Capítulo 8
El nacimiento de un lobo
Una mañana apareció con un hermoso arco amarillo y negro, una funda repleta de flechas y una enorme sonrisa.
—Lo he hecho para ti.
Lo miré intrigada y pasé un dedo por la suave curvatura del arco.
—Te lo agradezco, pero no sé para qué lo necesito.
Me sonrió, sus manos me enlazaron la cintura.
—Casi todas las muchachas de la aldea saben usarlo, las espadas son demasiado pesadas para ellas.
Caí en la cuenta de que las mujeres pasaban solas mucho tiempo cuando sus hombres embarcaban o marchaban a la guerra, y de ellas dependía la seguridad y la subsistencia.
La mayoría eran altas y robustas, de genio vivo y talante emprendedor. Nada parecía amedrentarlas, de hecho, esa ausencia de temor, esa libertad de acción y de opinión resultaba refrescante en comparación con la sociedad de la que procedía. Las mujeres cristianas vivían con recelo bajo el yugo de los mandamientos, de las leyes y de la incesante vigilancia de los vecinos. Siempre sometidas a normas que las relegaban a un escalón por debajo del hombre, se convertían en seres casi invisibles, útiles única y exclusivamente para el hogar y el cuidado de los hijos. Pero ¿qué cabía esperar de una religión que imprimía en su gran libro que la mujer era la costilla del hombre y que en sus letanías incluía sermones plagados de duras amonestaciones contra las tentaciones nocivas que provocaban?
Temor: esa era la insignia bajo la que vivíamos. Sometimiento era cuanto nos quedaba.
En una tierra lejana, rodeada por una sociedad pagana, envidiaba a aquellas mujeres que gozaban de su vida de forma plena, que tomaban decisiones propias, haciendo y deshaciendo a su antojo, tan solo regidas por unas cuantas normas de convivencia.
En esa sociedad, yo era la esclava, de alguna forma, siempre lo había sido. Sin embargo, con Gunnar me sentía relativamente libre; a su lado, mi realidad, mi condición se desdibujaba lo suficiente para sentirme dichosa a pesar de todo.
—¿Piensas marcharte pronto?
La sola idea me sobrecogió.
—Espero que no. —Me alzó el rostro y besó la punta de la nariz—. He de confesarte que es la primera vez que lamentaría partir. Aunque también sería la primera vez que tendría un motivo para regresar.
Me puse de puntillas y lo besé.
Enlazó mi cintura y me llevó hasta el prado en el que se ejercitaba con el arco.
Varios escudos se hallaban dispuestos a la altura de los ojos contra unos robles jóvenes. La mayoría estaba profusamente perforada, así como también los troncos de los árboles en toda su extensión.
—¿No temes que me clave una flecha en el pie?
Me alejó unos pasos y entrecerró los ojos para calcular la distancia.
—Si tan solo temiera eso…
Le di un ligero empujón con un mohín de disgusto.
Rio y se puso detrás de mí.
—¡Vaya! ¿Dónde está el valor de los temibles hombres del Norte?
—No me escondo, solo intento enseñarte a colocar el arco debidamente.
Sus grandes manos se posaron en mis caderas. Pude sentir su cálido aliento en mi oído. Las palabras susurradas me erizaron la piel.
—Ténsalo todo lo que puedas, al principio te costará, pero con el tiempo tu brazo adquirirá más fuerza y te será más fácil.
Lo hice. Tuve que apretar los dientes en el intento; enseguida bajé el brazo, temblaba por el esfuerzo.
—Creo que deberás repetir ese movimiento unas cuantas veces para tomar algo de resistencia.
—No, quiero probar a lanzar una flecha.
No podía verle el rostro, pero su cuerpo tras el mío era toda una distracción para mis sentidos. Intentaba concentrarme mientras él tensaba por mí la cuerda y ubicaba debidamente la flecha.
—Cuanto más abras el arco, con más fuerza saldrá la flecha. Si el objetivo está cerca, solo habrás de tener en cuenta el viento, pero, si está algo más alejado, es conveniente que siempre apuntes más alto para que la parábola que trace la flecha acabe justo donde tú lo desees. No es más que práctica.
Soltó la cola y la saeta salió disparada hacia el centro del escudo que se hallaba enfrente. Lo miré boquiabierta. Él sonrió tan sorprendido como yo.
—Te juro que no he apuntado, ni siquiera estaba mirando.
