Las peras del mal

«Lo único que yo quería era ponerme de acuerdo contigo, amigo querido, acerca de que el reloj de arena está en su lugar, y la arena ha comenzado ya a correr».

Thomas Mann

Setenta años atrás Sereno Farías (aunque sólo en el singular momento de su muerte se dio cuenta de eso) vivía en un lugar bastante parecido a Los Arrayanes, donde, sin mucho ruido, se murió de puro viejo una noche de noviembre. Para ser precisos Sereno nació y murió en uno de esos pueblos, cada vez más infrecuentes, que permanecen un poco al margen del paso del tiempo y en los que el alegre progreso irrumpe sólo como una magia fugaz: un automóvil que se anuncia resoplando entre la polvareda del camino, o una botellita de whisky que al fin resulta una radio a transistores. Acontecimientos como éstos no formaron parte ritual en la infancia de Sereno. Lo impresionaron otros hechos: a los ocho años vio a su tía abuela Sebastiana vaciar el contenido de una botella sobre la cabeza de su primita Trinidad, chica bastante perversa que le había dado más de un disgusto al pobre Sereno. Esto le chocó: no entraba (supo) en la lógica de los castigos. Esa misma noche averiguó y aprendió las virtudes del agua bendita. Que vuelve dulces a los díscolos y aleja el mal de los corazones crueles, dijo su tía abuela Sebastiana que había dicho el padre Octavio. La novedad lo perturbó: Sereno no era lo que se dice un peleador, ni siquiera un valiente; cada vez que había guerra de pedradas entre sus compañeros de escuela, o que alguno lo provocaba, él no encontraba más solución que salir corriendo y dando gritos hasta que la gente grande venía a socorrerlo. Y si bien esa tendencia suya al pacifismo le había valido que su madre todas las mañanas, en la iglesia, diera gracias a Dios por el alma virtuosa de su hijito, y que las mujeres lo pusieran de ejemplo ante sus chicos, y que el padre Octavio le prometiera hacerlo monaguillo a los ocho años, Sereno sentía un poco de envidia ante la desfachatez de los otros y hubiera dado cualquier cosa por realizar, un día, el acto de arrojo que lo haría famoso. Entendió ahí nomás que tener agua bendita es como ser valiente. De noche, soñó con chicos horribles que iban a atacarlo con vidrios rotos, soñó con borrachos que amenazaban a su pobre madre, soñó con un tigre que se iba a comer al padre Octavio. Y cada vez Sereno sacó su frasquito, echó unas gotas de agua bendita sobre la cabeza del agresor, y lo convirtió en el ser más manso de la tierra. Lo malo era de día. Porque Sereno tuvo que confesarse que la única manera de conseguir agua bendita era robándola. Y eso es pecado mortal, hijos míos, había dicho el padre Octavio en el catecismo. La tarde en que Sereno estaba sentado en el umbral de su casa pensando en esto, aún no había resuelto si la gloria terrestre vale más que el cielo. Miró hacia arriba, preocupado.

—Está bien —oyó—, pero observe usted esa cara. Éste sí que no es como los otros.

Bajó los ojos espantado y vio al padre Octavio y a su tía abuela Sebastiana, que lo miraban.

—Me lo va a decir a mí, padre —dijo Sebastiana—. Siempre se lo digo a mi sobrina: Serenito es una bendición de Dios.

El padre Octavio suspiró y movió muchas veces la cabeza como quien ha meditado muy bien en lo que va a decir.

—La cara es el reflejo del alma —dijo; después le sonrió a Sereno y su voz se hizo familiar—. ¿Qué pensabas, hijo mío? —dijo.

Sereno entendió que la situación era delicada: si además de robar con el pensamiento, mentía, no le quedaba duda de que iba a perder su alma. Miró otra vez hacia arriba y se arregló como pudo para decir la verdad.

—Pensaba en agua bendita —dijo—, y en la gloria del cielo.

El padre Octavio levantó las dos manos, las sacudió con un ademán más elocuente que las palabras más elocuentes, y miró a Sebastiana.

La mujer se santiguó.

—Dios no permita que se corrompa —dijo.

El padre Octavio la miró con severidad y extendió una mano a Sereno.

—Ven conmigo, hijo. Tengo que hablarte.

Sereno se sobresaltó. El padre Octavio lo tomó de la mano y caminaron un buen rato juntos. Le habló de la dicha, «tu inmensurable dicha, Sereno», y le habló de la felicidad de las almas buenas en general, del paraíso, y del castigo terrible que espera a los pecadores. Describió el infierno y Sereno se estremeció. Antes de que se separaran, el padre Octavio abrió un paquete que llevaba en la mano, sacó una barra de chocolate, y se la regaló.

