que así fuera.
Solo faltaba una cosa para que nuestra felicidad fuera completa. Un vástago. Pero no llegaba. Mi madre decía que no debía preocuparme, que algunas mujeres tardaban incluso más de un año en quedar encintas. Que, cuanto más nerviosa me hallara, menos posibilidad tendría de fecundar. Me recordó que quizá y solo quizá el problema no radicara en mí. Sin embargo, y aunque yo intentaba relajarme, temía que Amina me ganara en aquella carrera, aunque partía con desventaja, pues Rashid solo estaba con ella una noche a la semana.
Aquello trajo otra pelea entre nosotros. Él me había prometido no volver con ella tras su primera noche, pero la astuta mujer acudió al contrato matrimonial en el que constaba que, como mínimo, debía yacer con ella una vez a la semana.
Rashid me juró que no conocía esa cláusula, que, cuando firmó, no había reparado en ella. Así que tuvo que transigir. Y, aunque cumplía a rajatabla el contrato, me juraba que se limitaba a dormir arguyendo alguna excusa.
Yo prefería creerle, aunque todos los martes permanecía en vela presa de inquietudes y desasosiegos.
Aquella noche había una fiesta. Las mujeres disponían comida y preparaban el gran salón para la celebración.
Unos ricos mercaderes provenientes de Oriente venían a zanjar un jugoso negocio. Mi tío Rodrigo acudiría con ellos para cerrar el trato y ayudar a Rashid a incluirlos en su lista de clientes.
Decidí ayudar en la cocina. Latifa me miró ceñuda.
—Lo único que harás aquí es estorbar, ya somos demasiadas.
—Por favor —insistí—; seguro que hay algo que pueda hacer.
Latifa se quedó pensativa un instante.
—Bueno, puedes ir al jardín, cortar algunas rosas y buscar un jarrón bonito en el que ponerlas —rezongó.
Asentí y le dediqué una ancha sonrisa.
—Sí, mi ama.
Ella bufó y giró, pero supe que estaba sonriendo. Me había costado un poco, pero me la había ganado bromas y bravuconadas; le había arrancado más de una carcajada y, aunque nunca igualaría el cariño de mi buena Flora, yo también había aprendido a quererla.
Ya en el jardín, elegí las flores más hermosas. Era primavera y los colores que adornaban el patio alegraban los sentidos. El perfume del azahar y del jazmín inundaba toda la casa. Había adquirido en el zoco unos cuantos recipientes con plantas aromáticas y los dispuse en cada esquina, además de unos farolillos que encendíamos las noches que disertábamos felices junto a la fuente. A Rashid le encantaba tumbarse en mi regazo mientras yo le leía un libro de poemas al tiempo que enredaba mi mano en su cabello.
—¿Qué haces cortando flores?
Amina apareció junto a mí. Últimamente había intentado un acercamiento conmigo, pero yo siempre procuraba evitarla. No era solo por ser mi rival; había algo en ella que no terminaba de gustarme. Era aquella mirada suya siempre tan atenta, que observaba en silencio sin perder detalle. Era la forma de controlar todas sus emociones, nunca demostraba nada, jamás estaba fuera de lugar, sus palabras siempre eran las correctas, como si lo tuviera todo estudiado de antemano. Su frialdad me erizaba la piel, su cortesía me imprimía desconfianza. Se asemejaba a un halcón quieto, expectante, esperando un paso en falso de la presa para abalanzarse sobre ella.
—Latifa me pidió que adornara el salón —contesté.
—Esas son funciones de las sirvientas, no deberías perder tu posición.
Tomó una de las rosas de mi cesto y se la acercó a la nariz.
—No creo que pierda mi posición por ayudar a los demás.
Clavó en mí sus ojos castaños.
—Se empieza adornando un salón y se acaba limpiando el suelo. Escucha mi consejo: solo te respetarán si te respetas.
Decidí no seguir la conversación y continué con mi tarea. Ella me sonrió y de pronto acarició mi cabello. Giré sorprendida.
—Tienes un pelo tan bonito —musitó—. Seguro que a Rashid también le gusta hundir su rostro en él. ¡Oh, tenemos tanta suerte de tenerlo!
Parpadeé asombrada, instintivamente retrocedí.
—Deberíamos ser como hermanas —continuó—, compartir todos nuestros pensamientos y experiencias. Ambas podríamos ayudarnos. Para que veas que obro de buena fe, te diré que te envidio. —Hizo una pausa para sonreírme—. Sé perfectamente cuánto te ama Rashid, te adora. Yo solo puedo aspirar a tener un poquito de su cariño y con eso me conformo.
