Capítulo 12
El reencuentro
Haithabu bullía de actividad.
Navíos de tamaños y formas dispares salpicaban la bahía adornando con sus colores el puerto. El sol estaba en lo alto y arrancaba destellos dorados a la superficie verdosa del mar. La temperatura, algo más suave, desechó las pesadas túnicas de lana a los baúles. Una brisa, fresca, pero agradable, corría sinuosa entre los mástiles y se filtraba entre las gruesas maromas produciendo un silbido cortante.
En el embarcadero, hombres de aspecto hosco se afanaban en descargar toneles y animales.
Más allá, un vocerío se alzaba entre la barahúnda para prodigar las virtudes de sus mercancías; la mayoría eran mujeres harapientas con la desolación reflejada en sus rostros.
Junto al puerto, un grupo desordenado de cabañas salpicaba la ensenada; frente a ellas, y en pleno auge comercial, algunos tenderetes ofrecían una extensa variedad de productos, desde quesos, cereal y cerveza hasta favores sexuales.
La gente se arremolinaba en torno a los vendedores para observar con ojo crítico el género expuesto.
Desembarcamos y deambulamos curiosos entre aquella insólita mezcolanza de razas. Mercaderes asiáticos, árabes y sajones se entendían en una extraña jerga que conjugaba frases en diversos idiomas.
Algunos hombres me miraban interesados, pero antes de poder preguntar mi precio la rotunda negativa de Gunnar los espantaba de inmediato.
Él me aferraba la cintura en un gesto más posesivo que protector.
—Si sigues apretándome así, vas a partirme en dos —refunfuñé. Alivió la presión, pero no me soltó.
—Deberías estarme agradecida, estoy ahuyentando a todos esos patanes que babean por ti.
—¡Oh, gracias, mi señor, pero hasta no hace mucho tú eras uno de ellos! —exclamé en tono burlón.
—Y mira lo que te ha pasado por no haber tenido protección. Te has convertido en mi propiedad.
—Y tú en la mía.
—De eso no hay ninguna duda —concedió divertido.
Sonreímos cómplices.
Tras nosotros, Thorffin, Erik y Ragnar caminaban entusiasmados por lo que veían; en el corto trayecto hasta el entarimado donde las esclavas eran expuestas para su valoración, habían obtenido unas jarras de cerveza y unas cuñas de pan relleno de arenques ahumados.
Una muchacha escuálida de rizados cabellos castaños y enormes ojos negros subía a trompicones los escalones guiada por su captor. Alrededor de su frágil cuello, una áspera y deshilachada soga rozaba lastimosamente su pálida piel. Las laceraciones mostraban úlceras en muy mal estado. Tenía la mirada perdida, como si estuviera en otro mundo, muy lejos de allí. Su maltrecho cuerpo respiraba, se tenía en pie y obedecía sin resistencia, pero su alma había escapado; era libre y vivía en los recuerdos, se alimentaba de ellos: eran cuanto le quedaba.
Su amo tironeaba de la soga para dirigirla de un lado a otro. Peor que a un animal, la obligó a ponerse de rodillas y le levantó la túnica para que todos contemplaran su trasero. Aparté la mirada con asco.
—¡Cómprala!
Gunnar me miró asombrado. Pero no dudó, ni preguntó.
Levantó la mano a la primera oferta; nadie osó pujar.
—Ya la tienes, es tuya —me dijo—; imagino que quieres liberarla.
Negué con la cabeza. Sorprendido, alzó las cejas en muda pregunta.
—Sería incapaz de sobrevivir sola en estas tierras; quiero cuidarla, devolverle algo de lo que le han arrebatado.
Gunnar me estrechó entre sus brazos.
—Sé que es duro para ti ver todo esto, no estás acostumbrada, pero es algo muy común. Sientes compasión y es algo muy noble, sin embargo, no debes encariñarte mucho con ella.
—¿Por qué?
—Bueno, porque… no creo que viva mucho. Resulta obvio que ha traspasado el límite de sus fuerzas.
En ese momento, el bellaco que la guiaba escaleras abajo la empujó con violencia y la estampó en el suelo. Airada me zafé de Gunnar y corrí hacia ella.
—¡No te atrevas a tocarla de nuevo, malnacido, o te arrancaré los ojos!
Me agaché a su lado y la ayudé a levantarse.
—¡Vaya fiera, muchachos! ¿A quién le gustaría domesticarla?
Varias voces gritaron al unísono, el hombre soltó una carcajada.
—¡Ven aquí, preciosa, yo seré el primero!
Unas manos sucias agarraron mis caderas, ya me giraba iracunda cuando el hombre que me sujetaba cayó a plomo, derribado por el puño de Gunnar.
—¿Quién es el segundo? —tronó expectante.
La muchedumbre se disipó entre murmullos y miradas recelosas.
—¡No vuelvas a separarte de mi lado! —me reprendió ceñudo.
—Ya has visto lo que le ha hecho —me defendí todavía furiosa.
—Sí, y también he visto lo que pensaban hacerte a ti. Y, maldita sea, eres mi esposa, mataré al que te ponga las manos encima.
El hombre que había derribado, al escuchar sus palabras, se escurrió presuroso entre la multitud.
Me abrazó y respiró aliviado.
La muchacha nos observaba impávida.
Me dirigí hacia ella y le pregunté su nombre en varias lenguas. No obtuve respuesta. Igualmente le sonreí. Tomé su mano, temblaba.
—No debes tener miedo, no te haremos ningún daño. ¿Tienes hambre?
Tampoco contestó.
Las costillas se le marcaban bajo la raída túnica, los pómulos le resaltaban penosamente y sus mejillas descarnadas conferían a su rostro una apariencia casi espectral; tan solo su abundante y espeso cabello destacaba en aquel cuerpo menudo.
Comimos bajo la sombra de una conífera de ramaje denso y fragante aroma. La muchacha masticaba solo porque se lo ordenábamos, no daba muestras de saborear ni de deleitarse con los manjares.
Me rompía el corazón observar a alguien en un estado tan lamentable. En ese momento, supe que no descansaría hasta resucitarla de la apatía que la relegaba a esa especie de limbo cercano a la muerte. La muchacha apenas si fijaba la mirada en nosotros, y las pocas veces que se cruzaba con la mía, le sonreía con dulzura en un vano intento por recibir algún tipo de empatía.
—Resulta conmovedoramente obediente —observó Thorffin—. Creo que eso es cuanto vas a conseguir de ella.
—Solo necesita tiempo y cariño —espeté esperanzada—. Además, es muy joven, estoy segura de que lograré traerla de vuelta.
Los hombres me miraron con extrañeza, era evidente que no confiaban en mi afirmación.
Gunnar terminó con el último bocado de queso, bebió largamente de su odre, se limpió la boca con la manga y me miró con una inusitada seriedad. Supe lo que iba a decir antes de abrir la boca.
—Tu familia nos espera. —Hizo una pausa para indagar en mi expresión—. Llevan dos semanas acampados en una pequeña cala en la bahía de Aalborg.
Respiré hondamente.
Las mariposas volvían inquietas a revolotear en mi estómago. Una parte de mí ardía en deseos de verlo, otra pugnaba por correr lejos de él. Intenté eludir la penetrante mirada de Gunnar; me afané por sacudir mi túnica de migajas y recogí los alimentos sobrantes.
—¡Erik, ve por los caballos y las armas!
Esta vez sí lo miré. Aquella posibilidad me angustió. No permitiría que hirieran a los míos bajo ningún concepto. Gunnar descubrió esa determinación en mi semblante. Frunció el ceño.
Me acerqué a la muchacha y la ayudé a levantarse; a pesar de su deteriorado aspecto, no debía de tener más de quince años. La sujeté delicadamente por la cintura, ella dejó escapar un gemido.
—¿Te he lastimado?
Los enormes ojos de la chica contenían a duras penas las lágrimas.
