Una mañana para ser feliz
A Graciela Tabak
La mujer entró en el departamento cuidando de no hacer ruido. El teléfono empezó a sonar mientras acomodaba unas bolsas de compras. Corrió a atender con la premura de quien espera algo de una llamada telefónica.
—Hola —dijo en voz baja.
—Claro, me imaginé que ibas a estar.
La voz chillona le hizo el efecto de un estilete en la nuca.
—Supongo, si no no ibas a llamar, ¿no?
—Qué picardía —dijo la voz, ignorándola—. Con un domingo tan lindo. La verdad que Fernando podía haber estado acá para el fin de semana.
—Ya te dije que ese congreso era muy importante para él. Y San Juan no está a dos cuadras, no sé si te habrás dado cuenta. No puede ir y volver cuando a vos se te antoje.
—Por mí —hubo una pausa; el tiempo suficiente para que alguien se encogiera de hombros—. Lo que me da pena es que tengas que quedarte así encerrada con un domingo tan hermoso.
—No estoy encerrada, ni sé qué diablos es lo que tiene que darte pena, ni me importa en absoluto que el día sea hermoso —la mujer tomó aire—. Y si tuviera ganas de salir, saldría. ¿Está claro?
—Más claro echale agua.
La mujer pudo advertir cierta nota de agravio, o de dolor, en la voz, pero no experimentaba ningún deseo de decir algo amable. Ni de decir nada.
—¿Y la nena cómo está? —resurgió la voz—. Porque la noté un poco tristona el otro día.
—¿Sí? Yo no tuve oportunidad de notarle nada. Ni la vi en los últimos días si te interesa el dato.
—¿Cómo no la viste? ¿Dónde está? Bea, ¿qué pasa con la nena?
Está asustada, pensó la mujer llamada Bea; como si el mundo que conoció pudiera saltar en pedazos. Con un movimiento brusco se sacó el pelo de la frente. Que ella arregle su vida, pensó; yo ya tengo bastante con la mía.
—No sé qué pasa con la nena. Supongo que le debe parecer sumamente interesante arruinarme la vida. Te diría que viene a ser el único motivo de su existencia.
—Te pregunté dónde está.
La dureza de la voz barrió de Bea todo vestigio de piedad.
—En la cama.
—¿Cómo, en la cama? Vos me dijiste que hacía días…
Bea cerró un momento los ojos.
—Está bien, está bien. No quise decir que en todos estos días no la haya visto. Quise decir que para el caso da lo mismo que la haya visto o no. No está nunca, y cuando está se encierra, da portazos, esas cosas.
—Es la edad —dijo la voz—, no sabés lo difícil que es esta edad.
—No, no sé —murmuró Bea.
—Qué dijiste.
Cerró los ojos para no llorar. Un rencor imprevisto y desproporcionado la erizó como ante un enemigo.
—En serio, no entendí qué dijiste —dijo la voz.
Tuvo un sobresalto. Le pareció que había estado a punto de descubrir algo. Con desgano retomó el hilo.
—Que es realmente maravilloso que te haya llevado nada más que treinta años darte cuenta.
—¿Darme cuenta de qué? Bea, haceme caso, salí. Estás realmente muy nerviosa.
—¡No estoy nerviosa! —gritó Bea. Pensó que no debía haber gritado. Giró el cuerpo y miró con inquietud una puerta cerrada en el pasillo.
—Ves que tengo razón: estás hecha una pila —dijo la voz—. Y claro, si te quedás encerrada con un día así nada más que porque Fernando… ¿Y la nena? ¿Por qué duerme con un día tan hermoso? ¿Tuvo alguna fiestita?
Hubo un silencio vigilante; como si las dos aguardaran una explosión que no se produjo.
—No sé qué tuvo —dijo al fin Bea—. Algo debió tener porque a las nueve de la noche agarró su famosa guitarra y se fue.