—¿Y qué mirabas?
—Tu perfil. Estás muy guapa cuando frunces el ceño y entornas los ojos atendiendo tan seria mis explicaciones.
Sentí que me sonrojaba.
—Ahora quiero hacerlo sola.
Me soltó y se puso a mi lado. Atisbé en su expresión un brillo divertido. No pensaba aguantar que se mofara de mí. Así que, con toda la fuerza y destreza de la que fui capaz, dispuse otra flecha y tensé no sin esfuerzo la elástica cuerda. Antes de que los temblores me debilitaran el brazo, solté la emplumada cola y la flecha, describiendo un arco, cayó sin gracia a mitad del recorrido.
—No está mal para empezar, al menos ambos conservamos los pies intactos.
Temeroso de mi reacción se apartó unos pasos. Su boca se curvó en una sonrisa.
—Si vuelves a burlarte, te juro que no serán solo tus pies los que corran peligro.
—Espero que no te refieras a cierta parte a la que le tengo bastante estima, por no mencionar lo mucho que te satisface.
Avancé hacia él de manera amenazadora.
—Pareces una valquiria con el arco en la mano y esa expresión malhumorada.
Gunnar retrocedía divertido, el viento le mecía la melena, la picardía brillaba en su mirada.
Aproveché su desconcierto y me lancé sobre él. Caímos sobre la alta hierba y rodamos entre risas. Su inmenso cuerpo prácticamente me sepultó; se alzó sobre los codos y me miró.
—Mi preciosa valquiria, ahora creo que soy yo el que tiene una flecha apuntándote.
—Imagino que no piensas tener piedad.
—Ninguna.
Me besó impetuoso. Comenzó a llover, pero ya nada podía detenernos. Solo era consciente de sus manos arrancándome la túnica, de su boca devorándome el cuello. Abrí las piernas y hurgué en sus calzas para liberarle el miembro, aguanté la respiración ante su violenta incursión.
—Moriría así —gimió enronquecido.
Su cabello mojado se desplegaba en torno a mi rostro. Me sujetó las muñecas por encima de la cabeza y me besó. Se movió dentro de mí con vehemencia. Me sumergí en el destello verdoso de su mirada cargada de lujuria. El placer me envolvió en llamaradas ascendentes. De pronto, se detuvo, apartó el cabello empapado de mis mejillas y apoyó su frente contra la mía. Cerró los ojos y susurró:
—Mía, solo mía.
—¡Oh, no te detengas! —supliqué jadeante.
Abrió los ojos y sonrió.
—No, mi amor, nunca.
Alcé las caderas recibiendo cada embestida con ardiente desesperación. El mundo desapareció. El repiqueteo de la lluvia, el viento, el retumbar de los truenos, el aroma de tierra mojada, de hierba fresca. Todo se evaporó; solo estábamos los dos y flotamos hacia el clímax.
El gran jarl llegó sin previo aviso acompañado de una comitiva numerosa de guerreros y esclavos.
Gunnar se vistió aceleradamente con preocupación.
—No quiero que salgas de la cabaña en todo el día. Al menos hasta que sepa a qué ha venido.
Lo contemplé desde el hogar. En el caldero de cobre que colgaba de un gancho en el techo burbujeaba una sopa de carne. Tomé una escudilla de madera y vertí una generosa cucharada en ella.
—Tómalo. Te calentará las tripas y alejará tu inquietud.
—No estoy inquieto.
Le sonreí divertida.
—Sí que lo estás y no deberías. En el contrato de cesión está estampado su nombre. No puede romper su propia palabra.
Se limitó a gruñir mientras se calzaba las botas.
—Toda precaución es poca tratándose de él.
Bebió la sopa a tragos cortos sin dejar de mirarme. Me preguntaba cómo podía soportar tragarla con semejante temperatura.
—Está deliciosa —me sonrió.
—Debes marcharte ya, no hagas enfadar al jarl.
—Ha venido acompañado de ese monje siniestro que le murmura constantemente en el oído. Me pone la piel de gallina.
—¿Un monje? ¿Aquí? —me extrañé.
Gunnar asintió.
—El prior Kearan, un viejo irlandés: lo capturamos en el saqueo de su abadía. Ha ganado la confianza del jarl con sus sabios consejos; quiere hacernos creer que es como Anscario, pero no hay dos monjes más diferentes. A Kearan solo lo mueve la codicia.
