Capítulo 15

El regreso

Escuché el mar antes de poder verlo.

Los guerreros habían optado por una ruta de interior, más larga y pedregosa, a través de sendas casi intransitables. Sin embargo, era la más segura dadas las letales intenciones de nuestros enemigos. Cuando llegáramos, Gunnar pensaba organizar una guardia permanente además de mandar patrullas para rastrear los alrededores.

Lo único que lo preocupaba era dejarme sola cuando por fin su jarl se rebelara contra el rey. Aunque sospechaba que Ulf también acudiría a la batalla, la presencia de Amina y su obsesión por acabar conmigo lo desquiciaba; barruntó llevarme con él y dejarme al cuidado de su rey.

Descendíamos por la última colina rumbo a la parte de atrás de la empalizada que cercaba el pueblo. La construcción se irguió ante nosotros entre frondosos helechales, enhiestos abedules y hayas centenarias.

Nos acercábamos a los pesados portalones.

Gunnar mostró su irritación al comprobar que el puesto de vigía estaba vacío. Nadie nos anunció.

—¡Estúpidos! Si quisiéramos arrasar el pueblo solo se enterarían cuando tuvieran mi espada en su cuello. Y por Thor que lo haré.

Erik soltó una carcajada; Thorffin sonrió como si saboreara la idea.

—No estaría mal que les diéramos una buena lección a esos bellacos —opinó.

Gunnar asintió malicioso; sus ojos chispearon de diversión.

Los hombres se adelantaron para ejecutar su particular escarmiento, mientras Ada y yo recorríamos los últimos metros paseando en completo silencio. La muchacha, con expresión huraña, observaba la entrada a su nuevo hogar.

Débiles rayos de sol filtrados por el espeso follaje doraban las dentadas hojas de los helechos, traspasándolas con su luz y mostrando cada nervadura. Motitas de polvo suspendidas en los haces dorados otorgaban al bosque un matiz mágico. A nuestros pies, la bruma se arremolinaba entre los pequeños arbustos. El canto melodioso de dos herrerillos que revoloteaban en pleno cortejo detuvo a Ada que, embelesada, admiraba el vistoso plumaje azul y amarillo de las aves.

—Es un hermoso lugar para vivir —comenté deseosa de romper el disgusto de la joven.

—Cuando se es dichosa todo parece maravilloso —se quejó.

Resoplé y la observé fijamente. ¿Era posible que fuera tan testaruda?

—Recuerda que nadie te ha obligado a venir.

Se retiró un rizo de la frente y lo colocó detrás de su oreja, luego me devolvió una mirada sardónica.

—Sabes que no tenía otra opción.

—Y eres tan necia que, en lugar de adaptarte a tu nueva situación de buen talante, prefieres gruñir y negarte cualquier posibilidad de ser feliz.

Esta vez sonrió con desdén.

—¿Ser feliz con ese animal? ¿Lo has visto? Es un gigante horrible, ni siquiera soporto mirarlo.

—¿Entonces por qué coqueteabas con él?

—No lo sé.

Yo sí lo sabía. Porque quería camuflar ante mí el interés que sentía por Gunnar. Sospechaba que además quería garantizarse un aliado para lograr establecerse en Skiringssal cerca del hombre que realmente anhelaba. Sin embargo, sus planes fueron modificados con mi intervención, y ahora debía cargar con un marido que no deseaba.

—Ragnar es un buen hombre. Aunque no sea un Adonis, tampoco es un ogro. Posee cierto encanto cuando se lo conoce.

—Entonces quédatelo tú —me increpó—. ¡Ah no, olvidaba que tú sí tienes un Adonis, que te idolatra! ¡Qué cinismo! ¡Qué puede saber alguien como tú de la soledad, de la indiferencia, del desprecio! ¡Tú que consigues que dos hermosos hombres se disputen tu amor! ¡Tú que por donde vas prendas a los hombres con tu belleza! ¡Tú que nunca has vivido el desamor y el rechazo! Aléjate de mí, me da asco tanta perfección.

En realidad, no estaba tan encaprichada con Gunnar como imaginaba. Era la envidia en estado puro la que la gobernaba. La compadecí. Al tiempo sentí la necesidad de acercarme a ella de alguna forma; no iba a resultar fácil superar su rechazo, pero yo me había hecho cargo de ella y lo asumiría a pesar de todo.

—No te discuto que soy afortunada en el amor. Pero también atraigo la maldad y la envidia. He sufrido sus iras y desmanes en mi carne, en mi alma. He aprendido que en esta vida Dios da, al tiempo que quita. A veces pienso que la vida es como una balanza: un platillo para las venturas y otro para las tragedias. Cuando uno de ellos pesa más, la providencia lo compensa de inmediato, hasta hallar el equilibrio.

—Si es como dices —apuntó—, mi platillo para las desdichas ya casi debe rozar el suelo y todavía estoy esperando que caiga algo en el otro lado.

Le sonreí con ternura.

En ocasiones, personas acostumbradas a sufrir asumían desesperanzadas que ese era su destino. Se encerraban tanto en esa convicción, que ni siquiera advertían de las puertas que se abrían invitadoras al cambio. Imaginaba que era como estar en el fondo de un pozo oscuro y lúgubre durante un tiempo indefinido, incapaces de mirar hacia arriba para atisbar si la tapa estaba abierta. En el caso de que vieran una salida, con seguridad la creerían producto de su imaginación y se perderían de nuevo en su desdicha. Ada era un buen ejemplo de ello.

—Cuando la vida te golpea duramente durante mucho tiempo —comencé—, primero peleas, después solo te cubres, pero al cabo de un tiempo ni siquiera evitas los golpes. Te acostumbras tanto a ellos que, cuando no los recibes, ni siquiera te das cuenta, entumecida como estás. —Hice una pausa y me planté frente a ella—. Nadie te golpea ahora, tan solo tú misma. Si no puedes ver cómo tu platillo de las bonanzas empieza a descender, no es culpa mía, te lo aseguro. Déjame ser tu amiga; si con el tiempo sigues sin soportarme, no te molestaré más; lo juro.

Me pareció ver la sombra de una sonrisa en su rostro, una sombra que murió rápidamente; no obstante, sentí que aquel pequeño e incipiente brote podía ser un principio.

—De momento, prefiero que no me dirijas la palabra —pidió—. Si siento que debo decirte algo, me acercaré yo.

Asentí. Necesitaba tiempo; de eso íbamos a estar bien colmadas. Sentí alivio y cierto regocijo cuando unos sonidos nos detuvieron. Eran gritos y… risas; sí, agudas carcajadas provenientes de la aldea. Aceleramos el paso y traspasamos los pesados portones. Sorteamos unas cuantas cabañas hasta llegar al centro. En la gran explanada vimos cómo la gente vitoreaba a los guerreros. El recibimiento con seguridad iba a durar todo el día. Cualquier excusa era buena para una fiesta.

