Don Juan de la Casa Blanca

«¿Qué diría el Juez de Instrucción si él le contestara: “Peco porque llevo un Dios en mí”?».

Roberto Arlt

«Sé que algo hice, o sucedió algo, que me volvió desdichado, algo que me dejó sin alegría para compartir con nadie».

Abelardo Castillo

I

Cantaban, afuera. Afuera todo-era-como-debía-ser. La fiesta del mundo, ¡oh!, bulliciosas familias regresaban del río con canastitas, adolescentes se arrullaban, pío pío hacían los pajaritos, fru fru murmuraban las hojas de los árboles, celebrando los últimos resplandores de la tarde de noviembre. ¿Así que era así? Ésa era suidea-de-la-vida. No era así. Ella no hablaba de ese tipo de felicidad. ¿Y cuándo había dicho «felicidad» al fin y al cabo? Era algo más simple: mirar por la ventana y no sentir miedo. O tal vez otra cosa pero no este domingo en la penumbra, caminando en puntas de pie, contemplando las rayas rojas que trazaba el sol sobre la pared del fondo. (Ahora eran rojas pero hasta hacía poco habían sido amarillas y antes de mediodía no había habido rayas y casi ni había habido pared porque el sol estaba aún del otro lado de la casa y la áurea mañana sólo había consistido en segmentos de cielo azul que Diana, perversamente, se había empeñado en observar a través de las persianas). Había asistido a cada mutación del cielo y a cada mutación de la pared. Despierta. Hacía treinta y tres horas que estaba despierta. ¿Y todo ese año? ¿Y los dos años anteriores? La turbó un contacto áspero contra la frente. La persiana. Otra vez lo estaba haciendo. Estaba acechando una línea de cielo rojo. Sacudió la cabeza hacia atrás con alguna violencia: era humillante que se tuviera tanta compasión. Entonces notó que no sólo había estado atisbando el cielo; hacía rato que estaba empeñada en no perder una sola palabra de la canción. Don Juan de la Casa Blanca. Ella también lo había cantado alguna vez. Pensó que era una tarea muy difícil no tenerse lástima. Y cerró la ventana.

—¿Quién gritó?

Diana tuvo un ligero sobresalto pero se sobrepuso y miró hacia la cama. El hombre tenía la cara vuelta hacia ella pero no había abierto los ojos. O los había abierto y la poca luz que entraba lo había deslumbrado. Eso era lo más probable.

—Nadie gritó. Podés seguir durmiendo.

—Me duele la cabeza —dijo el hombre—. ¿Quién me dijiste que gritó?

—Nadie, dije. Eran unas nenas que cantaban. Ahora cerré la ventana.

—No —dijo el hombre—, no eran chicos. Era alguien que gritaba. Lo oí perfectamente.

—No me extraña.

Él no pareció haber escuchado. Buscó algo a tientas en la mesita de luz. Su mano tocó un vaso, lo levantó apenas, y lo tiró lejos. Diana cerró un momento los ojos y oyó cómo el vidrio se estrellaba contra el piso. Lo que sintió casi no fue temor sino más bien culpa: había sabido todo el tiempo que ese vaso estaba allí; había querido que estuviera allí para que él lo encontrara. Y no era lo peor, el vaso. El hombre por fin tanteó el atado de cigarrillos y sacó uno.

—¿Qué hora es? —dijo.

—Más de las siete.

—¿De la tarde?

Ella se acercó a la cama y se quedó mirándolo con las manos sobre las caderas.

—¿Qué te parece? —dijo.

—La verdad, no me parece nada —el hombre abrió un momento los ojos y los volvió a cerrar como si no valiera la pena tener ojos. Se encogió de hombros—. No veo por qué van a ser las siete de la tarde si todavía hay sol.

Ella levantó las manos y entrecruzó los dedos debajo del mentón. Lo estudiaba desde una tapia.

—Estamos en noviembre —dijo—. ¿Qué creés que tiene que haber en noviembre a las siete de la tarde?

—Para serte franco —dijo el hombre—, ni siquiera sabía que estábamos en noviembre.

—No me extraña —dijo ella.

Él esta vez abrió bien los ojos y se sentó en la cama. Hizo el ademán de contar con los dedos. Primero levantó el dedo pulgar y después levantó el dedo índice.

—Es la segunda vez —dijo.

Esta vez sí lo que ella sintió fue temor. Pero era absurdo: se sacudió el pelo hacia atrás.

—Pero no, si no quise decir nada —dijo—. Por favor, no empieces a interpretar a tu manera todo lo que digo. Simplemente que me parecen absurdas todas estas cosas. Que siempre te estés jactando de cosas como ésta, digo —empezó a caminar hacia algún lado pero se volvió—. No sé, a vos te parece que no saber, por ejemplo, que estamos en noviembre es, no sé, te otorga una especie de aristocracia.

Él encontró un fósforo suelto sobre la mesita de luz. Lo frotó contra el piso, después lo frotó contra la pared y encendió el cigarrillo.

—Bueno —dijo—, ya que no querías decir nada también hubieras podido quedarte callada.

—José Luis —ella estaba hablando con exagerada calma—, estuve todo el día callada. Ne-ce-si-to hablar.

Él se golpeó la frente con la palma.

—Por favor —dijo casi desesperado—, acabo de despertarme. Me duele terriblemente la cabeza.

—Pero si es eso, es eso, no te das cuenta —ahora ella se había sentado en la cama y sacudía las manos abiertas—. Yo no acabo de despertarme. Yo estuve todo el día despierta. Era un día hermoso, entendés, había sol, ya sé que a vos te parecen ridículas estas cosas pero yo amo el sol, lo necesito, no sé, es como si lo necesitara para vivir. Y estaba aquí, encerrada, mirándote dormir —se puso de pie como si acabara de tomar una determinación súbita pero se quedó parada junto a la cama. Él apoyó los dedos sobre los párpados con extremo cuidado. Fue todo lo que hizo—. Porque vos después te olvidás; vos dormís todo el día y después te olvidás de todo y te despertás lo más contento. Pero yo no puedo hacer así.

—No estoy contento —dijo él.

—Pero a mí no me importa eso, a mí no me importa que vos no estés contento porque al fin y al cabo vos te lo buscaste, pero yo.

Él se llevó la mano al pecho e hizo el ademán del que agradece aplausos.

—Vos también te lo buscaste —se tocó el pómulo—. ¿Me peleé con alguien?

Ella sintió que estaba a punto de gritar.

—¿Si te peleaste con alguien?

—No hace falta que grites —dijo él.

Trato de no gritar.

—Y yo trato de no tomar. Eso es todo.