Era casi de noche. Sereno volvió solo y cuando había mordido el primer pedazo de chocolate vio que tenía almendras enteras, comprobó que era lo más rico que había probado en su vida, y tuvo la firme convicción de que siempre sería bueno.

Con los años, Sereno Frías se olvidó de ese sabor. En realidad, esa misma noche, antes de llegar a su casa, se lo olvidó.

Fue así: ya había comido casi la mitad del chocolate cuando oyó una voz.

—Dame un pedazo —oyó.

Miró al lugar de donde venía la voz y vio a un chico que estaba sentado en el suelo, contra un poste, comiendo una pera. Sereno agarró el chocolate con las dos manos y lo apretó contra su pecho.

—Es mío —dijo—. Me lo dio el padre Octavio.

El chico se encogió de hombros.

—Y a mí qué —dijo—; yo me lo como lo mismo.

Sereno se sintió ofendido: ésa no era una respuesta.

—Vos lo comés si te lo doy —dijo.

El otro canturreó.

—Y si vos no me lo das te lo quito.

El pobre Sereno se quedó unos segundos parado, sin saber qué hacer, y al fin salió corriendo. Cuando estuvo bastante lejos se dio vuelta para ver si el otro lo seguía pero no: estaba sentado en el mismo lugar. Al principio se puso contento. Pero de pronto se acordó de una lectura en la que el chico pasa de largo sin darle limosna a un mendigo y cuando llega a su casa encuentra a sus padres llorando; se entera de que han perdido toda su fortuna y a partir de ese día tiene que salir él mismo a pedir limosna. Volvió y, aparatosamente, cortó la mitad de su chocolate.

—Tomá —dijo—, te doy la mitad de mi chocolate.

El chico lo agarró y se rió.

—Ah —dijo—, te asustaste.

Sereno pensó que el otro era un desagradecido.

—Yo no me asusto de nada —dijo—; te lo doy porque se me da la gana.

No hablaron más.

Pero Sereno no se fue; él había regalado la mitad de su chocolate: algo tenía que pasar. El otro se metió en la boca lo que le quedaba, masticó en silencio, comió un pedazo de pera, y no dijo nada.

Sereno miró distraídamente la calle, miró distraídamente al chico.

—¿Y esa pera? —dijo, aparentando indiferencia.

—Es de ahí —el chico señaló la quinta del viejo Frías.

—Ah —Sereno se quedó un momento pensando y al fin dijo—: Son las peras más ricas del mundo.

El otro siguió comiendo en silencio. Sereno levantó una ramita del suelo, la miró y la volvió a tirar.

—Dicen —dijo—; yo nunca probé.

El chico comió otro pedazo de pera. Sereno al principio estaba desconcertado pero después supo que esto sin duda era una prueba.

—Tomá —dijo—, te doy todo mi chocolate.

El chico lo agarró y comió un pedazo. Sereno empezaba a impacientarse.

—Roban —dijo—. Vienen de noche y roban peras —sintió que el tono le había salido todo lo reprobatorio que correspondía—. Yo no hago eso —agregó con orgullo.

El chico se rió. Había terminado la pera y tiró el corazón. Sereno vio el corazón en el suelo y se puso muy triste.

—Pero ellos no me quieren llevar —casi gritó.

El otro se puso de pie, medio se dio vuelta; a Sereno le pareció que iba a irse y eso lo puso todavía más triste.

—¿Ya te vas? —dijo.

El otro volvió a darse vuelta para el lado de Sereno, y lo miró, pero esta vez amistosamente.

—Vení —dijo—. ¿Querés que comamos más peras?

Era una invitación. Dios santo. Uno como aquél, nada menos, uno que robaba peras solo y le había quitado todo su chocolate, uno como aquél venía a ser su amigo. Sereno sintió que reventaba de orgullo. Vaciló, sin embargo.

—¿No nos van a ver? —dijo.

El otro miró alrededor.

—No —dijo—, no nos van a ver.

Corrieron hasta el cerco y lo treparon en silencio. El chico saltó al otro lado. Sereno lo vio saltar y pensó que aquello era realmente magnífico.

—Saltá —dijo el chico.

Sereno vio el peral desde ahí arriba. Las peras eran como manchitas blancas.

—¿Y si nos agarran?

—Salimos corriendo —dijo el otro—. No nos van a agarrar.