Ada miraba boquiabierta; su expresión fue imitada por casi todos los que repararon en nosotras. De pronto, se hizo el silencio.

—Esta noche se celebrará una boda —anunció Gunnar.

Todos los ojos se clavaron en mí. Fue Thorkel quien dio un paso al frente.

—No pretenderás casarte con una banshee, ¿no, gran hersir?

Gunnar se enfrentó a él. Le sacaba más de una cabeza y la amplitud de su pecho sombreó el rostro enjuto del hombre.

—Esta noche es Ragnar quien se casará, yo no podría hacerlo… dos veces.

Gunnar sonreía con los brazos en jarras. Seguidamente sacudió su cabeza para que me acercara. Así lo hice.

—Presento a mi esposa. —Me rodeó la cintura y me apretó contra él—. Y el próximo que la llame banshee tendrá que buscarse otro lugar donde vivir.

Al silencio le siguieron los murmullos y cuchicheos. La expectación creada fue sustituida por los pasos apresurados de mis amigas que corrían en mi dirección con el semblante demudado por la impresión.

Blanca, Jimena e Inga se abalanzaron sobre mí estrechándome entre sus brazos.

—¡Dios te ha devuelto! —exclamó Jimena emocionada.

Alcé el rostro sonriente y entonces la vi.

Eyra, con el rostro macilento y surcado de lágrimas, nos observaba incrédula. Meneaba la cabeza. Caminaba vacilante por la impresión; con cada precario paso que daba, sus labios se curvaban hacia arriba. Para cuando llegó hasta nosotros, su sonrisa era deslumbrante.

Miró a Gunnar con un sentimiento que finalmente comprendí. Cuando puso los ojos en mí, una nueva lágrima rodó por su ajada mejilla.

—Su esposa —musitó—. Creo que tienes muchas cosas que contarme.

La abracé y percibí cada hueso de su cuerpo. Había perdido mucho peso. Clara evidencia de la tristeza en que la había sumido nuestra ausencia. Me juré cuidarla y mimarla para compensar todo lo que le había sido arrebatado. No pude resistir dar la otra noticia.

—Y muy pronto la madre de su hijo.

Eyra abrió la boca muda de asombro. No era la única que había escuchado aquello y, como una ola que se desliza perezosa por la orilla, la nueva se extendió entre la gente.

—Un hijo —repuso perpleja—. ¡Voy a ser…!

Abuela, pensé para mí. La felicidad más absoluta suavizó cada arruga y sus ojos vivaces chisporrotearon de júbilo.

La estreché de nuevo entre mis brazos, mientras Gunnar nos observaba encantado.

Ragnar se acercó y llevó a su prometida de la mano. La muchedumbre se cerró en torno a ellos. Gunnar habló:

—Eyra, sé que ardes en deseos de hablar con Freya, pero necesita descansar. Ha sido un viaje duro, y esta noche habrá una gran fiesta; se oficiará una boda, pero se celebrarán dos. Mi gente deseará compartir mi dicha.

Luego, estampó un fuerte beso en mis labios y giró.

—Sin embargo, puedes acompañarla mientras dispongo una guardia y ultimo los preparativos para el festejo —repuso por encima de su hombro.

Lo observamos alejarse. Mi corazón se estremeció cuando vi la expresión orgullosa de Eyra. Tan cerca de su hijo y al mismo tiempo tan lejos.

—Es un hombre feliz —comentó—. Nunca lo había visto así.

Me dirigió una mirada agradecida; luego, me tomó de las manos.

—Dime, ¿cómo te encuentras?

—Bien, exceptuando el momento de despertar. Estar en ayunas me provoca náuseas, así que engullo como un oso famélico. Además, duermo como un lirón y estoy cansada todo el tiempo.

Eyra soltó una carcajada; me condujo frente al hogar.

—Muchacha, eso significa que todo va bien. Alrededor de la cuarta luna llena todo se normalizará, incluso estarás rebosante de energía. Entonces es cuando de verdad se disfruta del embarazo.

Si no hubiera sabido que tenía un hijo, aquello sin duda la habría delatado. Resultaba obvio que hablaba por experiencia.

—Habrías sido una madre maravillosa.

De hecho, y aunque en su difícil papel de sierva, lo había sido.

—El pasado no cuenta —se apresuró a zanjar el tema—. Ahora lo único importante es que por fin voy a poder disfrutar de tener un bebé en mis brazos.

La emoción tiñó su voz. Ahora que esperaba un hijo, ni me atrevía a imaginar verlo nacer y que me lo arrebataran de los brazos. Aquello, sin duda, rozaría peligrosamente la locura, un dolor de tal magnitud debía de ser atroz.

—Serás su abuela. Porque para mí eres como una madre. Lo criaremos juntas.

Si se acostumbraba a ese apelativo, tal vez fuera más fácil que algún día aceptara el de madre.

—Oh, chiquilla, todavía no lo puedo creer. Hasta hace apenas un instante, vagaba como un alma en pena y ahora, mírame, tengo el espíritu y la ilusión de una jovencita.

Nos sentamos en un banco frente al hogar todavía con las manos prendidas.

—Será mejor que te acuestes un rato, no quiero que tu esposo se disguste conmigo; además hay mucho trabajo que hacer. Pero prométeme que mañana reservarás un ratito de tu tiempo para mí. Quiero saber todo lo que te ha pasado, con pelos y señales, ¿entendido?

Sonreí y me apoyé cariñosamente en su hombro.

—Mañana te lo contaré todo —prometí.

—Anticípame algo —suplicó muerta de curiosidad—. ¿Te encontraste con Rashid?

—Sí.

La anciana ahogó una exclamación. Una mano aleteó inquieta sobre su pecho.

—Ya me había casado con Gunnar; por cierto, nos casó Halldora.

—¡Oh! —exclamó notablemente alarmada.

—A pesar de estar profundamente enamorada de Gunnar y de haberme convertido en su esposa, necesitaba despedirme de los míos, explicarles mi decisión. Sabía que no iba a ser fácil, pero nunca imaginé que pudieran complicarse tanto las cosas.

Bostecé y estiré los brazos desperezándome. Ahí estaba de nuevo aquella maldita somnolencia que me robaba más de la mitad del día.

—¿Cómo de complicadas?

—Amina y Ulf con un grupo de guerreros nos atacaron en el campamento de Rashid que enloqueció y me secuestró. Gunnar, entonces, junto a sus hombres y otros guerreros atacaron el barco en el que iba y me recuperó. Luego te ampliaré los detalles.

—No voy a pegar ojo. Quiero hasta la última pincelada del relato.

Bostecé de nuevo sin poder evitarlo. Entonces, Eyra descompuso su asombro en una mueca algo avergonzada.

—¡Te estoy entreteniendo y no te tienes en pie! Acuéstate, Freya. Ya habrá tiempo para que satisfagas la curiosidad de una vieja.