Recé para que se callara, pero mis oraciones no fueron escuchadas.
—Sí, me conformo, ¿qué otra cosa me queda? Doy gracias a Alá por tenerlo, no hay en el mundo hombre más atento y cariñoso que él. Me encantan sus besos cada mañana, sus dulces palabras y su fogosidad en el lecho. —Soltó una risita avergonzada y añadió—: no sabía que se pudieran hacer tantas cosas, tantas… posturas. ¿No es fantástico cuando te agarra el pelo, echa tu cabeza hacia atrás y te besa el cuello? Es como si te devorara un perro salvaje. Y, cuando se pone detrás de ti y agarra tus senos mientras te posee a la vez que te gira la cabeza para besarte, por Mahoma que…
—¡Basta! —le grité.
Me martilleaba la cabeza, sentí un aguijón en el pecho que me taladraba sin piedad. No podía creerlo. Me había mentido. A ella la trataba igual que a mí.
—¿Te ocurre algo? Se te ha demudado el semblante. ¿Quieres un vaso de agua?
La miré. Estaba disfrutando. El halcón por fin había atrapado al ratón. Lo había estado esperando y, sin embargo, nada pude hacer.
El dolor crecía, la traición me encontró desprevenida. ¿Cómo podía decir que me amaba por sobre todas las cosas y mostrarse igual de apasionado con otra mujer? Solo imaginar que nuestros momentos más ardientes, momentos que creía que solo yo podía provocar, eran recreados con ella me asqueaba. ¡Qué estúpida había sido!
—Yo empiezo a estar algo cansada, así que posiblemente te lo regale toda la semana.
Tú ganas, pensé destrozada, todo para ti. Me volví justo a tiempo de evitar que aquella arpía viera mis lágrimas y corrí a mi cuarto.
La tarde pereció lánguida y las estrellas asomaron tímidas en un cielo todavía añil.
Cansada de llorar, pensaba si enfrentarlo o escapar de aquella gran mentira. No podía engañarme más: él no me amaba, al menos no tanto como decía; y yo me veía incapaz de convivir con esa víbora. No deseaba estar allí, pero él no me dejaría escapar, de eso estaba segura. Así, pues, solo quedaba una opción para irme de allí: lograr que me repudiara.
Se me ocurrieron varias ideas con motivo de la fiesta, así que me levanté y escogí el vestido más atrevido de todos. Uno que solo usaba en mi intimidad con él. Era de ricas sedas y brocados de un azul tan intenso como el mar. El corpiño se ajustaba a mis formas y dejaba un escote generoso a la vista. La falda liviana, aunque larga, solo estaba compuesta por gasas sujetas a un ancho fajín repleto de pedrería que dejaba entrever mis piernas. Mi vientre estaba al descubierto y, para finalizar el conjunto, maquillé mis ojos con kohl para resaltar su color dorado. Luego cepillé mi largo cabello negro que casi me llegaba a la cintura y lo dejé suelto; sobre él coloqué un velo azul que me cubría la espalda hasta casi los tobillos. Por fin me miré al espejo. Parecía una concubina de la corte de Abderramán. Con ese atuendo había bailado para Rashid en ese mismo cuarto; ¿por qué no hacerlo delante de todos? No tendría más remedio que repudiarme por esa ofensa. Su familia lo obligaría.
Decidida, salí de la habitación. Con cada paso que daba, el dolor que me oprimía el pecho se acrecentaba. Lo que iba a hacer me separaría irremediablemente de él, y yo lo amaba. ¿Pero no era mejor una muerte rápida que una agonía lenta? De un modo u otro, el desenlace sería el mismo.
Aspiré profundamente y entré en el salón. No esperaba encontrar tanta gente Miré en derredor y no encontré a mi tío; con él allí no me habría atrevido y, aun así, sentí el impulso de regresar a mi cuarto. Pero, cuando localice a Rashid, un fuego súbito me recorrió las venas y apagó la última chispa de lucidez. Amina estaba sentada junto a él, le susurraba algo en el oído y él reía por la ocurrencia. Ella le había posado una de sus manos en un hombro y con la punta de los dedos le acariciaba la nuca.
Eras mío, Rashid, mío, pensé desolada, y dejaste que nos separaran. Reprimí el llanto y me volví, todavía nadie me había visto.