—¿Cuántos monjes acampan por estas tierras paganas?
Besó la punta de mi nariz y sonrió.
—Anscario es un monje francés traído por el antiguo rey Haroldo con el noble propósito de evangelizar el reino. Ahora, bajo la protección de Erico, el actual rey, extiende el cristianismo con el fin de eliminar la barbarie. Erico quiere unificar los territorios sometiendo a los jarls, pero mucho me temo que no le va a ser tan fácil. Creo que dentro de poco se celebrará una theng.
Sonrió ante la expresión ignorante de mi rostro.
—A veces olvido que desconoces algunos términos. Una theng es una asamblea que convoca el rey para obtener la aprobación de sus jarls. Teme una sublevación y necesita el beneplácito de la mayoría para contener la rebeldía de los más disconformes. Harald el Implacable es uno de ellos.
—Imagino que tú irás a esa asamblea.
—Es mi deber.
—¿Y tendrás que hacer lo que tu jarl decida aún en contra del rey?
—Si quiero continuar siendo el hersir de este pueblo, sí. —Sus ojos verdes adquirieron un tinte apesadumbrado—. A veces uno toma decisiones en contra de sus principios si con eso evita un mal a la gente que quiere. Ulf quiere mi puesto, y no voy a permitir que un hersir despiadado gobierne a mi pueblo.
Era un gran hombre y era mío. Me sentí orgullosa.
Tomó su capa y fue hasta la puerta.
—No olvides lo que te he dicho. No quiero que salgas de aquí, ¿entendido?
Asentí y le mandé un beso.
Me despidió con una sonrisa.
Pasé el resto del día tejiendo. Gunnar, bajo mi petición, había instalado un telar al fondo de la cabaña. Todas las mujeres tenían uno para que las largas noches invernales fueran más amenas. El telar, con su larga urdimbre y sus contrapesos de arcilla, tenía unas dimensiones considerables y, a pesar de haber recibido alguna que otra lección por parte de las mujeres, seguía cometiendo muchos errores. Una y otra vez sacaba la lana, deshacía el entuerto y volvía a comenzar.
El viento aullaba junto a la puerta, se filtraba por el quicio y levantaba las chispas del hogar. Curiosamente las cabañas no tenían chimenea. Era más bien una oquedad en el techo cubierta por heno o maderas separadas.
Ya habían caído las primeras nevadas. El gélido blancor invernal cubría el verdor de las tierras con asombrosa rapidez. Ante la ausencia del sol, esas jóvenes nieves permanecían intactas muchos meses, crecían y engordaban hasta acabar languideciendo en primavera.
Unos golpes en la puerta enderezaron mi espalda. Eyra entró con talante agitado.
—¡Rápido, toma tu capa y acompáñame: el jarl quiere conocerte!
Me levanté algo confusa y asustada.
—¿Qué está pasando? Gunnar me ordenó que no saliera.
La anciana me miró malhumorada.
—Pasa lo que no tendría que haber pasado si me hubieras escuchado.
Tomé la capa y salí tras ella.
—Eres una necia, Freya. Debiste contarle a Gunnar lo que descubrió Jimena.
Había olvidado por completo a esas víboras.
—Por fin, descubriremos su ardid —musité entre temblores y no era el frío el que los provocaba.
—Sí, aunque me temo que sea demasiado tarde. ¿Recuerdas que había escuchado algo sobre una nota y el jarl? Pues eso es lo que hicieron. Enviaron un mensaje a Harald el Implacable. En él acusaban a Gunnar de traición.
Sentí que se me paraba el corazón. Aquello no tenía sentido.
—No puede ser. Gunnar no ha hecho tal cosa.
—Sí lo ha hecho.
La miré estupefacta.
—Se quedó contigo, ¿no? Ofreció a su jarl unas simples tierras por ti a sabiendas de que valías mucho más. En la nota, y por cortesía de Amina, se explica con lujo de detalle el palacio en el que vivías con tu esposo, tu escalafón social y las riquezas que te rodeaban. Eso representa un cuantioso rescate que habría pasado a manos del jarl si Gunnar no lo hubiera engañado. Sigrid intenta eximirlo diciendo en su favor que tú lo has hechizado con malas artes y utilizando la magia, qué él es una víctima de tu poder. El jarl le ha creído. Gunnar siempre había sido su más leal guerrero hasta que llegaste tú.
