Trayectoria de un ángel

«La belleza es la maravilla de las maravillas. Sólo los superficiales no juzgan por las apariencias. El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible».

Oscar Wilde

No sé si está bien que hable de Adriana. ¿Acaso yo puedo recordarla como otros dicen que la recuerdan? Adolescente con cara de estampa y ojos alarmados que de pronto, en un balcón, luego de contemplar largamente la noche húmeda y sin luna, se abraza a sí misma como si algo la sobrecogiera o como si buscara ¿protección?, o que en medio de un relato emotivo aferra accidentalmente una mano de hombre para soltarla de inmediato, encendida por la turbación. No me extraña que en aquel tiempo varios de ellos —según entreví en sus palabras— hayan creído descubrir el verdadero, el único amor de su vida. Nada más grato a nuestro intelecto que ese estado culposo de amar a una muchacha por su aura de inocencia y, al mismo tiempo, imaginarla revolcándose con nosotros.

No pude averiguar cuál fue el primero y tampoco me importa demasiado. Alguno, porque se sentiría medio poeta o estaba borracho, se habrá atrevido a acostarse con ella antes que los otros. El instante supremo, claro: la caída del ángel. Y Adriana debía saberlo; siempre actuó como si secretamente supiera esas cosas. No me cuesta nada imaginarla en los brazos de cualquier tipo, deshaciéndose de aturdimiento y maravilla como si recién empezara a percatarse de que ciertas escenas de que hablan los libros pueden eventualmente darse en una calle oscura o en un living. Siempre parecía que uno acababa de desflorarla. Porque era obsceno pensarla con otro. ¿Cuántos? Qué me importa ahora eso. Cualquier día uno de ellos habrá advertido que ya no era la Inmaculada, que ahora tenía pasado. ¿Qué pasado? No. En Adriana las cosas no tenían un origen concreto. De pronto era con un pasado.

Aunque, pensándolo bien, los años no la cambiaron mucho. Cuando la conocí seguía acurrucándose como un gato en los sillones y si le contaban algo abría enormes los ojos. Tenía la costumbre de acariciarse un hombro. Distraídamente.

No, claro que el casamiento no le cuadraba. Pero no hay que olvidar que la mía es una situación —digamos— singular. Casarse conmigo debió significar para ella otra manera de causar admiración. No sé, tampoco quiero ser cruel, ¿cómo puedo saber yo lo que pasaba por esa cabeza? Le habrán dicho lo previsible: un biofísico brillante (¿o dirían tal vez promisorio?), fijate vos qué desgracia. Y ella abriría ojos de incredulidad, y hasta un poco humedecidos, porque qué injusto, ¿verdad?, qué injusto que a alguien como él le queden sólo dos años de vida.

No me cabe la menor duda: eran de ese tipo las conversaciones generadas a mi alrededor. Pero en ese tiempo no pensaba mucho en eso. Hasta hace un año todavía era capaz de trabajar desenfrenadamente y de pasarme noches enteras sin dormir sabiendo que el plazo que resta, que restaba para hacer algo que valiera la pena, algo que dejara al menos un rastro mío en este planeta, era demasiado corto. Las ironías del destino, ¿no? Pero Adriana sólo debió saber lo que le contaron. Un lindo melodrama.

Conocerla fue una sacudida. En la reunión donde la vi por primera vez, la gente —sin duda incómoda por mi presencia— parecía sentirse obligada a ser memorable; se esmeraban en descubrir, como al descuido, lo absurdo de la existencia. Adriana me miraba con cierta complicidad temerosa como quien comprende mi irritación y querría decirme algo reparador pero no se anima a abrir la boca. Lo cierto es que al cabo de un rato la conversación de esos imbéciles me agredía más por ella que por mí; a veces le sonreía como pidiéndole disculpas. En cierto momento ella también me sonrió. Entonces me acerqué y dije junto a su oreja:

—Este tipo es un pelotudo.