En ese momento, la banda de músicos recién llegados de Córdoba entonaron los instrumentos y comenzaron a tocar. Las notas del laúd de cinco cuerdas, descubrimiento del gran Ziryab, inundaron la sala. Conocía la melodía y, como llevada por la música, me expuse ante todos y comencé mi danza. A excepción de los acordes musicales, un silencio sepulcral se extendió por toda la estancia. Sentí fijos en mí todos los ojos. Mis caderas se contoneaban sensuales al ritmo impuesto, los brazos me ondeaban en gráciles movimientos y mis piernas giraban sin cesar. No en vano había sido entrenada por una experta. Arqueé la espalda lentamente hasta que el cabello me rozó el suelo, moví las caderas en cada compás con movimientos secos y repetitivos, y mis ojos, seductores, miraron con descaro a los hombres.
No me atreví a mirarlo a él. Pero, cuando acabó la danza y lo hice, sentí que el mundo se abría bajo mis pies. Su rostro, demudado, era un torbellino de emociones cambiantes. Incredulidad, confusión, desesperación, vergüenza, impotencia y, sobre todo, dolor.
Un rumor creció, y yo igual de altiva me senté en una esquina de la mesa. Entre almohadones me recosté aparentando normalidad.
Rashid parecía paralizado; congelado por mi extraño comportamiento, imaginé que se debatía entre sacarme a empellones o ignorarme. Por no causar aún más revuelo, seguramente optó por la última opción.
Intenté comer algo, pero la garganta se me había cerrado. Sus ojos llenos de ira y dolor me miraban inquisitivos. Amina, en cambio, sonreía: todo salía tal y como lo había planeado, incluso mejor.
Me sentí como una tonta. Lo odiaba, todo había sido culpa suya.
Un hombre se sentó a mi lado. Era joven y parecía extranjero.
—Su belleza me ha deslumbrado, joven dama. Querría conocer el nombre de joya tan magnífica.
Deseé dejarlo con la palabra en la boca, pero, al ver la expresión celosa de Rashid, decidí asegurarme el futuro.
—Ahora creo que vuelvo a ser Leonora.
El caballero tomó mi mano y la besó. Sus ojos de un azul oscuro me hicieron promesas indecentes.
—Soy hombre viajado, bella Leonora, y créame si le digo que flor tan hermosa no se encuentra con facilidad. Cuando la contemplé mientras bailaba, me secó la garganta.
Pestañeé coqueta, y él complacido se acercó más a mí.
—Daría cuanto poseo por tenerla conmigo —me susurró en el oído al tiempo que me acariciaba la mejilla con la mano y la deslizaba por el cuello hasta posarla en mi clavícula. Allí retiró un mechón de pelo y, muy lentamente, acercó su boca a la mía.
Espantada, atiné a retirarme cuando, por el rabillo del ojo, vi a Rashid acercarse como un demonio. Había estallado en cólera y se abalanzó sobre aquel hombre. No tuvo tiempo de esquivarlo; recibió el impacto del puño de mi esposo en la mandíbula. Pero no se conformó con eso y siguió golpeándolo hasta que lograron separarlo.
Horrorizada por las dimensiones de mi conducta, me levanté y retrocedí asustada.
—Es mía, ¿me oyes, maldito? —vociferó perdido ya todo el control—. Solo mía y, como oses volver a poner tus ojos sobre ella, juro por la palabra del profeta que te mataré. ¡Sal de mi casa y jamás pongas los pies en ella si en algo estimas tu vida!
Una voz se alzó entre las demás. Era el imán.
—No es el único que debe abandonar esta casa, hijo. La afrenta a la que te ha sometido tu esposa es tan grave que no hay compensación posible.
Rashid entonces se volvió hacia mí. La furia se le transformó en un dolor tan grande que me sentí morir.
—¿Por qué? —me gritó.
Bajé la mirada, los sollozos me sacudieron.
—¡Llévensela! —intervino el imán—. No es digna de estar entre nosotros.
Mi esposo me tomó del brazo toscamente y me entregó a Latifa.
—Enciérrala en su habitación —ordenó con brusquedad—. He de disculparme con los invitados. —No me miró; solo giró y desapareció entre la gente.
Lo había hecho. Ya no había vuelta atrás. Fue la noche más larga de mi vida. Me arrepentí de todo, pero ya era tarde para lamentaciones. Mi vida descansaba en ruinas a mis pies. Amaba a un hombre que ahora me odiaba y, después del espectáculo, mi historia circularía por toda la ciudad como el fuego recorre una rama seca. ¿Qué sería de mí? Repudiada y sola. No pensé que la vergüenza también afectaría a mi familia. Sentía los ojos secos y el alma vacía.