Sin más dilación le subí la túnica y, horrorizada, descubrí unos espantosos moretones en los costados. Ante mi escrutinio, la muchacha se encogió; no supe si de vergüenza o de dolor. Ahogué una exclamación cuando vi parte de su espalda. Había sido azotada repetidas veces, tal vez con una vara. La fina piel mostraba cicatrices viejas y otras recientes todavía cubiertas por una costra sanguinolenta. El resto de su cuerpo era una mancha violácea y amarillenta.
La indignación me poseyó.
—¿Quién puede ser tan despiadado, tan sádico?
—Más gente de la que imaginas —contestó Thorffin.
Sentí la necesidad de abrazarla, pero me contuve por miedo a dañarla de nuevo, me conformé con acariciarle el cabello.
—Jamás permitiré que nadie vuelva a hacerte daño, te lo juro. Voy a cuidar de ti.
Me miró con dureza, apretó la mandíbula y se alejó de mí.
—¡Mátame!
La contemplamos completamente paralizados. Aquel tenue hilo de voz, casi un susurro, brotó de ella con penoso esfuerzo.
—No podría. No te he comprado para eso, sino para…
—¿Para convertirme en tu mascota? ¿Un perro al que puedas mimar y así convencer a tu conciencia de que has hecho lo correcto, sentir que eres maravillosa y de esa manera lograr que tu dios reserve para ti un lugar privilegiado? Lo siento, pero no, gracias, no voy a ser tu animalito; a la menor oportunidad, me escaparé o con suerte lograré encontrar la manera de acabar con este suplicio de una vez por todas. Solo quiero ser libre y tan solo hay una forma de conseguirlo.
—Tan solo deseaba ser tu amiga y, si sentir compasión por el prójimo te resulta tan sospechoso e interesado, es obvio que llevas mucho tiempo rodeada de bestias inmundas. Si lo único que anhelas es acabar con tu mísera vida, la que lo siente soy yo, porque no pienso permitirlo. Siempre hay otra oportunidad, una esperanza de olvidar y empezar de cero. Si me dejas, te ayudaré; y si no, maldita sea, también lo intentaré.
La muchacha me observó boquiabierta. Mi vehemencia la había enmudecido.
—Soy Leonora de Castro y Antúnez, puedes llamarme Leonora o Freya como prefieras. Nací en la ciudad de Toledo, en el al-Andalus y fui capturada como esclava. Y nunca, óyeme bien, nunca dejé de luchar por vivir. Ni siquiera soy capaz de imaginar las aberraciones a las que te han sometido, pero eso ya ha pasado, ahora estás con nosotros y eso ya es motivo suficiente para agarrarte a la cuerda que te lanzamos.
Tras mi exposición se produjo un silencio prolongado. Gunnar me contemplaba con admiración, los guerreros con asombro. No sabía si mis palabras habían surtido algún tipo de efecto, así que me dispuse, con toda la tranquilidad de la que fui capaz, a terminar de recoger.
—Me llamo Ada de Montinag, provengo del sur de la Galia. Fui capturada hace tres años y apenas recuerdo el rostro de mis padres. He tenido dos amos y el último es el demonio en cuerpo de hombre.
No me dio su nombre de esclava y eso ya era una buena señal.
—Este es un nuevo comienzo, Ada.
En ese momento, llegó Erik con los caballos. Tenía una sonrisa complacida en el rostro.
—¿Dónde demonios has buscado los animales? —rezongó Gunnar molesto por la tardanza.
Erik se rascó la barbilla algo incómodo, pero continuó exhibiendo esa sonrisa estúpida.
—Bueno, me han entretenido.
Ragnar resopló, agitó una mano y se dirigió a su montura.
—¿A ti o a tu aguijón?
—A ambos.
Thorffin soltó una carcajada.
—Thorffin, tú llevarás a Ada —ordenó Gunnar—; eres el único hombre honorable aquí.
—Y que lo digas, tú también te has convertido en un depravado.
Gunnar sonrió, montó con soltura en su negro alazán y se inclinó para ayudarme. Subí tras él y me ceñí a su espalda.
—En mi defensa diré que la tentación siempre me acompaña.
Rodeé con mis brazos su cintura. Suspiró exageradamente.
—¿Ves a lo que me refiero?
Thorffin sonrió, sacudió la cabeza y montó con presteza a pesar de su apabullante tamaño. Ayudó a Ada con una delicadeza desconocida en él.
—Pequeña, si te duele demasiado, házmelo saber, ¿de acuerdo?
La muchacha lo miró con sus grandes ojos negros y asintió. Parecía un cervatillo asustado.
Cabalgamos con el sol del mediodía que caía oblicuamente entre las agujas de los arces formando en el lecho del bosque unas sombras alargadas. Entre helechos y peñascos avanzamos por un sendero que contorneaba la costa. La belleza del paisaje era subyugadora. El mar, de un azul profundo, se rizaba espumoso contra la orilla. Las gaviotas surcaban los cielos y planeaban cerca de la superficie del agua con la esperanza de vislumbrar alimento. Un afilado y rocoso cabo se adentraba en el mar. Nubes espesas se esponjaban contra un cielo azul y radiante. Y el aroma, un intenso perfume a bosque húmedo, a madera vieja y a salitre.
El invierno llegaba a su fin, largo, crudo y oscuro. Ahora venían los meses de luz en los que nunca anochecía, en los que un extraño y hermoso sol de medianoche presidía incansable el firmamento bruñendo de oro cada rincón de aquellos bellos parajes; tan solo una ligera penumbra acogía los sueños, carentes de las negras sombras que acompañaban al frío.
Comprendí que amaba aquella tierra hostil a la que había sido lanzada. Ya no era mi particular prisión; era el lugar en el que me había encontrado a mí misma, en el que había encontrado el amor, la amistad y muy pronto el hogar. Los recuerdos de mi tierra natal, todavía anclados en mi pecho, jamás se borrarían, pero habían quedado relegados a un segundo término, y ahora viajaba hacia el último lazo que me unía a ellos con la intención de cortarlo.
No tardamos en llegar a Aalborg.
Bordeamos un cerro y ascendimos un montículo pedregoso. Desde la loma vislumbramos una pequeña cala cobijada por escarpados acantilados. Dos barcos con las velas replegadas fondeaban en la orilla. Más allá, varias tiendas se alineaban frente a una playa de guijarros; un grupo de hombres se reunía en torno a una hoguera. Sus voces llegaron a mis oídos, la lengua árabe que reconocí me aceleró el pulso.
Descendimos lentamente, casi con parsimonia, para dar tiempo al campamento a reconocer la comitiva que esperaban.
El campamento se agitó ante nuestra presencia, varios hombres corrieron por sus espadas, otros se adentraron en la tienda principal.
Gunnar, a una distancia prudencial, ordenó detenernos. Bajamos del caballo, los hombres desenfundaron sus espadones. Los miré nerviosa.
—No pienso consentir que se derrame sangre.
Gunnar me contempló con férreo semblante.
—¿Tampoco vas a consentir que nos defendamos? —me increpó.
—No nos atacarán, solo esperan una transferencia comercial —objeté molesta.
—Sí, una transferencia que no se llevará a cabo —espetó malhumorado—; es condenadamente fácil que surjan problemas, ¿no crees?
Sabía que llevaba razón, pero de igual forma no podía soportar que hubiera un enfrentamiento.
—Te suplico que confíes en mí y permanezcas al margen. Está batalla la libraré sola, cualquier intervención tuya podría ser desastrosa. Veas lo que veas, no te inmiscuyas.
Gunnar palideció.
—¿Vea lo que vea? ¿Por quién demonios me tomas? ¡Eres mi mujer, maldita sea!
—Pero él no lo sabe, y quiero ser yo quien se lo diga. Y si él ha venido a reencontrarse con la esposa que perdió, probablemente su primera reacción…
Cuando comprendió a lo que me refería, pareció hervir de furia, pero para mi sorpresa solo asintió.
—Solo ponte en su lugar.