Se dejó deslizar hasta quedarse totalmente acostado, encogió las piernas como los chicos, y se cubrió hasta la cabeza con la frazada. «Hace calor», pensó ella, «se va a morir de calor con esa frazada». Se quedó esperando a los pies de la cama pero ningún acontecimiento se produjo. «Voy a hacerte café», dijo, bastante dispuesta a creer que su voz, llegándole a él hasta la pequeña noche de su frazada con una propuesta tan amable como la preparación de café, era algo así como el rayo de sol que se vislumbra en una selva oscura, el cantarito de agua fresca tendido hacia el que tiene sed, un soplo de esperanza para las almas condenadas. Pero como no podía jurar que las cosas estuvieran ocurriendo con tanto lirismo y ni siquiera podía afirmar que lo que él hacía ahí abajo era sufrir (a lo mejor sólo se había propuesto castigarla o, lo que sería peor, estaba otra vez plácida y simplemente durmiendo), después de esperar unos segundos Diana resolvió que por el momento todo era inútil y se fue para la cocina.

II

La botella de ginebra seguía allí, casi vacía y sin la tapa: toda la cocina tenía olor a ginebra. Toda la casa. Diana desechó hábilmente este pensamiento. Abrió la ventana, encendió el fuego y puso a calentar agua. Tarareó una canción. El joven dormilón estaba despertándose y la muchacha le preparaba café cantando en la cocina. ¿No era todo normal ahora? No. La botella todavía estaba allí. O sea: ella todavía no había hecho nada por sacarla. De la misma manera que había dejado el vaso sobre la mesita de luz y había eludido, durante todo el día, la puerta cerrada del estudio (ella misma, sin siquiera mirar hacia adentro, la había cerrado esa mañana) aunque sabía —o justamente porque sabía— que cuando él la abriera no iba a soportar el espectáculo. Ella recordaba vidrios rotos y artefactos desarticulados como se recuerdan las pesadillas. Y fotografías semiquemadas y líquidos derramados y los fragmentos de una lámpara maravillosa con la que él había soñado durante años y que ella por fin le había regalado. Y el olor. Sobre todo el olor a ginebra. Y a vómitos. Todo detrás de esa puerta, bien encerrado e intacto, para que él viera su obra. ¿Para que la viera quién? Ése que ahora se había ocultado debajo de la frazada porque hasta asomar la cabeza al mundo debía resultarle una posibilidad horrorosa. ¿Qué había hecho? ¿De quién se había estado vengando todo el día? Si ella había querido dañar al otro, al que esa misma mañana la había perseguido con su cámara fotográfica «para que sepas, para que mañana sepas cómo sos cuando no sos perfecta», ella había querido que ése viera sus vómitos y sus destrozos porque entonces lo había odiado y, de alguna manera, lo seguía odiando todavía. Pero cómo explicárselo. Y, sobre todo, a quién explicárselo. Si ella no era capaz, porque lo amaba, si Diana nunca iba a ser capaz de hacer daño al hombre que se había ocultado debajo de la frazada. Y al otro no iba a poder quebrantarlo nunca porque no conocía su lenguaje, y hasta dudaba de que existiera ese lenguaje, un código accesible por el que ella pudiera darse a entender. Porque el otro podía ver signos detrás de los signos, captaba una señal donde los demás sólo percibían una mancha, era capaz de revelarles a señores intachables que en realidad eran unos perfectos hijos de puta, y de descubrir el fuego inmortal en el corazón de un hombrecito, y de poner a flor de piel el alma corrupta de apacibles señoras, pero no había signos, o Diana no conocía los signos con los que él hubiera podido entender lo que ella quería decirle. Que era inútil todo eso, que era puro alcohol su sensación de poder, que José Luis el Gran Ordenador era mentira, él no podía ordenar nada, sólo podía detectar el caos, detectarlo hasta límites inhumanos, y gritar en el vacío. Que los demás sólo lo veían tartamudear, y voltear jarrones, y tambalearse, y cuando él creía estar explicándoles con espantosa claridad cuánto de injustificado y de abyecto y de engañoso hay en la vida de cada uno, alguien estaba calculando si el vaso, que avanzaba peligrosamente en su mano, iba a errarle o no a la mesa. Aunque tal vez no era así, tal vez era ella, sólo ella la que lo estaba calculando porque a nadie más le importaba que él le errase a las palabras o a la mesa y para los otros todo era una anécdota, un pequeño incidente nocturno o, tal vez, hasta la noche de las revelaciones últimas en que un espectador sensible aprende la miseria de su vida. Y lo único que ella hubiera querido decirle, para que él lo entendiese, era que no la dejara sola. Porque ella no podía entrar en su mundo y tampoco podía entrar en el mundo de los de afuera, de los que lo miraban sin desesperarse. Y eso él, el otro que era él, no hubiera podido entenderlo. Porque la pequeña soledad, y el pequeño miedo, y el pequeño amor al sol de ella, no significaban nada en el mundo apocalíptico en el que él se creía estar moviendo.

—Esa agua está hirviendo.

Diana dio un grito. No esperaba que él se levantase tan pronto. Apagó el fuego como si se tratara de detener un incendio.

—¿Ya te levantaste? —dijo, un poco agitada.

—No. Soy mi delirium tremens —él se acercó a la botella y la tomó del cuello con dos dedos. Mantenía el brazo muy estirado como si la sola posibilidad de acercar la botella a su persona le resultase repugnante—. ¿Y esto qué es? —dijo.

Ella hizo una pequeña reverencia.

—Ginebra —dijo.

Los dedos de él imprimieron un leve movimiento pendular a la botella.

—Ya sé que es ginebra. Lo que quiero saber es por qué está acá.

Ella se arrepintió por anticipado de lo que iba a decir.

—Será porque esta mañana no la viste —dijo.

Por un momento tuvo la fantasía de que él iba a estrellar la botella contra algo. Instintivamente cerró los ojos.

—Que por qué no la tiraste. Eso es lo que quiero saber.

Ella sintió que todas sus defensas se esfumaban. Hacía más de treinta horas que no dormía; él acababa de despertarse, qué quería.

—No sé —dijo—, no sé por qué no la tiré. Por favor. Sería para que la vieras, no sé. Necesitaba que vieras todo eso —se tapó la cara con las manos—. Es horrible.

Él había colocado la botella sobre la mesada de mármol y tenía las manos apoyadas en el borde de la pileta. Sacudió repetidamente el tronco como si estuviera tomando envión para saltar de cabeza hacia adentro.

—Qué es lo horrible. Por favor, no empecemos de nuevo. No importa lo de la botella, no tiene la menor importancia. Por qué la ibas a tirar al fin y al cabo. Pero tirala ahora, haceme ese favor, que yo no la vea más.

Ella sacudió repetidamente la cabeza.

—No es eso —dijo—. Quiero decir que eso no es lo peor.

Él seguía mirando hacia adentro de la pileta.

—Ya vi lo peor —dijo con voz neutra.

Diana sintió una mezcla de temor y alivio aunque tal vez toda la sensación era injustificada y él había querido decir una cosa distinta de la que ella había entendido. No se animó a averiguarlo.

—No sé por qué lo hice —dijo.

—Porque necesitabas hacerlo. Lo dijiste hace un momento.

—¿Necesitaba? —lo dijo como si le costara comprender el significado de la palabra «necesitaba»—. Pero ahora no. Es —se interrumpió. Parecía estar haciendo un gran esfuerzo para encontrar las palabras de una idea muy confusa—. José Luis —dijo de pronto—, es como si fueras dos.