Sereno se quedó quieto.

—Saltá —dijo el otro.

Sereno miró hacia la calle, y después hacia la quinta. Al fin habló.

—Estaba pensando —dijo—, esto que vamos a hacer —se mordió un dedo y se lo miró—, esto es robar, ¿no?

El chico se rió, bajito.

—Y claro —dijo—. Y qué tiene.

—No, no —Sereno miró otra vez las peras—. No puedo.

El otro volvió a reírse. Sereno sintió algo parecido a la rabia.

—Voy a ser monaguillo —dijo—, ¿oís bien? Monaguillo.

El otro se encogió de hombros, sin dejar de reírse.

—Yo no —dijo.

Sereno vio cómo se alejaba.

—No me dejes solo —llamó.

Pero el otro ya había llegado al peral. Desde el cerco, Sereno lo vio trepar. Después lo vio volver, corriendo, con las manos llenas de peras.

—Ladrón —gritó Sereno—. Sos un ladrón. Te vas a ir a…

El otro lo miró, hizo que sí con la cabeza, y mordió una pera. Entonces Sereno bajó y se fue corriendo y no dejó de correr hasta su casa.

Cuarenta años después de ese día un hombre se mató. Sereno Farías leyó la noticia en el diario de la mañana, en su casa de Buenos Aires, mientras esperaba que su mujer le trajera el desayuno. Ocupaba apenas una columna y estaba entre la narración de un incendio y la foto de un chico que tenía arriba la palabra buscado. Sereno leyó la noticia por una casualidad: los suicidios, las catástrofes, los desórdenes en general, tenían poco que ver con su carácter metódico y ni siquiera leerlos era para él una actividad sensata. Lo que le llamó la atención al principio fue la foto del chico; se parecía (le pareció) a uno que había visto unos años atrás, cuando volvía de la oficina: él estaba pasando un baldío (eso se le ocurrió al menos, porque el baldío, o lo que fuera, estaba detrás de una tapia), y oyó música; levantó los ojos, y arriba, sentado a caballo en el borde de la pared, vio al chico.

—Eh —gritó—, te vas a caer. ¿Qué hacés ahí?

El chico se encogió de hombros.

—Miro —dijo.

Se oyó una risa de muchacha, atrás.

—¿Qué diablos pasa? —dijo Sereno.

—Bailan —dijo el chico—. Es una fiesta.

—¿Bailan? —dijo Sereno—. ¿Cómo, bailan?

—Bailan —el chico se bamboleó rítmicamente. Volvió a mirar para adentro—. ¡Salute! —dijo, y aplaudió.

—¿Qué pasa ahora? —dijo Sereno.

—Hay dos —dijo el chico sin dejar de mirar; se rió—. Qué bárbaros. Están cogiendo detrás de unas bolsas.

Sereno empezó a levantar un dedo, admonitoriamente.

El chico ni lo miraba. De algún lado sacó un cigarrillo; mundano, lo encendió, y tiró una larga bocanada de humo.

—Bah —dijo—. Se ven cosas peores —lo miró a Sereno con camaradería un poco chocante—. ¿Quiere ver? —hizo el gesto de correrse y se rió—. Suba que cabemos todos —dijo.

Sereno hizo un esfuerzo por reírse de la ocurrencia, pero se sentía molesto.

—Ja —dijo—. ¿Subir yo? —se miró el traje.

—¿Y qué tiene? —dijo el chico—. Se saca el saco y listo.

Sereno volvió a reírse, con nerviosidad.

—Lo único que faltaba —dijo.

El chico se encogió de hombros y volvió a mirar para adentro. Uy uy uy, dijo en algún momento, y se agarró la barriga y se tiró para atrás y parecía divertido.

—¿Qué pasa ahora? —dijo Sereno.

El chico ni siquiera lo miró.

Entonces Sereno se fue, sacudiendo la cabeza y pensando qué cosa bárbara. Después, nunca más volvió a oír música cuando pasó por allí. Con los años se olvidó y ni siquiera se dio cuenta cuándo fue que desapareció el baldío.

Pero cuando vio la foto en el diario se acordó de golpe; en los datos de abajo, sin embargo, no había nada que pudiera darle una señal y al fin de cuentas, pensó, todos estos mocosos se parecen. Siguió leyendo de puro distraído y así se enteró del suicidio.

—Una idiotez —dijo—. Una verdadera idiotez.

Su mujer lo miraba.

—¿Qué cosa? —dijo.

—Un hombre —dijo Sereno—. No entiendo nada. Se mató.