Caminamos hasta la cabaña. Me acompañó hasta que me tendí. Luego, se inclinó con una sonrisa conmovedora y me besó en la frente. Sus ojos rezumaban dulzura.

—Te he echado de menos.

—Yo también.

Salió con paso ligero como una chiquilla juguetona llena de vitalidad.

Sonreí. ¿Estaría mi balanza por fin equilibrada? Recé para que así fuera.

Gunnar ordenó traer una gran tina redonda, que fue llenada con innumerables cubos de agua caliente. Eyra me proveyó de esencias y afeites florales, jabón y peines de concha.

Había anochecido. La única fuente de luz provenía del hogar, que crepitaba reconfortante en el centro de la estancia. Tras un sueño reparador, la perspectiva de un baño perfumado resultaba más que deseable.

Cuando me sumergí en el agua humeante, pensé que pocas cosas había tan placenteras como un baño espumoso; con algunas excepciones, claro.

Fue una de esas excepciones la que irrumpió en la cabaña; apoyada en la puerta con los brazos cruzados sobre su pecho me contempló extasiado.

—¡Si Heimdal, dios de la luz y centinela de los dioses te viera ahora, abriría para ti el Bifröst, el puente del arcoíris para que entraras en el Asgard!

—¿Eso qué significa?

—Significa que eres la tentación hecha carne, una diosa provocadora y sensual que pide a gritos que la complazcan.

—Que yo sepa, no he pedido nada, de momento.

—Tus ojos lo piden —susurró—. Y yo soy un hombre débil y complaciente.

La mirada efervescente de mi esposo aumentó varios grados mi ya elevada temperatura corporal. Verlo desnudarse con premeditada lentitud aceleró mis latidos. Mi piel ya clamaba sus caricias. Recorrí su magnífico cuerpo con los ojos, embebida del poder y la fuerza que manaba.

El dorado resplandor del fuego bañaba los férreos músculos que surcaban su hermoso cuerpo en un parpadeante juego de luces y sombras que le conferían un brillo sobrenatural, como si se tratara de una criatura mágica venida de otro mundo, un gigante de salvaje sensualidad. Bajé la mirada hacia su vientre acerado y continué mi escrutinio hasta la enorme exigencia que se alzaba imperante entre sus poderosas piernas.

Cuando alcé de nuevo la vista, Gunnar me regaló una media sonrisa maliciosa y se acercó con felina lentitud. Sus brillantes ojos verdes, cargados de oscuras y placenteras promesas, me estremecieron.

Se introdujo con gracilidad en la tina y se sentó frente a mí, con las largas piernas flexionadas. Después alargó un brazo y me arrastró sobre él.

El brusco movimiento provocó una ola que saltó sobre el borde y cayó estrepitosa al suelo. Le rodeé el cuello y lo besé al tiempo que sus grandes manos acariciaron la redondez de mis nalgas.

A horcajadas sobre él sentí su miembro palpitando en el centro de mi descontrolado fuego. Él se movió adelante y atrás haciendo que aquella fricción arrancara gritos de mi garganta. Me arqueé hacia atrás llevada por un placer infinito, disfrutando de ese enloquecedor movimiento que derretía cualquier brizna de cordura. Me froté contra él dando rienda suelta a la pasión, jadeando enardecida.

Me rodeó la cintura, me acercó a él y tomó uno de mis pezones en su boca. Lo succionó y mordisqueó hasta arrancar gemidos de mi garganta. Aquella danza sexual agitaba el agua entre nuestros cuerpos, agudizaba el goce que sentíamos. De repente, el placer estalló dentro de mí: me fraccionó en mil pedazos.

Un largo grito que me convulsionó puso a Gunnar al límite de sus fuerzas. Sin más miramientos, me penetró y tomándome rudamente por las caderas, se movió dentro de mí.

Extasiada y todavía hambrienta me moví con él. Gunnar tomó con ambas manos puñados de mi pelo y me obligó a inclinar la cabeza hacia atrás, para apresar con voracidad mi cuello. Me mordió y yo me sentí morir de placer. Sentí mis pechos bambolearse contra la roca de su pecho, y el roce del vello que lo cubría contra mis enhiestos pezones relampaguearon mis sentidos hasta sumirme en una dulce tortura.

—Así, mi amor —jadeó incontrolado—; baila para mí. ¡Por Odín, no te detengas!

Buscó mi boca con ansia, casi con desesperación, emitiendo guturales gruñidos. Me devoró descontrolado, crispado de placer. Nuestra lenguas se entrelazaron en una batalla por alzarse con el dominio absoluto, entregadas a la misma y ardiente necesidad: aplacar el desbordante anhelo que nos sacudía como el viento que golpea las ramas de un árbol con su furia. Me sentí al borde de un nuevo clímax todavía más violento cuando Gunnar deslizó una mano y acarició el centro justo de la tormenta. Entonces dejó de besarme y me miró con intensidad, paladeando el brutal gozo que me consumía.

—Mira a tu dueño y señor, a tu siervo y adorador. Mía para toda la eternidad. Tuyo a través de los tiempos.

Con la mirada turbia, susurré suplicante.

—Por favor, por favor, no pares.

—No, mi amor, nunca.

Se movió de nuevo con más vehemencia hasta que alcancé un orgasmo violento y dulce al mismo tiempo. Fue como llegar a una cumbre para rodar luego pendiente abajo hasta caer en una nube esponjosa y suave.

Acto seguido, él dejó escapar un grito ahogado, un feroz gruñido de honda satisfacción y se derramó en mí. Laxos y felices, permanecimos abrazados.

No fue hasta mucho después, hasta que mi espalda húmeda comenzó a secarse, que descubrimos asombrados que habíamos volcado más de la mitad del contenido de la tina. Todo el suelo de la cabaña estaba cubierto de espuma y charcos que rielaban con el resplandor del fuego. Nos miramos y reímos.

—Creo que, si se hubiera prendido fuego la cabaña, ni nos habríamos enterado.

—No —confirmó él—. Porque habríamos estado a la misma temperatura. Me haces perder tanto la cabeza, que antes de volver a hacerte el amor tendremos que tomar ciertas medidas de seguridad.

Solté una carcajada.

—No es mala idea —bromeé—. ¿Qué se te ocurre?

Gunnar rebuscó a ciegas el irregular bloque de jabón. Mientras lo frotaba entre sus manos para crear espuma, musitó:

—Deberíamos evitar hacerlo cerca del fuego. —Levantó un dedo—. Ni dentro de un lago. —Irguió otro y aclaró—. Podríamos morir ahogados. Por supuesto, lejos de cualquier objeto cortante. —Otro más—. Y se me ocurre que, cuando lo hagamos a la intemperie, deberíamos cerciorarnos de la ausencia de animales salvajes. Tendríamos que verificar el clima porque estoy seguro de que podría caernos una capa de nieve sin que lo notáramos, moriríamos por congelación.