—La bella y la bestia —él se golpeó varias veces la frente con el puño—. Debe ser —dijo—, debe ser así, nomás —el puño avanzó, estuvo a punto de dar contra la pared, pero él disolvió el choque con un movimiento casi elegante—. ¿Con quién me peleé? —dijo.

—No sé. Era uno que una vez había boxeado con un oso carolina.

—Un oso carolina. Era uno que había boxeado con un oso carolina —lo dijo muy lentamente, como si una pronunciación minuciosa pudiese ayudarlo a asimilar ese nuevo fenómeno del universo.

—Pero estaba atado —dijo ella, en tono de disculpa. Lo miró—. El oso.

—Ah, bueno. Hubieras empezado por ahí. Ahora sí que todo se vuelve verdaderamente sensato.

Ella se rió.

—Pero es así —dijo—. El oso estaba en un parque de diversiones o algo así, y parece que uno iba y pagaba y boxeaba con el oso.

—¿Y de dónde sacamos a este interesante sujeto? —dijo él.

—Bueno, estábamos en un bar y el tipo se te acercó porque parece que te había confundido con el sobrino de un amigo suyo que es mayorista en medias. Él casualmente te andaba buscando porque quería regalarle media docena de pares de medias a una señorita.

—Era un lord.

—No, era no sé qué en el matadero de Liniers. La cosa es que a vos te pareció importantísimo eso de que en algún lugar de Buenos Aires un tipo anduviera llevando tu cara, con las implicancias del caso, claro, por aquello de que la cara es el reflejo de. En fin. Lo convidaste con un whisky —ella suspiró—. Y bueno. Al principio la cosa fue bastante cordial. Le explicaste al tipo lo que es un doppelgänger, y le hablaste de la ley de probabilidades, y de lo infinitamente pequeño que era nuestro planeta vagando entre las constelaciones de nuestra galaxia, de las galaxias en general, de la posibilidad de que hubiera vida en algún otro lugar del Universo, de la luz de las estrellas que se apagaron hace milenios, y de todas esas cosas que hacen a una conversación amable, viste. Y el tipo, qué querés que te diga, estaba un poco sorprendido.

—No es para menos —admitió él.

—Te das cuenta. Y entonces quiso aportar su granito de arena y te contó lo del oso. Se ve que te lo contó como una especie de homenaje, para que vos lo admirases, porque debía ser lo más importante que le pasó en su vida. Pero vos parece que lo tomaste como una cuestión personal.

—Hijo de puta —dijo él—. Llama boxear a darle puñetazos a un oso atado y encima espera que lo feliciten.

—Bueno, eso más o menos le dijiste. Pero peor. Parece que para vos un hombre que peleaba con un oso atado no tenía derecho a pronunciar la palabra boxeo, no tenía derecho ni a estar vivo, por decirlo así. Le gritaste no sé qué sobre Tolstoi y los caballos y el tipo trataba de explicarte que no, que boxear con un oso carolina es difícil, aunque esté atado.

—Pero yo tenía razón —dijo él, con orgullo.

—Vos tenías razón, José Luis, pero el hombre quería regalarle seis pares de medias a una señorita, entendés, el mundo está lleno de hombres que le quieren regalar seis pares de medias a una señorita, y vos no les podés cambiar la cabeza, te das cuenta, no se puede vivir de esta manera.

Él no respondió enseguida. Parecía estar reflexionando, o descubriendo lentamente alguna cosa. Negó con la cabeza, como para sí mismo.

—Pero de la otra manera —dijo—, tampoco se puede vivir —tomó un salero, lo tiró al aire, y lo atajó—. No sé. Puede que tengas razón —apoyó el salero contra el pómulo y lo mantuvo así, como si fuera una compresa—. La cosa es que mi amigo no se quedó con las ganas, eh.

—No sé si fue él o el jorobado —con la mano libre, él se rascó la cabeza. Su cara daba la impresión de que las complicaciones ya eran demasiado grandes para su pobre cerebro—. Llamaste a un jorobado que pasaba por la calle, ¿no te acordás?, querías que se pelearan, o no sé lo que querías. Querías atarlo, al jorobado digo, para que el del oso lo golpeara. Tenías que demostrarle algo, al del oso o al otro, no sé muy bien. La cuestión es que se armó un escándalo bárbaro. El jorobado, se ve que interpretó al revés tu grandeza de alma y te empezó a insultar. En fin, mejor que a ese bar no entres nunca más.

—Tengo la impresión de que entré. Después.

—Puede ser. Porque te fuiste con dos tipos que estaban totalmente de tu parte en lo del oso carolina y el jorobado. Uno polaco, y otro que no sé qué le había pasado en la Segunda Guerra Mundial. Y con ésos sí que te llevabas a las mil maravillas. Habían nacido los unos para los otros.

—¿Y ahí qué pasó? —él mantenía firmemente el salero contra el pómulo.

Ella vertió café en la taza.

—Ahí no sé. Ahí me fui. Qué querías que hiciera a las seis de la mañana con uno de la Segunda Guerra Mundial y un polaco.

Él se empezó a reír. Se sentó en el suelo de la cocina con la cabeza entre las rodillas y se reía tanto que al final Diana no sabía si se estaba riendo o qué.

Ella estaba de pie, con la taza de café en la mano, y no estaba muy segura de qué hacer. Con cuidado, como si cualquier brusquedad pudiera dañarlo, le sacó el salero.

—José Luis —dijo—, ¿de qué te reís?

Él dejó de reírse. Levantó la cabeza y la miró.

—La verdad, ¿no?

Tomó la taza que ella le ofrecía y la apoyó en el suelo. Después la sujetó a ella por la muñeca y la hizo agacharse. Le tocó la cara.

—¿Qué te hice? —dijo de golpe.

Ella se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas.

—¿Cuándo?

—Esta mañana. Cuando volví. Algo te hice.

Ella se encogió de hombros, como para no darle importancia.

—Me quisiste fotografiar.

—¿Otra vez? —dijo él.

—Esta vez, me parece que me fotografiaste.

Él puso en tensión los músculos de la mandíbula. Se quedó mirando un punto fijo con una expresión que a ella le hizo recordar al otro.

—Yo las velé —dijo ella.

—Por qué —dijo él—. Por qué.

Ella se asustó.

—¿Por qué las velé?

Él gritó.

—Por qué hago estas cosas —gritó.

—No sé. Peleamos. Y yo me puse muy mal, me puse como loca, y vos me perseguías y decías que eso era lo único que valía la pena fotografiar. «Mostrarles a todos ustedes cómo son, cómo los veo yo» —se tapó la cara con las manos—. Eso me dijiste —se destapó la cara y lo miró y le tocó la frente—. Pero no tiene importancia —dijo—. Peleamos porque vos querías quemar las fotos que sacaste el otro día, las del casamiento ese. Vos las querías quemar, y yo te las quería quitar, eso fue todo. Les tiraste ginebra y después querías ver si la ginebra era combustible.