Me sentí desfallecer. Aquello no podía estar pasando.
—Y lo peor de todo es que Gunnar habría podido interceptar el mensaje si hubiera conocido su existencia a tiempo. Acabas de cavar su tumba y la tuya.
¿Cómo había sido tan estúpida? Llevada por mis sentimientos, dudas, peleas internas, culpabilidad, pasión y recuerdos había dejado lo primordial en un segundo plano: mi supervivencia. La venganza de Amina me golpeaba de nuevo. Y yo, alertada, conocedora de su maldad, la había olvidado. Un grave error que tendría que pagar. Pero no estaba dispuesta a permitir que Gunnar también lo hiciera. Él tan solo era culpable de amarme. Si había tenido algo claro cuando había atravesado las grandes puertas de la casa comunal, había sido librarlo de la perfidia de mi enemiga.
La multitud se congregaba curiosa en el ala principal en la que se juzgaba a Gunnar. Avancé circunspecta por el largo pasillo. El silencio dio paso a comentarios susurrados. Al fondo de la gran sala, se hallaba el jarl sentado en la silla del hersir; junto a él, un encorvado monje benedictino con hábito marrón, mirada inquina y rostro enjuto me escrutaba con desaprobación.
Gunnar estaba a su lado de rodillas y maniatado. De una de sus comisuras brotaba un hilo de sangre. Lo habían golpeado. Sentí arder las entrañas. Me acerqué altiva. Mis ojos flamígeros recorrieron las toscas facciones de Harald el Implacable, jarl del reino de Vestfold. Gunnar me miraba consternado y furioso. Los ojos pequeños y claros del jarl se clavaron interesados en mí.
—Por ti, mi mejor hombre me ha traicionado. ¡Acércate!
Su voz enojada tronó. Reprimí un respingo.
Subí los tres peldaños que tenía la tarima en la que se hallaban y me sometí a su inspección.
—¡Quítate la capa!
Obedecí; el hombre, aunque alto, era delgado y parecía algo enfermizo. Su rostro huesudo y cubierto por una larga barba rubia era cruel, carente de emociones. Sus ojos celestes ponían la piel de gallina.
—Eres más hermosa de lo que esperaba. Sin duda, una buena captura. Pero ninguna hembra vale una traición.
—No hay traición alguna. El hersir desconocía mi valía.
—¿Y por qué la conozco yo?
Le sostuve la mirada sin amilanarme. No podía dejarlo ver el pavor que me provocaba.
—Porque Amina, ahora llamada Var, quiso vengarse de mí confesando un secreto que juramos guardar. Ella es la segunda esposa de mi marido, su rescate es igual de valioso que el mío. Y sus amos tampoco conocían ese hecho.
Recé para que la mentira que urdía tan apresuradamente fuera creíble.
Una exclamación de sorpresa conjunta sonó a mi espalda.
—Pero, astuta como un zorro herido —continué—, supo que nuestro esposo no pagaría por las dos. Solo una volvería.
El jarl me escrutó con su fría mirada azul.
—Y resulta evidente a quién elegiría. —Hizo una pausa, se frotó pensativo el mentón y agregó—: continúa.
—Sabía que ella intentaría acabar conmigo. Por eso decidí cobijarme bajo la protección del hersir. Use mi magia para envolverlo en mis redes, para anular su entendimiento. Lo hechicé.
Un nuevo murmullo flotó en la sala. El tonsurado monje se inclinó y susurró algo en el oído del jarl.
Harald el Implacable me tomó de la barbilla.
—¿Te acusas a ti misma de hechicería?
Decidí imprimir en mi falacia un último argumento de peso. Conocía de sobra las leyendas de magia, los mitos y las supersticiones que circulaban en torno al hogar cuando en las noches frías y oscuras se reunían a conversar.
—A medianoche, escapaba al bosque para reunirme con los lobos, seres de la noche como yo, y rodeada por ellos invocaba a las fuerzas de la naturaleza con cánticos y danzas, recitando sortilegios y quemando objetos personales del hersir. Lo convertí en mi esclavo.
Gunnar levantó la cabeza; espantado, alzó la voz.
—¡Miente! Ella no ha hecho tal cosa.
Me miró angustiado, sus ojos me advertían que me rectificara.
—Sí, lo hice —insistí.
