Capítulo 9

Hechizos y artimañas

Ya nada sería igual. No podía serlo. El todopoderoso jarl se había marchado impregnando con su podredumbre cuanto había tocado. Así era mi vida ahora: un terreno desolado y vacío aguardando la lluvia o una brisa acariciadora que lamiera las heridas y sembrara esperanza.

Mi único anhelo era regresar con los míos. Con Rashid. Y olvidar. Olvidar cómo la gente me miraba con desprecio y temor, olvidar el ataque, olvidar el odio que me poseía teniendo a Amina tan cerca, olvidar la imperiosa necesidad de venganza y olvidar el dolor de mi pecho por la ausencia de Gunnar.

Desde aquella última noche junto a mi jergón no había vuelto a verlo. Había permanecido aislado hasta que su espalda mejoró lo suficiente para poder cabalgar. Se había marchado, nadie sabía a dónde, ni cuándo regresaría. Tan solo había dejado un mensaje claro: si alguien se atrevía a hacerme algún mal, lo pagaría con su vida. De cualquier modo, nadie habría osado a meterse con una bruja.

Ese era mi nuevo nombre. La bruja o banshee.

El prior Kearan, antes de partir, había advertido convenientemente a las gentes sobre el poder de las brujas. Incluso había narrado con lujo de detalles un caso particular que él mismo había vivido en la lejana Irlanda. Un ente fantasmal con forma de mujer que anunciaba entre aullidos la muerte de alguien cercano. Ese ser era llamado banshee y, cuando aparecía, lo único que se podía hacer era rezar. Como buen cristiano, y sin ningún ánimo de conversión, les había enseñado a hacerlo. Ahora, cuando se cruzaban conmigo, los paganos se santiguaban como beatos. Al menos, pensé, Dios iba a deberme la incorporación de nuevas almas en su redil.

En cambio, a Amina las cosas le iban bien. La súbita y ventajosa muerte de su ama le había dejado el campo abierto para conquistar a su señor, el bueno de Thorkel, que la había tomado como esposa. Ahora ya no era una esclava, era una bondi, una mujer libre. Aquel provechoso desenlace para ella me llevó a sospechar de su intervención en la misteriosa enfermedad que había asolado al pueblo meses atrás. Recordaba vívidamente el té de ruda que me había provocado el aborto. Era fácil imaginar que tenía un extenso conocimiento de las hierbas, sobre todo de las tóxicas. No tenía ni idea de la que había utilizado para enfermar y matar a los aldeanos, pero pensaba averiguarlo.

Solo me quedaban dos apoyos: Eyra y Jimena. Y a ellas confié mis recelos. Ambas se ofrecieron a ayudarme. Y diseñamos un plan.

Era sencillo y, a priori, no ofrecía ninguna dificultad. Jimena intentaría distraerla mientras Eyra se colaría en su cabaña para registrarla. Yo aguardaría en mitad del camino y, si la veía aparecer, tendría que enfrentarla y provocar una discusión acalorada para dar tiempo a Eyra para desaparecer. Mi parte sin duda era la más fácil, solo me preguntaba si podría reprimir las ganas de matarla.

A la mañana siguiente, Jimena acudió al pequeño huerto trasero en el que Amina recogía cebollas y, con fingido sobresalto, le comunicó que una de sus vacas se había extraviado en el prado, que la había visto dirigirse a una zona silvestre bastante peligrosa.

Sabíamos que Thorkel había salido a pescar y no imaginábamos que pediría ayuda, pero lo hizo, y Ulf se ofreció a acompañarla. Aquello también me llamó poderosamente la atención, pues Ulf no se caracterizaba por ser servicial a la comunidad. Resultaba bastante obvio que existía entre ellos una camaradería peculiar, no fruto de una amistad sincera, sino más bien de una necesidad primaria por la consecución de un mismo objetivo. Ambos compartían intereses comunes: derrocar a sus enemigos, a sus rivales.

Cuando desaparecieron de la vista, me coloqué en mitad del sendero y esperé. Eyra ya se había adentrado subrepticiamente en sus dominios y recé para que todo saliera bien.

La vaca que buscaban en el bosque pastaba plácidamente en el prado, y Jimena, que los guiaba al interior del helechal, se volvería dubitativa en cuanto a la dirección en la que supuestamente había visto a la res por última vez. Cuando aparecieron, Eyra todavía no había salido, y me extrañó la tardanza. Avanzaban malhumorados y gritaban a Jimena su supina estupidez.

—Tal vez haya regresado sola o tal vez la haya confundido con otra —se disculpaba.

—O tal vez no se ha movido y solo querías molestarme —atinó Amina con suspicacia—. No eres más que una estúpida, no debería haberte creído. Al fin y al cabo, eres amiga de la bruja.

Salí de detrás del árbol y me planté frente a ellos.

—Mejor amiga que enemiga, ¿no te parece?

Amina dio un respingo y retrocedió un paso. Ulf no se amilanó y me sonrió con descaro.

—Si tan poderosa soy, deberías hablar con más cuidado de mí. Por cierto, Ulf, ¿no escuchaste anoche a los lobos? Me pareció que aullaban cerca de tu choza.

El hombre palideció. Sus pequeños ojos grises destellaron con temor.

—No te tengo miedo —se apresuró a contestar, pero supe que no era cierto.

Me acerqué a él y clavé mis ojos en los suyos.

—Pues deberías.

Amina se adelantó y, con los brazos, en jarras espetó:

—Pronto nos libraremos de ti. Pero, si crees que tu precioso Rashid va a recibirte con los brazos abiertos, eres más necia de lo que creía. ¿Qué crees que pensará de su adorada Shahlaa cuando sepa que te has convertido en la puta del hersir? —Soltó una abrupta carcajada—. Sí, una perra complaciente que se abrió de piernas a la primera oportunidad. ¿O pensabas que no se enteraría? Pues permíteme iluminarte. El jarl ha enviado una carta a tu esposo pidiendo tu rescate y citándolo en el puerto de Haithabu. Me ofrecí de traductora y yo misma la escribí en árabe. Por supuesto, agregué algunas recomendaciones personales, además de informarle de tus indecentes actividades. Incluso dudo que quiera recuperarte, no vales los ochocientos veinte gramos de plata que pide por ti.

Aturdida como si me hubieran golpeado con un tronco en la cabeza, no supe qué responder. Sin embargo, mis manos al parecer tenían más claro su objetivo.

Le rodeé el cuello y apreté con todas mis fuerzas. Amina abrió desmesuradamente los ojos y la boca e intentó zafarse con desesperación. Ulf acudió en su ayuda y me propinó un puñetazo en el costado. Caí de rodillas con un gemido. En ese preciso instante, apareció el enorme Thorffin: su pelo llameaba bajo el sol, su rostro estaba desdibujado por la ira. Sus enormes pisadas hicieron retemblar las piedrecillas del camino.

—¡Apártate de ella! —bramó.

Acto seguido, descargó un tremendo puñetazo en la mandíbula de Ulf, que cayó al suelo como un muñeco de trapo.

—¡Gunnar me ha ordenado su protección y te juro por la maldad de Loki que te mataré si vuelves a ponerle las manos encima!

—¿Proteger a una bruja? —inquirió Amina con desprecio.

Alcé el rostro hacia ellos y exclamé en voz alta.

—¡Yo, banshee, bruja entre la brujas, maldigo a ambos!

La gente, alertada por la pelea, se había empezado a congregar a nuestro alrededor.

—Todo aquel que se acerque sufrirá mi azote. En la próxima noche de luna se escuchará un aullido aterrador que reclamará la vida de esta mujer. Si no la lograra tener, vendrá al pueblo a llevarse cualquier otra. —Enfaticé mi voz con un tinte teatral y entrecerré los ojos para añadir un toque grave a mis palabras—. ¡Oh, gentes de bien! Si en algo estiman a sus seres queridos, arrojen a esta mujer infame a las profundidades del bosque para satisfacer a los lobos. Solo así marcharán para siempre, y yo con ellos.