—Se ve que tenía dudas profundas.

—Bueno, vos ya sabías que era combustible. Querías ver si era tan combustible como el alcohol.

—Y era. Era perfectamente combustible. Conseguía que ardiera todo lo que embebía como el más infalible de los alcoholes —hizo un gesto de desagrado—. No soporto el alcohol, ¿entendés esto?, es lo que más me repugna entre todas las cosas que me repugnan en este podrido mundo.

—Ya me lo dijiste.

—¿Te lo dije? ¿Cuándo?

—Siempre. Siempre me lo decís.

—Anoche. Me acuerdo que anoche te lo dije.

—Sí, anoche me lo dijiste. Pero ya habías tomado casi dos jarras de vino cuando me lo dijiste.

—Pero estaba bien. Me acuerdo que estaba bien. Comer, y tomar vino, y vivir estaba bien. Yo estaba contento anoche.

—Sí —dijo ella—, pero ya habías tomado casi dos jarras de vino.

—¿Y?

—Y entonces entraste a un bar a tomar un whisky.

—Cualquiera toma un whisky, ¿te das cuenta de que la cuestión no está ahí?, cualquiera toma dos jarras de vino y después entra a un bar y se toma un whisky.

—Vos tomaste cuatro. Y entonces nos encontramos con un imbécil amigo tuyo que nos invitó a su casa.

—No es amigo mío —dijo él.

—No es, pero fuimos lo mismo. Porque habías tomado. Y entonces te tomaste media botella de pisco para ver si podías soportar la situación. Y le dijiste a tu amigo que era un burgués de mierda y le quisiste romper toda la casa.

—Un cuadro. No exagerés que de eso me acuerdo. Oriundo de Bruselas o algo así. Una fortuna.

—Canadá —dijo ella.

—Lo mismo —dijo él—. Y te digo que hubiera hecho muy bien en romperlo. Era uno de los mejores exponentes de lo que puede la mediocridad humana que vi en mi vida.

—Menos mal, mi amor, porque lo rompiste.

—¿Lo rompí?

—En la cabeza de tu amigo. Y también le abriste la jaula a un canario flauta nativo de la isla de Pascua.

—Sí —dijo él—, tengo una vaga idea de gente subiéndose a los sillones para atrapar algo volátil —se quedó un momento en silencio, como evocando el espectáculo. Lanzó un pequeño aullido de regocijo—. Al menos les animé la fiesta —dijo—. ¿Y quién ganó?

—El canario. Le abriste la ventana, le recitaste no sé qué en latín, y el canario se fue.

—Sí —dijo él—, me parece que eso era muy importante para mí.

—Debía serlo —dijo ella— porque después caminamos como dos horas para encontrar el canario; vos tenías que comprobar algo acerca de la libertad o una cosa así. Pero como casualmente no lo encontramos entraste a un bar. Porque te hizo acordar a un amigo muerto, dijiste; uno que en las madrugadas parece que entraba a bares igualitos a ése y pedía peppermint con medialunas. Así que entraste y pediste peppermint. Sin medialunas.

—¡Pedí peppermint! —eso parecía divertirlo muchísimo—. ¡Debía estar borracho!

—Pero no te gustó. Así que tomaste un whisky doble para que se te fuera el gusto.

Él cerró los ojos. Habló como si pronunciara el fin de una parábola.

—Y después me encontré con un hombre que había boxeado con un oso carolina. —Abrió los ojos igual que si lo hubieran despertado de golpe—. ¿Pero te das cuenta, te das cuenta de lo que significa eso? —ella lo miró con cansancio—. No te das cuenta, pero no importa. Las cosas me pasan.

Entonces ocurrió algo que los puso en tensión (o a ella la puso en tensión): escucharon el timbre. Era lo que Diana más temía: que la realidad irrumpiera. Alguien de afuera que podía invadir el mundo de ellos y detectar el desorden. Había llegado a pensar que no hubiera aborrecido la vida, que, tal vez, hasta habría podido amar esta vida suya con él si ningún vestigio del exterior, si ningún segmento de cielo, si ningún timbre se colara de pronto para anunciar alegremente que había un orden, cosas y gente de afuera que se movían dentro de un orden y que parecían ser felices.

—No abras —dijo.

—Por qué.

—Porque no puede ser nadie. Por favor, no abras.

—Seguro —él ahondó la voz como un actor de radioteatro—, es el viento que hace tañer las campanas —levantó las cejas con expresión de maravilla—. Campanas. Qué hermosa palabra —se puso de pie; de pronto parecía haber descubierto que estaba lleno de vida—. Claro que voy a abrir.

—Escuchame —dijo ella.

—Ya lo sé. Vienen a buscar las fotos. Por eso, justamente, voy a abrir.

—Pero están todas quemadas —dijo ella—. ¿Qué les vas a decir ahora?

Sintió una tristeza enorme por los dos. Quince días atrás habían pensado que iban a vivir un mes entero de esas fotos. Antes de salir para el casamiento él se lo había dicho: que iban a vivir como reyes un mes entero. Y que buscaría una foto, se daba cuenta ella, todo el mes para buscar una foto, la imagen de una idea que hacía tiempo lo venía persiguiendo, algo con la forma exacta y alegre de lo que está vivo y que sin embargo fuera una feroz representación de la muerte. Y también la llevaría al mar, cómo no, harían todo lo que soñaban ese mes. Claro que cuando él regresó del casamiento, lo primero que hizo cuando ella le abrió la puerta fue caerse redondo al suelo. Y claro que se quedó en el suelo durante el resto del día a pesar de la insistencia de ella de que era más cómodo estar en una cama. De modo que ella ya no se animó a recordarle sus promesas. Y ahora, con las fotos irreparablemente quemadas, tenía que cuidarse muy bien de mencionarle siquiera el mar.

—No te preocupes —dijo él—. Dejame arreglarlo a mí. Es mi especialidad.

Arreglar lo que había roto, pensó ella. Ésa era su especialidad. A veces tenía la sensación de que la vida se les estaba yendo en eso: en componer precariamente, con clavos, o con cola vinílica, o con palabras de amor, lo que hasta el día anterior había brillado con luz propia, lo que había sido íntegro y perfecto en su integridad. Pero qué iba a pasar el día en que él destruyera algo que ninguna soldadura y ninguna palabra del mundo pudieran componer.

El timbre sonaba con insistencia ahora. Él había abierto la canilla y había puesto la cabeza debajo del chorro de agua. Se enderezó con entusiasmo y se frotó con la toalla como si quisiera sacarse de la piel todo el pasado.

—Sabés una cosa —dijo—. Me siento bien. Me parece que hace siglos que no me siento tan bien.

Se estiró el pelo mojado con los dedos y salió de la cocina con una energía y una determinación que a Diana, fugazmente, le hicieron pensar en el alcohol, algo que él debía buscar en el alcohol, o en un timbre, algo que de vez en cuando lo impulsaba a levantarse, y a andar, y a estar vivo.