—¡No! Miente para ayudarme. Desconocía que su familia fuera rica, tan solo me la quedé porque… me enamoré. Es cierto que quise adelantar su compra por temor a que te encapricharas de ella, pero jamás te traicioné.
El jarl, con pasos lentos, se acercó a él.
—Fuiste astuto, pues sin duda no te la habría cedido por unas simples tierras. Aún sin el jugoso rescate que pienso pedir, ella me pertenecía. Me robaste el derecho a gozar de semejante hembra. Un error que pienso enmendar.
—La palabra del jarl es sagrada —explicó Gunnar alzando la voz—, pero yo la tengo estampada en un documento. Ella es mía y no puedes quitármela. No querrás que se sepa que careces de honor, ¿no?
El hombre tomó a Gunnar por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás.
—¿Cómo osas amenazarme?
La sala retumbó con su grito.
—Podría degollarte ahora mismo y nadie me lo impediría.
Un terror primitivo y atroz me sacudió.
—Es mi hechizo el que habla por su boca, no él —intervine.
El jarl soltó a Gunnar y se acercó sibilino hacia mí.
—La hechicera.
Tragué saliva cuando tomó un mechón de mi melena.
—¿Me estás mintiendo para protegerlo?
Su voz me heló la sangre.
—No. Durante uno de mis rituales fui sorprendida por uno de vuestros guerreros.
En la sala, los murmullos subían de tono. Los congregados se miraban intrigados entre ellos.
—Thorffin el Gigante me vio regresando del bosque a altas horas de la madrugada.
Todas las caras se dirigieron a él.
—¿Es eso cierto? —le espetó el jarl.
Thorffin pareció dubitativo. Sabía lo que su amigo quería que dijera, pero resultaba evidente que también temía la suerte de Gunnar si se demostraba que había actuado con alevosía.
—La vi en plena noche regresando del bosque. Los lobos aullaban tras ella.
Otra voz se alzó entre la muchedumbre.
—Es maligna. —Era Asdis, la madre de Sigrid—. Cuando llegó, se produjo un incendio en el que murió uno de los nuestros; poco después, algunos enfermamos misteriosamente y dos más murieron. Es evidente que convoca a Loki para destruirnos.
—Permítame, gran señor, que le haga una recomendación —intervino el prior con voz susurrante— o más bien una advertencia. No subestime a esta mujer, es una bruja y, por lo que he escuchado, de las peores, su pueblo clama un escarmiento público.
El jarl me contempló con atención; meditativo, me rodeó y se paró frente a mí.
—Es evidente la magia que esconden tus extraños ojos. Como es innegable el hechizo que ejerces sobre mi hersir —sentenció.
Se volvió hacia los aldeanos y agregó:
—Exonero a Gunnar de su responsabilidad en esta treta. Se acerca una guerra con los clanes del Norte y lo necesito a mi lado, aunque recibirá un castigo que le recordará su lealtad hacia mí por encima de cualquier sortilegio.
El hombre se me acercó.
—En cuanto a la hechicera, me temo que tendrá que recibir un escarmiento que la aleje de sus sórdidos rituales.
Gunnar clavó una mirada de furiosa advertencia en su jarl.
—No pienso faltar a mi palabra —concedió—. Lamentablemente, es un hecho: la esclava pertenece al hersir y así seguirá.
Gunnar respiró aliviado, pero el jarl aún no había dicho su última palabra.
—Así seguirá —repitió con lentitud disfrutando de la agonía de Gunnar— hasta que reciba el rescate de su esposo: entonces tendrá que entregarla. Por supuesto, las tierras continuarán en mi poder como pago por la afrenta. Además, exijo disfrutar durante una noche de lo que tan hábilmente me supiste despojar.
Gunnar intentó levantarse y atacarlo. Ulf, que aguardaba a su izquierda, lo detuvo.
—¡No vas a tocarla! —gritó impelido por la furia.
El jarl sonrió ladino.
—Suerte que no eres responsable de tus actos —siseó.
Se acercó a mí y me rodeó la cintura.
—Tu magia es poderosa. Quiero probarla esta noche.
Gunnar fue arrastrado fuera de la sala y llevado a los establos para ser azotado. Seguía profiriendo terribles amenazas cuando traspasó las puertas. Los aldeanos, enojados, salieron de la sala. La escolta personal cerró las puertas.
El hombre se me acercó, sonreía satisfecho. Su astucia lo había llevado a beneficiarse de todo. Poseía las tierras de Gunnar, obtendría el rescate que pidieran por mí y, además, iba a tenerme por una noche. La velada había salido perfecta para él.