Ella se rió y fue como si algo se disolviera; a mí se me ocurrió que pensaba qué suerte, es mentira lo del hombre de la bolsa. Es mentira lo de la muerte.

—Me aburro —dijo.

—Vayámonos de acá.

Afuera, bajo una media luna de tarjeta festiva, tuvo gestos hermosos. Después supe que todo lo que hacía era así: hermoso. Atrapó una hoja seca en el aire. Me la dio.

—Tenés que guardarla para toda la vida —dijo.

Era increíble.

Después de tres meses de vernos todos los días nada había cambiado: teníamos que odiar las estatuas, preocuparnos porque la luna tenía aureola, comprar horóscopos. Nuestros amigos, en cambio, ya debían estar unos capítulos más adelante. Esto es siniestro, habrán dicho. Y se habrán preguntado, con cierto interés malsano, en qué iba a terminar todo esto.

Hace poco supe que en aquella época se la vio a Adriana llorar sin motivo; y que un día, en una especie de reunión, cuando uno de ellos le explicó que todo esto era un disparate porque él se va a morir y vos sos joven (algo así le tiene que haber dicho), y que no se podía vivir sólo de ilusiones, ella dijo, para aquella corte incondicional que seguía deslumbrándose con cada uno de sus gestos dijo que lo que ocurriera después no tenía sentido. Dos años o lo que nos quede para compartir.

—Me voy a casar con él —dijo.

Pero de esta determinación, ya lo dije, y del revuelo que causó, me enteré mucho después. Una tarde decidí yo mismo que había llegado el momento de hablarle. Confieso que no fue fácil: al principio le dije frases ambiguas, todo esto tiene que terminar, vos sabés. Esa clase de cosas. Contaba con eso, con que a pesar de tanta hoja al viento y tanto paseo bajo la luna, ella sabía. Pero no, me miraba desconcertada, o como un poco traicionada, al borde de las lágrimas.

—Estoy enfermo, Adriana —dije al fin—. Tenés que entender esto.

No, no entendía. Lloraba sobre mi pecho, y decía que siempre se le daba por imaginar cosas que después no eran. Que yo no la quería, yo razonaba igual que los otros: dos años, entonces no puede ser. Pero sí puede ser, dijo, porque a mí no me importa el tiempo, te quiero a vos, vivir con vos lo que sea, ser felices ahora, sabés, y qué importa lo que pase mañana.

No habló más: lloraba. Entonces dije lo que nunca me imaginé diciendo. Que ella era la única criatura digna de ser amada que yo había conocido en mi vida; mi muchacha irrepetible, eso dije, y que por eso, porque todo habría debido ser hermoso, debíamos terminarlo ahora.

—Como un cuento —dije estúpidamente.

Ella se rió entre las lágrimas y dijo que yo era un gran mentiroso. Por eso te quiero, dijo, porque sos un gran mentiroso. Y que ni yo mismo creía todas esas cosas. ¿Acaso no se me veía en los ojos que yo también pensaba por qué, por qué no vivir el tiempo que nos queda? Lo único que importa, dijo.

Todavía hablé. Creo que fue la única vez que conseguí hacerlo con cierta claridad. Explicarle que lo abominable no era el tiempo, era otra cosa. Un cuerpo que se desintegra, ¿entendés?, que se va pudriendo de a poco dejándote, eso sí, tiempo para andar por las calles y ser cortés con la gente y pensar, grandísima yegua, pensar que te estás terminando, que te mirás una mano, digamos, y la mano se te deshace sin que puedas hacer nada. Morirse, Adriana, estar muriéndome mientras hablo con vos, ¿entendés eso? No; Adriana no parecía entender: ni siquiera daba la impresión de escucharme. Como si se hubiera quedado suspendida de mis palabras anteriores, iluminada por esas palabras. Dijo que entonces, si era verdad que yo la amaba, ¿qué podía impedir que fuéramos a vivir juntos? Nada en el mundo. Y quizá dijo también: yo voy a cuidarte, mi amor. No sé. A esta altura no podría asegurar que no.