—Ya lo he hecho, por eso tomo mis medidas.
Lo miré imprimiendo en mi semblante una clara advertencia. En ese instante la voz que llegó a mí me paralizó. Giré.
—¡Shahlaa!
A pocos metros de mí, dos hombres me contemplaban claramente emocionados. Rashid casi se echó a correr hacia mí.
Por un momento, no lo reconocí: lucía una barba cuidada y su cabello oscuro estaba más corto de lo acostumbrado, parecía cansado y ojeroso, pero en ese preciso momento, irradiaba felicidad.
Mi tío Rodrigo sonreía sin poder contener las lágrimas.
En un rápido movimiento, los hombres de Gunnar se adelantaron cerrándoles el paso. Oculta tras aquellas gigantescas espadas, intenté en vano recomponer mi impresión, pero la losa fría y pesada que había aprisionado mi pecho permanecía. Una mano aprisionó la mía. Miré de nuevo a Gunnar.
—Te amo —susurró casi con un hilo de desesperación.
No podía hablar y me solté. El temor de su mirada se acrecentó.
—Confía en mí —logré articular.
—No sé cuánto seré capaz de soportar —me previno.
—Confía en mí —repetí con toda la calma que pude reunir, aunque mi interior era un amasijo tembloroso y caótico.
La voz de Rashid había arrancado recuerdos demasiado vívidos del amor que habíamos compartido. Estaba allí, y eso ya era una inequívoca señal de lo que seguía sintiendo por mí. Supe que iba a ser más duro de lo que había imaginado; si alguien no se merecía esto, era él.
Un tercer hombre se acercó a nosotros, era el traductor.
—¡Acérquense y recojan lo convenido! —habló en lengua nórdica.
Fui escoltada frente a la tienda principal, en la que un maltrecho banco de madera sostenía una balanza; en uno de sus platos, habían apilado un puñado de dírhams de plata. En el otro, una serie de pesas equilibraba ambos platillos. Mi rescate.
Rashid y Rodrigo aguardaban impacientes el intercambio. Cometí el error de mirar a Rashid. Sus ojos negros como la noche prácticamente me devoraron.
Recordé la noche que pidió mi mano. Era la primera vez que habíamos estado cerca, y su impaciencia nos había incomodado tanto a mi madre como a mí. En aquella ocasión, su mirada habló con tanta claridad como lo hacía ahora, con una diferencia, no iba a conseguir lo que había ido a buscar.
Metieron la plata en un saco de sarga, lo anudaron y se lo entregaron al guerrero más cercano. El traductor pareció atemorizado ante el tamaño de Thorffin y con cautela le extendió la bolsa.
—¿Y ahora qué? —inquirió mirando a Gunnar.
Pero, antes de que respondiera, me adelanté; ese simple gesto bastó para que Rashid se abalanzara sobre mí. Me rodeó con sus brazos y me besó.
—¡Shahlaa, mi amor! ¡Mi amor, mi amor…!
Una lluvia de besos cubrió mi rostro. De nuevo me abrazó embargado por el llanto. Temiendo la reacción de Gunnar intenté apartarme sin resultado alguno.
Aquellos besos despertaron emociones confusas en mí, sentí compasión, dolor por lo perdido, vergüenza por mi traición y sobre todo nostalgia de aquel primer amor roto por el destino y por mi debilidad.
—¡Leonora!
Mi tío aguardaba su turno. Me lancé a sus brazos y sollocé abiertamente. Sentí que no podía hacerles eso. Lamenté haber ido, solo deseaba correr lejos de allí, esconderme en una cómoda cobardía para alejar el dolor que me atravesaba.
—¡Por fin te encontramos!
Logré separarme lo suficiente para preguntar por mi madre.
Los cerúleos ojos de Rodrigo se empañaron nuevamente.
—Aguardando tu regreso, ha rezado cada día desde entonces, hoy Dios nos ha escuchado.
Cada palabra era un puñal afilado que se clavaba en mi alma.
—¿Y Khaled? —pregunté con voz temblorosa.
La imagen de su cuerpo ensangrentado tirado en la calzada no me había abandonado. Miré a Rashid, en su rostro vi la respuesta. Otro puñal me atravesó.
—Vivió un tiempo después de aquello. Tu madre lo recibió en su casa. Por un momento pensamos que se repondría, pero desgraciadamente unas fiebres se lo llevaron dos meses más tarde —explicó apesadumbrado.
Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano en un gesto del todo infructuoso, pues no dejaban de brotar. Intenté serenarme recordándome lo que había ido a hacer, pero quedaba una pregunta.
—¿Y… sus hijos?
Fue Rodrigo quien habló.
—Viven con tu madre, ella los ha acogido. Khaled se lo pidió.
Me consoló saber que no estaba sola y que se había reencontrado con mi padre. Imaginé que la presencia de mis medio hermanos la hacía sentirse más cerca de mí, pero ¿qué pensaría cuando supiera que no iba a volver? ¿Lograrían ellos ocupar mi vacío, mitigar algo su pena? Deseé con todas mi fuerzas que así fuera.
Entonces me di cuenta de que los árabes miraban bastante nerviosos a los guerreros, algo muy normal teniendo en cuenta su tamaño y ferocidad.
Pero permanecían inmóviles sin ninguna intención de marcharse. Aquello los desorientaba. Por regla general, los vendedores desaparecían tras satisfacerse el acuerdo. No obstante, Thorffin permanecía rígido con la bolsa repleta de plata sujeta en su mano izquierda, sin saber muy bien qué hacer con ella.
Rashid de nuevo se acercó a mí con la clara intención de atraparme en sus brazos. Fue justo el momento en el que Gunnar decidió intervenir.
Alargó la mano y, en un rápido movimiento, arrebató la bolsa, seguidamente se adelantó con la velocidad de una pantera e interpuso la saca entre Rashid y yo, evitando el inminente contacto. Rashid retrocedió y miró a Gunnar; y él me contempló a mí.
Me fijé en la expresión de cólera contenida por el efusivo reencuentro. Era el momento. Tragué saliva.
—Hay… algo que quiero decir —comencé con la voz algo temblorosa.
—Hablaremos en el barco —interrumpió Rashid—. Me muero de ganas de abandonar estas costas. —Observó con evidente desagrado a Gunnar y añadió—: imagino que este rufián quiere un incentivo para escatimarlo a su jefe; le daré mi medallón; no quiero tener problemas con estos bárbaros.
Agradecí al cielo que los bárbaros en cuestión no entendieran ni una palabra de árabe.
Ya alzaba los brazos tras su cuello cuando puse una mano en su codo para detenerlo.
—No quiere tu medallón.
—Pregúntale qué desea y que se largue de una vez.
—Sé lo que quiere.
Rashid alzó las cejas interrogante, y Rodrigo miró con evidente desconcierto a Gunnar para luego clavar en mí una mirada llena de desasosiego.
—A mí.
Instantáneamente se miraron entre ellos con una expresión de alarma reflejada en sus rostros y a continuación me observaron algo aturdidos.
Rashid dejó caer la bolsa al suelo y me atrajo hacia él.
—No puede romper el trato, el intermediario nos aseguró que era su jarl quien hacía la venta. No tiene ningún derecho sobre ti.
—Sí lo tiene.
En los oscuros ojos de Rashid brilló el temor. Tomó con fuerza mis hombros, acercó su rostro al mío y con vehemencia exclamó:
—¡Escúchame, Shahlaa, nada de lo que haya pasado en este tiempo me importa! ¿Lo oyes? ¡Nada! Imagino que te habrás visto obligada a hacer… cosas que de otro modo no habrías hecho, yo lo comprendo.
Entonces recordé la carta que la misma Amina había escrito en nombre del jarl. Era imposible saber la cantidad de ignominias que habría lanzado contra mí, pero sin duda de una sí era culpable y, por la expresión de Rashid, supe que había creído cuanto se narraba en aquella misiva, y aun así…
—Durante todo este tiempo me he visto obligada a hacer muchas cosas —concedí. Hice una pausa y miré directamente a Gunnar—. Pero te aseguro que otras no, y la decisión de quedarme es una de ellas.