Pensé en lo sucedido. La posibilidad de ver a Rashid llenaba mi corazón de gozo; el castigo que me había prometido me inquietaba y la temida noche me repugnaba. Pero, por sobre todas esas cosas, me sorprendí preocupada por Gunnar; él perdía en todo.
—¿Cómo te llamas?
—¿Cuál de mis tres nombres prefiere oír?
Soltó una abrupta carcajada.
—Los tres y después decidiré cuál prefiero.
—Mi nombre cristiano es Leonora; el árabe es Shahlaa; y el de esclava, Freya. Pero no tendrá que elegir ninguno para esta noche. Porque esta noche no seré una mujer, esta noche seré un lobo, el más fiero y mortífero que pueda imaginar.
Sus ojos brillaron impresionados. A mi pesar, sonrió avieso.
—¿Tendré que atarte a la cama?
—Las cuerdas no lo salvarán de mi ira.
—Eres valerosa e imprudente. Tus cuentos de hechicería no han calado en mí. Pero te agradezco el ingenio, gracias a él he obtenido cuanto deseaba. Me he librado de matar a Gunnar, pues la acusación de traición así lo exige y ahora lo necesito más que nunca: tendré tu rescate y tu cuerpo. Voy a demostrarte quién es el lobo aquí.
Sacó una larga daga y se agachó. Tensó el bajo de mi túnica y rasgó lentamente toda la lana hasta el escote. Intenté en vano cubrirme. El prior me observó con deseo, le dediqué una mirada cargada de desprecio.
—Solo veo una mujer con cuerpo de diosa, pero una mujer.
Me apresó con fuerza y me besó.
El lobo apareció.
Le mordí la lengua con todas mis fuerzas.
El gran Harald aulló. Un golpe en el estómago me derribó. Sus hombres ya se acercaban cuando él los detuvo.
—Es mía, vean lo que vean no se entrometan.
La sangre le brotaba de la boca. Se acercó furioso y amenazante. Descargó en mi rostro un puñetazo brutal, que nubló por un instante mi entendimiento. Volví a caer. Y, de nuevo, me levanté. Sentí una mejilla latiendo dolorida.
—¡Sométete! Será más fácil para ti —rugió.
Se acercó despacio tanteándome. Permanecí inmóvil hasta que lo tuve donde quería: al alcance de la rodilla. Golpeé con toda la fuerza que pude su virilidad. Se retorció de dolor en el suelo, aullaba. Sus hombres de nuevo hicieron ademán de acercarse, pero él de nuevo los detuvo levantando la palma de la mano, todavía no podía hablar.
Miré a mi alrededor desesperada por encontrar algo punzante. Estaba demasiado lejos de las ascuas en las que había toda clase de herramientas culinarias. Lo miré asustada. Se incorporó a medias.
—¡Maldita! ¿Buscas algo como esto?
En la mano blandía la daga. La movió en círculos.
—Ven, tómala.
Retrocedí esquivando los ataques que lanzaba, no tenía con qué protegerme. Tomé veloz una de las banquetas y la estrellé en su cabeza. De nuevo cayó. Su rostro aturdido se arrugó por el impacto. El dolor lo mareó. Intentó levantarse y trastabilló. La sangre que manaba de la cabeza le goteaba en la cara. Sus ojos refulgían iracundos.
Gritó y cargó con furia contra mí. Caímos al suelo y rodamos. Pataleé, arañe, mordí. Logré atinar con mi puño en su ojo. Su alarido me dejó sorda. Me golpeó con tal fuerza que pensé que iba a matarme. Otro puño cargó contra mis costillas. Sentí perder la respiración. No encontraba el aire. Abrí la boca dolorida sin emitir ningún sonido. Sus manos me rodearon el cuello y lo apretaron progresivamente. Cuando creyó que iba a morir, me soltó.
El aire me llenó de nuevo los pulmones y los colmó de dolor.
—Ya hemos jugado bastante.
Con las rodillas intentó abrirme las piernas.
Me abofeteó con fuerza.
Lo escupí. Me alegró comprobar que su ojo izquierdo empezaba a inflamarse.
—Me equivocaba contigo, en verdad eres un lobo, pero un lobo que voy a domar.