—Olvida el último. —Le bajé el meñique—. Sabes que derretiríamos la nieve. Respecto a los animales salvajes, ya me ha devorado uno.

Gunnar sonrió divertido.

—Sin duda, y muy hambriento. Date vuelta, quiero lavarte el pelo.

Juntó las piernas para que pudiera apoyar la espalda en sus pantorrillas. De ese modo, incliné la cabeza hacia atrás apoyando la nuca en sus rodillas. La larga extensión de mi melena cayó sobre sus muslos. Sentí sus manos masajeándome el cuero cabelludo, cerré los ojos y suspiré. Si aquello no era el paraíso, sin duda sería su antesala. Tras un largo instante de absoluta relajación, cambiamos posiciones e hice lo propio.

Mientras estrujaba y frotaba su cabello, emitía ruiditos placenteros.

—Mm… nunca imaginé que pudiera disfrutar tanto de un simple lavado de cabeza. Aunque debí sospecharlo; todo lo que viene de ti parece estar dotado de esa virtud. Me haces gozar hasta con una simple mirada.

—Prometí hacerte muy feliz, ¿recuerdas? —musité concentrada en mi tarea.

—Entonces no te separes de mí ni un instante.

—Vas a aborrecerme —objeté.

—¿Bromeas? La última vez que te perdí de vista casi desapareces por completo. Entonces me juré que no te quitaría la vista de encima en lo que me restara de vida. Y, aunque soy consciente de que por desgracia tendré que ausentarme, pienso esconderte en la cueva más recóndita que exista. Nada ni nadie volverá a arrancarte de mi lado.

Se volvió para que lo mirara, hablaba muy en serio. Sonreí con ternura.

—Ni yo lo permitiría.

Su semblante cambió; pude ver con claridad cómo un pensamiento oscuro lo ensombrecía tensando sus facciones. Tan rápido como había aparecido se diluyó, para dejar tras él una mirada emocionada.

—Sé qué cara pondrías si me separaran de ti.

La remembranza de aquel aciago día había perdido su condición de amargura y resentimiento. Ahora tan solo era un recuerdo en un momento crucial de mi vida. Aquel que había sido el comienzo del giro del pedregoso sendero que me había conducido donde ahora me hallaba.

—No, no lo sabes —musité en apenas un hilo de voz.

Gunnar frunció ligeramente el ceño; el recuerdo lo desagradaba por una razón muy distinta: celos. Saber cuánto había amado a Rashid lo sacaba de sus casillas. Si bien tenía la certeza de mi amor por él, no mitigaba la comezón por la intensidad de mi pasado. Era hora de aclarar las cosas.

—Claro que lo sé —insistió tozudo y con un dejo de aspereza en la voz—. Tu expresión se me grabó en el alma; creo que jamás he experimentado una punzada más envidiosa en toda mi vida.

—Por eso me raptaste —repliqué—, pero aun así…

Negó vehemente con la cabeza.

—No, no por eso, te rapté porque me enamoré instantáneamente de ti; ese fue el motivo. Lo que te dije aquella vez había sido el fin, la meta, conseguir que me amaras como a él.

—Pero es que no te amo como a él —espeté.

Quedó paralizado por un instante. Luego giró, se puso de rodillas frente a mí y me tomó por los hombros con el miedo pintado en el rostro.

—¡Repite eso! —tronó.

Sonreí para calmarlo, sin conseguirlo. Sus sesgados ojos verdes se agrandaron temerosos y la angustia tildó su expresión. La furia comenzó a surgir. Se mezcló con sus otras emociones; aquel volcán amenazaba con estallar. Me sentí tentada de besarlo, tan fiero y apuesto, tan ardientemente enamorado, tan conmovedoramente inseguro.

—Lo repetiré —comencé despacio—: no te amo como lo ame a él. Te amo con muchísima más fuerza, tanta que me da miedo. Él fue mi luna, grande y mágica, pero tú, tú eres mi sol, cálido, inmenso y absolutamente necesario para vivir; sin tu luz, no podría existir. Eso le dije a Rashid.

Con los ojos incapaces de abrirse más y la boca haciendo juego, Gunnar me miró incrédulo.

—¿Eso… eso le dijiste?

Asentí.

—Sí, mi amo y señor, mi sol y mi todo. Por eso jamás sabrás la cara que pondría.

Mi respuesta tuvo el efecto deseado. Gunnar comenzó a soltar el aire contenido, y con él toda la desazón, los temores, las inquietudes. Poco a poco fue liberando toda la tensión, su expresión se suavizó. La intensidad de su mirada prendió la mía. En ella vi mi reflejo, el de mi alma. Acto seguido me apretó en un abrazo algo violento. El aliento huyó de mis pulmones. Jadeé.

—Vas a asfixiarme, bárbaro del demonio —me quejé.

Gunnar rio con ganas, pero aflojó la presión.

—Y tú vas a matarme, creo que el corazón va a reventarme en el pecho.

De repente, una melodía llegó a mis oídos. Al unísono regresamos al mundo, envueltos en la premura por salir de la tina y vestirnos para la ocasión.

—¡La boda! —exclamé mientras me secaba—. ¿Quién va a oficiarla?

—Creo que yo —declaró mientras corría hacia el baúl con su ropa.

Lo miré divertida cuando caminó sobre un charco, aumentando peligrosamente su velocidad. Como era de esperar, chocó bruscamente contra la pared y cayó sentado al suelo.

—¡Maldición!

Unos golpes aporrearon la puerta.

—¡Gunnar! —llamó apremiante Thorffin.

—Como se te ocurra abrir, eres hombre muerto —advirtió después de echarme un vistazo.

—Como no salgas rápido, tendremos que correr para atrapar a la novia.

—¡Lárgate! Voy detrás de ti —respondió.

Se puso una túnica corta negra con ribetes en oro, unas calzas del mismo color y un ancho cinturón que ciñó su talle. Sacudió con vigor la cabellera esparciendo una miríada de gotitas iridiscentes y me sonrió.

—Quiero que te pongas mi vestido —exigió.

Ante mi expresión desconcertada fue al baúl. Sacó la túnica que Eyra sustrajo para mí. La que llevaba la primera vez que me entregué a él.

—Dudo de que entre en ella. La primera vez apenas pude.

—Ese era su encanto; además, el amarillo te favorece.

Terminó de disponer las armas que colgaban de su cinto y se acercó con una enorme sonrisa en el rostro y una mirada ávida.

—Aunque lo que más te favorece es lo que llevas puesto ahora.

Obviamente nada. Permanecía completamente desnuda. Lo abracé y le planté un sonoro beso en los labios.

Sus brazos rodearon mi cintura cruzándola y me ciñeron contra él.

—No tardes, preciosa, puede que precise tu ayuda.