Los hombres me miraron boquiabiertos. La expresión petrificada de Rashid fue desgarradora. Negó con la cabeza como si hubiera sido producto de su imaginación. Rodrigo ni siquiera parpadeó, parecía una estatua con la boca desencajada. Sus arrugas se acentuaron.
—¡No puedes hablar en serio! ¡Has perdido el juicio, muchacha!
Rashid ni siquiera fue capaz de articular palabra, parecía faltarle el aire. Por un momento, pensé que se desplomaría.
—No, tío, no he perdido el juicio. Soy consciente del impacto de mi decisión, espero que puedan perdonarme algún día.
El cetrino rostro de Rashid tornó de un pálido casi marmóreo a un rojo intenso. Temí un arranque de ira y, para evitar una confrontación abierta, lo tomé del brazo y lo encaminé a la tienda.
—Será mejor que hablemos en privado —propuse.
Antes de adentrarme con él, miré hacia atrás. Gunnar no parecía muy complacido con la idea. Me pregunté cuánto tardaría en irrumpir como un desquiciado.
La lona roja de la tienda teñía de bermellón la suave luz que traspasaba su textura y daba la impresión de un falso y acogedor atardecer. En el interior, las alfombras y los cojines que cubrían el suelo traían a mi memoria la habitación en la que tanto nos habíamos amado Rashid y yo. Cerré los ojos y aspiré con fuerza. Cuando los abrí, la mirada acusatoria de él me golpeó.
—No puedes hablar en serio —comenzó. Su voz era ahora apenas un hilo—. No imaginas cuánto te hemos buscado, cuánto te he echado de menos, Shahlaa. Todo este tiempo he vivido sin corazón, ¿por qué haces esto?
—Porque Shahlaa murió.
Sus ojos se abrieron con asombro, torció la boca ligeramente y de nuevo negó con la cabeza, el miedo se le dibujó en el semblante.
—Sí —agregué—, Shahlaa murió aquel día junto al puerto de Isbiliya. Murió con cada paso que daba para sobrevivir y, a pesar de eso, me aferré cuanto pude a tu recuerdo, a nuestro amor; sin embargo, no fui lo suficientemente fuerte para resistir. Estaba demasiado ocupada manteniéndome con vida, y en esa lucha otro sentimiento comenzó a invadir mi corazón diluyendo tu recuerdo. Te juro que peleé contra él, pero terminó dominándome. Yo… amo a otro hombre y me he convertido en su esposa.
Retrocedió tambaleante, boqueó como un pez buscando aire y comenzó a adquirir un alarmante tono grisáceo.
Sentí su furia, su decepción, su dolor. Me sentí como si le hubiera clavado un puñal en el pecho y, en realidad, lo había hecho. No me iba a ser fácil vivir con eso.
—¡No, no, no…! ¡Tú eres mi esposa, de nadie más!
Había alzado la voz considerablemente y temí que apareciera Gunnar. Me acerqué con intención de calmarlo, pero aquello fue un craso error.
Rashid se abalanzó sobre mí y me derribó sobre la alfombra. El impacto me dejó sin respiración, pero la enloquecida mirada del hombre que tenía encima me sobrecogió lo suficiente para recuperar el resuello.
Comencé a debatirme en un intento por sacármelo de encima y, aunque era mucho más menudo que Gunnar, su furia lo dotó de una fuerza extraordinaria. No conseguí moverme. Me había apresado las manos por encima de la cabeza y me besaba con voracidad. Giré la cabeza en un fútil intento por evitar su boca, pero aquello solo lo alteró más, así que decidí permitirle besarme hasta que se calmase.
Mas, cuando abrí la boca y su lengua invadió la mía, los recuerdos me abofetearon con violencia. Sentí ganas de llorar y, por un instante, maldije a Gunnar. Aunque me embargaron emociones contradictorias, sí descubrí que el hormigueo que había despertado una vez en mí, ya no estaba. Solo aquel bárbaro maldito lograba encogerme el estómago con una sola mirada, solo él encendía la chispa de mi pasión, solo él conseguía que sintiera revolotear mariposas en el pecho con el simple roce de sus labios.
Rashid también notó mi frialdad. Fue suficiente para que se apartara completamente derrotado.
Inmediatamente me puse de pie. Solo mirarlo me llenaba de angustia.
—Es ese gigante de ojos verdes, ¿verdad?
Asentí.
—Lo siento. Simplemente pasó.
De pronto, dejó escapar una abrupta carcajada.
—¿Y ya está? Acabas de destrozar a un hombre y dices que simplemente pasó. —Dio un paso hacia mí y tomándome por los hombros comenzó a zarandearme—. ¡Acabas de hacerme añicos cualquier posibilidad de ser feliz, de volver a sentir, incluso de volver a vivir!
—Yo…
No pude reprimir más las lágrimas.
—Yo… no sé qué decir, salvo que espero que puedas recuperarte y casarte de nuevo. Estoy segura de que tarde o temprano encontrarás el amor. Nadie lo merece más que tú.
Pasó las manos por su negro cabello, alborotándolo. Agitado, se paseó por la estancia dando patadas a cuanto cojín se interpuso en su camino.
—¡No y mil veces no! —gritó encolerizado—. Nunca amaré a otra, lo sé, siempre lo supe y lo que ahora me queda dolorosamente claro es que tú —me señaló casi con desprecio—, ¡tú jamás me has amado lo suficiente!
—Eso no es verdad —me defendí.
Rashid gritaba al tiempo que caminaba de un lado a otro. Gesticulaba exageradamente, desfogando en sus ademanes la ira que lo sacudía.
—¡Claro que es verdad! ¿Acaso crees que yo habría dejado de quererte aunque me hubieran alejado cien años de ti? ¿Aunque una decena de hermosas mujeres me hubieran tentado? ¡No, nunca!
—¡Ya te he dicho que resistí cuanto pude!
—¡Sí, ya imagino cuánto resististe! Seguro que te abriste de piernas a la primera oportunidad.
Como accionada por un resorte, levanté la mano y la estampé con violencia en su mejilla.
—¿Sabes quién escribió esa carta? ¿Sabes con quién he tenido que convivir todo este tiempo?
La mirada azabache de Rashid me penetró.
—Con Amina. La apresaron como a mí, y puedo asegurarte que me hizo la vida imposible, ella adornó la misiva del rescate.
Claramente sorprendido, abrió desmesuradamente los ojos. Tragó saliva antes de hablar.
—No puedo creerlo —musitó.
—No creerías por todo lo que he pasado.
Esta vez me miró algo avergonzado, al menos había conseguido apaciguarse lo suficiente para escucharme.
—Han atentado en más de una ocasión contra mi vida, me azotaron, me violaron y golpearon, me acusaron de brujería, me despreciaron y la mayor parte de esas cosas fueron propiciadas por ella.
Las lágrimas llegaron saladas a la comisura de mis labios, pero era amargor lo que sentía.
—Aunque sí debo confesar que me entregué a él y solo a él por voluntad propia. Al principio, por evitar que me entregaran al temible jarl, el hombre que me violó, pero después… se metió en mi alma.
Rashid también lloraba, me miraba roto. Su apuesto rostro se ensombreció y cayó en un abismo del que temí que no saliera.
Asustada lo abracé y lo acuné con dulzura. Él se dejó caer en mis brazos, sacudido por los sollozos. Acaricié su cabello y le susurré palabras de consuelo. No sé cuánto tiempo pasamos así, pero cuando dejamos de llorar Rashid tomó mi rostro entre sus manos y me contempló largamente.
—Estás más hermosa que nunca, es como si resplandecieras y eso me mata, porque yo no soy el causante —susurró con semblante enamorado.
—Volverás a amar; solo necesitas tiempo.
Negó con la cabeza y sonrió levemente con el dolor todavía desfigurándole las facciones.