A la mañana siguiente, Latifa entró en mis aposentos con el desayuno. Su mirada apesadumbrada me encogió el corazón.
—¿Dónde está Rashid?
—Está reunido con los suyos —contestó circunspecta. Su mirada acusatoria me paralizó—. Lo que ha hecho no tiene nombre.
—Todo tiene un porqué —fue cuanto pude decir.
Latifa me miró indignada.
—Yo solo veo a un hombre enamorado hasta la locura que en estos momentos pelea como un león por evitar tu expulsión. Ya ha ingeniado varios argumentos para disculparte, ha suplicado y hasta ha llorado impotente a sabiendas de que los hombres mayores de su familia no aceptarán tu perdón ni nada que venga de ti. Jamás he visto a nadie más hundido, más destrozado que tu esposo. Lleva en pie toda la noche intentando llegar a un acuerdo para evitar el desastre, pero me temo que Alá no está de su parte.
—Dile que deje de pelear, si he hecho esto, es porque quiero irme de aquí. Le queda Amina, y seguro que no tardará en buscar otra esposa más; no entiendo por qué se aferra a mí.
Latifa se me acercó; su semblante se contrajo.
—¿No entiendes por qué? No imaginé que fueras tan necia. En todos mis años nunca vi un amor tan fuerte como el que ese muchacho te profesa. —Su voz se apagó. Me miró con tristeza—. Yo lo he criado y sé que, si te vas, perderá la cordura. ¿Sabes que te observaba cuando eras una niña y jugabas en el río con esa amiga tuya hebrea? ¿Sabías que, cuando le toca estar con Amina, espera a que se duerma y sale del cuarto para pasar la noche a los pies de tu puerta? ¡Por Mahoma! ¿Acaso no ves en sus ojos todo el amor que te tiene?
Me sentí desfallecer. Rompí en llanto. Latifa me abrazó con fuerza y me acarició la espalda.
—¿Cómo has cometido tal desatino?
Le conté entre lágrimas mi conversación con Amina.
—¡Esa serpiente! —exclamó furiosa—. Nunca me gustó.
—Tampoco te gusté yo —le recordé.
—Tú sí me gustaste, por eso te puse a prueba.
Me sonrió al tiempo que me acarició el pelo.
—Amina es más lista de lo que parece. Te aguijoneó en el momento justo, y tú, estúpida, caíste en la trampa. ¿No pensaste que todo era mentira?
—Pero… —Me avergonzaba explicar mis intimidades, no obstante, tenía que desentrañar lo que estaba sucediendo—. Es que todo lo que me contó es lo que me hace a mí, y la única manera de saberlo con tanto detalle es haberlo probado.
Latifa suspiró.
—Si me lo hubieras contado antes, todo esto no habría ocurrido. Yo sé por qué sabe tantas cosas de tu intimidad.
Alcé el rostro, impávida.
—Te ha estado espiando.
La sola idea me paralizó. No podía creerlo.
—La descubrí un par de veces junto a tu puerta y, en una ocasión, encontré uno de sus aretes tras las cortinas justo en la esquina en la que está ese mueble alto. Es fácil deducir que, en alguna ocasión, incluso se agazapaba en el rincón y observaba.
Un escalofrío me recorrió: sentí asco y terror. Debía de estar desquiciada.
—Pero ¿por qué?
—Has de saber todo de tu enemigo si quieres derrotarlo. Ella era la relegada en esta historia, probablemente vivía a través de ti. O quizá querría saber cómo atraer a Rashid. De cualquier modo, le ha funcionado. Es metódica y constante; y tú, impulsiva y espontánea. No has sido una presa difícil, a decir verdad. En este momento, se estará regocijando solo de imaginar que todas esas posturas sexuales que te veía hacer pronto las protagonizará ella.
Sentí deseos de matarla. Pero antes debía buscar una solución con respecto a mi esposo.
—Debemos contárselo todo a Rashid: de ese modo, los mayores verán que fue un ofuscamiento provocado por ella y…
—Muchacha, el daño ya está hecho. Tu única oportunidad está en la tenacidad de tu marido. Solo te queda esperar tu destino.
Maldije a Amina para mis adentros. De un modo u otro cobraría venganza.