—Ve, temo que Ada se arrepienta; es terca como una mula.

—Lo sé, ya me voy.

—Vete o Thorffin derribará la puerta.

Aquel fue el impulso que necesitaba; salió presuroso. Miré la túnica amarilla de seda y filigranas doradas. De inmediato, rebusqué en el baúl una sobreveste que lo cubriera, pero no encontré ninguna.

Decidida a ocultar cuanto mostraba, me lo puse no sin esfuerzo y me cubrí con una capa marrón que até al cuello. Se abría por delante, pero era mejor que nada. Sacudí la cabeza frente al fuego y con las manos ahuequé la melena remarcando las ondas conforme se secaba; aún húmedo eché la cabeza hacia atrás y salí de la cabaña.

Entré en el skáli a tiempo de escuchar los votos de los contrayentes; en el vozarrón de Ragnar resaltaba la impaciencia, y en el de Ada el desagrado.

Aceptó los términos a regañadientes, así que, cuando concluyó, los presentes soltaron el aliento. Ragnar resopló evidentemente más calmado, aunque temeroso de mirar a su flamante esposa. Cerró los ojos y recitó en susurros una especie de salmo ininteligible.

Eyra, que se había acercado a mí, soltó una risotada.

—¡Oh, se está encomendando a los dioses!

—No es tan imprudente después de todo —comenté.

Eyra me observó sorprendida.

—¿Tan mala es?

—No lo creo, o no lo espero al menos. Pero esa muchacha ha llevado una vida difícil, y eso es lo que la hace difícil también. Además de testaruda y resentida.

—Si da tantos problemas, ¿por qué demonios la han traído?

Contemplé el ceño arrugado de la anciana.

—Llámalo piedad o necedad, como prefieras. Aunque hace unos días me arrepentí de haberla tenido.

Le conté todo lo acontecido y los pequeños ojos avellana de Eyra se empequeñecieron con cada detalle hasta terminar convirtiéndose en dos rendijas brillantes.

—Yo lo llamaría necedad. ¿Acaso no has escarmentado suficientemente? ¿Quieres volver a tener cerca otra Amina cuando la original todavía anda suelta?

—Por eso he forzado esta boda, además…

—Te creía más lista muchacha —me interrumpió con aspereza—. Si desea a Gunnar, estar casada con otro hombre no la detendrá. ¡Una nueva víbora en la cesta de la comida!

—Creo que no desea a Gunnar como hombre; lo que anhela es ser objeto de un amor tan incondicional como el que él siente por mí. Quiere para ella lo que yo poseo. Estoy segura de que jamás ha sido amada por nadie, bien al contrario.

—Más razón para cubrirse la espalda, muchacha tonta —me sermoneó—. Tu buen corazón quiere ayudarla, pero bien sabes que no puedes esperar nada bueno de alguien que ni siquiera sabe ser agradecido. No puedes cambiar la vida de alguien solo con el simple deseo de hacerlo. La buena voluntad suele sembrar una semilla, pero nunca se sabe en qué condiciones saldrá: pútrida y maltrecha, o sana y vigorosa. Por lo que me cuentas, la que tú has sembrado no parece dar buenos frutos.

—Al menos lo intenté. Tal vez necesite más tiempo.

Eyra bufó exasperada.

—Sí, sí… Más tiempo. No olvides que una víbora ya mordió al hijo que llevabas en tu vientre. Ahora te encuentras en la misma situación.

—¡Eyra, no te atrevas a imaginarlo siquiera! Ella sabe que Gunnar es inaccesible, ¿qué sentido tendría entonces?

—¿Sentido dices? —preguntó casi para sí, cada vez más alterada—. ¿Cuántas maldades lo tienen? Una serpiente es imprevisible, rápida y letal. No necesita un motivo para atacar, simplemente lo hace.

—Pero estás dando por hecho demasiadas cosas. No hay certeza de nada de lo que dices —repliqué algo más que molesta.

Un nudo me atenazaba la garganta y un sabor avinagrado se impuso en la boca de mi estómago. La sola posibilidad de perder a mi bebé me resultaba insoportable.

—Soy vieja y he vivido mucho. Lo que la vida me ha enseñado es que cuando una cosa se tuerce, raras veces se endereza; más bien acaba desplomándose en el suelo. La caída unas veces es lenta y otras apabullantemente rápida. No te fíes de ella. Si con el tiempo se demuestra que estaba equivocada, me pondré de rodillas y te suplicaré perdón. De verdad, ardo en deseos de hacerlo.

Trémula y angustiada fijé la vista en los novios, que recibían felicitaciones. El arrebolado rostro de Ada no estaba fijo en su reciente esposo, sino en Gunnar. Sentí un puño apretando inmisericorde mi corazón. ¿Cómo podía haberme equivocado tanto? ¿Sería capaz de hacerme daño? ¿La envidia y los celos era capaces de emponzoñar tanto un alma?

Eyra apoyó la mano en mi hombro; me apretó con fuerza.

—La vigilaré de cerca. Estaremos muy alerta. Aunque creo que lo mejor sería mandar a Ragnar una temporada con su hermana a las montañas del Norte. La distancia suele poner las cosas en su sitio —aconsejó, aunque sin mucha convicción.

Asentí e intenté sonreírle, ni siquiera supe si lo conseguí. Mis ojos no se apartaban de Ada. Comprobé horrorizada cómo se comía a Gunnar con la mirada, cómo se acercaba a él incluso de manera inconsciente. Y cómo su marido intentaba atraerla sin conseguirlo; ella siempre lo evitaba. Al diablo, le pediría a Gunnar que se librara de ella. Odié mi impulsividad por encima de todos mis otros defectos.

Un grupo de hombres irrumpió en la sala para acercarse a Gunnar. Eran guerreros; por lo que me susurró Eyra, de otra región. Se retiraron a una esquina y conversaron con semblantes graves. Algo sucedía.

Tras un instante, se los invitó a beber. Ocuparon un largo banco.

Sumida en funestos pensamientos me senté cerca del fuego con una jarra en la mano. Inmediatamente, empecé a sudar. Me libré de la capa.

Mi mente giraba una y otra vez sobre el mismo tema imaginando mil maneras de solucionar el problema. Hasta esa misma mañana, cuando había hablado con Ada, jamás se me había ocurrido pensar en que pudiera perjudicarme de una manera directa. El coqueteo con mi hombre era tanto un reto como una ofensa, pero de ahí a lo que Eyra sugería había una gran distancia. Sin embargo, ya instalado el temor en lo más profundo de mi ser, resultaba del todo imposible intentar ayudarla. No iba a arriesgarme por nada del mundo.

Sentí una presencia a mi lado. Un guerrero se sentó junto a mí y me sonrió seductor.

—¿De dónde has salido? —preguntó curioso.

—Del mismo sitio que tú, imagino.