—Nunca dejaré de amarte, Shahlaa, para mí siempre estarás viva aquí. —Se señaló el pecho—. ¿Y sabes por qué lo sé?
No contesté, pero me encogí aguardando una respuesta.
—Porque en este tiempo en el que cabía la posibilidad de que estuvieras muerta, tuve que casarme de nuevo.
Hizo una pausa para escrutarme el rostro, yo reflejé en él mi asombro, pero resultaba obvio que él esperaba encontrar algo más. Suspiró contrariado.
—Tuve que hacerlo porque me arruiné empecinado en tu búsqueda. Desvié a mi flota de las rutas comerciales para seguir tu pista, contraté a un grupo de hombres para que averiguaran tu paradero y negociaran tu rescate. Yo mismo viajé a estas tierras sin resultado alguno. Desatendí mis negocios, perdí importantes clientes, además ya no pude costear los gastos. Solo me quedaba una opción, y era desposar una mujer con una dote elevada. Y lo hice. Ella no es como Amina, se llama Raissa y es una buena mujer, dulce y paciente. Yo… tengo un hijo.
Aquello sí que me conmocionó. Comencé a encontrarme mal, incluso sentí que la última comida se revolvía inquieta en mi estómago.
—Es evidente que no puedo reprocharte nada, pero me parece muy injusto que me eches en cara mi debilidad cuando tú también has tenido las tuyas.
—Te echaba de menos. No tienes ni idea de cuánto. Añoraba tu cuerpo, tu piel, tu sonrisa, tu calor. Necesitaba refugio, y ella me lo dio sin preguntar ni exigir, sabiendo que mi corazón te pertenecía a ti. Por eso sé que ninguna ocupará tu lugar. Una sola mirada tuya logra que vibre cada fibra de mi ser, algo que no me ocurre ni siquiera yaciendo con otra mujer. No, no es comparable. Lo que tú me haces sentir es tan grande, tan profundo, tan especial que sé que jamás volveré a experimentarlo si no es contigo.
Me tomó las manos y me miró con una intensidad abrumadora.
—Por eso te pido que me des una última oportunidad, sé que volveré a enamorarte. Lograré que lo olvides. Este mundo no es para ti. Ese hombre es un guerrero, tarde o temprano sucumbirá bajo una espada mayor que la suya, y entonces te quedarás sola, rodeada de extraños en un lugar inhóspito y peligroso sin nadie que te proteja. Si regresas conmigo, estarás con gente que te quiere, con tu familia. Entre todos conseguiremos que olvides esta locura. Piénsalo, por favor, es lo más racional.
Tentada por la mención a mi familia, por el profundo amor que manaba de sus ojos y por la comodidad de una vida segura, bajé la mirada y le di la espalda.
No. No abandonaría a Gunnar, sin embargo, el corazón me sangraba irremisiblemente; las ganas de ver a mi gente me estaban devastando. Hice acopio de fuerzas y respiré hondo. Me dolía el pecho y los ojos, tenía náuseas y me encontraba algo mareada.
—Sí —otorgué—, es lo más racional, pero el amor no lo es, ¿verdad? Además, si algo he descubierto, es que soy demasiado egoísta para compartir a mi hombre. No importa que tu esposa sea una santa; yo no la soportaré ni creo que ella a mí. Un matrimonio es solo cosa de dos y por supuesto que no voy a arrebatarle a un niño a su padre. Vuélcate en ellos, no encontrarás mejor bálsamo. Y, si algún día regreso, no llamaré a tu puerta, sino a la de mi madre.
—Mi puerta estará siempre abierta para ti, como mi corazón.
Sonreí entre lágrimas, él no aguantó más y me abrazó de nuevo.
—No sé si voy a poder vivir sin ti —confesó con la voz estrangulada.
Alcé el rostro y lo miré.
—Llevas casi tres años haciéndolo.
Él sepultó su rostro en mi cabello y me ciñó con más fuerza. Al cabo me soltó y se dirigió hacia una esquina de la tienda, tomó una lámpara de aceite y la encendió con una vela. El día había oscurecido y las penumbras que nos rodeaban se habían convertido en sombras pesadas. Se acercó a mí portando la lámpara y la colgó de un gancho que pendía del centro del techo entelado. Luego me atrajo bajo el farol.
—¿Puedo al menos despedirte con un beso?
No podía negarme, aún a sabiendas de que el beso iba a estar a la altura de lo que sentía por mí.
Asentí.
Rashid miró al frente, a la lona iluminada por el candil y acto seguido me tomó en sus brazos y me besó con pasión. Sus manos tampoco estuvieron quietas, recorrieron cada curva de mi cuerpo. Iba a ser la última vez que iba a estar en sus brazos y pensé que aquella pobre limosna por mi parte supondría un momento inolvidable para él. Sería nuestro último encuentro, no podía escatimárselo después de haberlo herido tan profundamente. Sin embargo, sí había alguien que pensaba hacerlo.
Entró como una tromba, sacudiendo con su gran presencia las varas que sujetaban la tienda. Todo tembló, la lona, el farol y sobre todo yo.
Gunnar se abalanzó sobre nosotros y nos separó. Su rostro estaba contorsionado por la ira. Agarró a Rashid por la pechera de su túnica y le propinó un tremendo puñetazo que lo impulsó al fondo de la tienda. Ya avanzaba de nuevo hacia él cuando me interpuse.
—Era una despedida.
—¿Y piensas que voy a quedarme de brazos cruzados mientras veo como manosean a mi mujer? Apenas si pude contenerme cuando lo oí gritarte.
Entonces comprendí el ardid. Había utilizado astutamente la lámpara para que desde fuera se vieran con total claridad nuestras siluetas. Quería provocarlo y lo había conseguido, estaba claro que no conocía el carácter explosivo de Gunnar. Me volví hacia él, se incorporó maltrecho. Una brecha sangrante se abría en su pómulo.
—¿Qué demonios te proponías?
Se acercó a nosotros desafiante. Clavó sus negros ojos con un odio feroz. Mostrándose retador, me sonrió para luego mirarlo de nuevo.
—No sabes cómo lamento no hablar su lengua, pero tal vez quieras traducir mis palabras.
Negué con la cabeza.
—Me lo imaginaba. —Resopló y me contempló con lascivia. Estaba claro que pedía a gritos un enfrentamiento—. De todos modos, voy a decirle lo que siento y espero que grabe estas palabras y que algún día logre descifrarlas.
Se acercó a él y alzó altivo la mirada. Gunnar le sacaba una cabeza y dos cuerpos; estaba mostrando un valor inaudito, pero también estúpido.
—Te odio, gigante malnacido, y te odiaré por el resto de mi vida. Te deseo una vida corta y desgraciada, porque yo —y se señaló con vehemencia— siempre amaré a esta mujer. —Me señaló a mí—. Sé que al final será mía, no sé cuánto habré de esperar, pero sé que volverá a mí. Tú no la mereces.
Gunnar también fijaba sus ojos en él. Apretaba con fuerza los puños para contener las ganas de golpearlo. Solo mi mirada suplicante lo mantuvo inmóvil.
—Puedes agradecer que no entienda lo que dices, aunque lo imagino. Pero ella es mía —replicó con fiereza.
Y, como para confirmar sus palabras, me tomó en sus brazos y me besó con fuerza. Sentí que las rodillas me flaqueaban, me agarré a él y de repente sentí que la negrura me arrastraba. Escuche dos nombres distintos provenientes de dos voces opuestas, pero en ambos destacaba la alarma.
Cuando abrí los ojos, me encontré con un rostro que había casi olvidado inmersa en aquel ciclón de acontecimientos.
Ada de Montinag presionaba contra mi frente un paño húmedo al tiempo que sonreía. Sus enormes ojos oscuros eran cálidos y profundos. Le devolví agradecida la sonrisa.
—¿Qué ha pasado?
—Te desmayaste, aunque no era para menos, por un momento pensé que iban a matarse por ti.