III

Lo oyó abrir la puerta y hablar con alguien. Dos personas: un hombre y una mujer. La voz de la mujer, sobre todo. Premeditadamente Diana no escuchó las palabras, estaba demasiado fatigada para prestar atención. Era preferible el acto mágico: la casa estallando en pedazos o el súbito aviso de que había empezado la Tercera Guerra Mundial. O la policía. Se encogió de hombros. Cualquier cosa que no requiriera de ella el menor esfuerzo. Se escuchó una breve exclamación de la mujer. Shh, hizo el hombre. Ahora se oía, más que ninguna otra, la voz de José Luis. Y otra vez Diana pensó en el alcohol. No importa, cualquier cosa que pase, va a pasar. Era una sensación maravillosa la de no tener nada que ver. Abrió la canilla y se puso a escuchar atentamente el ruido del agua.

—Diana —oyó a través del agua.

De ninguna manera. Estaba decidida a no intervenir de ninguna manera. Se quedaba en la cocina y, si él insistía, ella iba y se tiraba por la ventana. Era deslumbrante la limpieza con que podía resolver problemas después de treinta horas sin dormir. Diana, volvió a llamar él, y ella miró la ventana abierta y calculó que era incómodo: arrojarse desde esa ventana era sumamente incómodo. Ya está. Ella cerró la canilla. Se dio vuelta y lo vio a él, resplandeciente. No era su imaginación. Era él, parado en la puerta de la cocina.

—Ya está —acababa de decir.

Ella notó que su corazón latía desmedidamente.

—¿Se fueron? —también notó que le temblaba la voz.

—Natural —dijo él—. ¿Qué querías que hicieran?

—No sé —dijo ella—. ¿Y ahora qué van a hacer?

Él extendió el labio inferior con expresión de ignorancia.

—Van a vivir, me imagino. Supongo que tratarán de vivir lo mejor que puedan.

Ella sintió que empezaba a impacientarse.

—Escuchame, no te hagas el raro ahora también. Ellos habían pagado una seña: eran las fotos de su casamiento al fin y al cabo.

—Ah, la seña se la devolví —dijo él—. No me iba a quedar con la plata de esa gente, ya te das una idea.

—Sí, me doy una idea —dijo ella, bastante irritada—, pero ellos querrían sus fotos, ¿no?

Él sacudió la cabeza a derecha y a izquierda con la placidez de un mono.

—No, ¿ves?, ahí le erraste. No querían sus fotos. No querían ni verlas, si te interesa el dato. Les hablé mucho, no sé. Les dije que ellos me habían parecido la pareja más hermosa y más feliz que había visto en mi vida. Que daría todo lo que tengo por ser como son ellos ahora. Yo había salido tan emocionado del casamiento que hasta había pensado no cobrarles las fotos; se las iba a regalar. Pero cuando las revelé y los vi me dio como horror. Vi una especie de parodia de lo que eran ellos: como si estuvieran posando de felices. Y se me ocurrió que si les daba las fotos iban a vivir toda la vida de un recuerdo, de unos cartoncitos tramposos, y que por el resto de sus años iban a creer que toda la alegría del mundo había quedado atrapada en esos cartoncitos cuando en realidad la alegría estaba en ellos mismos, latiendo con ellos mismos a través del tiempo. Les dije que me había sentido, no sé, avergonzado, y en algún momento hasta se me había ocurrido quemar las fotos. No las había quemado, naturalmente, pero qué sé yo, me parecía una especie de traición mostrárselas.

—¿Pero si ellos igual te las pedían? —dijo ella, desesperada.

—Ah, si ellos igual me las pedían los mandaba al carajo —hizo un gesto de suficiencia—. Con todo derecho, me parece —tomó la botella de ginebra de sobre el mármol, la tuvo levantada un momento, y la dejó en el mismo sitio—. Pero entendieron —dijo—. Yo estaba elocuente, ¿viste esos días en que estoy elocuente? Bueno, fue así. Ahora están convencidos de que acaban de aprender algo fundamental. Y a lo mejor lo aprendieron. Escuchame —volvió a tomar la botella de ginebra y la vació cuidadosamente dentro de la pileta—, yo también acabo de aprender algo fundamental.

Ella observó los ojos entrecerrados de él, su aire de estar viendo cosas que ningún otro era capaz de ver.

—La razón por la que tomás —dijo, con tristeza.

Él apoyó la botella vacía sobre el mármol y levantó el dedo índice.

—La razón por la que no voy a volver a tomar —hizo una pausa—. Por qué no voy a volver a emborracharme en mi vida —abrió del todo los ojos y la miró a ella—. Oíme bien lo que te voy a decir —dijo—, hay algo abyecto en eso de beber alcohol.

No, por favor. A ella le daba miedo que la conversación tomara ese giro. Aunque él ahora estuviera sobrio, le daba miedo.

—No, no, estás equivocado, vos no tomás por algo así —y pensó que tal vez él no estaba equivocado, que era de verdad abyecto, pero que él no debía decirlo, y sobre todo ella no debía pensarlo.

—Todo lo que uno no puede volver a hacer —dijo él—. Uno toma por todo lo que no puede volver a hacer. Alegrarse y vivir, eso. O por lo que ya no puede creer que va a hacer nunca. Callate. Ciertos adolescentes, ¿los viste? Los invitás a tomar y te miran con desprecio. Porque están vivos. No necesitan tomar porque están vivos. Creen en todo lo que hacen. Creen que pueden hacer todo lo que quieren. Y es cierto, entendés, o no es cierto pero da lo mismo. Uno está vivo y entonces puede hacerlo todo. Todos los desatinos, todas las cosas hermosas, todo lo bueno y lo bello y lo horroroso que es posible en el mundo. Y no se necesita alcohol para hacerlo. Eso es lo que acabo de descubrir. ¿Te das cuenta?

Y ella dijo que sí, que se daba cuenta. Porque él hablaba (o ella creía que él hablaba) de cosas que habían ocurrido y por qué no aún podían ocurrir. De mañanas de sol bajo los árboles de una calle de Flores. De un hermoso viejo borracho que una madrugada, en un bar, les escribió un poema horrible para que sigan siendo así, felices. Hablaba del tiempo en que siempre salía con la cámara colgada del hombro porque cada pájaro, cada sombra que dibujaban dos adolescentes, cada hormiga acarreando apasionadamente su hojita, cada ser que se movía sobre la tierra valía la pena de ser perdurable y él tenía esa misión, la misión de que todo lo que merecía vivir, viviera. Y hablaba de la mañana en que la despertó casi aullando de alegría porque una enorme y pavorosa araña había comenzado a tejer su tela entre las plantas del balcón, de cómo mimó a la araña, y la protegió del viento y de cualquier lluvia, y recorrió cielo y tierra hasta conseguir otra araña, casi igual de enorme y pavorosa, y del infinito amor con que la hizo subir a una varilla y una y otra vez la fue apoyando sobre la tela hasta que la araña extranjera quedó presa, de su desencanto cuando la araña dueña permaneció inmóvil y como indiferente, de su júbilo después, cuando por fin se decidió a atacar, de los gritos con que la llamó cuando la prisionera, en un supremo esfuerzo, se desprendió en parte de su atadura y se preparó para la defensa, y del silencio religioso con que los dos siguieron las alternativas de la lucha hasta que llegó el momento culminante y sangriento de la victoria y él, como Dios el primer sábado de la creación, disparó el obturador y pudo por fin descansar. Y hablaba de esa misma noche, cuando lloró por la araña muerta y ella le acarició la cabeza hasta que se quedó dormido. Y del mediodía en que estuvo más de una hora calcinándose al sol, inmóvil como una planta, esperando el instante prodigioso en que un colibrí iba a vibrar sobre una rosa. Y también hablaba de ella, del tiempo en que su cielo era siempre azul, cuando la felicidad era una palabra que le cantaba bajo la piel, cuando todo lo que era, era, cuando nunca se decía de esta agua no beberé porque todas las aguas del Universo habían sido creadas para que ella las bebiera. Pero sobre todo hablaba de ella y de él, una tarde de sol en Palermo, ella entre las hojas de los árboles, aturdida por el batifondo de los pájaros, riendo de cara al cielo, y él amándola a través del lente de su cámara, amándola para siempre en una tarde de primavera. Ahora. Quieta. Así. Riéndose así. Para toda la vida.