El hombre prorrumpió en carcajadas, casi se cae del banco.

Cuando terminó de reírse me miró y entonces advertí que era muy atractivo. De cabellos rubios y largos, hermosos ojos celestes, boca generosa y un hoyuelo juguetón en la barbilla.

—Una mujer hermosa con sentido del humor; no creía que esas dos condiciones pudieran darse a la vez.

—Ni yo que un hombre pudiera hablar y pensar al mismo tiempo. Primero una cosa, luego la otra, ¿o era al revés?

De nuevo rio con ganas y se acercó un poco más a mí. Me separé. Él de nuevo se desplazó hacia mí.

—Creo que este banco acaba en esa pared, así que si sigues huyendo de mí solo conseguirás quedar atrapada —me advirtió socarrón.

—Entonces no te acerques a mí.

—Eso es mucho pedir. Hace mucho tiempo que no contempló a alguien como tú. Realmente me tienes fascinado. Cuando entré y te vi me dije: muchacho, no ha sido un viaje perdido después de todo.

Esta vez fui yo la que sonreí.

—Me temo que te equivocas.

Sus bellos ojos se clavaron en los míos ejerciendo todo su poder de seducción; sin duda, eran su arma más efectiva, aunque inocua para mí.

—Te vi junto al fuego, pensativa, terriblemente sensual, y me dije que no podía malgastar esa oportunidad. Realmente eres un placer para los ojos.

—Parece que hablas mucho contigo mismo, ¿no? ¿Por qué no sigues haciéndolo y me dejas en paz? —propuse.

El apuesto guerrero se retiró un mechón de la frente para luego sonreírme de manera deslumbrante. Su pendenciera mirada bajó hasta mi escote. Me mordí el labio inferior, dado que mis encantos estaban más que expuestos.

—No puedo complacerte en eso, pero sí en muchas otras cosas.

—Gracias, pero estoy bien servida.

Aquello le pareció gracioso. Empecé a temer que estuviera mal de la cabeza. O era tan engreído que no aceptaba una negativa por respuesta o no había recibido nunca una.

—Será mejor que te largues si no quieres que mi esposo te aclare ese punto con mucho menos delicadeza que yo.

Rio de nuevo y, en contra de mis advertencias, se acercó hasta pegarse a mí.

—¿Crees que un esposo celoso es rival para mí? Puedo jactarme de ser el mejor guerrero de estas tierras; no en vano he tenido el mejor maestro. Si tu esposo se atreve a aparecer, no tardarás en enviudar, lo que me facilitará los planes, ya que pienso llevarte conmigo.

Resoplé mortalmente aburrida.

—Oh, por favor, otro secuestro no —me burlé, aunque no pareció notarlo.

Cuando alcé la vista, tropecé con la mirada celosa de Gunnar que parecía echar humo por las orejas. Sin armar un escándalo, intentaba zafarse de los guerreros que lo asaltaban con preguntas. Pero, a cada paso que daba en mi dirección, un hombre le salía al encuentro con algún asunto que atender.

Me levanté para huir de mi admirador, pero me sujetó por la muñeca, se levantó y, tomándome por la cintura, me pegó a él.

—No vas a ir a ningún sitio, encanto; no sin mí. Tus ojos me han hechizado. No podré dormir si no es contigo.

—Entonces quédate en vela hasta que se te sequen los ojos y se te caigan, lo mismo me da. Pero si no me sueltas ahora, vas a lamentarlo.

Simuló una expresión afligida; al cabo sonrió.

—Eres una mujer cruel.

—No más que mi esposo, te lo aseguro.

En contra de mi consejo, se inclinó y me besó. Al instante, un aullido feroz tronó a mi espalda.

—¡Hiram, acabas de cavar tu tumba: suelta a mi esposa!

El guerrero me soltó de inmediato cuando vio a Gunnar avanzar hacia él. Toda su arrogancia se desvaneció para ser sustituida primero por confusión, después la sorpresa y por último el terror más absoluto.

—¿Este es tu esposo?

Asentí y empecé a compadecerlo.

Gunnar llegó a su altura. Le propinó un puñetazo tremendo. El guerrero cayó impulsado sobre el banco. En lugar de devolver el golpe, optó por humillarse cayendo de rodillas con la cabeza inclinada. ¿Dónde estaba el joven pretencioso de hacía un momento?

—Suplico tu perdón, maestro. Jamás me habría atrevido si hubiera sospechado que ella era suya.

Los miré alternadamente y, entre asombrada y divertida, comprendí su rápida rendición. Gunnar era su maestro de armas, el único mejor que él en esas lides.

—¿Así me pagas mi instrucción, maldito bribón? —increpó Gunnar; después se encaró conmigo—. Tú, maldita sea, ¿por qué no le dijiste que eras mi esposa?

—Le dije que estaba casada y que me dejara en paz.

—Eso no es suficiente, eres la esposa del hersir; te deben un respeto, maldición —siseó furioso.

Me tomó del brazo y me llevó a un rincón, pero, antes de hacerlo, espetó una amenaza contra Hiram.

—Todavía no he acabado contigo.

Los ojos del guerrero mostraron espanto. Habría reído si no fuera porque tenía que lidiar con el malhumor del agraviado.

—Le di un desplante tras otro; no sabía que más hacer.

Los verdes ojos de mi esposo bullían de rabia y de celos.

—Podrías haberte levantado para venir en mi busca.

—Era lo que acababa de hacer, pero él me lo impidió. ¿Cómo iba a saber que se atrevería a besarme?

Gunnar, sin soltarme los brazos, me acercó más a su pecho.

—Deberías saberlo. ¿Acaso no te he dicho mil veces que eres toda una tentación para cualquier hombre que se precie de serlo? ¿Acaso no sabes que la flor más hermosa es la que atrae más insectos?

Sin más diatribas se abalanzó sobre mí y me besó.

—Debo tomar un buen empacho de ti, antes de que parta.

Lo miré petrificada.

—¿Tan pronto? Acabamos de llegar —me quejé.

—El jarl se ha rebelado contra el rey; en este momento, marcha hacia sus dominios con otros dos clanes subversivos —informó frunciendo el ceño—. Reclama la presencia de todos sus guerreros. Lo que no sabe es que el rey Halfdan el Negro lo ha tenido vigilado, conoce su ejército y lo dobla en número. La batalla ya está escrita. Yo estaré allí para aclarar a ese malnacido quién ha sido su verdugo. Quiero ver sus ojos antes de que lo ensarte con mi espada. Una vez cerrada esa puerta, iré tras los Ildengum.

—Pero tú correrás doble peligro —le recordé alarmada.

Gunnar sonrió, sus ojos me acariciaron.

—Volveré —prometió—. Nunca he tenido tantos motivos para hacerlo.