Latifa se marchó y a mi dolor se unió el cargo de conciencia por el sufrimiento de mi esposo. Fui una estúpida. ¿Cómo pude permitir que las palabras de Amina borraran de un plumazo las constantes pruebas de amor?
Merecía mi castigo. Pero no sabía cuánto iba a pagar.
Cuando la puerta se abrió, era ya de noche. Rashid entró despacio. Estaba ojeroso y pálido. Su mirada sombría se cernió sobre mí. Supe que lo que tenía no eran buenas noticias. Deseé correr hacia él y abrazarlo, colmarlo de besos y suplicarle perdón, sin embargo, permanecí inmóvil. El miedo me atenazaba.
—Deberás recoger tus cosas y marcharte con tu madre.
Su voz rota, desgastada, mostró todo el pesar que lo embargaba.
—Perdóname —supliqué compungida—. Sé que merezco esto. Yo misma lo busqué. Lo que no puedo soportar es toda la agonía que te he causado.
Permaneció en silencio, la expresión tirante, los hombros tensos.
—Yo creí que no me amabas, que me engañabas y…
Levantó una mano, y me detuve.
—Latifa me lo ha contado —replicó con frialdad.
Sus ojos empañados como un velo funerario se clavaron en mí.
—Si hubieras creído en mi amor, habrías al menos sospechado algo. Aunque sus comentarios te hicieran dudar por lo exactos, debiste acudir a mí. Debiste enfrentarme antes de faltar el respeto a mi apellido. Has destrozado mi honorabilidad al danzar como una concubina y coquetear descaradamente con otro hombre en mi presencia y ante los míos. Todo es imperdonable, además de inevitable. Tu impulsividad nos ha destrozado a ambos, tu falta de fe en mí.
Aunque su voz todavía era firme, sus ojos no pudieron controlar las lágrimas que ya le recorrían las mejillas.
—Cuando te vi por primera vez, estabas en el zoco con tu madre; te acompañaba un negro gigante, tendrías nueve años y yo trece. Llevabas en la mano una tela arrugada con forma de muñeca. Mientras observabas los puestos, la muñeca se te cayó. Yo la recogí y pensé en devolvértela: te toqué un hombro y, cuando giraste y me miraste, sentí caer en un abismo; no sabía bien qué me ocurría, pero no pude hablar. Tu madre te llevó a rastras por una estrecha callejuela y desapareciste de mi vista. Permanecí ahí paralizado por algo que no sabía describir. Averigüé quién eras y dónde vivías y, cuando tenía ocasión, iba a verte a escondidas. Necesitaba sumergirme de nuevo en esos extraños ojos. Cuando crecí, supe que era amor y que no descansaría hasta convertirte en mi esposa. Con los años, tu belleza aumentó y temí que algún otro se me adelantara, por eso precipité cuanto pude tu pedida.
Preferí la muerte mil veces a aquel dolor que me golpeaba en oleadas. Él abrió la mano y de ella cayó un trozo de tela. Era mi muñeca de la infancia.
—Rashid. —Caí de rodillas. Mis hombros se convulsionaron entre sollozos.
—Nadie habría podido separarnos, solo tú, y lo has hecho.
Se acercó, pero todavía lejos de mí se detuvo.
Levanté la mirada: era una sombra lo que veía ante mí.
—Te amo —musité—, pero no merezco tu amor. Te he fallado y pasaré mis días lamentándolo. Olvídame y sé feliz.
—¿Olvidarte? —El dolor le contraía las facciones—. Estás cincelada en lo más profundo de mi alma. Nunca te olvidaré. Jamás seré feliz sin ti.
No podía aguantar más, me levanté y corrí hacia él. No me rechazó: me asió con fuerza como si temiera caerse si me soltaba. Busqué su boca y la encontré dando cobijo al desespero. El beso nos fundió como la cera al pergamino. Buscamos consuelo con ahínco, con frenesí. Cuando nos separamos, nuestros ojos gritaron todo el amor que sentíamos. Rashid hizo una mueca que parecía querer convertirse en sonrisa sin apenas conseguirlo. El sufrimiento pesaba demasiado.
—Tu expulsión no es definitiva.
Lo miré esperanzada.
—He conseguido que se postergue la decisión definitiva hasta dentro de tres meses con la condición de que en ese tiempo no vivas conmigo. Esperan que me despegue algo de ti y les sea más fácil convencerme para que solicite el divorcio. Y yo espero que los ánimos se solivianten y lo sucedido pierda fuerza. Soy un duro negociante.
—¿Tú… podrás perdonarme?