Tuve miedo. No es sencillo traerla un día a tu casa y decir: bueno, he aquí a mi compañera. Ella no era compañera de nadie y yo lo sabía.

Sin embargo todo siguió igual cuando vino a vivir conmigo. Ella abría cajones, descubría maravillas en un armario, se recostaba en las alfombras como una leona amodorrada. Los objetos, cuando ella los nombraba, parecían venir de un submundo donde nada puede ser brutal. Si la encontraba revisando fotos viejas la llamaba mi niña anticuada, si se paraba frente a mí, tiesa y cómicamente seria, le decía que era un pingüino. Aprendí a decir cosas así, divertidas, estúpidas, sólo para oírla reír. Tenía una risa rara, no sé, confusa, como de adolescente que se ha turbado porque, detrás de las palabras, ha adivinado una idea maliciosa. Eso. Había que seducirla a cada momento, como a una adolescente. En la cama también. Engañarla un poco para acostarse con ella. Un indicio de que ya no me sentía el Burlador de Sevilla la habría herido. La hubiese matado a ella.

Nunca tomé los medicamentos en su presencia. No es que cometiera la ridiculez de esconderlos y seguramente los vio (se la pasaba descubriendo cosas) pero no me llamó la atención su silencio al respecto. El resto de la gente, cuando no encontraba nada apropiado que decir acerca de mi cara de muerto, también evitaba el tema; pero su evasiva era tan ostensible que se creaba una situación incómoda. Lo de Adriana, en cambio, no era ostensible; sencillamente parecía no notar nada. Uno podía jurar que se había olvidado del asunto por completo.

Una mañana, a principios de abril, me levanté peor que siempre; se me notaba el cadáver en la cara. Durante unos minutos estuve palmoteándome ante el espejo pero no hubo caso, así que bajé a desayunar sin despertar a Adriana. Cuando volví al dormitorio no había mejorado. Me quedé un rato parado junto a la cama como un imbécil, sin saber qué hacer. Por fin escribí: Amor mío: hablabas en sueños esta mañana; dijiste cosas tan lindas que no me atreví a despertarte. Si sos buena te las voy a contar. Te dejo un beso al lado del reloj. Apenas salí me di cuenta de que no le había advertido a Felisa de que no alarmara a Adriana. Iba a volver para decírselo pero, no sé, es difícil dar con la palabra exacta, ¿digamos alegría? Me sentí alegre sabiendo que inevitablemente esa mañana Felisa y Adriana tendrían que hablar de mi enfermedad y que mi mujer andaría preocupada, sobresaltándose tal vez con cada llamado de teléfono, o contando los minutos que faltaban para mi regreso.

A mediodía Adriana vino corriendo a recibirme; me preguntó insistentemente qué había dicho en sueños. No me contás porque dije cosas horribles, dijo por fin.

Yo me había sentido mal toda la mañana y estaba con un humor de perros.

—No seas sonsa —dije—; nunca decís nada horrible.

Adriana no dijo nada pero anduvo sombría. En la mesa apenas comió y, de vez en cuando, me dirigía una mirada de reproche.

—Hablaste no sé qué de un conejo —concedí al fin.

Levantó los ojos admiradísima.

—¡Un conejo!

—Sí. Parece que estabas en un bosque y había conejos.

—Qué disparate —parecía iluminada—. ¿Y qué más?

—Bueno, parece que vos le decías al conejo ese que viniera a patinar con vos.

—No me digas que yo estaba patinando —dijo.

—Sí, señora, aunque no se lo crea, estabas patinando.

—¿En el bosque? —dijo.

—En el mismo bosque.

Adriana resplandecía. Qué más, preguntaba. Le conté que, al parecer, el conejo se había ido nomás a patinar con ella, por eso se reían mucho y casi se llevan un árbol por delante. Y que entonces me fui a trabajar y que toda la mañana, cuando me acordaba, me reía solo.