Miré con intensidad a los concurridos para recalcar mi advertencia. Y, por el rabillo del ojo, vi la silueta encorvada y delgada de una mujer que se escurría entre la muchedumbre. Respiré aliviada, sobre todo al comprobar el impacto de mi maldición en Amina. El color la había abandonado, su semblante adusto era una mezcla de horror y consternación. Ulf no estaba mucho mejor. Sonreí.

Había conseguido volver su propia maldad contra ella misma. Se había encargado tan bien de hacerme parecer una bruja, era tal el temor que había inspirado en mi contra, que iba a ser desterrada por sus propios vecinos que ardían en deseos de librarse de una banshee. La que ella misma había creado.

Los dejé impávidos, y plenamente satisfecha, busqué a Eyra.

Me aguardaba en los establos.

—¡Muy ingeniosa! Un golpe de efecto genial, esa voz de ultratumba.

—Quería asegurarme el éxito.

Eyra agarró un montón de heno y lo distribuyó prolijamente sobre la tierra.

—No tengo ninguna duda de que al primer aullido la mandarán a patadas al interior del bosque y la dejarán atada a una roca para que la devoren. No sé si sabes que estas gentes son muy dadas a los sacrificios, antes más, pero eso siempre queda en las mentes de todos.

—¿Qué has encontrado?

Abrió la palma de la mano y me mostró un saquito de tela.

—Adelfa —contestó a mi muda pregunta—. Una planta de flores amarillas.

—Imagino que provoca fuertes dolores estomacales, vómitos y diarreas.

Asintió.

—Y convulsiones tan violentas que son capaces de parar un corazón si se administra la cantidad indicada.

—Pero, si lo que quería era matar a su ama, ¿por qué quiso enfermar a más personas? —inquirí pensativa.

—Es sencillo, si mataba solo a su ama y poco después se desposaba con el viudo, alguien podría haber pensado mal. De esa forma, ocasionando una especie de contagio colectivo desviaría la atención sobre ella, y así todos pensarían que había sido algo trágicamente casual. Además, estoy segura de que tuvo otro motivo tan importante o mayor que ese.

Alcé las cejas con asombro. Me admiraba su capacidad deductiva.

—El otro motivo, sin duda, eras tú. Pensaba echarte la culpa de todo, su cabeza ya había maquinado los pasos que tendría que dar para llevarte donde te tiene. Es astuta, fría y calculadora. Una enemiga temible.

—Solo que hay algo que no ha tenido en cuenta. Cuando privas a alguien de todo cuanto posee, te enfrentas a un ser enfurecido sin nada que perder.

Eyra rio.

—En verdad, muchacha, las adversidades no te menguan, al contrario, te dotan de fortaleza y sabiduría. Sin embargo, no te confíes: que la destierren no significa que puedas respirar tranquila, a no ser que los lobos hagan su trabajo.

—Por desgracia, no sé si les gustará la carroña —observé.

—Una manada de lobos hambrientos no le hacen asco a nada. ¿Y ahora qué piensas hacer con la adelfa?

La miré mientras mi cabeza barruntaba una idea.

—Creo que es hora de que pruebe su propia medicina.

—¿Piensas acabar con ella?

Negué con la cabeza.

—No, quiero que sufra antes. Cuando enferme y le sonría pensará que ha llegado su muerte y disfrutaré con ello, pero disfrutaré mucho más cuando la aten a un peñasco y la ofrezcan como un suculento venado con manzana y todo.

—Desconocía esa veta de crueldad en tu carácter.

—Ha matado a mi hijo, ha frustrado mi huida, ha intentado quemarme, ha provocado que me violen y estoy segura de que pensaba matarme antes de que me llevaran a Haithabu. Es una demente y está obcecada conmigo, en esta historia una de las dos debe morir, y no quiero ser yo. Es mera supervivencia.

—Ella juega con ventaja; cuenta con la protección de Ulf, tú en cambio…

—Esto es entre ella y yo. Siempre ha sido así.

—Ahora que lo pienso sí te ha beneficiado en algo. Gracias a ella vas a reunirte con tu esposo.

No contesté. Pensamientos desordenados y emociones confusas pugnaban por buscar su lugar. Eyra respondió por mí con su agudeza habitual.

—No veo que saltes de alegría.

La dejé en el establo luchando conmigo misma. Traté de impedir que el orden que comenzaba a encajar en mi cabeza saliera a la luz. No, me dije, solo hay una vida para ti y está al otro lado del océano.

La humedad flotaba en el aire. Una bruma blanquecina y pesada se extendía sinuosa desde el mar hasta la aldea rodeando en gélido abrazo cada árbol, cada helecho. Tuve la sensación de estar sumida en un sueño, de caminar entre nubes.

Apenas había amanecido y ya había podido comprobar que el sol tampoco aparecería ese día. Tan solo un mortecino resplandor asomaba entre las plomizas nubes.

Me arrebujé bajo mi gruesa capa de lana y atravesé la espesa nebulosa que desdibujaba el sendero. El frío me quemaba la garganta, volutas de vaho me salían de la boca, dolía respirar.

Pensé que nunca en toda mi vida había sentido tanto frío. Temblaba de manera incontrolable y aceleré el paso para entrar en calor. Me detuve frente a la cabaña de Thorkel y miré a ambos lados. Todavía era temprano y todos dormían felizmente acurrucados en sus jergones, algo que pensaba reanudar cuando cumpliera mi objetivo.

Por fortuna, los animales habían sido resguardados en el interior de la cabaña porque estaba prevista una fuerte nevada, y mis pisadas no despertaron la sospecha de ningún ser vivo.

Me acerqué a la triangular estructura de madera y me dirigí a la parte trasera. Sabía que, bajo la solera de la casa, se almacenaba un tonel con aguamiel que Amina solía preparar para el consumo de la pareja. Busqué con la mirada y no tardé en localizar la portilla de madera que daba entrada al oscuro y estrecho recinto.

Me agaché, levanté el listón de madera que la cerraba y la abrí con cautela. Solo había negrura ante mí. Esperé hasta que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y me arrastré al interior. El gélido contacto con el suelo me subió por las palmas hasta lo más profundo de mi ser. Gateé hasta dar con varios barriles. Prácticamente a tientas levanté la tapa de uno de ellos y saqué con premura la bolsa de cuero en la que la peligrosa adelfa había sido convertida casi en polvo por las hábiles manos de Eyra. Vertí la sustancia en el barril y lo cerré.

Retrocedí con la mayor premura que me fue posible y, cuando ya salía, escuché unos pasos cerca de donde me encontraba. Con el corazón desbocado me puse en pie y me pegué cuanto pude al costado de la cabaña.

Un rumor de ropas seguido de una fuerte ventosidad me hizo pensar que el inoportuno aldeano era un hombre. Sin duda, estaba frente a la cabaña, y lo que escuché a continuación no me dejó dudas de lo que hacía. Estaba orinando entre pequeños gemidos de satisfacción.

Cuando finalizó, lo que para mi asombro le llevó un buen rato, debía de tener la vejiga del tamaño de uno de sus barriles, comenzó a expectorar estentóreamente lanzando un escupitajo. Seguidamente, los pasos regresaron al interior. Era el bueno de Thorkel; justo antes de cerrar la puerta de la cabaña, escuché la voz de Amina.

—¡Vuelve a la cama, viejo estúpido! No querrás que me congele, ¿no?

Compadecí al hombre. Seguro que padecer los retortijones de la adelfa era, con mucho, más soportable que convivir con esa arpía. No obstante, habría preferido excluirlo de mis planes; algo del todo imposible viviendo juntos.