—No le preguntaste —dijo la voz con tristeza.
—No, no le pregunté. ¿Y sabés por qué no le pregunté? Porque anteayer a la madrugada sí tuve la mala idea de preguntarle. Y se puso como una fiera. ¿Te parece muy exagerado que quiera saber a dónde va mi hija de catorce años a las cinco de la madrugada?
—¿Salió a las cinco de la madrugada?
Ahí estaba otra vez ese pequeño miedo.
—Salió a las cinco y media, si te gusta más así. Parece que tenía que ver la salida del sol desde el río. ¡La salida del sol! Como si nunca en su vida hubiese visto una salida de sol. No, esta vez era distinto, dijo. Esta vez había arreglado con no sé qué gente maravillosa para ver desde el principio la salida del sol en el río. Le dije que era absurdo, que ella había visto miles de veces la salida del sol. En el río, y en el mar, y en la mismísima loma de la mierda.
—¿Le dijiste en la mismísima loma de la mierda? —dijo la voz.
—¡Qué importancia tiene eso! —gritó Bea—. ¡Por qué tendrás que hacer siempre preguntas imbéciles! —Esperó, pero ninguna señal vino desde el otro lado de la línea. Consiguió hablar con normalidad—: Le dije que era ridículo, ¿está bien así?, ridículo y encima peligroso y entonces, ¿sabés qué hizo? Se puso a llorar. Lloraba y mientras lloraba decía que yo siempre le arruino todo, que todas las cosas que a ella le gusta hacer, yo, ¿entendiste bien?, yo se las arruino. Que iba a ir igual, sí, porque ya había arreglado con esa gente maravillosa, pero que ahora no era lo mismo. Que ahora —dudó; lo dijo—, que ahora ya no podría ser feliz.
Una pequeña herida estuvo a punto de volver a abrirse en algún sitio, pero no lo permitió.
—Así que a la noche, por más que pasó tres veces delante de mis narices con su famosa guitarra… Tres veces, ¿te la podés imaginar? Tres veces delante tuyo como provocándote a que le preguntes a dónde va. Con una cara que vos no sabés si se muere de ganas de contarte algo que le importa mucho o sólo busca que le des otra vez la oportunidad de zamparte, bien en el medio de la cara, que vos no la dejás ser feliz. Así que opté por lo más sencillo: no le pregunté nada. ¿Te parece incorrecto?
—La verdad, yo ya no sé qué es lo correcto y qué es lo incorrecto. ¿Ella sufría?
Bea levantó las cejas, desconcertada.
—Yo —se tocó el pecho con la palma—. Yo sufría.
Desde el otro lado se escuchó un suspiro.
—Mi Dios, qué difícil es ser madre —dijo la voz.
—Y ser hija ni te cuento.
Lo dijo en un murmullo. Y apenas lo dijo le pareció escuchar un pequeño ruido. Se puso alerta.
—¿Qué dijiste? —dijo la voz.
Bea no la escuchó. Tenía la vista clavada en la puerta del pasillo.
—Mamá, tengo que cortarte —dijo.
—¿Por qué? ¿Por qué tenés que cortarme tan pronto? —dijo la voz.
Bea tapó con la mano la boquilla del teléfono e hizo algo inesperado: aulló.
—Estoy ocupada —dijo después, un poco más calmada.
—¿En qué estás ocupada? No me dijiste nada —dijo la voz.
—Por Dios —trató de moderar el tono todo lo que le fue posible—, ¿podrías dejarte alguna vez de hacer preguntas estúpidas?
—¿Qué se te dio ahora por hablar con esa voz de carnero degollado? —dijo imperturbable la voz.
Bea gritó.
—¡Dejame en paz de una vez! —gritó.