Me lancé a sus brazos y lo estreché con fuerza. Cerré los ojos y supliqué a cualquier dios que pudiera escucharme, cualquiera que fuera su nombre, que me lo devolviera sano y salvo.

—¿Cuándo partirás?

Gunnar deslizó su dedo índice por mi mejilla y lo afianzó bajo mi barbilla.

—Mañana al anochecer. Tengo muchas cosas que disponer. Dejaré un nutrido grupo de guerreros para defender la aldea con órdenes expresas sobre tu seguridad. Todavía tengo que convencer a Thorffin de que se quede. Le necesito aquí para que me sustituya, solo confío en él.

Hizo una pausa, cuando volvió a hablar lo asaltó la tristeza.

—No sé cuánto tiempo estaré fuera. Tener la certeza de que estarás segura es cuanto necesito para estar tranquilo y centrado. No soporto estar lejos de ti, pero esa es una agonía que debo sufrir, un último obstáculo que saltar para que podamos vivir en paz de una buena vez. Freya, me duele el alma solo de pensar las noches que pasaré sin ti. Necesito que me aprovisiones bien, para poder acudir a los recuerdos.

—Entonces, vamos, no perdamos el tiempo —lo urgí—; voy a demostrarte cuánto te amo, y cuánto voy a echarte de menos.

Despertamos enlazados, desnudos y plenos.

Había sido una noche intensa e inolvidable, cargada de sentimientos, promesas, placer y despedidas. Tras todos nuestros apasionados encuentros, Gunnar apoyaba la cabeza en mi vientre: le susurraba a su hijo amorosas palabras y consejos que me hacían reír. Cuando terminaba, me dedicaba una mirada orgullosa que me hinchaba el corazón de gozo. A continuación, extendía sus consejos a mi persona. Me recomendó encarecidamente que llevara siempre una daga en el cinto y que, por nada del mundo, fuera sola a ningún lugar. Además, que evitara ponerme vestidos atrevidos y que recogiera mi cabello en un estirado moño y lo cubriera con un paño insulso. También añadió que tenía permiso para matar a cualquier hombre que intentara cortejarme. No pude reprimir las carcajadas.

—¿Alguna cosa más?

Se rascó la barbilla, pensativo, y finalmente concluyó:

—Intenta salir lo menos posible.

Bufé. Gunnar rio conmigo.

—Toda precaución es poca —arguyó—. Sin embargo, sí hay algo que quiero pedirte o al menos que consideres.

En su tono y en su semblante se reflejó la importancia de aquel ruego.

—No quiero angustiarte, pero ambos sabemos que existe la posibilidad de que no regrese con vida. Si eso llega a pasar, me gustaría que mi hijo se criara aquí, en mis tierras. Sé que puede parecer egoísta, pero es solo que me haría feliz. Aunque, por supuesto, tú decides.

Lo abracé con fuerza y plasmé un beso en su cuello.

—No me marcharía porque, si lo hiciera, perdería también los recuerdos. Jamás permitiré que eso ocurra. Además, nunca arrancaría a mi hijo de sus raíces.

Y de su abuela, pensé. Aquel pensamiento trajo consigo un deber pendiente que debía solucionar.

—Ahora he pasado a ser un bárbaro con suerte. He debido de hacer algo maravilloso para tener semejante recompensa.

Cuando Gunnar marchó rumbo a sus obligaciones, me levanté con una única idea en mente. Eyra.

La encontré atendiendo a los animales.

Esparcía heno con ambas manos en un amplio y enérgico movimiento semicircular. A pesar de su cuerpo enjuto, rebosaba una fortaleza fuera de lo común. De pronto, caí en la cuenta de que no era una anciana, a pesar de las muchas arrugas que lucía. Sin duda, el trabajo duro al aire libre junto con los tristes avatares de su vida le había arrebatado la lozanía; sin embargo, emanaba una seguridad apabullante a pesar de su condición, clara evidencia de su noble linaje. Me acerqué a su espalda y la escuché decir:

—Muchacha, habrás de esperar que terminé.

—¿Cómo sabías que era yo?

—El sigilo no es tu principal cualidad. Las otras mujeres están demasiado atareadas a estas horas, así que solo podías ser tú.

—Déjame ayudarte entonces.

Eyra se volvió y me sonrió condescendiente.

—Freya, ahora eres la esposa del hersir, ya no puedes ensuciar tus manos.

Me dirigí hacia una esquina del cobertizo y tomé un tridente.

—Las ensuciaré si quiero. Como esposa del hersir, nadie puede impedírmelo, ¿no? —repliqué con una sonrisa.

Eyra sacudió la cabeza sonriente y continuó con su tarea.

—Como desees, si no quieres disfrutar de los privilegios de tu nuevo cargo, peor para ti.

Dispusimos a los animales en sus respectivos cercados, nos sacudimos los restos de paja adheridos a nuestras ropas. Eyra sacó de un cesto un buen trozo de pan de centeno y arenques ahumados.

—Bien —masculló a mitad de un bocado—. Cuéntamelo todo.

—Sé que fuiste tú quien delató al padre de Gunnar —solté a bocajarro.

Eyra agrandó los ojos y casi se atragantó.

Comenzó a toser con violencia hasta que la golpeé en mitad de la espalda y logró escupir un arenque a medio masticar. Jadeó un instante. Cuando recobró la compostura, me miró con rencor.

—¿Te has propuesto acabar conmigo? —increpó incrédula.

—Gunnar se marcha antes del anochecer; para entonces, quiero una respuesta.

Eyra se mostró confusa y desconcertada, pero también alerta. Sus ojos oscuros se entrecerraron sagaces.

—Bien, ¿qué sabes? —comenzó.

—Sé que Gunnar es tu hijo, el que Kodram te arrebató.

Eyra respiró profundamente y cerró los ojos.

Sabía cuán doloroso le resultaría sacar a la luz recuerdos tan devastadores, pero era necesario. Gunnar podía no regresar. Aunque ese pensamiento me secaba el alma, debía otorgarle el conocimiento de la verdad. Así que empecé mi relato; de mis labios brotaron las palabras de Halldora, incluida su historia. Acabé por la marca de nacimiento que ambos compartían como muestra inequívoca de su herencia. Cuando terminé, Eyra permanecía con los ojos cerrados y el rostro en una mueca de profunda desazón.

—¿Por qué no se lo has contado a él? —Su voz languideció, parecía rendida.

—Primero quería escucharte a ti. Necesito saber si consientes en que la verdad se sepa.

La mujer se irguió y, cuando abrió los ojos, vi una determinación feroz.

—No consiento, no, de ninguna manera; ahora menos que nunca.

—Gunnar tiene derecho a…

—¿A qué? —me interrumpió furiosa—. ¿A qué le destroces la vida? No te creía tan estúpida.

—¿Eso crees que pasaría? —inquirí asombrada—. Conocer a su verdadera madre sería un regalo.