Me deslicé con sigilo para regresar al sendero. Contuve la respiración y recé para que nadie más saliese de la cabaña. Los últimos pasos fueron casi a la carrera. Cuando por fin entre en la mía, exhalé aliviada. Desaté mi capa y me acerqué a la hoguera central. Froté las manos enérgicamente agradecida por el calor que devolvía la sensibilidad a mis miembros.

En la penumbra, distinguí la silueta de Eyra en su camastro; dormía profundamente.

Desde la partida de Gunnar había insistido en permanecer a mi lado. Era mi ángel guardián, mi consejera, mi sanadora, en definitiva, lo más parecido a la figura materna que podría encontrar y daba gracias todos los días por tenerla. Recordé a Flora, la dulce y siempre atenta Flora, sus mimos, sus cuidados. A Latifa, su apoyo, fidelidad y entrega. Por curioso que pareciera, sentía que Dios siempre me mandaba un consuelo en forma de mujer protectora que velaba por mi bien. Tres nombres, tres aliadas, tres destinos dispares y dos hombres que llenaban mis pensamientos.

Me metí en el jergón que había compartido con Gunnar y deseé poder abrazarme a su cuerpo sólido y cálido, deseé sentir sus fuertes brazos estrechándome con fuerza, su boca ancha y suave rozando la mía. Su mirada intensa encendiendo mi alma.

Aunque al principio había pensado que con los días lograría acostumbrarme al distanciamiento, descubría con pavor que cada día era más largo, más aciago y gris. La separación me hería profundamente y, cada vez que escuchaba el trote de un caballo, corría con la esperanza de verlo aparecer.

¿Por qué no me alegraba de mi inminente rescate? ¿Por qué no pensaba en la dicha de reencontrar a los míos? ¿Por qué no dejaba de pensar en él, en aquel maldito bárbaro?

Me abracé y suspiré. Intenté pensar en Rashid, aquello solo logró abatirme más. Porque cada vez tenía más claro que se me había metido dentro, no sabía muy bien cómo había pasado, pero por alguna rendija mal resguardada había conseguido filtrarse hasta mi alma. Lo sentía allí anclado, justo ahora que pensaba devolverme.

Recordaba vívidamente sus últimas palabras. Pensaba entregarme personalmente. De pronto en mi mente se hizo la luz. Comprendí por qué se había marchado. Intentaba arrancarme de su corazón; era la única manera que tenía de poder entregarme a otro hombre. Necesitaba distanciarse para enfriar sus sentimientos hacia mí. Sí, ahora lo veía, y aquello no hizo más que sumar desasosiego y una honda tristeza a mi maltratado corazón. No sabía si a él le estaba dando resultado; desde luego, a mí no.

La adelfa no tardó en surtir efecto.

Entre los aldeanos cundió el pánico más absoluto. Se reunían en la casa grande e invocaban a sus dioses rogándoles protección. Pasaban el día con las runas y ocasionalmente ofrecían un sacrificio de sangre. Unas veces, era una cabra; otras, un gallo, incluso un ternero.

En torno a una hoguera central se sumergían en extraños cánticos y danzas que acababan en un paroxismo generalizado. Borrachos de cerveza o de aguamiel, fornicaban cobijados por pieles en la penumbra o se enzarzaban en peleas atroces. Entonces volaban por el aire mesas y bancos, jarras y escudos y todos corrían a esconderse hasta que los combatientes caían inconscientes al suelo. Fue toda una suerte que ninguno muriera en los altercados.

Eyra me había contado que Amina sufría espantosos espasmos abdominales, que la fiebre la hacía tiritar y que vomitaba de manera incontrolable. Thorkel no estaba mucho mejor, aunque parecía aguantar los desmanes de la intoxicación con más aplomo. Y, para nuestra sorpresa, el que peor se encontraba era Ulf. Ya era innegable la intimidad que compartían.

—Sabe que has sido tú —me dijo la anciana. La preocupación oscurecía su faz ya de por sí mortecina.

—Solo tiene una enemiga; no le debe de haber sido muy difícil atar cabos, ¿no te parece? —repliqué indiferente.

—¿No temes la represalia?

—¿Qué más puede hacerme? —intenté mostrarme tranquila sin conseguirlo.

Tomó un cuenco y se sirvió estofado de ciervo.

—La crueldad es la fuerza de los cobardes —citó pensativa— y una persona cruel que además es calculadora y astuta de seguro tiene una imaginación desbordante. Reza para que cuando se recomponga la luna te favorezca.

No faltaba mucho para la siguiente luna llena. Solo esperaba que mi maldición surtiera el efecto deseado.

A tal fin, Eyra se propuso correr el rumor de que la enfermedad de Amina había sido provocada por un maleficio mío. De esa manera, nadie dudaría de mi poder maligno. Si ya les provocaba temor, ahora ni se atreverían a cruzarse en mi camino. La anciana también se encargaría de recordarle la única forma de librarse de mí.

La luna llena parecía incluso más grande de lo habitual y destacaba con un peculiar tinte amarillento sobre el oscuro manto de la noche. Se percibían en ella circulares manchas desvaídas que le conferían un aspecto añejo y misterioso. La luz que proyectaba cubría de plata cuanto tocaba y convertía el mundo real en uno de cuento. Era fácil evocar toda clase de criaturas extrañas saliendo de las profundidades del bosque, del mar y de la tierra. Era por la noche cuando las historias que se contaban junto al fuego cobraban sentido. Historias de dioses, héroes, hadas, demonios, duendes y magos.

Por algún motivo, recordé el mito sobre Balder, tantas veces repetido junto a la hoguera.

Balder es el Cristo entre las divinidades escandinavas, uno de los muchos hijos de Odín. Cuenta la leyenda que desde pequeño sufría terribles pesadillas que presagiaban su muerte. Entonces su madre decidió hacer algo. Recorrió los nueve mundos haciendo prometer a todo ser viviente, animal, vegetal y mineral que no dañarían jamás a su hijo.

Todos hicieron el juramento, excepto la planta del muérdago. Su madre no le dio importancia y creyó que el problema estaba resuelto. De ese modo, Balder se convirtió en inmortal. En el Valhalla, los dioses se divertían disparándole flechas sin causarle ninguna herida. Pero Loki, el dios del fuego, traicionó a los dioses y engañó al dios ciego Hodr dándole una flecha en cuya punta puso una planta del muérdago. Hodr disparó la flecha e hirió gravemente a Balder. En su lecho de muerte, Odín le susurró unas palabras al oído; cuenta la leyenda que le prometió la resurrección tras la purificación del mundo.

Tragué saliva, fuera oía la turba agitada. Las voces se alzaban vehementes. Había llegado el momento. Me sentía inquieta pensando en la flecha con muérdago que me aguardaba y, aunque no albergaba dudas sobre quién la dispararía, tenía la esperanza de que mi tiro fuera el primero en hacer diana.

Avancé hacia la puerta y salí.

En el centro del poblado un grupo de hombres y mujeres que portaban antorchas discutían acaloradamente frente a la cabaña de Amina. Thorkel, en el umbral, gritaba amenazas que subrayaba gesticulando hoscamente. Al tiempo agitaba en círculos una enorme hacha para dejar claro que cumpliría sus sangrientas promesas.

El olor de la brea inundó la noche. Los fieros rostros se volvieron hacia mí. Algunos se tornaron de temor, otros de incertidumbre. El resplandor de las teas que bailaban en sus semblantes los asemejaba a demonios en busca de venganza. Con gran acopio de valor, me erguí ante ellos y exclamé:

—¡Solo la quiero a ella! ¡Entréguenla a los lobos y detendré mi magia para siempre!