La tarde del primer ataque Adriana no estaba en casa. Por fortuna conseguí darle a Felisa las indicaciones más urgentes y ella se las arregló bastante bien, así que cuando llegó Adriana ya estaba calmado.

—Terrible, señora —oí que decía Felisa—, un buen rato se estuvo agitando por las convulsiones, vomitaba. Creí que no se iba a salvar.

Adriana tardó en subir. Abrió la puerta sigilosamente y se fue desplazando por el cuarto en puntas de pie, desparramando sus cosas. Evitaba mirarme. Sin duda daba por supuesto que en esos momentos, para mantener su bella armonía universal, yo debía estar durmiendo. Cuando estuvo cerca dije:

—Hola.

Se quedó rígida. Por fin, con un murmullo, como si aún temiera despertar a alguien, dijo: Creí que dormías. Se sentó en la cama y me besó; después se quedó quieta, mirándome interrogante, como si esperara que yo le dijese qué se debe hacer en estos casos. Le acaricié el pelo y ella se acurrucó a mi lado y ahora estaba desvistiéndose. Como si dejar la ropa de calle porque acababa de llegar y desnudarse pegada a un hombre fueran un mismo proceso que continúa. Fue la única vez que se acostó conmigo de ese modo.

Desde ese día nunca volví a estar bien: enflaquecía diariamente y cualquier movimiento me fatigaba. Más de una vez, de manera intempestiva, debí abandonar lo que estaba haciendo. Adriana trataba de no advertir mis torpezas; se mostraba absorta por alguna tarea, por algún objeto, o sencillamente se iba de la pieza.

Cuando le comuniqué que en adelante ya no podría trabajar fuera de casa se alegró mucho; dijo que iba a ser maravilloso tenerme todo el día a su lado, que eso sería muy bueno para mí. Muy bueno para mí; únicamente un idiota puede decirme una frase como ésa. Me pregunté si tendría algo en la cabeza. Me lo pregunto ahora. Días y noches atando cabos, tratando de descubrir una señal, un dato que ilumine su mecanismo interno. Hermoso fin para biofísico promisorio, es para reírse. Noches y días queriendo saber qué pensaba, qué entendió de todo lo que estaba sucediendo. Y no lo sé. Nunca voy a saberlo. Su forma de vivir, quizá. Nada más que eso.

En casa me llenó de mimos. De pronto estaba lejos, gritándome desde el fondo una idea estupenda que se le había ocurrido; de pronto la tenía a mis espaldas: un genio, me dijo una vez, soy un genio de ultratumba que ha venido a raptarte; prepara tus bártulos, hombrecito, ha llegado tu hora.

Nuestros amigos venían seguido a visitarnos; a mí me irritaba tanta gente, así que permanecía en el dormitorio. Adriana entraba muchas veces a contarme lo que sucedía abajo, las cosas que habían dicho; narraba de un modo exaltado, como si no le fuera a alcanzar el tiempo. Si pasaba la tarde afuera también: regresaba encendida y cubierta de paquetes y hablaba tanto que yo apenas la podía aguantar. En aquel período no me dieron ataques fuertes; cuando los tenía me encerraba en el baño y, en general, salvo en el caso de necesitar algo, no le avisaba a Adriana; pero si le pedía alguna cosa ella me la alcanzaba con la ansiedad de siempre y, esas veces, cuando yo tardaba en salir, ella daba golpecitos en la puerta y preguntaba si ya pasó. Y cuando yo salía me estaba esperando y me rodeaba el cuello con los brazos.

El primer ataque en serio empezó como los otros.

Creo que vomité y me caí. Del resto no recuerdo nada. Cuando reaccioné estaba en la cama con ropa limpia; a mi lado, el médico y Felisa.

El médico dijo:

—Su señora está abajo, preparando unas gotas.

Cinco minutos más tarde entró Adriana con cierto aire de embrujada; en una bandeja traía un vaso con el líquido y dos cafés. Le preguntó al médico si iba a tomar algo fuerte; me acarició la frente.