—Yo, por ahora, solo sé que ni loco quiero perderte.
Le borré las lágrimas con besos. Sus labios cayeron sobre los míos. Deseé no soltarlo nunca.
Rashid me abrazó y me tendió en el lecho. Todavía lloraba.
—Cuando bailabas y vi cómo te miraban todos los hombres de la sala, enloquecí. Parecías una aparición, una beldad de otro mundo. Y, cuando ese maldito extranjero se acercó a ti y te acarició, la locura que ya me dominaba nubló mi entendimiento. Deseé matarlo. No soy un hombre violento, Shahlaa, y, sin embargo, lo habría hecho. Una sola mirada tuya es capaz de perturbar al hombre más sereno. No tienes idea del poder que tienes.
Lo miré impresionada; su amor era tan grande, tan puro, que lucharía por lograr su perdón, por compensar todo aquel sufrimiento haciéndolo el hombre más feliz del mundo. Siempre que nos dieran otra oportunidad. Acaricié la dura línea de su mandíbula y deslicé los dedos hasta sus labios. Él me contemplaba absorto, embebiéndose de mi rostro.
—He de tomarte con la intensidad suficiente para que esta noche se grabe a fuego en tu piel y la recuerdes en este tiempo que estaremos separados.
—Tal vez sea la última —susurré angustiada. Aquella posibilidad era más real de lo que ambos nos atrevíamos a imaginar.
Él negó con la cabeza. Era incapaz de considerarlo siquiera.
—Si no te aceptan, nos fugaremos a Damasco.
Vi determinación en su semblante. Era capaz de dejarlo todo por mí. Ni por un momento contempló la posibilidad de dejarme. Aquello me hizo preguntarme por primera vez si yo sería un inconveniente en su vida, si no sería un estorbo, una cadena que lo arrastraría a la desgracia. ¿Podía un amor tan grande traer tantos sinsabores?
—Perderías todo por lo que tanto has trabajado, tu hogar, tu mundo.
Sus ojos penetrantes, brillantes, compungidos se clavaron en mi alma.
—Nada de eso me importa si no estás conmigo, Shahlaa. —Me acarició la mejilla y me miró con anhelo—. Y, ahora, muéstrame tu arrepentimiento y cura mi herida.
La noche dio paso al alba. Desperté entre sus brazos colmada de una dicha que llegaba a su fin. Nos habíamos amado hasta desfallecer; aquel deseo que nos consumía parecía no tener fin. Nuestros cuerpos se rindieron al cansancio, pero nuestras almas todavía clamaban hambrientas. Miríadas de haces solares con forma de diminutas estrellas brotaban por el calado de las celosías de los ventanales cubriendo el frío suelo de azulejo cocido. Daba la impresión de tener el cielo a nuestros pies. La penumbra aún dominaba los rincones de la estancia y negaba su rendición ante astro rey. Una fresca brisa ondeaba las livianas cortinas para aligerar el pesado ambiente de la alcoba todavía abotargado por los efluvios del amor.
Giré la cabeza y contemplé al hombre que dormía a mi lado: el rostro delgado, anguloso, la nariz recta, los labios llenos, los ojos alargados y penetrantes, el cabello negro, abundante y el cuerpo fibroso y proporcionado.
Y toda esa apostura no podía compararse a la belleza que albergaba su interior. Lo iba a echar tanto de menos… Sentí deseos de besarlo una vez más. Me acerqué con cautela, no quería despertarlo. Apenas le rocé la boca, él abrió los ojos. Todavía aletargado, sonrió.
—No te detengas —suplicó.
Lo besé con extrema suavidad. Quise imprimir dulzura hasta que él abrió los labios para dar paso a su lengua. Jugueteé con ella y saqué de su garganta gemidos ahogados. Sus manos agarraron mi cabeza para apartar mi melena de su rostro. Saboreé cada rincón de su boca y, ya satisfecha, lo miré sonriente.
—Saba’a AlKair —susurré.
—Esos son los buenos días que querré de ti cada mañana.
—Los tendrás —aseguré obediente.
Unos golpes en la puerta rompieron la promesa de algo más. Rashid recordó lo que esa mañana nos deparaba, y su expresión hechizada y enamorada se tornó sombría. No pudo evitar clavarme una mirada recriminatoria.
—Vuelta a la realidad —gruñó.
Se levantó, se cubrió con una túnica y abrió la puerta. Yo me limité a permanecer sentada en la cama cubierta por las sábanas de suave lino egipcio. Latifa apareció con un suculento desayuno; su mirada no traía buenas nuevas.