Estaba atrapada sin remedio. Su cuerpo inmovilizaba el mío. Logró colárseme entre las piernas y lo único que se me ocurrió fue permanecer quieta para confiarlo.
Aquello le agradó, mi sumisión le hizo creer que por fin me había rendido.
Volví la cabeza asqueada y cerré los ojos mientras su lengua ensangrentada recorría mis pechos. Mi cuerpo era manoseado vilmente por aquel monstruo.
Comenzó a gemir.
—Hacía tiempo que no disfrutaba tanto. Eres sublime.
Sabiamente evitaba besarme la boca, pero no pudo contenerse con mi cuello. Y, cuando se cernió apasionado sobre él, aproveché mi última oportunidad.
Como un lobo hambriento me lancé a su cuello y lo mordí con saña. A pesar de no tener los dientes afilados, sentí la calidez de su sangre en mi boca. En su afán por retirarse, el desgarro fue mayor. Gritó aterrorizado pidiendo ayuda. Sus hombres, que habían contemplado toda la escena, acudieron prestos.
El jarl se apartó raudo de mí. Su mano presionaba la herida, que sangraba profusamente.
Los hombres me levantaron del suelo y me sujetaron por los brazos inmovilizándome.
Uno de ellos era Ulf. Sus ojos grises me observaban asombrados.
Le supliqué ayuda con la mirada, él me ignoró. Tal vez aguardaba su turno.
El jarl se acercó, parecía venir de la batalla. Yo era la vencida, pero al menos su rostro reflejaba que había sido atacado.
Me golpeó con el dorso de la mano. Mi cabeza se sacudió.
Lo miré con odio, mi semblante congestionado por la ira lo atemorizó.
—¡Túmbenla en el suelo y sujétenla fuerte!
—¡Cobarde! —le escupí—. Necesitas a tus hombres para reducir a una mujer.
Los ojos del jarl me contemplaron airados.
—Tú no eres una mujer. Tú eres Fenrir, el lobo de Loki, dios del engaño y la mentira, perverso como el que más. Y ahora conocerás mi ira.
Parecía haber enloquecido.
Se tumbó sobre mí, su rostro ensangrentado junto al mío. Sentí la incursión de su miembro con una embestida tan violenta que grité. Me tomó con furia esperando ver en mi rostro un atisbo de súplica, de dolor, de llanto.
Lo privé de todo eso. Fue dureza lo que le mostré, indiferencia y, aunque arremetía con toda la fuerza de la que era capaz, no mostré el dolor que me provocaba. Apreté los dientes y recé para que aquel calvario terminara lo antes posible.
Sujetada de manos y pies, violada y golpeada viajé de nuevo a mi tierra. Cerré los ojos y me evadí. Rashid acudió a mi encuentro. Intenté visualizar su rostro, pero no lo veía. Tan solo aparecieron dos gemas verdes y brillantes en mi auxilio. Sabía quién era.
Cuando acabó, se levantó y miró a sus hombres.
—Si tienen agallas, es de ustedes.
Los hombres me miraron temerosos. Ninguno se atrevió. Me dejaron allí tirada. Por fin, sola, me permití llorar.
El lobo me dejó.
Corría en mitad de un bosque oscuro y cerrado; aullidos de lobos me rodeaban y, por mucho que corría no lograba avanzar; en cambio, las fieras que me perseguían se acercaban peligrosamente. Grité, grité con toda el alma hasta que escuché la voz de Rashid que se aproximaba.
Pero, cuando lo tuve frente a mí, no era su rostro el que veía, era un lobo enorme que se cernía hambriento, un lobo con ojos celestes, fríos y despiadados. Entonces la cara se transformó en la de un clérigo decrépito y enjuto con acento irlandés que alzaba una antorcha amenazante y reía sin parar.
Retrocedí aterrorizada hasta que una mano grande me detuvo. Sentí una caricia y sonreí. Estaba a salvo. La caricia me recorrió la mejilla con ternura. De pronto la mano se convirtió en una mariposa que cosquilleaba mi rostro. Abrí los ojos para encontrarme con dos esmeraldas pulidas cargadas de compasión. Gunnar estaba de rodillas junto a mi camastro, tan solo llevaba unas calzas. Podía ver en sus hombros el comienzo de unos surcos sanguinolentos. También en sus costados. La carne parecía haber sido arrancada sin piedad. No concebí cómo había logrado llegar a la cabaña; el dolor debió de haber sido ser atroz.