—¡Ven, maldita bruja, y déjame mostrarte la magia de mi hacha!

Apenas tuve tiempo de retroceder.

Thorkel se cernió sobre mí enloquecido y, blandiendo su arma, la descargó sobre mi cabeza. Me agaché justo en el último momento, perdí el equilibrio y caí sobre el barro helado. El silbido del arma reverberó en mis oídos como una serpiente de cascabel.

Me levanté aterrorizada dispuesta a correr lejos de su alcance, pero resbalé y caí de nuevo. Un reflejo plateado cortó el aire a pocos centímetros de mi oreja y se enterró en el lodo cortando con un escalofriante chirrido la capa de hielo que se había formado en el congelado charco en el que me hallaba desplomada.

Intenté ponerme a gatas. Cada latido en mi pecho atronaba como un tambor tensando cada fibra de mi ser. Mi atacante alzó de nuevo el hacha y la descargó con toda la ferocidad de la que fue capaz. Cerré los ojos desesperada y rodé hacia un lado mientras rezaba para mis adentros. De nuevo la hoja se hundió en la superficie escarchada. Una larga espada había desviado la trayectoria.

—¡Detente! —tronó una voz.

A través de unas blanquecinas volutas de vaho que escapaban de mi garganta, todavía encogida por el miedo, vislumbré un guerrero alto y corpulento, con el cabello enmarañado, barba trenzada y flamígeros ojos verdes.

—¡En el nombre de Odín! ¿Qué está pasando aquí?

Gunnar miró en derredor con furia contenida.

—Todo es culpa de la bruja —respondió la voz gastada de una mujer.

—¡Todos de regreso a sus hogares! ¡Primero habré de escuchar lo acontecido en mi ausencia y luego juzgaré!

—¿De veras? ¿Y serás objetivo? —inquirió Olaf.

Gunnar clavó los ojos en mí.

La frialdad que encontré en ellos me contrajo el alma en un apretón feroz que me cortó la respiración. Sentí estrechárseme la boca del estómago. Le sostuve la mirada y dejé escapar un suspiro. Había anhelado tanto sumergirme en aquellos ojos esmeralda, había soñado tantas veces cobijarme entre sus brazos. Había deseado tan fervientemente sentirme amada y protegida que, ahora, ante aquel semblante hosco y malhumorado, frío e inexpresivo me derrumbé. Fue a través de lágrimas que escapó todo el miedo y la angustia vivida.

—No soy el mismo hombre que se fue —sentenció.

A pesar de sus palabras, me tendió la mano.

La rechacé y me levanté temblorosa. Había estado a punto de morir, y mi cuerpo todavía tenso acusó cansancio y pavor. Recurrí a mi última reserva de aplomo y entereza para dirigirme al hersir.

—Yo tampoco soy la misma mujer. Soy lo que me dejan ser. —Miré en derredor con determinación—. Una mujer desesperada por sobrevivir, cansada de ser vapuleada y maltratada. Tan solo defiendo mi vida.

Los hombres y mujeres que me rodeaban me contemplaron en silencio, frenados por la súbita aparición de su líder. Solo una voz replicó.

—Eres tú, maldita bruja, la que atentas contra nosotros propagando enfermedades y maldiciones, atemorizando a nuestros hijos con tus miradas maléficas.

La madre de Sigrid, Asdis, me miró con rencor. Era más que obvio que esperaba enardecer de nuevo los ánimos en mi contra.

—Equivocadamente representé el papel que me fue asignado. Pensé que, si se me temía, estaría a salvo; ahora compruebo mi error. Un error astutamente aprovechado por la verdadera banshee.

Clavé los ojos en Thorkel. La multitud exhaló un suspiro de asombro.

—Sí, hay una bruja autentica aquí, de maldad solapada y extensos conocimientos sobre plantas dañinas. —Los ojos de Thorkel se abrieron desmedidos—. La esclava Var fue la causante de la epidemia que asoló la aldea. Utilizó una flor llamada adelfa que pérfidamente añadió a la comida con la intención de matar a la esposa de Thorkel; para no despertar sospechas, decidió enfermar a más gente. Ella incendió mi cabaña para deshacerse de mí, y ella y su amante Ulf tramaron la traición del hersir. Yo, mejor que nadie, conozco sus malas artes; tuve la desgracia de vivir con ella y de sufrir su crueldad, también usó una planta para arrancar un hijo de mis entrañas.

Ante la mención de Ulf, el semblante de Thorkel se descompuso. Boqueaba como un pez deseando decir algo que no lograba articular.

—Estoy segura de que tenía en sus planes deshacerse de ti cuando Ulf ocupara el cargo que tanto ansía.

Bocas desencajadas, ojos agrandados y semblantes aturdidos se miraban entre sí intentando asimilar aquella declaración. Gunnar me contempló pensativo.

Unos pasos acelerados irrumpieron en la noche; las antorchas iluminaron un rostro tosco enrojecido que jadeaba por la carrera.

—¡Ulf ha desaparecido! —espetó Thorffin.

Gunnar avanzó hacia la cabaña de Thorkel.

—No te molestes en buscarla, ella ha huido con él —aseguré.

Me volví y caminé arrastrando los pies. De repente, sentí el cuerpo laxo y derrotado; tan solo deseaba cobijarme en mi jergón y refugiarme en el sueño. Había jugado mi última carta: la carta de la verdad y, aunque no siempre era de ayuda, rogaba que en esta ocasión lo fuera.

Aunque todo encajaba a la perfección, a pesar de encontrar un cofre repleto de hierbas tóxicas en su cabaña y de que la huida era una prueba más que incriminatoria, la aldea entera continuó mirándome con recelo.

Sabía cuáles era mis obligaciones diarias y las ejecutaba hasta caer rendida. Trabajaba de sol a sol, apenas hablaba con nadie y el poco tiempo libre que me quedaba practicaba obcecadamente con el arco para liberar mis demonios y desfogar la ira y la frustración hasta lograr cierta habilidad en su manejo.

Otras veces, deambulaba por la costa lanzando guijarros contra las olas, rememorando los rostros de mi gente y pronunciando sus nombres, como si esperara que el viento me los trajera. Y, sin embargo, el dolor de el pecho continuaba presente casi todo el día, acompañándome sin descanso. No importaba cuán agotada cayera, el sueño parecía evitarme. Mi piel sedienta de caricias clamaba con un dolor casi físico, exigiendo la presencia de un cuerpo que dormía muy cerca de allí.

Gunnar se había trasladado a una cabaña cercana y, a pesar de eso, era como si estuviera en otro mundo. Apenas lo veía y, cuando lo encontraba, desviaba a propósito la mirada. No era el mismo.

De nuevo, llevaba la barba larga y la melena recogida en un moño tras la nunca. Su semblante siempre oculto por una máscara de gélida indiferencia resultaba inexpresivo y duro. No lo culpaba, pues era más que consciente del tremendo esfuerzo que le habría supuesto ese drástico cambio. Como también era consciente de que la distancia que manteníamos era lo más beneficioso para ambos. Pero mi corazón sangraba como también sangraba el suyo.

Comenzó a nevar.

Copos grandes y pesados caían lentamente de un cielo lavanda y rosado con vetas amarillentas. Podía escuchar los crujidos de las ramas de los arces más cercanos cargadas de un manto de nieve que amenazaba con quebrarlas. Aquella nueva nevada sin duda sumaría grosor a la capa que cubría tejados y caminos, arbustos y cercados, árboles y peñascos, cubriendo de gélido abrigo la región.

Las tareas se habían limitado a cortar madera para el hogar y alimentar al ganado cobijado en el interior de las cabañas.

Me incliné sobre el fuego del hogar y extendí las palmas sobre él. Estaba aterida, envuelta en una capa de pelo y frotándome los brazos para entrar en calor cuando unos golpes sacudieron la puerta.