—Mirá la novedad —dijo la mujer.

—Se mató. Se compró mil pesos de chupetines, ¿te das cuenta?, chupetines. Abrió uno, se lo fue comiendo, despacio, y se tiró abajo de un tren.

La mujer movió la cabeza con fatalismo.

—Locos —dijo—. Todos locos. Otra gente. ¿Qué te preocupás?

Sereno la miró, como si estuviera mirando otra cosa.

—Celia —dijo de pronto—, uno vive, ¿no?, va tirando como puede y vive, ¿no? —de golpe parecía muy cansado; miró cada cosa, cada mueble de la cocina, como si esperara una respuesta o algo—. ¿Qué necesidad hay de andar haciendo esas cosas?

La mujer suspiró.

—Así es la vida —dijo sin mucha convicción; después miró el reloj—. Andá —dijo—. Vas a llegar tarde.

Sereno se puso el saco, salió y tomó el ómnibus. Cuando bajó, sin pensar lo que estaba haciendo, se quedó parado frente a la vidriera de una bombonería. Le llamó la atención un chupetín muy grande, con círculos concéntricos colorados y blancos; sobre el cristal de la vidriera, borrosa, se veía reflejada la cara de un chico. Sereno sonrió, maravillado; nunca le habían dicho que se hacen chupetines así. Ah, caramba, murmuró, y tenía los ojos muy abiertos, como si estuviera a punto de descubrir algo. Lejos, sonó la primera campanada de las ocho. Caramba, pensó sobresaltado, y se fue caminando, muy rápido. Tuvo la curiosa sensación de no haber visto ningún chico atrás. Pavadas, pensó, voy a llegar tarde.

No dio vuelta la cabeza y llegó a tiempo. Esto le sirvió para que ocho años después, al jubilarse, la empresa decidiera regalarle una medalla en reconocimiento a su puntualidad: en treinta y cinco años de trabajo, Sereno Farías no sólo no había faltado nunca sino que nunca había llegado tarde. El día del homenaje, sin embargo, su último día de asistencia, estuvo a punto de echarlo todo a perder. La noche anterior había tenido pesadillas, o sueños raros, y a la mañana no oyó el despertador. Cuando su mujer vio la hora saltó de la cama.

—Sereno —dijo—, son las ocho menos veinticinco.

Sereno sonrió en sueños.

La mujer lo sacudió.

—Sereno —dijo—, hoy es el día del homenaje. Lindo sería que justo hoy fueras a llegar tarde.

Sereno emitió una carcajada.

—Joderlos —dijo—. Se van a tener que meter la medalla con vaselina.

La mujer gritó.

Sereno abrió los ojos, sobresaltado.

—¿Qué pasa? —miró el reloj—. Cielo santo, lindo sería que justo hoy.

En cinco minutos se vistió y salió. Cuando bajó del ómnibus corría. Se llevó por delante a una mujer, tropezó con una bolsa de cemento. No, le contestó a un lustrabotas que le ofrecía una lustrada.

—Pero, señor —oyó de atrás—, tiene los zapatos llenos de tierra.

Sereno se paró en seco cuando oyó la voz; se dio vuelta y miró al chico. Después se miró los zapatos: cierto, estaban grises de polvo. No sabía por qué se sintió triste.

—Sí —hizo el ademán de volver; miró la hora—. Pero ya no hay tiempo.

Todavía sí —dijo el chico.

Sereno casi ni lo escuchó porque ya estaba lejos.

Sin embargo el día de su muerte, en Los Arrayanes, se acordó de esas palabras. Vivía en el pueblo desde hacía casi diez años: al poco tiempo de morir su mujer pasó por allí, le pareció bien el lugar, y un mes más tarde se vino con sus cositas. Se pasaba casi todo el día sentado en la puerta, jugando con el perro de la pensión, o hablando con la casera o con el cura o con Lucas el quintero o con cualquiera que pasaba por ahí. Todos lo apreciaban porque, como decía el padre Marcial, se veía a la legua que era un buen viejo. Una primavera ya no se pudo levantar más: tenía setenta y ocho años. Y un día de noviembre supo que iba a morir.

A las dos de la mañana llamó a la casera. La mujer apareció con cara de dormida.

—¿Pasa algo, don Sereno? —dijo.

—No —dijo Sereno—. Llame al padre Marcial.

La mujer dijo algo, lo miró con un poco de pena, y cerró la puerta.