—Los mayores aguardan abajo —fue cuanto dijo. Sus ojos preocupados miraron a Rashid. Él tomó la bandeja y con seriedad espetó:
—Cuando terminemos el desayuno, yo mismo la acompañaré a casa de su madre.
Quería estar junto a mi vergüenza para asegurar a todo el mundo que seguía siendo su esposa, para evitar chanzas y agravios. Saberlo ahí en un momento tan difícil me tranquilizó, pero no dejaría que se humillara más de lo ya lo había humillado yo.
Latifa desapareció para dar el recado.
—No es necesario que me acompañes. No me importa lo que digan los demás; sé que habrá toda clase de comentarios y miradas ofensivas, pero nada podrá hacerme daño: saber que te tengo es lo único que me importa. No quiero que sufras mi vergüenza.
Suspiró y volvió a la cama. Me acercó un poco de té y una tierna rebanada de pan de pasas.
—Quiero pasar hasta el último instante contigo —confesó.
De repente, se me ocurrió algo.
—Tal vez puedas visitarme en plena noche sin que nadie te descubra.
Sonrió complacido: un brillo peculiar asomó a sus ojos.
—No creas que no lo he barruntado, pero he dado mi palabra y he de cumplirla. Sin embargo, me encanta saber que también será difícil para ti aguantar tantos días lejos de mí.
Dejé el pan que había empezado a mordisquear y lo miré contrariada.
—Sé que te he dado más que motivos para que dudes de mi amor, pero, si hay un Dios, se llame Alá, Yahvé o Cristo, te juro que estos meses sin ti serán como caminar sobre las brasas del infierno.
Su mirada afectada aguantó el asomo de tímidas lágrimas. Logró sonreír sin derramarlas.
—Escuchar eso de tus labios bien merece todo el sufrimiento pasado.
Nos miramos largamente. Ninguno pudo probar bocado. Rashid apartó la bandeja y me atrajo hacia él.
—¿No vas a comer nada? —inquirí conociendo la respuesta.
—El único alimento que preciso ahora solo puedes dármelo tú.
—¿Tenemos tiempo?
—El pasado ha huido, lo que nos espera está ausente, pero el ahora es nuestro.
Todavía sentía sobre mí las miradas reprobatorias de su familia. El gran imán Taliq se atusó la punta de la barba y, con el ceño fruncido, me dedicó un discurso lleno de recriminaciones sobre la virtud de la mujer casada. La reprimenda fue peor que la letanía de un monje, y yo, cabizbaja, aguanté la regañina sabiéndome merecedora de ella.
Decidieron que, puesto que continuaba estando casada, debía llevar un acompañante adonde quiera que fuera, incluso a mi internamiento. Afortunadamente, Latifa fue elegida como mi guardiana hasta la reunión definitiva dentro de tres meses.
Ya traspasaba la puerta cuando vislumbré el rostro triunfal de Amina que, agazapada en el recodo de un pasillo, atisbaba curiosa. La maldije para mis adentros.
Una vez en la calle, me volví hacia Rashid.
—Amina no puede quedar impune —aduje con furia.
Me miró meditabundo y, paciente, contestó:
—Tendré una conversación con ella y le restringiré los derechos que tiene.
—¿Solo eso? ¿Ha intentado destruirnos y no vas a divorciarte? —proferí incrédula.
—¿Acaso crees que no deseo librarme de ella? Antes de esto ya se me hacía insoportable —replicó airado—. ¿Por qué crees que accedí a casarme con ella? Por el acidaque, única y exclusivamente. Si me divorcio de ella, tendré que devolver hasta el último dírham de oro. No poseo tanto dinero, y menos ahora que lo he invertido en una flota para el transporte desde Oriente. Cuando el comercio marítimo dé sus frutos, me libraré de ella; hasta entonces tendré que aguantarla. Pero, eso sí, ahora que sé quién es, la tendré vigilada y, por supuesto, como castigo a su vileza los martes desaparecerán.
No podía creer que su maldad no tuviera su justo castigo. Ella seguía junto a él, y yo no.
A pesar de todo, tuve que admitir que los argumentos de Rashid eran incuestionables y que gran parte de mi desgracia se debía a mi completa necedad. Aun así, no pude dejar de sentir impotencia y rabia. Recordé una cita: «Espera sentado y verás pasar el cadáver de tu enemigo». Tal vez ella solita cavara su tumba. Por lo general, la perfidia suele acabar por consumir a su creador. Resoplé y miré a Latifa: caminaba tras nosotros sin decir palabra. Llevaba un hatillo con algunas pertenencias. Me mostró una sonrisa de ánimo.