Y fue después, cuando bajó para acompañar al médico, que me sentí desesperado. En el vestíbulo (lo vi con desagradable claridad) se estaba desarrollando una escena melosa, antigua como los libros: el médico, confiándole la despiadada verdad a la esposa del paciente. ¿Qué verdad? No lo sé. Es tan poco lo que se puede agregar sobre mí. Todo lo fui sabiendo; una a una fui descartando posibilidades. Eso tranquiliza. Uno sabe que se está apagando, que el tiempo lo corrompe sin contemplaciones, pero le queda el respetable privilegio de que no habrá una sola punzada, un solo vómito que lo asalte desprevenido, como a cualquier otro animal. Aun así, estuve seguro de que, para Adriana, habría de existir una verdad tremenda para ser ocultada. Porque así estaba escrito. Y estaba escrito también que ella, dentro de unos minutos, entrara con la expresión ambigua de quien puede que esté ocultando algo y con voz dulcísima me dijera está bien querido, te vas a quedar en la cama como un nene juicioso y en unos días todo habrá pasado. Pero querido, claro que el médico no dijo nada más; ah, sí, ahora vamos a inventar una historia terrible para que el señor se quede conforme. Sé bueno, tratá de dormirte ahora. Y supe que si me descuidaba un solo segundo más ni mi destrucción ni mi muerte iban a resultarme reales.


Creo que estaba como loco cuando me senté en la cama y le grité a Felisa que trajera al médico. La pobre, al salir, vacilaba. Demasiado tarde, de cualquier forma. Oí que se cerraba la puerta. El médico acababa de irse.

Adriana subió en un segundo.

—¿Qué pasa? —dijo.

—Adriana —dije—, vení para acá. No quiero payasadas ahora. Ya conozco las ternezas que dice una esposa enamorada y estoica cuando acaba de hablar con el médico. Ya sé cómo sella sus labios, con qué sublime devoción sella sus labios la esposa de un cadáver. Me importa un carajo, entendés. Un carajo. Para este cadáver, jovencita, no hay novedades; sólo necesito, si sabés por ejemplo que se me reventó la aorta o que cada cuatro días voy a vomitar veintiocho gramos de sangre, que me digas exactamente esto: se te reventó la aorta, amor mío, o cada cuatro días vas a vomitar veintiocho gramos de sangre. Aunque te repugne. Aunque te mate la violencia. Después me olvido de todo; después hacés arrumacos y llenás mi enfermedad de moños. Pero ahora necesito saber lo mío. Qué diablos dijo.

Adriana me miró con los ojos llenos de lágrimas, me acarició la frente, y dijo que todo estaba bien; después más tranquilos, íbamos a hablar todo lo que yo quisiera.

—Sé bueno —dijo—; tratá de dormirte ahora.

Se convirtió en su frase.

Mientras seguí en la cama oí una y otra vez que con voz velada, de quien trata de apaciguar a un chico, me rogaba que durmiese. Y estaba bien eso; era mejor que verla todo el tiempo deslizándose de acá para allá, o arrebujándose como un gato en los sillones, o mirando distraídamente por la ventana. Qué otra cosa iba a hacer mi pobre muchacha entre cuatro paredes y con un moribundo en la cama. De repetirlos durante horas, hasta los movimientos más exquisitos se vuelven ridículos. Yo cerraba los ojos y me quedaba inmóvil. Después de unos minutos Adriana salía, silenciosa, sin mirarme. Desde mi cama, sus pasos veloces alejándose apenas podían escucharse.

Alguna vez se asomaba pero al verme quieto volvía a cerrar la puerta. Regresaba sólo al oír ruido de voces en mi pieza (Felisa, que había subido a traerme la comida, o remedios). Entonces se sentaba a mi lado, me hacía caricias, acomodaba mis cobijas, y me contaba las cosas de abajo. Cuando me notaba fatigado preguntaba si quería dormir. Después oscurecía el cuarto, me daba un beso, y se iba.