Después, algo raro le pasó a Sereno. Una cosa oprimente, casi física, dentro del pecho. Apoyó las dos manos en la cama, se levantó un poco, y se cayó. Volvió a levantarse. Miró con horror hacia todos lados, miró cada mueble, cada mancha de la pared. Buscó dentro de su memoria algo, alguna cosa a qué aferrarse. Inútil, sintió que aquella cosa se le escapaba.

—Dios mío —dijo—; ¿y esto era todo?

Los brazos no le respondieron más y volvió a caer.

Entonces se abrió la puerta y entró el chico. Sereno lo reconoció; tenía la misma sonrisa de todas las veces. Hizo un esfuerzo por sonreír él también.

—Viniste —dijo.

—Volví —dijo el chico, se sentó familiarmente en la cama y se rió—. Pero hoy es pura visita de cortesía —dijo.

Sereno quiso reírse y tosió.

—No te creo, malito —dijo; le acarició la cabeza—. Conozco a los de tu pandilla, no hacen nada sólo por cortesía.

El chico inclinó la cabeza hacia un costado y levantó las cejas en un gesto de cómica resignación.

—A esta altura —dijo—, qué se puede esperar, ¿no? —miró para arriba con expresión divertida—. Él ganó —imitó la tos de Sereno—. Ya no hay esperanza.

Sereno lo miró con rencor.

—Mirá —apoyó las dos manos en la cama y se levantó—. Todavía puedo levantarme —se agitó y volvió a caer.

El chico se rió.

—Qué audacia —dijo; hizo un gesto de desagrado—. Qué desperdicio.

Sereno levantó la cabeza, furioso.

—Desperdicio, ¿eh? —volvió a apoyar las manos en la cama, pero esta vez con violencia—. Todavía estoy vivo, amiguito —se sentó, en un esfuerzo desesperado—. Vamos —dijo—, ¿qué me ofrecías?

El chico puso cara de aburrimiento.

—¿Por diez minutos? Nada.

Sereno hizo un gesto de espanto.

—¿Diez minutos? —dijo—. ¿Nada más que diez minutos?

—Nada más.

Sereno volvió a mirar la pieza y trató de recuperar aquella cosa.

—¿Y entonces? —dijo de golpe.

—Y entonces nada —el chico se rió—. Ya ves que soy honesto. No acepto que te pierdas por tan poco.

—¿Poco? —dijo Sereno.

El chico hizo una mueca burlona.

—Imaginate —dijo—. ¿Qué se puede hacer en diez minutos?

—¿Poco? —repitió Sereno, como si ni la burla ni las palabras del chico pudieran importarle ya—. ¿Poco toda mi vida? Toda mi vida, ¿te das cuenta? —aferró la mano del chico—. Vamos —dijo.

El chico liberó su mano.

—No —dijo—, no acepto.

Sereno acercó su cara a la del chico y lo miró con furia.

—¿Quién? —dijo—. ¿Quién es el que no acepta acá? Yo —se tocó el pecho—. Yo acepto. Vamos.

Antes de que el chico dijera nada más. Sereno hizo un intento enloquecido, cayó dos veces, y al fin se levantó. Tomó al chico de la mano.

—Vamos —volvió a decir.

Tres minutos después, cuando el padre Marcial llegó, encontró la pieza vacía. El misterio no se le reveló hasta las seis de la mañana, cuando Lucas el quintero, y la casera, vinieron a buscarlo y le contaron el lamentable suceso. Lucas se rascó repetidas veces la cabeza y dijo que no se explicaba aquello. Contó que poco después de las dos de la mañana lo despertaron algunos ruidos en la quinta; se asomó a la ventana y vio a los chicos. Dos chicos. Dos ladrones de fruta, dijo; estaban trepados al peral y le pareció que se reían. Lo último que vio fue el corazón de una pera cruzando el aire. Después sopló un viento frío que lo hizo tiritar; fue adentro a buscar un abrigo y cuando volvió los chicos no estaban.

Lucas volvió a rascarse la cabeza.

—Lo que no entiendo —dijo— es cómo el viejo pudo oírlos. Y más que nada levantarse.

El viejo estaba muerto, tirado bajo el peral. Guiñaba un ojo. El ojo abierto daba la incómoda impresión de estar riéndose. El padre Marcial se agachó y trató, por primera vez, de cerrarlo.

El entierro fue esa misma tarde. A la noche, el padre Marcial rezó por su pobre alma. Después dejó de preocuparse. Tenía verdadera fe en que, dentro del sepulcro, el bueno de Sereno habría podido al fin cerrar su ojito reidor, y descansar en paz.