Por eso ella le dijo que sí, que se daba cuenta. Entonces entraron a la pieza, como en una procesión, y ella por fin alzó las persianas y abrió la ventana de par en par.

IV

El color casi irreal del crepúsculo la hizo pensar: es la hora de la oración. Sacó las sábanas y la frazada y las tendió en la ventana. Recordó sin nostalgia su infancia, la limpia sensación de orden por las mañanas. Él se había puesto zapatos y ahora se estaba abrochando una camisa blanca. Ella sacudió las sábanas como quien está dispuesta a echar de su casa el infortunio.

—¿Dónde hay una escoba?

Ella se dio vuelta. Vio la puerta del estudio abierta y lo vio a él con un fragmento de lámpara en una mano y una tira de celuloide en la otra.

—Dejá —dijo—. Voy a arreglarlo yo.

—Vamos a arreglarlo los dos —dijo él, recalcando mucho las palabras—. Vamos a arreglar todo.

Ella acabó de tender la cama. Buscó una escoba y entró en el estudio. La destrucción no era menor de lo que sospechaba pero ya no le daba miedo. Él había abierto la ventana, lo cual producía una regocijante corriente de aire: no era demasiado optimista suponer que la primavera estaba venciendo y en pocos minutos no quedaría rastro de ginebra ni de vómitos. Y en las paredes seguía intacto lo que debía seguir intacto. Chicos jugando con agua, y la Cruz del Sur en su vertiginosa trayectoria de luz de una hora terrestre, y un colibrí sobre una rosa, y un hombre, como un pájaro, detenido para siempre en el intolerable instante de omnisciencia en que se arroja al vacío desde un octavo piso, y una muchacha que con placidez casi celestial se palpa la enorme panza, y dos arañas en la culminación criminal de su lucha por la vida, y ella riéndose un noviembre verde y azul de hacía cinco años, y un gatito blanco observando vorazmente a un canario. Toda la vida y la muerte en las paredes. Y la luna, o algo que él decía que era su luna, una borrosa mancha de luz en la oscuridad de la noche, más allá de la vida y de la muerte, alumbrando desde una dimensión extrahumana en la que tal vez él estaba cayendo desde hacía veinte años. Y ellos aquí, bien en el medio del estudio, vivos y todopoderosos con sus escobas y sus baldes de agua jabonosa.

Fregaron y rasquetearon y lustraron hasta que todo quedó —ella dijo— reluciente como una manzana. Él hizo un gran paquete con todas las cosas que ya no tenían arreglo, lo ató muy bien y lo sacó de su casa. Ella salió del estudio y volvió a entrar portando un frasco de aerosol como una antorcha.

—¿Y eso qué es? —dijo él.

Ella habló con misterio.

—Esencia de pino —dijo con misterio.

Y apretó el botón.

—Esencia de pino —repitió él. Respiró hondo, como si estuviera en un bosque—. Esto es algo así como estar en el Paraíso.

—Será, pero tengo hambre —dijo ella.

Él gritó como si acabara de hacer un descubrimiento extraordinario.

—¡Pero si yo también tengo hambre! ¡Y hasta te voy a invitar a comer afuera!

—¡Sí! —ella teatralmente extendió los brazos hacia atrás—. ¡Y después yo te voy a invitar a dormir!

—Ah, no, si ya empezamos a ponernos obscenos.

Ella se rió como si tuviera catorce años.

—No, pavo, de verdad; si estoy muerta de sueño. No dormí ni un minuto hoy —de pronto le pareció muy absurdo no haber dormido—. La primavera —dijo.

—Seguro, la primavera —él la miraba divertido—. ¿Qué tiene que ver la primavera?

—Qué sé yo. Había unas chicas que cantaban —se quedó en silencio; al fin dijo—: A mí me parece que cuando es primavera una tiene que salir al sol y cantar y esas cosas —se tapó la cara con el pelo—. Es una tontería, ya lo sé.

Él miró la foto de ella, riendo al sol. La miró a ella. Le sacó el pelo de la cara como quien abre una ancha puerta.

—Te quiero —dijo.

Ella le hizo una gran reverencia.

—Azulejos y oropéndolas —dijo.

—Claro, claro. Y un poco de jazmín del país, para qué nos vamos a engañar.

—No, bobezno, eran pájaros. Los azulejos y oropéndolas son pájaros, no flores. No hay que confundir con las azaleas y caléndulas.

—Mirá a quién se lo venís a contar —dijo él, con la solvencia de un ornitólogo—. ¿Y qué cantaban?

—¿Qué pájaros?

—Las nenas. Qué cantaban las nenas esas que me despertaron.

Don Juan de la Casa Blanca.

—¿Eso qué es?

—Un juego.

—¿Y cómo se juega?

—Todas se agarran de las manos —dijo ella—. Pero las dos de las puntas tienen una mano apoyada en la pared.

—Para qué.

—Porque el juego es así —dijo ella, con aire ofendido.

—Perdón —dijo él—. Y cómo sigue.

—La de una punta dice: «Don Juan de la Casa Blanca, ¿cuántos panes hay en el horno?», y la de la otra punta contesta: «Veinticinco y un quemado». La de esta punta dice: «¿Quién lo quemó?», y la de la otra punta contesta: «Este pícaro ladrón». Entonces la de esta punta dice: «Mátenlo por asesino y por ladrón».

—Qué notable —dijo él—. ¿Y después?

—Forman una especie de ronda, pero con los brazos cruzados. Entonces se mueven para acá y para allá y cantan: «Aserrín, aserrán, los maderos de San Juan; piden pan, no les dan, piden queso, les dan un hueso, y les cortan el pescuezo». Ahí se sueltan y tratan de hacerles cosquillas en el cuello a las otras. Y ya está.

—¡Pero es un juego apasionante! ¿Y hacían grandes torneos?