Pasaron casi dos meses hasta que el médico habló de que me levantase. No me sentía con fuerzas pero a partir de aquel día Adriana habló de la voluntad, de que no debía seguir haciéndome el mimoso. Ella no se resignaba, dijo, a tenerme en cama y estar terriblemente sola todo el día. Era hora de que volviéramos a ser tan felices como antes, juntos.

Durante cuatro días no pude avanzar del borde de la cama; me quedaba unos minutos sentado y, de tanto en tanto, pedía que me ayudaran a intentarlo de nuevo. Al fin me acostaban. El quinto día conseguí dar unas vueltas por la pieza y quedarme en un sillón. Adriana estaba contenta: me alcanzó almohadones, dio vueltas a mi alrededor, y finalmente se sentó a mis pies, con la cabeza sobre mis rodillas. Y dijo que era así, justo así, como ella se había imaginado a los inmóviles caballeros de los libros. Y ahora se me ocurre que hasta pudo haberlo pensado con esas palabras: «inmóviles caballeros de los libros», y no se le cruzó el vocablo «inválidos». Eso es lo que nunca podré averiguar. Y dijo también que yo le debía contar historias para que todo fuera perfecto. Yo miraba el pelo tan rubio de Adriana y le contaba cuestiones viejas. Cuando anocheció, ella pareció quedarse dormida y a mí se me ocurrió que todo volvería a estar bien con mi maravillosa pequeña Adriana embelleciéndolo todo a su alrededor.


Levantarse en forma definitiva es otra cosa: mi aspecto es deplorable y la ropa me queda demasiado holgada; además sé que me muevo con enervante dificultad. Los primeros días, para hacerle el gusto a Adriana, me vestía con ropa corriente, pero no resultó: nunca se sabe cuántas veces se estará obligado a regresar a la cama. A Adriana la desasosegaba no hallar la forma de que compartiéramos nuestras vidas. Una tarde preguntó con toda naturalidad si no me iba a vestir nunca más. La miré asombrado; le dije si ella aún no había notado que yo no estaba lo que se dice muy bien de salud.

Me rodeó el cuello.

—Claro, querido —dijo—; justamente. Me parece que para esto sería mejor que te quedases en la cama.

—Viviendo así no te sentís muy cómoda, ¿eh? —dije.

—Ay, amor mío —dijo—, sos divertido como una criatura; ahora vamos a andar preocupándonos por mí. Lo que me importa es cómo te sentís vos. No puedo soportar que te pasees de este modo por la casa. Fijate qué tontería que andes así, tan débil y sin saber qué hacer, cuando podrías estar en la cama lo más tranquilo y sin hacerte problemas por nada.

—Gracias, Adrianita —dije—. Te juro que mientras viva, ¿entendés bien?, mientras viva voy a seguir paseándome así, con pijama, o en pelotas si se me ocurre, por toda la casa.

Mucho más tarde, muy pausada, muy suave, Adriana dijo que si ella no estuviera todo el día encima mío, si saliera de vez en cuando, yo no me pondría tan nervioso. Pero el día que empezó la segunda crisis Adriana estaba en casa porque Felisa había tenido que salir.

Estábamos sentados en la biblioteca. Leíamos. Súbitamente un dolor punzante, como una llaga que me recorría el cuerpo, me subió desde la boca del estómago a la garganta; estaba bañado en sudor y temblaba. Adriana, sin levantar la vista del libro, dijo:

—Dios mío, está lloviendo y yo dejé la ventana del dormitorio abierta.

Se levantó de un salto y se fue corriendo. El dolor me hacía doblarme; al fin me paré a medias pero caí hacia adelante. Los pasos de Adriana, recorriendo la casa, eran levísimos: como un aleteo. Yo, en el suelo, me retorcía apretándome el estómago. Inútil; nada podía calmar ese dolor. Di gritos desarticulados; de fiera. Vomité algo amarillo, y después sangre; al fin, el líquido salió forzado, y yo, agitado por las convulsiones, apenas podía respirar. Quise volver al sillón pero a cada intento una punzada me hacía caer. Por la puerta entreabierta vi la sombra de Adriana; pasó lejos, silenciosa. Grité. Más de lo que me permitía mi cuerpo deshecho. Se tienen que oír, pensé; desde todos los rincones de la casa se están oyendo. ¿O hasta el fondo de la casa no llegan estos gritos? Adriana, pues, tenía que estar en el fondo de la casa.