Me levanté a regañadientes y la abrí. Era Inga, una oronda mujer de cabello rojo como el fuego y ojos avellana: una de mis instructoras en el arte de tejer y de las pocas que me trataban con amabilidad.

—Supongo que no te has enterado.

Entró envuelta en una gruesa capa de lana. Su altura y corpulencia me hicieron retroceder, y se sentó en una banqueta junto al hogar.

—No, y por eso estás tú aquí.

Sonrió. Su ancho rostro poblado de pecas se iluminó con picardía.

—¿Estás insinuado que soy una chismosa?

Tenía la punta de la nariz y los altos pómulos rojos. Varios mechones se habían escapado de su gruesa trenza y se pegaban a su rubicundo rostro.

—Eso lo has dicho tú —murmuré sentándome a su lado.

El resplandor del fuego le iluminaba el cabello con un fulgor cobrizo intenso. «Inga la Roja», absolutamente apropiado, pensé.

—Se está celebrando una boda —anunció feliz.

Por un instante, sentí el corazón desbocado. No, pensé, no puede ser él. Pero el miedo me atenazó.

No, no podía ser.

—¿Quién… quiénes? —inquirí nerviosa.

Adivinó mi temor y, en un intento por tranquilizarme, me palmeó la espalda con fuerza. A punto estuve de caer de bruces sobre la fogata.

—¡Oh, lo siento! No quería darte tan fuerte, yo solo…

—¿Quién se está casando, maldita sea?

Inga soltó una risotada ante mi impaciencia.

—Tranquila, pequeña, no tienes por qué preocuparte.

Resoplé y la fulminé con la mirada.

—Thorffin y Helga. ¿No te parece maravilloso? El gigante siempre estuvo enamorado de ella. Es tan romántico…

Respiré aliviada.

Se levantó, me tomó de la mano y me arrastró hacia la puerta.

—Vamos a la fiesta.

Sentía verdadera curiosidad por ver a aquella imponente mujer bailando, pero no tanta como para soportar la compañía de nadie.

—No, estoy bien aquí. Quiero estar sola.

Sin embargo, fui arrastrada literalmente fuera de la cabaña. Mis réplicas cayeron en saco roto y, desde luego, la fuerza de la mujer sobrepasaba con creces la mía.

—No temas, no voy a sacarte a bailar. —Una estentórea carcajada sacudió sus enormes pechos—. Pero sí quiero que ayudes a servir la comida y que comas, te estás quedando en los huesos.

—Deja al menos que me recoja el cabello.

Mi melena demasiado larga caía como un manto por la capa casi hasta la cintura. Las ondas se esparcían desordenadas y me conferían un aspecto salvaje. Deseé poder alcanzar mi peine de concha.

—Estás bien así.

Me llevó hasta la casa comunal a través de la nieve. Cada tanto, se volvía y me sonreía. De alguna manera, me contagió su entusiasmo. Un poco de divertimento entre tanta penuria era algo nuevo, ¿por qué no podía disfrutar? Al menos, tenía la certeza de que una buena jarra de cerveza o, mejor aún, de björr, un licor fuerte que hacían con fruta fermentada, me sumiría en un apetecible olvido momentáneo.

Entramos jadeando por el frío.

En el interior, la fiesta estaba en su auge. Los aldeanos reían, cantaban y bebían desaforadamente. Al fondo, los novios recibían los buenos augurios de los vecinos. Thorffin estaba radiante y miraba extasiado a su flamante esposa, que más parecía un hada del bosque por la blancura de su piel y de su cabello. Sus ojos grandes y de un azul pálido resultaban extraños enmarcados por pestañas plateadas y cejas del mismo color. Tan solo sus labios rosados y las mejillas encendidas daban una nota de color al conjunto. Pensé en lo paradójico de la situación. Yo había dejado viuda a esa mujer y, ahora, desposada con otro hombre, parecía feliz. Sin mi intervención, el bueno de Thorffin nunca habría conseguido a la mujer de sus sueños. ¿O tal vez el destino habría unido a esas dos almas de alguna otra manera? La vida era impredecible y caprichosa. Una mala acción podía desencadenar una buena y a la inversa.

Imprevisible, como mi propio destino. Atrapada entre dos grandes hombres, atada a uno en particular y en breve entregada a otro y sin saber a quién amaba más. Una vez le había dicho a Rashid que el amor era uno, que solo se podía amar a una persona, ¿era verdad? No en mi caso.

Mis pensamientos me apesadumbraron lo suficiente para aceptar una enorme jarra de cerveza que bebí de un trago. Sentí en mí miradas reprobatorias. Había mucha gente que no me quería allí, pero no me importaba. Acepté otra y otra más. Inga me iba a la zaga. Reía y hacía comentarios mordientes sobre los bailarines, lo que me arrancaba carcajadas.

—¿A qué animal te recuerda ese? —susurraba conteniendo la risa.

El hombre en cuestión se agachaba y se incorporaba sin cesar moviendo desacompasadamente ambos brazos.

—A… a una galli… gallina —logré articular.

—¡Co… co… cooocooo! —cantó Inga con el rostro enrojecido, más si cabía.

Estallamos en carcajadas al unísono. Reía liberada de mi sufrimiento, disfrutando de la maravillosa sensación. Me dolía la mandíbula y me doblaba sin parar cada vez que miraba a la gallina bailarina. Me lagrimeaban los ojos, me los sequé con el dorso de la mano. Cuando me incorporé, sentí una mirada clavada en mí. Me detuve en seco.

Gunnar me observaba estupefacto.

Inga me dio un ligero codazo.

—¿Y él a qué animal te recuerda?

Lo observé con detenimiento. Estaba sentado al fondo de la sala con una jarra enorme en la mano. Inmediatamente noté que parecía incómodo, pero sostuvo la mirada como hechizado por mi interés. Su melena castaña dorada estaba alborotada, su barba le cubría la barbilla y todo el mentón, su nariz recta acababa en un bigote espeso y, debajo, una boca ancha de labios llenos y suaves.

—A un león —contesté—, un león fiero, pero tierno a la vez. Aunque ahora parece más bien desorientado.

—¿Qué animal es ese? Nunca había oído hablar de él.

—¡Oh! Una vez vi un dibujo que mi tío trajo de uno de sus viajes. Se lo había vendido un bereber. Era un grabado a color dentro de un cuento fascinante de animales increíbles que mi madre nos leía cada noche. Yo admiraba los dibujos con deleite soñando con encontrarme con esos extraordinarios aunque temibles animales.

—Bueno, pues parece que ya te has topado con uno.

Sonreí abiertamente y Gunnar, aturdido, frunció el ceño, aunque parecía fascinado por mi divertida reacción.

—Es como un gato enorme —intenté explicarle. Curiosamente hice el intento de mirarla para interpretar su expresión, pero no pude apartar los ojos de Gunnar. Estábamos atrapados una vez más.

Mi corazón golpeteaba inquieto. Su mirada intrigada cambió. Un anhelo imperioso asomó. Me deseaba y, a esa distancia, pude sentirlo en mi piel que se erizó suplicante.

Imaginaba que él veía lo mismo en mis ojos, porque apretaba los dientes y cerraba con furia los puños, negándose ese sentimiento. Ejercía tal autocontrol que podía casi percibir la lucha que se libraba en él. Para vergüenza mía, yo había claudicado sin batallar. Solo aguardaba una respuesta. Si me buscaba, me entregaría sin dudarlo.

Para más humillación, me descubrí sonriéndole, incitándolo, seduciéndolo. Lo deseaba tanto que nada me importaba. Él era un experto curando heridas, y yo tenía muchas que precisaban su atención.

Me puse en pie y bailé.