Ella se tiró en el sillón y se rió con toda el alma. Sacudía la cabeza.

—Todos son así —decía, y le corrían lágrimas de la risa—. Te das cuenta, todos los juegos de chicas son así —lo miró. Ahora estaba resplandeciente—. ¿Nunca jugaste a pisa-pisuela?

Él hizo un gesto de contrición.

—Me avergüenza confesarlo —dijo—, pero tengo la idea de que nunca practiqué ese deporte.

Entonces ella le explicó cómo todas menos una se paraban contra la pared y cómo la de afuera iba pisando ordenadamente cada uno de los pies en fila mientras cantaba pisa-pisuela color de ciruela, vía vía o este pie.

—Y si te pisaba justo cuando terminaba el cantito tenías que levantar ese pie. Y si te tocaba, levantar el otro pie.

—Salías volando —dijo él.

—Pero no —dijo ella, fastidiada—. Salías de la pared y te ponías en la cola.

—Ah, claro —dijo él.

—Hasta que quedaba la última, ¿entendés?

Él le dijo que entendía perfectamente, así que ella le contó cómo, en esa parte, el juego se trocaba misteriosamente y la que antes había cantado ahora era Dios, y la que había quedado última era el Diablo, y las de la cola, los Ángeles. O Ángeles Potenciales, dijo, porque acá venía la parte verdaderamente trágica del juego ya que Dios decía: «Primer Ángel, ven a mí», y el Primer Ángel le contestaba: «No puedo porque está el Diablo», a lo que Dios retrucaba: «Abre tus alas y ven a mí». Pero ni el principio de autoridad de Dios ni las desplegadas alas del Ángel podían evitar la catástrofe si el Diablo, al arrojar su pañuelito (porque el Diablo tenía un pañuelito), tocaba al posible Ángel antes de que éste llegase a los brazos de Dios. Ya que en ese caso el Tocado perdía su condición angélica e inexorablemente pasaba a integrar las huestes del Diablo.

—Qué bárbaro —dijo él—. ¿Y quién gana?

—Ah, nadie gana. Al final unas son ángeles y las otras son diablos; hay un triunfo moral, si vos querés, pero ganar no gana nadie.

—Qué cosa —dijo él—. ¿Querés creerme que recién entiendo eso del mundo interior de las mujeres? —la miró—. ¿Y se divertían?

Ella abrió los ojos, maravillada.

—Ahora que lo pienso, no sé —se encogió de hombros—. Pero era así, entendés. Se supone que nos divertíamos porque jugábamos —la mirada se le ensombreció fugazmente—. Tendría que ser al revés, ¿no?

—No sé —él dibujó una especie de círculo con su dedo índice delante de los ojos de ella—. Pero me parece que no es importante. Creo que no tiene la menor importancia.

Ella se levantó del sillón de un salto.

—Me voy a bañar —dijo. Le dio un beso y salió corriendo.

Se bañó. Y cantó bajo el agua. Canciones absurdas que habían sido los ritos de su infancia y que ahora tenían la misión de atravesar la puerta y hacerlo reír a él.

—El que me tenía intrigada —gritó— era el de Santa Teresa.

Esperó, pero no oyó nada.

—¿Me oís? —gritó.

Se quedó escuchando, inútilmente.

—¿Cómo es? —llegó la voz de él, demorada.

Ella sonrió, sola bajo la ducha.

—Se ponen todas en ronda, sabés, y una se pone en el medio y cantan. Escuchá lo que cantan a ver si vos lo podés entender: «Dicen que Santa Teresa, una noche enamorada, Santa Teresa es muy buena, pero a mí no me hace nada». Tendría que decir «porque», ¿no te parece?, Santa Teresa es muy buena porque a mí no me hace nada —abrió la puerta del baño y salió—. ¿No te parece que tengo razón? —dijo, entrando a la pieza.

Lo vio sentado junto a la biblioteca, con la cabeza baja. Tenía entre las manos la pequeña Colt que habían comprado tres años atrás, y que usaban como pisapapeles.

Ella se le acercó. Estaba radiante y fresca como una rosa.

—¿Ibas a matarte?

—No. Estaba sintiéndole el perfume —apoyó con suavidad la Colt sobre la pila de papeles. La miró a ella—. ¿Y después cómo seguía?

Ella miró a su alrededor, como tratando de atrapar la punta de algo que se había escapado.

—¿La canción? —la atrapó—. Ah, lo de después ya no tiene importancia. La del medio y una de la ronda empiezan a saltar. Y cantan. «Achumba caracachumba, achumba y olé. Achumba caracachumba, qué bonita que es usted».

—Tenés razón —dijo él—. En esa parte ya se pone coherente. El problema es al principio.

Y tenía una cara tan divertida que ella sintió que esta vez no era su imaginación: algo nuevo y hermoso empezaba hoy.

Acabó de vestirse, y salieron a la calle.

V

Afuera todo era como debía ser. Caminaron por calles como patios, donde la gente convivía amablemente en las veredas, descubrieron un pasaje detenido en el tiempo, se escondieron en un zaguán para espiar a una familia bochinchera que acarreaba grandes sombrillas y canastos con verdura, festejaron a gritos (y todos en la calle se pararon en sus sitios y se pusieron a mirar el cielo) la suerte de haber visto la diminuta mancha de un satélite artificial o algo rodando sobre la luna. Y miraron largamente a su alrededor porque ninguna piedrita, ningún enano en el jardín, ninguna vieja nocturna alimentando gatos en un baldío, nada de lo que esa noche se estaba moviendo sobre la tierra y con la tierra era indigno de ser mirado por ellos. También Diana le recordó a él que tenía hambre porque lo sublime estaba muy bien, ella no decía, pero para ser francos se estaba muriendo de hambre. Y él no sólo no se enfureció sino que hasta puso verdadera pasión en la búsqueda del lugar único para esta noche única, la llevó a la carrera por calles increíbles, la hizo asomarse a puertas iluminadas, amar la cara melancólica de un acordeonista en un bodegón, estudiar la expresión de unos pescados absortos, discutir el punto de madurez de unos melones, conmoverse ante el espectáculo de un lechoncito yaciendo entre zanahorias y hojas de lechuga hasta que dieron con el lugar donde debían comer esa noche. Paredes de ladrillo, antiguas arañas de hierro, botellones panzudos y grandes jamones colgando del techo. Debe ser carísimo, había dicho ella, pero entraron lo mismo porque él esa noche estaba espléndido: miraba el menú con aire de iniciado y pedía comidas que se sirven con llamaradas, y hasta una botella de Rubí de la Colina. Porque se llamaba Rubí de la Colina y porque una vez (ella le estaba diciendo), cuando tenía dieciséis años y había ido a Mendoza en su viaje de egresada, había visitado no se acordaba qué bodega y le dieron una copa de Rubí de la Colina; era como rubíes líquidos, a ella le había parecido, y tenía el gusto más maravilloso que él se podía imaginar; la había hecho cantar como loca en el viaje de vuelta entre los cerros y era extraño pero desde esa tarde, y hasta esta noche, ella nunca lo había vuelto a probar. Habló del sol también. De cómo era el sol de Mendoza y de cómo ella amaba el sol y lo verde y a los catorce años, en primavera, casi no podía soportar la felicidad de estar ante una ventana abierta, entonces tenía que escaparse de su casa, correr por las calles, respirar (porque en ese tiempo respirar era un acto, un acto voluntario y jubiloso que sólo a ella le había sido concedido conocer en toda su maravilla), oír cómo le cantaban los colores, ver la alegría de las hojas en los árboles, sentir todo lo que crecía y florecía creciendo y floreciendo dentro de ella. De cosas como ésta habló, y era otra vez como volver cantando entre los cerros. Él la miraba, aunque más bien parecía estar descubriendo alguna cosa situada más allá de la cara o de las palabras de ella.