Todo lo que hice después no tiene relación con lo humano. Una masa inmunda, sin conciencia, arrastrándose por los cuartos, degradándose para siempre, aullando puta, grandísima puta, me vas a matar ahora, dentro de unos minutos vas a acabarme, pero antes tendrás que pagar. Por tus instantes perfectos vos también te vas a ensuciar. Fueron aullidos a veces, y a veces nada.

Adriana estaba en el fondo, envuelta en sábanas que se agitaban por la tormenta; arrebatada, en puntas de pie, tratando de alcanzar los broches; dio un grito largo, agudo, cuando me vio. Blanca entre los remolinos blancos. Con los pies en punta y los brazos en alto. Cayó suavemente, desvanecida.

Pero no se iba a salvar; esta vez no. Me arrastré hacia donde estaba y la sacudí: que despertase para siempre, para siempre mezclándose con mi carne repulsiva. La toqué con mis manos, con mi ropa, con mi cuerpo: la apreté contra mí. Esta vez no se iría a zafar Adriana. Esta vez, no.

Había abierto los ojos, sus grandes ojos transparentes. No forcejeó para soltarse. Permaneció inmóvil como si de pronto aprendiera a jugar su último e irrepetible juego: no existir. No se movió, no existió mientras yo seguía gritando que ahora todo había terminado, estamos solos, vos y yo, y no me vas a dejar morir así, Adriana. Quiero estar limpio como un hombre y vos me vas a llevar a mi pieza, vas a limpiarme, vas a curarme sin llamar a nadie porque no necesito a nadie salvo a vos en esta casa. Tu enfermo para vos sola, muchacha inmaculada, perdida para siempre, hoy, sucia y aborrecible.

No existía: fueron sólo dos manos finísimas que me arrastraban por la casa; sus rodillas, sus muslos empujándome; lágrimas calientes, algún gemido, en mi espalda.

No existió después: un manojo revuelto, manchado, que yo contemplaba; yo blanquísimo desde mi cama blanca, mientras ella siguió allí, inmóvil, un temblor leve de vez en cuando. Un puñado sucio mi Adriana. Mi maravillosa y única Adriana.

Dije: Adriana.

La voz sonó rara, como si viniese de otro sitio.

—Adriana —dije—, ya es tarde. Te quiero hecha un ángel. Porque vos sos un ángel. No hay otra cosa. Perdoname.

Volvió un rato después, envuelta en su camisón celeste. Entró en la cama muy suavemente, para que yo pudiera olvidarme de su piel y, poco a poco, como un chico, se fue quedando dormida.

A la mañana siguiente había sol en la pieza. Todo era una invención. Ella durmiendo a mi lado, los ruidos que venían de la calle, el sol. Me pareció mentira que Adriana fuera a abrir los ojos, y fuera a moverse, y fuera a vivir conmigo.

Siete días así. Los dos hablando, queriéndonos, jugando a quién recuerda la primera palabra dicha alguna vez, y saber que, un día, uno de nosotros dos ya no podría ocultar el miedo.

Dormía. Era tan hermosa. La cara serena, medio velada por el pelo rubio; livianísima en la cama. Adriana como siempre. Una adolescente de niebla para muchachos enamorados. Un subterfugio para la nostalgia.

No fui yo, quizá. No sé fraguar lo perfecto. Fue Adriana; aquel último juego; el único que podía inventar entonces. Estaba acurrucada: ni un dios la habría pensado así. Apoyé las manos lentamente. No se movió; no hizo ningún gesto. Jugó a que yo apretara los dedos y se dejó matar, despacio, sin cambiar de expresión.