—No lo habrán hecho aprovechando que no los vigilaba, ¿no?
Uno de los contendientes entró con semblante preocupado en la tienda y se arrodilló a mi lado.
—No, casi nos matas tú del susto —arguyó Gunnar a modo de reprimenda—. Te dije que debías comer más, estás muy débil.
Inmediatamente desenvolvió de un trapo grasiento un pedazo de queso amarillo y me lo ofreció. El intenso olor que desprendía me golpeó provocándome unas náuseas terribles.
—¡Aparta eso de mí!
Me retorcí presa de una arcada, pero no llegué a vomitar. Más calmada, volví a tenderme en el jergón.
—Estás enferma —confirmó Gunnar— y más blanca que la leche de mis vacas.
—¡Vaya, gracias por los cumplidos! ¿Hay algo más que quieras resaltar?
Sonrió y me besó la frente.
Ada se retiró discretamente.
Entonces Gunnar me contempló más gravemente, no supe descifrar su expresión.
—Dímelo —pidió.
—¿Lo necesitas? ¿Acaso no confías en mí?
Resopló y me miró.
—La última vez que me pediste que confiara en ti, te encontré besando a otro hombre.
—Yo no besaba, solo dejaba que lo hicieran —aclaré.
—De cualquier forma, fue una dura prueba para mí. Lo habría matado si no hubiera sabido que me habrías odiado por ello.
Me incorporé sobre un codo y acaricié suavemente su mentón que ya comenzaba a raspar poblado de una barba incipiente, pero dura.
—Te amo —susurré—. ¿Acaso el abandonar a mi familia no es ya una prueba de lo que siento por ti?
—Sospecho que, cuando te enfades conmigo, lo utilizarás para echármelo en cara.
—Soy yo quien ha tomado la decisión, no tiene sentido achacártelo a ti. Y eres muy listo al privarme de esa baza, ahora, aunque quiera hacerlo, no podría, acabas de anular esa posibilidad. Pero, tranquilo, estoy segura de poder encontrar muchas otras cosas que atribuirte cuando me hagas perder los estribos.
Gunnar rio y me estrechó entre sus brazos, cada vez que lo hacía parecía rejuvenecer. Me prometí hacerlo reír a diario.
—¿Dónde está él?
Resopló incómodo.
—Está ahí fuera caminando en círculos como un oso acorralado y hambriento. Te juro, Freya, que no va a poder contenerse mucho más, he visto muchos hombres al límite y, cuando me salte al cuello, no me quedará más remedio que defenderme.
Fuera se escuchaban voces de hombres dando órdenes en árabe. Las melodiosas cadencias de esa lengua caldeaban mi alma al tiempo que acuciaban más la pena que anidaba en mi interior; era como si un pájaro carpintero picase de manera insistente la madera con la que intentaba protegerme.
—Están desmontando el campamento —descubrí con un dejo de tristeza.
Estaba a punto de alejarse para siempre la última oportunidad de ver a mi madre. El peso en mi pecho tiraba con fuerza hacia abajo, sentí la necesidad de asir la mano de Gunnar para alejarme del abismo que amenazaba con atraparme.
Inmediatamente me abrazó interpretando correctamente mi expresión.
Su calor me reconfortó y me aferré con fuerza a su pecho. Ahora él sería mi único asidero, mi refugio, y, esperaba, que mi consuelo, pues sabía que la nostalgia iba a atacarme de manera implacable en más de una ocasión. Una idea se formó en mi cabeza. Debía despedirme de mi madre.
—Trae a mi tío —pedí.
Se levantó y salió a cumplir mi encargo. Tras su salida, una fresca brisa se filtró ondeando la lona, cerré los ojos y aspiré el salobre aroma que invadió la estancia. De repente, sentí la punzada del hambre, tan aguda que me sobrecogió. Miré en derredor, pero no vi nada comestible. Ya me levantaba cuando otra ráfaga de aire entró precediendo a mi tío.
Llevaba un saco medio abierto del que asomaba una hogaza de pan. Otros bultos, imaginaba que más apetitosos, contorneaban la sarga. Me incorporé agradecida por aquella atención.
—Ese bárbaro cree que comes como él. Con lo que ha metido aquí tendrías para una semana.
Aunque sus palabras estaban teñidas de desagrado, me sonreía con mirada afectada.
Me entregó el saco y descolgó de su hombro un odre.
—Es uno de los mejores vinos de al-Andalus, disfrútalo por última vez.
—Quiero escribir una carta a mi madre con una despedida, un ruego y un deseo.
Estarás siempre conmigo, perdón y felicidad, en ese orden. Además necesitaba contarle tantas cosas. Aventuras, desventuras y sentimientos. Quería describirle a Gunnar, a Eyra, a Jimena, a Blanca, a Inga y a todos los que me habían brindado su apoyo, y pensé que más que una carta se convertiría en un legajo interminable.
Rodrigo asintió, sus cerúleos ojos se humedecieron.
—Cada vez que te miraba era a mi amigo a quien veía. En un principio, me sentí traicionado, más tarde comprendí que el amor nos zarandea como burdas marionetas. Con el tiempo olvidé mi resentimiento hacia Khaled y, a través de ti, logré perdonarlo.
Hizo una pausa, sus ojos acuosos se clavaron en los míos cargados de compresión.
—Ahora eres tú la víctima de sus caprichos y nada de lo que pueda decirte va a lograr liberarte de ellos. Va a ser duro para todos, pero no nos queda más que aceptar tu voluntad. —Tomó mis manos entre las suyas y con semblante grave añadió—: pienso que estás cometiendo un grave error, que ningún hombre podrá amarte más que Rashid. No tienes ni idea de por lo que ha pasado, y ahora…
—Tío, sé que lo superará. Ahora tiene un hijo y una esposa.
Rodrigo negó con la cabeza, su cabello dorado veteado de plata se agitó alrededor de su rostro.
—Se refugiará en ellos para poder soportar el dolor, pero jamás lo superará. Realmente espero que ese gigante merezca la pena, porque acabas de condenar a un gran hombre por él.
—¿Crees que podría quedarme con él si no lo mereciera? Luché, tío, te lo juro, hasta el último momento. Incluso negué lo que sentía con la intención de regresar. Comencé este viaje pensando en volver a mi hogar, a mi vida anterior, pero, a cada paso que me acercaba al reencuentro, mi corazón sangraba. No pude resistir más. Amo a ese hombre, incluso más de lo que amé a Rashid, y no puedo vivir en contra de mis sentimientos.
—Entonces solo nos queda vivir con ello.
Se levantó bruscamente. En su rostro se reflejó la amargura, pero también la aceptación.
Se dirigió al fondo de la tienda y de un arcón extrajo un pergamino, un pequeño tintero y una pluma que depositó en un maltrecho pupitre. Sus movimientos eran pesados y lentos, teñidos de desgana.
—Ahí tienes lo que pediste.
Ya se marchaba cuando me levanté y lo detuve.
—Sé cuánto te estoy haciendo sufrir, solo espero que puedan perdonarme. —Las lágrimas que había estado conteniendo brotaron—. Tío, esta es posiblemente la última vez que nos veamos y, aunque merezca tus desaires, ¿podrías abrazarme?
Su respuesta no se hizo esperar. Me estrechó entre sus brazos y me acunó como cuando era pequeña. Cuando nos separamos, no fue capaz de mirarme, salió como una tromba envuelto en una maraña de emociones.
Había perdido el apetito.
Respiré profundamente y me enjugué las lágrimas. Me encaminé hacia el pupitre y me arrodillé frente a él. Alisé el pergamino y clavé la vista en la superficie amarillenta y rugosa. A mi mente acudió un tropel de palabras desordenadas; era del todo imposible plasmarlas en aquel pequeño pergamino. Cerré los ojos y ordené los pensamientos. Tras un instante, tomé la pluma y, mojándola en tinta, las frases comenzaron a surgir. Entre mis resumidas explicaciones, tan solo una frase se repetía una y otra vez «te quiero».