—La has conquistado al igual que a mí —comentó Rashid sonriente.
—Por desgracia, no he tenido tanta suerte con el resto de tu familia.
Me apretó la mano y me miró con fijeza.
—Ellos ven dinero y linajes, no les importa nada más. Si solo te dieran una oportunidad, sé que acabarían queriéndote.
Caminamos junto a la ribera del río descendiendo por los extramuros. Rashid astutamente había elegido el camino menos concurrido.
Contemplamos los juncos y cañaverales que se mecían lánguidamente junto a las tranquilas aguas del Tajo. En la superficie espejada se dibujaban temblorosas las nubes que cubrían parcialmente el cielo y las copas de los árboles más cercanos, además de partes de la muralla medio derruida por la que los chiquillos saltaban al río en verano. Era como contemplar un paisaje al revés.
—Seguro que ella ingenia una nueva forma para obligarte a acudir a su lecho.
No podía dejar de pensar en que tenía el campo libre y que tres meses para un hombre podían hacerse demasiado largos.
Rashid, con un mohín de disgusto, se detuvo y me tomó de las manos.
—Nada has de temer en lo que a mí se refiere. No podrá obligarme. Preferiría besar a un camello antes que tocarla a ella. Además, sabe que no la perdonaré por habernos separado; dudo incluso de que se atreva a dirigirme la palabra. Si es tan lista como ha demostrado, se mantendrá alejada de mí.
Miró a ambos lados para cerciorarse de que estábamos solos, aparte de Latifa, y con una sonrisa me susurró al oído:
—Solo tú enciendes mi pasión. Soñaré cada noche contigo, miraré la luna y te imaginaré tendida en mi lecho desnuda con el cabello alborotado cubriéndote parcialmente los senos y el rostro arrebolado por el deseo. Van a ser tres meses demasiado largos —suspiró.
Sentí su cálido aliento en el cuello y me ruboricé. Nuestros labios estaban demasiado cerca para resistirse. Nos besamos lentamente. Ahí estaba de nuevo ese deseo que nos consumía. Rashid se obligó a separarse, aunque a regañadientes. Se mordió el labio inferior y apartó los ojos de mí.
Lo miré divertida, me tomé de su brazo y aceleramos el paso. Nadie iba a separarnos, nuestro amor era demasiado fuerte. Ahora lo sabía. Más tranquila, vislumbré en el último recodo una de las entradas a la ciudad: faltaba poco para llegar a mi casa.
Mi madre había sido puesta al corriente de la situación y me esperaba. Deseaba tanto abrazarla.
Llegamos hasta la puerta. Sentí un nudo en la garganta. La expresión de Rashid me conmovió, no despegaba los ojos de los míos con tal intensidad que se me secó la boca. Quería plasmarme en su memoria como si aquellos meses pasaran a ser años.
Latifa llamó a la puerta, y Ahmed le abrió. Ella le murmuró algo en el oído, y el nubio cerró dejándonos en el zaguán para despedirnos con total intimidad.
Alcé una mano y acaricié su mejilla; la sombra de una barba incipiente cosquilleó suavemente mis dedos, sus labios plenos y suaves eran una tentación que no pude aguantar.
Nos besamos nuevamente, esta vez con dulzura. Él apresó mi cintura y me ciñó posesivo contra su pecho, sentí cada músculo de su cuerpo adherido al mío como si quisiera fundirme en su interior.
—No te atrevas a olvidarme, Shahlaa. —Él también manifestaba sus miedos.
—Antes, me olvidaría de respirar.
Sonrió satisfecho con mi respuesta. Me volví para entrar a la casa, pero él me detuvo.
—Recuerda: sea cual sea el resultado de la reunión, vendré a buscarte.
—Yo siempre te esperaré, amor mío.
—Te amaré hasta el fin de mis días.
Esa voz profunda, la mirada sincera y la expresión compungida subrayaron sus palabras.
Entré en la casa. Cuando cerré la puerta, me flaquearon las rodillas. Apoyé la espalda en la gruesa madera de nogal y sentí que él estaba allí, del otro lado, inmóvil todavía. Podía escuchar los latidos de mi corazón golpeándome contra el pecho. Era suya en cuerpo y alma. Me juré que, una vez pagado el castigo, nadie me separaría de él.