Cerré los ojos y giré. Me contoneé moviendo las caderas como lo había hecho para Rashid. Bailé disfrutando cada movimiento, mis brazos se ondeaban y mi cuerpo tomó el control recordando cada paso, cada ondulación. Dancé y, en cada giro, me liberaba del dolor, de la ansiedad, de toda preocupación. Mi cabello ondeaba a mi alrededor, la túnica de lana se me pegaba a al cuerpo y sonreí sintiendo la música. Me dejé llevar por ella, gocé con cada compás. Cuando abrí los ojos, vi una mirada ardiente, enamorada y totalmente hipnotizada. Era mío y, como tal, lo tomaría.

Me acerqué a él, lentamente, saboreando el influjo que embargaba su semblante. Mis ojos ahondaron en los suyos descubriéndole promesas ardientes del goce que estaba dispuesta a ofrecer. Llegué hasta él y, sin ningún pudor, me senté en su regazo. Pude ver las llamas que incendiaban su mirada y de nuevo le sonreí. Acaricié su barba y deslicé con suavidad la punta de mis dedos sobre su labio inferior.

Cerró los ojos y dejó escapar un suspiro. Parecía realmente atormentado.

—¡Aléjate de mí! —susurró suplicante.

Con la otra mano, le retiré un mechón de la frente. Nuestras bocas estaban demasiado cerca. Su aliento cálido y dulzón acariciaba mis labios. Deseaba besarlo, pero algo en su mirada me detuvo. Su lucha interna estaba devastando las pocas defensas que le quedaban, pero él no cejaba. Su obstinación teñida de desesperación despertó mi conciencia y me devolvió a la realidad.

De pronto, me sentí avergonzada ante mi impúdica conducta y, lo que era peor, ante mi absoluto egoísmo. No tenía ningún derecho a destruir a un hombre que era capaz de sacrificarse por mí. Me había abandonado a mis instintos sin pensar en las consecuencias.

Otra duda me asaltó. Él había decidido apartarse de mí con la esperanza de enfriar sus sentimientos, ¿pero qué pasaba conmigo? Era tan estúpida que ni siquiera había pensado en lo que sentiría cuando me fuera de su lado. ¿Sería capaz de soportarlo? ¿Lo amaba tanto como creía? ¿O ver de nuevo a mi esposo evaporaría el hechizo que ese hombre ejercía sobre mí? De cualquier forma, ¿iba a arriesgarme a averiguarlo el mismo día que viera a Rashid? Sin duda, era una necia. Lo más inteligente era su actitud. Sí, debía alejarme cuanto pudiera, pero ¿cómo?

Él notó el cambio en mi expresión. Supe que leía en mi rostro como un libro abierto y pude ver que se relajaba.

Me levanté y, para mi sorpresa, volvió a sentarme en sus rodillas. Apenas tuve tiempo de reaccionar antes de que apresara con ferocidad mi boca. Deslizó su mano entre mi cabello y, sujetándome con fuerza la nuca, me impuso un beso intenso y largo. Su otra mano ceñía mi cintura y me inmovilizaba.

Cuando me soltó, su mirada era grave.

—No te atrevas a tentarme de nuevo, a menos que decidas no regresar con tu esposo. Porque, si lo haces, te cargaré sobre mi hombro y te llevaré donde nadie pueda encontrarte —musitó entre dientes.

Era una amenaza en toda regla, pero era la amenaza más tentadora que había escuchado, y aquello realmente me asustó. No había contemplado la posibilidad de quedarme a su lado y, por primera vez, pensé si sería capaz de olvidar mi vida anterior con todo lo que ello implicaba. Pero Rashid contaba con más de una ventaja que inclinaba la balanza a su favor: mi madre, mi padre, mi tío, mis nuevos hermanos y mis amigos.

Me alejé de él y regresé al lado de Inga. Sentía el rostro arrebolado y me senté cabizbaja. Respiraba agitadamente con el calor del beso todavía en la boca.

—Lo amas, ¿verdad?

El tono compasivo en la voz de Inga me conmovió, intenté sonreírle y aguanté las ganas de llorar.

—¿Acaso importa? Mi vida es otra, y pronto volveré a ella.

Apoyó una mano en mi hombro y me dio un apretón suave.

—Claro que importa, sobre todo, si es amor de verdad. Tal vez haya alguna forma de que te quedes.

Le arrebaté la jarra que tenía en la otra mano y bebí. Sentí el líquido descender por mi garganta propagando en su camino un calor gratificante.

—No la hay. Además, necesito marcharme. No creo que pueda aguantar mucho más.

Justo cuando terminé de hablar, vi una mujer en el regazo de Gunnar. Me envaré en el asiento. La mujer que había ocupado mi sitio se dejaba manosear por él y lo besaba con frenesí. Maldije para mis adentros cuando comprobé quién era. Sin pensar, y dominada por una oleada de furia primaria, me dirigí hacia ellos.

Una mano frenó mi avance, me revolví rabiosa.

—Creo que ya has cometido suficientes desatinos por hoy.

Eyra me petrificó con una mirada helada. Su semblante era decidido y la presión con que sujetaba mi muñeca me asombró.

—No puedo consentir que ella…

—¿Que ella apague el fuego que tú has encendido? Es un hombre y necesita desfogarse. Tú pronto estarás muy lejos, ¿qué te importa lo que él haga?

Me desasí de su mano, pero me mantuve inmóvil.

—Me importa —confesé— y me importa mucho más si es con ella. No puedo soportarlo.

En ese momento, Gunnar se levantó y sostuvo en brazos a la mujer que pensaba tomar en mi lugar. El cabello dorado de Sigrid cayó sobre su hombro, y ella sonriente se apoyó en su amplio pecho.

Deseé matarla.

Entonces Gunnar me vio. Parecía compungido, aunque el deseo todavía le nublaba la mirada. Por un breve instante, pareció dudar: lo que vio en mi ojos lo perturbó, pero luego, casi con resignación, avanzó cargando su presa. Sigrid también me miró, pero con una odiosa expresión triunfal. Salieron de la estancia dejándome envuelta en llamas. Los celos me corroían.

—Es una lástima que tengas que irte, me habría gustado ver cómo te liberabas de esa alimaña; muy pronto tendremos otra boda.

Clavé mis ojos furibundos en el ajado rostro de la anciana.

—Te encanta torturarme, ¿no es cierto?

Eyra me contempló pensativa.

—A veces, la gente necesita más que un empujón para ponerse en movimiento, y tú, muchacha insensata, necesitas un buen golpe y, si tengo que ser yo quien te lo dé, pues que así sea. Pero, si crees que voy a quedarme de brazos cruzados viendo cómo dejas escapar al hombre de tu vida, es que eres más lerda de lo que pensaba. Al menos, por mi parte, no me recriminaré el no haberlo intentado.

—¿Y qué pretendes que haga? —casi grité.

—¡Luchar por él! Arrancar a esa víbora de su cama y decirle lo que sientes.

—Renunciar a mi vida. —Mi voz se apagó.

—¡Tu vida ahora es esta! —espetó con ímpetu.

Negué con la cabeza. Tenía una familia al otro lado del océano, una familia que había crecido, gente que me quería. No, no podía renunciar a ellos.

Permanecimos en silencio. El semblante de Eyra se oscureció con un velo de tristeza. Por un momento, sus arrugas se acentuaron, sus aviesos ojos perdieron el brillo, y sus labios se apretaron formando una delgada línea.

—Veo que has tomado una decisión.

Asentí.

A la mañana siguiente, sentí todo el cansancio del mundo sobre los hombros y salí de la cabaña después de haber empujado con la puerta un considerable montón de nieve apiñada contra ella.