Eyra bufó y se puso en pie. Caminó de un lado a otro como un animal acorralado, de la misma forma que hacía su hijo cuando algo lo contrariaba.

—No lo entiendes —gimió—. No entiendes nada. Por mi culpa, su padre y su hermano murieron en una emboscada. Aunque no imagines cuánto me arrepiento de eso, no puedo cambiarlo. Lo odiaba. —Su voz se quebró—. Y lo odio aún hoy en la misma medida en que lo amé. Primero me arrancó el corazón para pisarlo ante mis ojos; luego me arrebató el alma llevándose a mi hijo.

Se paró frente a mí con los brazos en jarras y el rostro distorsionado por el dolor.

—¿Sabes? Cuando me echó de sus tierras, tuve que comer hojas como los animales, larvas y roedores que cazaba con mis manos y que comía crudos, ya que no tenía con qué encender un fuego. Dormía al raso con una mísera capa. Bebía aguas estancadas que me provocaban horribles retortijones. Cuando logré llegar a un pueblo, nadie quiso ayudarme. Mendigué comida y me alimenté de sobras e inmundicia. Poco a poco, mi estado fue tan evidente que la gente comenzó a apiadarse de mí. Me permitieron trabajar para ellos a cambio de sustento y cobijo. Di a luz en un cobertizo como este, tan solo acompañada por las bestias. Mi mundo era negro, vil y aterrador; mi corazón, tan solo un deshecho, pero cuando lo vi todo cambió. Era un bebé fuerte en contra de lo que temía, fuerte y hermoso como ninguno. Entonces mi corazón de nuevo latió; lo hizo con más fuerza que nunca. Me juré que seguiría adelante por él, que lucharía hasta dejarme la piel, que encontraría misericordia en mi corazón porque una cosa está clara, Freya, si vives con odio, eres tú la que languideces, la otra parte vive feliz sin dedicarte un solo pensamiento. Era un principio, y mi vista sobre el mundo cambió radicalmente. No sabes cuánto disfruté de él, cuánto amor inundaba mi corazón hasta que el causante de todas mis desgracias apareció de nuevo para darme la última estocada. Se presentó ante mí sin un atisbo de compasión, exigiéndome que le entregara a su hijo, que estaría mejor con él, que viviría como hijo de un gran líder y no de una esclava sin recursos. No tuve ninguna oportunidad; a pesar de que peleé como una fiera, tuvo que dejarme inconsciente para poder llevárselo. Ni siquiera puedo narrarte lo que sentí. Tan solo te diré que enloquecí en toda la extensión de la palabra. Vagué por los bosques como un alma en pena. Es lo que era: un espíritu consumido por el odio y el dolor, unas veces llorando y gritando, otras susurrando y rogando a unos dioses sordos, ciegos y crueles. Llamé a la muerte para que viniera a buscarme; tampoco en eso tuve suerte. Al final, me encontró una mujer que se apiadó de mí y me llevó a su casa con su familia. Allí, a su cuidado, pasé una larga temporada, enfrascada en el trabajo para no pensar. Pensar dolía.

Eyra se sentó de nuevo en un ademán derrotado, los recuerdos recuperaban el color carcomiendo su entereza. Las lágrimas surcaron su rostro.

—Después de un tiempo, y perdidas todas la esperanzas de volver a verlo, el destino lo puso de nuevo en mi camino. Marché con mis amos a Skiringssal a vender unos vellones de lana. Entonces lo vi. El hombre que tanto mal me había hecho vivía feliz con su amada esposa y sus hijos. Aquello fue demasiado para mí. Cualquier sentimiento dormido despertó con una fuerza arrolladora. Pero el que predominó fue el odio, un odio visceral, dañino y hambriento. Vi a mi hijo, un muchachito de apenas nueve años, hermoso y grande, correr hacia Bera, la mujer que me lo había quitado todo. Descubrí que tenía un hermano pequeño, un año menor y la rabia explotó dentro de mí. Habían tenido otro hijo y, seguramente, tendrían más mientras que yo estaba sola y muerta en vida. Así que lo hice. Me vengué. Equivocada, creí que, si arruinaba su vida, aplacaría el dolor de la mía, pero fue más bien al contrario. Por ende, asesinaron al hermano de Gunnar. Deseé morir de nuevo. Cuando descubrí que Bera había muerto también y que Gunnar quedaba huérfano, marché a Skiringssal. Poco a poco me fui acercando al muchacho con el único interés de aliviar su pena. Los remordimientos no me dejan dormir por las noches, pero por el día estar cerca de él me daba el aliento suficiente para vivir. Ahora que lo sabes todo, te pido encarecidamente que lo guardes en tu corazón. Gunnar marcha hacia la batalla y su mente ha de estar centrada en ella; una noticia así lo desquiciaría, haría peligrar su vida.

Me tomó las manos y se las llevó a la boca.

—Si amas a mi hijo como dices, no le digas nada. ¿Cómo crees que se sentiría si supiera que su madre es una vulgar esclava y que, además, es la asesina de su familia? Nadie se repondría a eso.

—Pero, si conociera los detalles, podría comprender.

Eyra acarició mi mejilla y fue entonces cuando descubrí que yo había estado llorando. Sorbí y le devolví la caricia.

—Si conociera los detalles, la pena le inundaría el corazón. Un padre desalmado y una madre vengativa, no es algo como para sentirse orgulloso, ¿no? Además, ha vivido toda la vida sin saber quién soy, y así debe seguir.

—¿Pero tú no deseas que te mire como la madre que eres ni una sola vez?

—No, llevo muchos años a su lado. Me conformo con verlo y, sobre todo, con verlo feliz. Ahora lo es y mucho, gracias a ti. No deseo nada más, no podría soportar que se avergonzara de mí.

—Pero yo sé que él te aprecia, te tiene estima y te respeta.

Eyra sonrió con tristeza.

—Pero esos sentimientos son para Eyra, la esclava que lo crio, por eso no quiero perder ese papel.

La mirada suplicante que me dedicó me rompió el corazón. La abracé con fuerza. Permanecimos mucho tiempo así.

—Respetaré tu decisión, aunque tengo la certeza de que Gunnar lo entendería. Quieres protegerlo y es lógico, pero ¿por qué mantener limpia la memoria de un muerto y condenar a una viva a una vida a medias?

—Déjalo así, muchacha. Ahora soy feliz, tengo un hijo y una hija. Pronto un nieto, eso es más de lo que nunca esperé.

Asentí y di por zanjado el tema.

Eyra tenía razón, lo último que Gunnar necesitaba era enterarse de la verdad. Si alguna vez el destino deseaba que la verdad saliera a la luz, nada lo detendría; cuando eso pasara, estaría junto a él, allanando el camino del perdón y sembrando el cariño que Eyra merecía.

Lo que no sabía era que el destino se hallaba escondido tras un fardo de heno con una sonrisa diabólica prendida en el rostro.