Había logrado comer algo cuando unos gritos me sobresaltaron. Salí como una flecha de la tienda y mis temores se vieron confirmados.
Rashid sostenía una espada por encima de su cabeza con la clara intención de hundirla en la de Gunnar. Tenía el rostro contraído en una expresión casi demoníaca. Perdido todo el control descargó un mandoble con ferocidad.
Gunnar detuvo cada una de sus embestidas con su formidable acero sin contraatacar. Resultaba más que obvio su superioridad en aquellas lides y aguardaba paciente que el cansancio minara la ira de su oponente. Sin embargo, yo no estaba dispuesta a esperar tanto.
—¡Basta! —proferí en árabe.
El chasquido de las espadas restalló en mis oídos. Ninguno me miró. Al contrario, el enfrentamiento se volvió más encarnizado. Gunnar comenzaba a responder con más fervor y, en una estocada rápida, logró desarmar a Rashid. Él, por acto reflejo, retrocedió, tropezó con una piedra y cayó sobre la arena. Veloz como un rayo, Gunnar se le abalanzó y le apoyó la punta de la espada en el cuello.
—¡Adelante, maldito demonio, acaba con mi agonía! —exclamó entre jadeos.
Gunnar me miró sin apartar la espada. Sostuve su mirada. Me sudaban las manos y las náuseas volvieron a importunarme. Me acerqué a Rashid, me agaché junto a él y le tendí la mano. En lugar de aceptarla, tomó una daga de su cinto y me la ofreció.
—¡Acaba lo que empezaste! —exigió.
Sus negros ojos velados por la agonía me taladraron. Tomó mi mano y colocó en ella la empuñadura. A continuación, la acercó a su pecho y la presionó peligrosamente.
—Acaba de una vez, te lo suplico. No podré soportarlo, no puedo vivir sin corazón.
Tiré hacia atrás y lancé la daga todo lo lejos que pude. Gunnar retiró su espada, pero no se movió.
Me arrodillé y tomé el desolado rostro de Rashid entre mis manos.
—¡No puedes abandonar a tu hijo! ¡No vas a rendirte, maldita sea! —Imprimí en mi voz toda la furia de la que fui capaz—. ¡Escúchame bien: te he fallado! ¿Lo oyes? No merezco tu amor, no merezco ni una sola de tus lágrimas, yo…
Luché contra las ganas de llorar, cerré los ojos con fuerza y suspiré antes de poder continuar.
—Yo no soy quien era, no soy la mujer que conociste, esa mujer ya no existe. Por eso debes olvidarme, abre tu corazón a quien sí lo merezca. Fuiste un esposo maravilloso y estoy segura de que además eres un padre estupendo. Un hombre como tú no debe malograrse por alguien como yo. Piensa en tu hijo y encontrarás las fuerzas que necesitas. ¡Mírame! Shahlaa no está, ya no.
Las lágrimas acudieron a sus ojos. La expresión se le contrajo en una mueca desgarradora. Acababa de comprender que su esposa había muerto hacía ya casi tres largos años. Yo también lloré, porque, a pesar de no amarlo como antaño, sí perduraba en mí el cariño y la nostalgia de una relación interrumpida bruscamente por el destino. Sentí deseos de abrazarlo, mas supe que eso tan solo empeoraría la situación, de modo que permanecí inmóvil, contemplando su desoladora aceptación.
De pronto, Gunnar me tomó del brazo y me incorporó acercándome a él en un ademán claramente posesivo.
—Debemos marcharnos cuanto antes, no alargues su sufrimiento —espetó con frialdad.
Asentí y ya me volvía cuando un extraño, pero a la vez familiar silbido, cruzó el aire. Un grito nos sobresaltó. Uno de los marineros cayó de rodillas con una flecha clavada en el pecho. Alguien dio la voz de alarma, pero casi inmediatamente otra ráfaga de silbidos surcó el cielo. Por acto reflejo me encogí cuanto pude y me cubrí la cabeza con los brazos, pero Gunnar me ofreció una protección mayor, aunque más pesada. Se lanzó sobre mí derribándome en la arena y cubriéndome con su cuerpo. Sepultada por él, escuché gritos amortiguados y exclamaciones de sorpresa.
Intenté mirar hacia un lado y se me aceleró el corazón al ver dos flechas clavadas en la arena a menos de un palmo de donde estábamos. Intenté girar, pero Gunnar no me lo permitió, al cabo descubrí por qué, de nuevo aquella sibilante melodía mortal descendía hacia el campamento. Cerré los ojos y apreté los puños. Apenas percibía las alocadas carreras de los hombres que buscaban refugio y los gritos de los heridos; me sumergí en una oración repetitiva y suplicante a un dios que hacía tiempo que no nombraba.
—¡Rápido, debemos llegar al barco! —exclamó Gunnar al tiempo que me levantaba con premura. Inmediatamente busqué a mi tío y a Rashid de un rápido vistazo, pero no los encontré.
Thorffin nos alcanzó y, entregando a Gunnar su escudo, nos escoltó hacia la orilla. En ese preciso instante, nos tropezamos con Rashid que salía de la tienda con un pequeño arcón.
—¿Y mi tío?
—Creo que está a bordo.
Gunnar empujó violentamente a Rashid, que cayó despatarrado al suelo tan confundido como furioso. Exhaló un pequeño quejido, dio un paso tambaleante hacia delante y se detuvo algo inclinado.
—¿Qué demonios…?
No terminé la frase espantada por lo que vi. Una flecha sobresalía de la espalda de Gunnar.
Rashid se levantó raudo y, aturdido, lo contempló. Sostuvo su mirada sin dar muestras de dolor. Me parecía increíble que todavía permaneciera en pie y, más aún, que sujetara el escudo tras mi espalda. Lo tomé por la cintura para que se apoyara en mí, pero fue él quien me sostuvo.
—Estoy bien —confirmó.
—No, no lo estás y maldito seas si me contradices.
Sonrió y agitó la cabeza.
—No estoy tan loco.
Thorffin, Ragnar y Erik aparecieron de la nada espada en mano dispuestos a ayudar a su hersir; tras ellos caminaba Ada con el miedo en los ojos. Ante mi asombro, Gunnar rechazó la ayuda y corrió tirando de mí como si lo que tuviera en la espalda fuera una brizna de hierba y no una gruesa flecha.
Seguros en la cubierta del navío, vimos cómo un numeroso grupo de guerreros bajaba a la playa envueltos en un atronador grito de guerra. Los marinos soltaron presurosos amarras y lentamente nos alejamos de la orilla. Agarrada a la baranda, distinguí una figura femenina entre aquellos fervorosos guerreros. Iba montada a caballo, su oscuro cabello ondeaba al viento. Permanecía inmóvil con la vista clavada en mí. Sentí un escalofrío y giré para encontrarme con la mirada curiosa de Rashid que también la observaba.
—Es ella —murmuré, sintiendo una mano helada en la nuca.
—Ella, siempre ella —susurró a su vez con profundo pesar.
Me volví dejándolo solo y me adentré en la bodega en busca de Gunnar. Lo encontré tumbado boca abajo con la rodilla de Thorffin sobre la parte baja de su espalda y sus dos enormes manos sujetando con fuerza el extremo saliente de la flecha.
—Esto va a dolerte —advirtió.
—Como todo lo que viene de ti —repuso.
Thorffin lanzó una carcajada y sin dilación tiró con todas sus fuerzas. Tras un gruñido seco logró sacar la flecha; la sangre fluyó del orificio le empapó la túnica.
—Va a quedarte una bonita cicatriz —masculló el gigante.
Gunnar resopló y sonrió quedamente.
—Si es proporcional a la delicadeza que has tenido, seguro que será la más bonita de todas.
—No te quejes, ¿o habrías preferido que te la arrancara lentamente? —Arrugó el ceño y, frotándose la barbilla, añadió—: puedo volver a clavártela si lo deseas.