El sol parecía querer asomarse entre las nubes. Débiles destellos doraban la nieve y despertaban en ella motitas relucientes, como minúsculos diamantes engarzados en un manto de algodón. Todo a mi alrededor era blanco y reluciente. La belleza del paisaje me sobrecogió.

Me abracé y me aventuré al sendero.

Las piernas se me hundían hasta la pantorrilla en aquel mullido manto níveo y el avance hasta el arroyo fue más que lastimoso. El cubo con el que pensaba recoger agua se bamboleaba y me golpeaba cada vez que trastabillaba. Escuché el murmullo del arroyo y el canto de un mirlo sobre mi cabeza.

La paz que reinaba calmaba la inquietud que había sufrido durante las largas horas nocturnas pobladas de desvelos, ataques de ira y llanto. Respiré profundamente para llenar los pulmones de aquel aire fresco y limpio.

Llegué a la orilla para comprobar que la superficie estaba cubierta por una capa delgada y translúcida de hielo. Debajo de ella, el arroyo corría lleno de vida.

Alcé el cubo y lo estrellé contra la escarcha, que se agrietó. Golpeé de nuevo; tan fuerte, que el impacto retembló en mis brazos y la brecha creció. Necesitaba abrir una oquedad lo suficientemente grande para poder introducir el recipiente.

Temí quebrar la madera del balde y opté por escoger una gruesa rama; armada con ella, sacudí furiosa la fisura hasta conseguir que se ramificara en zigzagueantes y blanquecinas líneas que crujían y se abrían por toda la extensión de hielo.

Un último golpe fragmentó la superficie y me salpicó gotas heladas en el pecho y en el rostro. El agua estaba tan fría que sentí como si me hubieran lanzado guijarros. Me agaché para recoger el cubo y entonces lo oí.

Al principio, y camuflado por el rumor del arroyo, pensé que se trataba del silbido del viento y quizá del crujir de las ramas, pero no, aquel sonido era diferente, más bien como un gañido sordo, como un ronroneo apagado, tenue, pero roto. Cuando me volví, el miedo me atenazó. En la orilla opuesta, un lobo me contemplaba.

Instintivamente, retrocedí sin apartar los ojos de él. Me agaché muy lentamente y tanteé el suelo hasta encontrar la rama que acababa de soltar. La aferré con fuerza y la alcé. El animal inclinó ligeramente la cabeza para olfatear el aire. Tenía un hirsuto pelaje negro que, acariciado por el sol, resplandecía con matices azulados. Sus ojos eran dorados como el ámbar, insondables e hipnóticos.

De repente, pensé que bien podía ser el lobo que Gunnar había visto de pequeño, el lobo que campaba en sus sueños, aquel al que yo me parecía. Lo observé con curiosidad.

El animal resopló y me mostró los dientes en una mueca grotesca. Sus orejas retrocedieron y se alinearon contra el cráneo. El gruñido se intensificó. Estaba en posición de ataque dispuesto a saltar sobre mí en cualquier momento.

Decidí confundirlo y me le adelanté.

Grité con todas mis fuerzas y sacudí la rama a modo de garrote contra la nieve. Vencí las ganas de echar a correr y me acerqué a la orilla apaleando el agua con furia. El lobo retrocedió aturdido, pero no se marchó. Comenzó a deambular de un lado a otro sin apartar los ojos de mí como meditando el siguiente movimiento. Se me secó la garganta y, aterrorizada, eché un fugaz vistazo en dirección a la aldea. Era por completo imposible que lograra escapar corriendo, dada la cantidad de nieve que ocultaba el sendero, así que mi única opción era pelear. Estaba en inferioridad de condiciones y, si conseguía derribarme, no tendría ninguna posibilidad. Así que pegué la espalda contra el tronco más cercano y esperé rezando para mis adentros. Apretaba tan fuertemente la rugosa rama que sentí clavarse en mi piel cada nudo. Esperé.

El lobo negro comenzó a avanzar.

—¡Largo de aquí, bestia inmunda!

Grité tan fuerte como pude. Un alarido furioso que tuvo contestación. Un aullido surgió de entre los árboles erizándome la piel.

El lobo giró y de un salto se adentró en el bosque; me dejó con las piernas temblorosas y un sudor frío perlándome la frente.

Caí de rodillas sobre la nieve y respiré agitadamente, en ese momento unos pasos atropellados surgieron del sendero.

Gunnar, espada en mano, avanzaba dificultosamente junto a tres de sus guerreros. Cuando me vio, su semblante tenso se relajó.

—¿Freya, estás bien?

Miró receloso a su alrededor y, ante una leve señal de cabeza, apenas un imperceptible gesto, sus hombres se dispusieron a inspeccionar la explanada.

—¿Te han atacado?

Me tomó por el codo para incorporarme al tiempo que me examinaba más detenidamente en busca de alguna herida. Más tranquilo, enfundó el enorme espadón.

—Estoy bien. Tan solo un poco asustada.

—¿Qué ha pasado? —Se quitó la capa de piel de oso que le cubría los hombros y la extendió sobre los míos al tiempo que me frotaba con vigor la espalda.

—Creo que he visto a tu lobo. Estaba justo ahí. —Señalé la otra orilla—. Estuvo a punto de atacarme.

—¿Mi lobo?

—O uno que se parecía mucho.

Con expresión perpleja miró en la dirección que indicaba. Las huellas de las pisadas adornaban la nieve.

—Era negro con ojos amarillos como el de tu sueño. Si realmente me asemejo a él, debo de parecer realmente peligrosa.

Me sonrió. Alzó una mano hacia mi mejilla, pero cambió de idea y la dejó caer antes de tocarme.

—Lo eres.

Desconcertada por lo que encerraba aquella afirmación, miré hacia el bosque por el que el animal había desaparecido. La tupida arboleda ensombrecía el páramo helado y daba la impresión de ser la entrada a una cueva llena de ramajes y peñascos. Sentí un escalofrío. Cuando me giré hacia Gunnar, lo descubrí mirándome con una expresión extraña.

—No tienes idea de lo difícil que es —murmuró con voz estrangulada.

Supe al instante a qué se refería. La contención le endurecía las facciones, sin embargo, sus ojos permanecían suaves, cargados de anhelo.

—Pues parece que no te ha sido muy difícil encontrarme una sustituta —repliqué con frialdad.

—Nadie podrá sustituirte.

—¿Pretendes insinuar que anoche no pasó nada?

En el fondo de mi alma abrigaba la esperanza de que no hubiera podido consumar con Sigrid. Ya una vez me había confesado que la pasión no había surgido con ella; tal vez…

—No me refería a eso.

Con las ilusiones rotas, me sentí dominada por la ira.

—¡O sea que sí has podido! Al menos, ya tienes quién caliente tu cama. Te felicito.

Ya me daba vuelta cuando Gunnar me agarró del brazo.

—¿Y qué querías que hiciera? ¡Estaba en llamas por tu culpa! —gritó colérico—. Yo necesitaba…

—¡Sí, ya sé lo que necesitabas!

—¡No, no lo sabes! —bramó—. Pero yo voy a decírtelo. Necesitaba olvidarte, maldita seas. Sí, maldita una y mil veces. —Me zarandeó dominado por la furia—. He usado a otra mujer para arrancarte de mi alma, ¿y sabes qué es lo peor de todo? ¡Que no ha servido de nada, sino para desearte con más fuerza!

—¡Suéltame!

Sus dedos se clavaron en mis brazos con más fuerza. Forcejeé rabiosa, pero él no cedía su presión. Le golpeé el pecho con los puños. Quería matarlo. Él parecía compartir ese deseo.

Intentó besarme y lo abofeteé. Se aferró a mi cintura y lo rechacé con un puntapié en la pantorrilla. Solo imaginarlo yaciendo con Sigrid hervía la sangre. Al demonio con él y con todo.