—Juro que pagará por esto, la muerte no será suficiente para él.
Su semblante, contrito, cargado de odio y dolor me estremeció.
Me acarició el cabello y fijó su mirada en mi lastimado rostro. Recorrió con infinita suavidad mi pómulo inflamado, el corte de la ceja y las magulladuras de todo mi cuerpo como si su contacto pudiera borrarlas.
Su rostro se contrajo por la ira y la impotencia.
Alcé la mano y la apoyé en su mejilla.
—Estoy bien, pero tú… —Sentí unas lágrimas asomando a mis ojos—. Tú estás malherido. No deberías estar aquí —lo regañé.
Bajó la mirada y, cuando volvió a levantarla, lo que vi me sorprendió.
—¿Podrás perdonarme?
—Nada de esto es culpa tuya, ¿me oyes? —contesté sobresaltada.
—Todo es culpa mía. Mía y de mi egoísmo.
Lo miré sin entender. Su expresión torturada me acuchillaba el alma.
—Te arranqué de una vida apacible y dichosa, llena de amor y promesas para traerte al confín del mundo. A un mundo duro y cruel. Yo… —Se le quebró la voz.
No fue capaz de aguantar mi mirada y la fijó en mis manos.
—Creí poder protegerte de todo; en mi presuntuosa estupidez pensé que era capaz de alejar el peligro de ti, incluso de hacerte feliz. —Soltó una risotada dirigida a él mismo—. Soy un necio. Un necio que soñó con algo imposible y, aunque voy a pagar duramente las consecuencias, no me importa, de veras que no.
Me miró de nuevo, su mirada brillaba contenida.
—Lo que más lamento es el daño que mi egoísmo te ha causado. Solo mirarte en este estado me rompe el corazón. Imaginar… las manos de ese malnacido sobre ti me revuelve el estómago. Siento tal odio que pienso que las llamas que brotan de mi interior acabarán por salir y devorarme, porque ese odio va dirigido a mí mismo. —Sus dedos se entrelazaron con los míos—. Me arrepiento de haberte raptado y, aunque el mal ya está hecho, te juro por mi familia que mora en el Valhalla que voy a protegerte de todo y de todos hasta que… —Su voz languideció atormentada—. Hasta que regreses con tu esposo. Yo mismo te llevaré hasta él.
Los latidos de mi corazón me aturdieron. El tormento de Gunnar, su renuncia a mí, sus remordimientos y la certeza de que volvería con los míos me envolvieron en un huracán de emociones confusas. Sin embargo, la que predominaba era la angustia, el desasosiego y, sobre todo, una honda sensación de pérdida. Deseaba consolarlo, su agonía era la mía. No me atreví a preguntarme por qué.
La ruleta del destino daba otro giro.
Hizo ademán de levantarse. Le tomé con fuerza la muñeca.
—Una vez me dijiste que el destino era caprichoso, que éramos víctimas de la situación, que aceptarlo era lo único que se podía hacer. Es cuanto nos queda a ambos. No te culpo de nada, y menos de esto. Y, si mi destino es regresar a mi vida, puedo asegurarte que, cuando piense en ti, jamás lo haré con rencor, más bien al contrario.
Era patente el control que intentaba ejercer sobre sus emociones. La tensión le estiraba el rostro. Apretaba con firmeza los labios y un velo le cubrió la mirada. Supe que no podía hablar sin derrumbarse, tan solo asintió con una sonrisa tibia en señal de agradecimiento. Se levantó con una mueca de dolor y se marchó. Entonces le vi la espalda y ahogué una exclamación. Estaba en carne viva, las brechas entrecruzadas sangraban; en algunas ya se había formado una costra, otras rezumaban un líquido verdoso proveniente de alguna cataplasma que le habrían aplicado.
Apreté los dientes y me juré que Amina también pagaría su perfidia. No me marcharía sin vengarme. Cerré los ojos y lloré. Fue un llanto desconsolado; lloré su dolor y el mío.
Otro pensamiento me asaltó. ¿Podría contarle todo aquello a Rashid? ¿Me miraría como siempre? ¿Seríamos capaces de reanudar nuestra vida? Solo una cosa tenía clara: ya no era su dulce Shahlaa, no al menos la que conocía y de la que se había enamorado. Ahora, el lobo que tantas veces me había poseído, formaba parte de mí; solo rezaba para que no acabara devorándome.