Gunnar se incorporó sobre las palmas de las manos y se puso de pie con bastante agilidad. Me admiraba la gracia natural de sus movimientos incluso estando herido.
Al girar para enfrentarse a su amigo, ahogué una exclamación al contemplar su espalda. La herida era irregularmente circular, con los bordes desgarrados y sangrantes, y parecía profunda. No entendía cómo era capaz de soportar el dolor si lo sentía. Me acerqué y me planté frente a él con los brazos cruzados bajo el pecho en actitud desafiante.
—Túmbate inmediatamente o seré yo quien vuelva a clavártela.
Sus verdes ojos chispearon, su sonrisa se iluminó. Ladeó la cabeza como evaluándome y finalmente extendió los brazos con intención de atraparme en ellos. Fue ese movimiento lo que lo hizo apretar la mandíbula con fuerza, su semblante se contrajo. Fui yo la que sonrió.
—Te está bien merecido por inconsciente —lo reprendí—. Ahora acuéstate y deja que los adultos se ocupen de los niños.
Mi mirada acusatoria abarcó a todos sus guerreros.
—Vaya, Gunnar, no solo te han robado el corazón, también el poder —apuntó Ragnar.
Erik rio entre dientes. Lo fulminé con la mirada.
—A ti, ni una cosa ni la otra; careces de ambas.
Gunnar observó boquiabierto cómo sus hombres bajaban dóciles la cabeza para ocuparse de limpiar las armas.
—Si me atreviera a reír, lo haría.
—No vas a atreverte en favor de tu salud, y no hablo de la herida.
Gunnar bajó la cabeza en señal de rendición y se tumbó nuevamente.
Paseé la mirada a mi alrededor y descubrí un cubo de agua medio vacío y algunos rollos de lona para parchear el velamen. Le pedí a Ada que me arrancara un trozo y lo humedecí en el agua que hedía a salitre. Escurrí el trapo y lo apliqué con cuidado en la herida: la espalda se le tensó. Sonreí y, para contrarrestar el malestar, le aparté la espesa melena y le deposité un beso en la base del cuello. Yacía con la cabeza ladeada, los ojos cerrados y una sonrisa en los labios.
—¡Mmm… me gusta! —susurró complacido—. Si continuas, lograré olvidar que me duele, que tengo un boquete en la espalda y puede que hasta mi nombre.
Le deslicé las manos lentamente por los hombros. Le acerqué mi boca al oído y murmuré.
—Le has salvado la vida, ¿por qué?
—¿Acaso no lo sabes? —susurró—. Por ti, por supuesto, y también por mí. No habría soportado ver la culpa en tu rostro y que lo idolatraras como a un mártir caído. Será mejor para ambos que viva feliz con su esposa y su hijo.
Lo miré impávida.
—¿Cómo diablos sabes que…?
—¿De verdad pensaste que iba a estar presente en ese encuentro sin entender una palabra de lo que se decía?
Abrí la boca y volví a cerrarla. A mi cabeza acudieron frases incómodas y me sonrojé.
—No me fue difícil convencer al traductor. —Alzó con cuidado un brazo y con el dedo índice se señaló la frente—. Está todo aquí, palabra por palabra. Te juro que aguanté más de lo que imaginaba. Compadezco a ese hombre, pero también lo odio porque te tuvo. —Hizo una pausa y agregó—: y porque te ama casi tanto como yo. Aunque no entiendo cómo puede tomar a una mujer amando a otra.
El recuerdo de Sigrid puso un deje amargo en mi garganta.
—Tú lo hiciste —le recordé.
Ladeó más la cabeza y me contempló un instante.
—No, yo no tomé una mujer, tan solo busqué un alivio momentáneo a mi tortura; jamás me habría casado con ella.
De nuevo cerró los ojos y sonrió a medias, a pesar de su expresión grave.
Me tumbé a su lado en aquel estrecho camastro destartalado y pegué mi nariz a la suya.
—Te amo.
Su mirada brilló, su expresión se dulcificó.
—¿Desde cuándo? —inquirió curioso—. He estado preguntándomelo.
—Creo que incluso desde antes de ser consciente de ello. Primero fue la atracción, me contrariaba la facilidad con que respondía a tu pasión. Se suponía que era yo la que debía engatusarte y no al revés, aquello fue el principio. Luego, tras entregarme por primera vez a ti, me negué que hubiera algún sentimiento, pero lo había. El tiempo en el que fui tu esclava el sentimiento creció hasta desbordarme por completo. Sin embargo, luché contra él, tal vez por lealtad a Rashid o en favor de mi regreso al hogar; amarte significaba renunciar a demasiadas cosas, pero finalmente me rendí. Era ya demasiado grande para fingir que no existía. Comprendí que nada me importaba si no estabas a mi lado.
—Afortunadamente para mí te rendiste justo a tiempo. Aunque faltó poco.
—¿Me habrías entregado si no te hubiera confesado que te amaba?
Permaneció un instante en silencio observando mi rostro, pero con la mirada lejana, meditando para sus adentros, indagando en su alma. Cuando volvió a hablar, su voz pareció resquebrajarse.
—Creo que no hubiera podido. ¿Arrancarme el corazón y entregárselo a un desconocido? No. Creo que no.
—¿Y entonces? ¿Tu separación, tu indiferencia, tu propia lucha?
—Intentos fallidos, patéticos y lastimosos. Aunque bienintencionados. Por un lado, no quería obligarte a estar conmigo; por otro, no me dejabas otra alternativa. Partí hacia Haithabu con el alma hecha pedazos, debatiendo conmigo mismo la posibilidad de llevarte a la fuerza o de dejarte marchar. Todavía andaba en esa lucha cuando tu cambio de actitud me dejó fuera de combate. Nunca olvidaré el beso que me robaste junto aquel arroyo, ni tu descarado coqueteo cuando cabalgábamos juntos. —Su mirada se humedeció—. Creí estar soñando, incluso llegué a pensar que eran imaginaciones mías, que había perdido el juicio, pero cuando me dijiste que me amabas… Habría entregado mi alma inmortal a Loki para que jugara con ella a su antojo a cambio de eso. Nunca he sido tan feliz.
Sus palabras, su voz, su mirada y la enternecedora expresión de su rostro me colmaron el corazón de gozo. Sonreí y le besé fugazmente los labios.
—Prometo hacerte feliz cada día.
—Ya lo haces, Freya, estar junto a mí es cuanto necesito.
Gunnar envolvió con su brazo mi espalda y me apretó contra él. Allí, de costado, nos fundimos en un abrazo. Me besó con fervor y olvidamos que éramos observados. Pero, cuando nos separamos, fueron unos ojos negros los que me encogieron el estómago.
Rashid nos observaba con el semblante demudado.
—Saberlo es una cosa; verlo, otra muy distinta.
Y, sin más, giró y ascendió la escalerilla hacia la cubierta principal.
Tragué saliva y me incorporé. Gunnar intentó retenerme sin conseguirlo.
—No vayas tras él, no alargues su agonía.
—¿No lo entiendes? Me siento mal, lo veo sufrir por mi culpa y eso me consume, yo… lo quise mucho y lo he traicionado. Si hubiera una forma de aliviar su pena…
Gunnar apretó la mandíbula. Sus labios se convirtieron en una línea fina y pálida.
—No creo que debas sentirte culpable, tú también fuiste una víctima.
Me levanté y alisé como pude mi túnica.
—Le he fallado en todo, deja al menos que lo acompañe en estos momentos.
—Te estás equivocando, luego no digas que no te advertí. Recuerda, si intenta algo, no tendré piedad.
—Es un caballero y ha comprendido que ya no le pertenezco.
—Puede ser, pero en ocasiones hasta el más hidalgo de los hombres se deja arrastrar por sus más bajos instintos, sobre todo, uno tan despechado como él.
Lo miré un instante, su desagrado era más que evidente, pero no le contesté; decidí hacer lo que sentía.