—¡Eres mía, y voy a demostrártelo quieras o no!

Me estampó contra el árbol y se abalanzó contra mí. Su boca buscó la mía, pero yo rehuía el contacto girando la cabeza a un lado y a otro.

Impaciente, me sujetó la mandíbula y apresó mis labios.

Fue como ser devorada por una alimaña hambrienta. Sentí su lengua buscar la mía, sus dientes mordisquear casi con violencia. Me hacía daño. Intenté alzar mi rodilla contra su entrepierna, pero se anticipó a mi ataque y me abrió las piernas con un muslo y aplastó mi cuerpo con el suyo como si quisiera desintegrarse en mi interior. Su deseo se afirmó contra mi vientre palpitando lujurioso.

Había enloquecido. Perdido todo el control, me subió la túnica y me deslizó una mano por el interior de los muslos. Me soltó la boca para morderme el cuello.

—¡Me haces daño! —le grité.

Su nublada mirada me sobrecogió; vi determinación en ella.

—¡También tú a mí! Y vas a pagar por ello.

Me debatí en un vano intento por escapar.

—¡No puedes hacerme esto, no después de…! —supliqué con lágrimas en los ojos.

Mis palabras lo detuvieron en seco. La realidad de lo que estaba a punto de hacer lo sacudió como un puñetazo. Abrió los ojos con asombro y, paralizado por la vergüenza, me soltó. El recuerdo de la violación se implantó en mi mente para revivir todo el terror y la impotencia. Temblaba.

—Lo siento. No quería… Olvidé…

Aturdido, se apartó de mí.

—Regresemos —musité apesadumbrada.

Él asintió cabizbajo y me escoltó en completo silencio. Sus hombres habían desaparecido.

Un grajo sobrevoló nuestras cabezas y emitió un graznido agudo. Las nubes se espesaron y se oscurecieron ocultando los tenues rayos solares. Antes de que llegara la tarde, una nueva helada asolaría aquellos parajes.

Dolía respirar. Aunque el dolor más profundo me latía en el pecho.

Cuando llegamos a la aldea, me detuvo.

—No sé qué me pasó. Perdí la cabeza.

—La recobraste a tiempo. Creo que será mejor que no volvamos a encontrarnos.

Vi tanto sufrimiento en sus ojos que fui yo la que tuve que contenerme para no sucumbir ante él. Apenas asintió, giró y desapareció entre las cabañas.

Entré en la mía, todavía cubierta con la capa de Gunnar. La deslicé de mis hombros y la estreché contra mi pecho. Olía a él. Me abracé a ella y, tumbándome en el jergón, me deshice en llanto.

Ya anochecía cuando Eyra entró en la cabaña, y me encontró en la misma posición.

Me observó intrigada durante un largo instante. Parecía meditar al tiempo que me inspeccionaba el rostro cuando llegó a una conclusión: tomó una banqueta y se sentó junto a mí. Varios mechones de cabello cano asomaban de la pañoleta que le cubría la cabeza.

—Imagino que no estás así por tu encuentro con ese lobo, ¿me equivoco?

Negué con la cabeza. Imaginaba que tenía los ojos enrojecidos, clara evidencia de mi congoja.

—Cuéntamelo.

Le narré lo sucedido hipando entre sollozos entrecortados.

—No creerás que Gunnar pensaba violarte, ¿no?

—No, creo que perdió el control buscando una respuesta. Él olvidó…

La mujer frunció el ceño y emitió un suave gruñido.

—No, él no ha olvidado nada. ¿Quieres saber lo que hizo cuando se marchó de aquí?

Asentí y me incorporé.

—Necesitaba alejarse de ti. Si tenía que entregarte, si iba a perderte, debía poner en su corazón una barrera, un muro de hielo que encerrara sus sentimientos. Y, aunque imagino que tú también llegaste a esa conclusión, no fue ese el motivo principal. Se marchó para vengarte.

Tragué saliva, me sudaban las palmas de las manos.

—¿Lo ha matado?

En el marchito rostro de la anciana asomó una expresión de orgullo.

—Hizo algo más que eso. Viajó para reunirse con el rey Halfdan el Negro de la casa de Yngling para anticiparse al theng.

La miré sin comprender.

—Gunnar tejió astutamente su red y ahora solo espera que la presa caiga en ella —agregó con una sonrisa ladina—. Suministró al rey información sobre la sublevación que el jarl Harald el Implacable piensa llevar a cabo. Le indicó con lujo de detalles los pormenores del ataque. Incluso aportó un testigo de la guardia personal, que confirmó sus palabras. He de decir que tuvo que ponerlo prácticamente azul hasta que se decidió a colaborar.

—Pero, si Gunnar ha cambiado de bando —deduje alterada—, deja a su pueblo en una situación delicada; sin hersir, Ulf tomará las riendas.

Eyra agitó la mano para descartar tal posibilidad.

—Él no ha cambiado de bando, muchacha.

Agitada comprendí la gravedad de la situación.

—¿Piensa pelear con su jarl en una batalla perdida?

La anciana volvió el rostro hacia el hogar. Un resplandor anaranjado iluminó su perfil y titiló en sus facciones.

—Sí, pero solo para asegurarse de que muera. —Suspiró apesadumbrada—. Sin embargo, no tendrá muchas posibilidades de escapar de un combate tan desigual como ese. En cuanto a Ulf, creo que también tiene planes para él.

Me levanté inquieta y caminé frente al fuego de un lado a otro frotándome las manos. Angustiada, la miré.

—¿Y si descubren su traición?

—Entonces no tendrá que preocuparse por la batalla ni por nada.

Negué con la cabeza. No podía hacer eso. No lo permitiría.

—Todo esto es una locura. No merece la pena, aquello ya pasó. No vale su vida, debe haber una solución.

Mi voz sonó chillona. Eyra permanecía en silencio y me observaba como una lechuza en la noche, impasible e inexpresiva.

—Quiero decir que tal vez haya algo que podamos hacer, quizá…

Eyra alzó una mano para detenerme.

—Freya, la guerra era algo inminente. No solo nuestro jarl pensaba alzarse, hay otros, pero gracias a la confesión de Gunnar, serán eliminados antes de que se incorporen a la batalla. Le ha regalado la victoria al rey. Si sale con vida, y ojalá los dioses lo protejan, será recompensado con creces. Le será entregada una buena parte de tierra, ganado y oro. Conseguirá ser un terrateniente con fortuna; solo queda confiar en que lo logre. Pero eso nunca lo sabrás.

La angustia creció en mi pecho como una losa pesada y fría.

—Tal vez todavía esté aquí.

La mujer negó con la cabeza, sus ojos brillaban.

—Mientras ibas al río, un grupo de guerreros llegó al pueblo: guerreros del jarl. Gunnar los estaba atendiendo cuando oyeron tus gritos. Trajeron órdenes de llevarte a Haithabu. Tu familia te espera con el rescate: ochocientos veinte gramos de plata, el precio de cuatro mujeres. Debes sentirte afortunada.

Ahí estaba la explicación de la conducta de Gunnar, su desesperación creció ante la inminente partida. Cerré los ojos desgarrada por dos emociones que tiraban en direcciones completamente opuestas. Por un instante, temí romperme en mil pedazos, tan quebrada estaba mi alma, que me veía incapaz de hablar, de caminar, incluso de respirar.

Eyra contemplaba conmovida mi desesperación. Se levantó y me abrazó con fuerza y fue en ese cuerpo encorvado y enjuto en el que descargué toda mi pena.

—Pequeña, te echaré tanto de menos.

Lloramos desconsoladas. Mi madre en aquellas tierras paganas. Nunca la olvidaría.

La puerta se abrió y fue Gunnar quien nos observó desde el umbral.

—Partiremos mañana al alba —anunció con gravedad.