Estoy vieja, le pareció escuchar mientras alejaba el auricular. No llegó a verificarlo. Antes de que acabara de darle forma a una idea que, con incomodidad, se instaló en su cabeza —¿tal vez la que le hablaba tenía tanto miedo de quedarse sola que no le importaba ser humillada con tal de seguir escuchando la voz de otro?—, antes de que ese pensamiento tomara forma, su mano, automáticamente, colgó el auricular, y ella volvió a preocuparse sólo por lo que podía ocurrir detrás de la puerta cerrada.
Esperó unos segundos; después, en puntas de pie, caminó hacia esa puerta. Se detuvo a unos pasos y prestó atención: ningún sonido había vuelto a escucharse. Se acercó más e inició el ademán de apoyar la oreja en la puerta, pero se arrepintió. Dio un paso atrás, tomó aire y dijo:
—¿Ya te despertaste?
Aguardó, pero nada se produjo.
—¿Ya te despertaste? —volvió a decir.
Esta vez el silencio la hirió como un insulto.
—¡Estoy absolutamente harta de vos! —gritó. Y entró en la pieza.
Ahí estaban: la cama deshecha, la mesita atiborrada de cosas inservibles, ropa tirada por cualquier parte, la guitarra, sin la funda, abandonada en el suelo. Y la ventana exhibiendo inútilmente su sol y sus hojas verdes.
Recorrió el departamento y llamó varias veces pero era evidente que no había nadie.
Volvió a la habitación y miró con desamparo a su alrededor. Buscaba un indicio, aunque no sabía bien de qué. Vio un cuaderno sobre la mesita, lo tomó, observó con extrañeza los dibujos, los nombres escritos en la tapa. Hubo el golpe leve de una puerta al cerrarse pero ella no le prestó atención, pasaba las páginas del cuaderno como quien trata de encontrar algo perdido. «Caras hostiles», leyó al azar; se sintió herida y volvió atrás. «Ella venía de un mundo fantástico y traía una rosa. La llevó a su casa pero allí sólo vio caras hostiles. Rodeando la mesa no había nadie para recibir su regalo».
¡Farsante! pensó con una violencia que la tomó por sorpresa. ¿Cuándo trajiste una rosa a casa, vos?
—¿Qué hacés con mi cuaderno? —escuchó a su espalda.
No se dio vuelta enseguida. Como si la postergación del movimiento pudiera despojar de realidad lo que estaba sucediendo.
Pero su hija estaba ante ella, bien real, y la observaba con desprecio a través del pelo.
—Así que ahora también me espiás —dijo—. Era lo único que te faltaba.
Bea sintió que se estaba cometiendo una injusticia con ella. Se tuvo piedad.
—¿Y vos? —gritó—. ¿Vos que aprovechás la menor salida mía para huir como una ladrona? ¿Sabés lo que sos vos? ¡Una farsante!
¿Fue la recurrencia de la palabra «farsante» o el excesivo desprecio con que la miraba la adolescente que tenía ante ella? Tal vez fue el eco de su propia reciente teatralidad. Lo cierto es que difusamente supo que el melodrama —igual que otros excesos— puede ser un vestigio descarriado de la sed de vivir. De modo que, por segunda vez esa mañana, estuvo a punto de comprender algo. Quizá que la desmesura del odio de su hija no era muy diferente de su propia necesidad de aullar. O de ser feliz cuando afuera es octubre.
Entonces sonó el teléfono.
Corrió a atender con el corazón arrasado por la esperanza.
—¿Ya se despertó la nena? —dijo la voz.
Algo en su interior se desplomó.
—¡Si acabamos de cortar! —gritó.
—No me grites —dijo la voz—. ¿Te creés que yo no tengo sentimientos?
—¡No me importan tus sentimientos! —gritó Bea—. ¡No me importan tus sentimientos ni los de absolutamente nadie en el mundo!
Escuchó la puerta del departamento abriéndose y después el portazo. Hablame, hablame, alcanzó a oír antes de cortar el teléfono. Como se oiría la voz del último sobreviviente en la abisal noche del mundo.