Él llenó las dos copas.

Y por primera vez en casi tres años Diana no sintió miedo cuando vio que la botella estaba vacía. Apoyó la palma abierta sobre el borde de su copa.

—No —dijo riéndose—, si yo no quiero más.

Él tomó la mano de ella y la sacó de sobre la copa como se saca un objeto.

—Así seguís hablando —dijo—. Hace bien eso.

Ella volvió a reírse.

—Pero si ya dije todo. Todo lo que quería decir. No sé —se encogió de hombros—, me parece que todo el día estuve queriendo decirte estas cosas. No sé por qué —se tocó la cara—. Estoy toda colorada, ¿no?

—Te brillan los ojos —él la miró detenidamente, como si su mirada tuviera la virtud de fijar la cara de ella—. Hacía mucho que no te brillaban tanto los ojos —y se dio vuelta como buscando algo, alguna cosa que, a juzgar por su gesto, debería estar colgada del respaldo de su silla—. No traje la cámara —dijo con sequedad.

Y fue extraño, porque era como si esto estuviera ocurriendo en otro tiempo, cuando él siempre salía con la cámara y cualquier noche podía mirar hacia atrás y asombrarse realmente de no haberla traído. Levantó el dedo como quien va a explicar algo, y volvió a hablar con naturalidad.

—Ves —dijo—, por eso hay que llevarla siempre. Mañana ya no vas a ser así. Ahora te tendría que sacar una foto.

Ella se puso contenta.

—Ahora sí —dijo.

Y apenas lo dijo dejó de estar contenta. Como si acabara de abrir una pequeña compuerta.

Consiguió dejar de lado esta sensación. Él estaba diciendo algo sobre momentos o cosas que se nos van de las manos. La miró de golpe.

—¿Qué quiere decir «ahora sí»? —dijo.

La sensación volvió.

—Nada. Era una frase.

—Ya sé que es una frase. Pero qué quiere decir.

Ella captó algo, tal vez un matiz en el tono de él. Hizo un esfuerzo para convencerse de que todo seguía siendo normal. Al fin y al cabo, cuántas veces habían discutido por pavadas así.

—Por favor, José Luis —dijo.

—No-empieces-a-interpretar-a-tu-manera-todo-lo-que-digo —recitó él.

—No, no quería decir eso. Quería decir que hoy es una noche hermosa, no sé, una noche especial.

—Una noche, digamos, una noche única como todas las noches —le hizo una seña al mozo.

—No. Por favor, José Luis. Prometiste que nos íbamos a ir temprano.

—Nos vamos a ir temprano. ¿Qué te hace suponer que no nos vamos a ir temprano? —hizo una pausa—. Iba a pagar —dijo.

Iba. Diana sintió una especie de escalofrío. Significaba que ella era la culpable de lo que ocurriría, de lo que ya estaba ocurriendo. El mozo se había acercado; él acababa de pedirle una jarra de vino.

—Hoy es un gran día al fin y al cabo —dijo.

—Qué —dijo el mozo.

—A usted no le hablé.

Ella hizo un gesto.

—Esa cara —él la señaló con el dedo—, cada una de nuestras innumerables caras. Eso es lo que hay que fotografiar —pareció que quería atrapar una idea. La atrapó—. ¿Por qué esta mañana no?

—Qué —dijo ella.

—Parecés el mozo —dijo él—. Digo que «ahora sí» quiere decir «antes no». Antes, esta mañana. Ah, no, nada de fotos esta mañana. ¿Por qué?

Ella apretó los labios y miró para otro lado.

Él la tomó del mentón y la obligó a mirarlo.

—Te voy a explicar por qué. Porque estabas fea. Nada de fotos en las mañanas turbulentas porque ella está fea. Pero es así, mi amor, ésa también sos vos —acercó su cara a la de ella—. Somos feos a veces. Y hay que saberlo. Es difícil vivir sabiéndolo, no lo niego, pero un día uno lo sabe. Y entonces, ¿cómo aprender otra vez a cantar entre los cerros? —levantó el dedo—. Ésa es la verdadera cuestión —la señaló, casi acusadoramente—. Estabas borracha esa tarde. ¿Por lo menos sabés eso? ¿Por lo menos sabés que cantabas porque estabas borracha?

—Callate. No es así. Es mi historia.

Él se golpeó el pecho con la mano abierta.

—Y eran mis fotos —dijo—. Y vos las velaste.

Ella imitó el gesto de él de golpearse el pecho.

—Pero era mi cara —dijo—, mi imagen. Nadie más que yo puede disponer de mi imagen. Y yo no quería que eso quedara para siempre. Por eso las destruí.

Él se rió.

—Ahí te quería ver, escopeta. Así que vos también te autodestruís.

—¿Eh? —ella levantó la cabeza de golpe—. ¿Qué querés decir?

—Vos sabés perfectamente qué quiero decir. Lo que hay que saber es qué quisiste decir vos.

—Cuándo.

—Esta mañana, en la calle. No me olvido de todo.

—Se ve que tenés una memoria selectiva —dijo ella contra su voluntad.

—Ahí te apuntaste un poroto. Uno no puede dejar que se pierda así nomás semejante estampa. Estabas impagable, te hubieras visto.

—Me imagino, sí.

—¿Seguro? ¿Y también te acordás bien de lo que dijiste?

—Me acuerdo —dijo ella, inexpresivamente.

—Decilo.

—No hace falta.

—Hace falta —dijo él.

—Para qué.

—Quiero estimar si al menos sabés lo que decís cuando decís frases tan impresionantes.

—Sé lo que digo. Dije —y habló como hablaría una máquina—: «Ya que te querés autodestruir, autodestruite solo».

Él asintió repetidas veces con la cabeza, con la expresión de quien quiere decir: «Es verdaderamente admirable tu memoria». Pareció meditar muy seriamente.

—Bueno —dijo al fin—, no es que quiera ponerme preciosista pero uno siempre se autodestruye solo. Hay una redundancia ahí —se interrumpió—. ¿O era un epíteto? —durante unos segundos su cara indicó una honda preocupación pero al fin se lo vio resplandecer—. No, epíteto es la blanca nieve. O el inmóvil cadáver. O el bal-bu-cean-te-be-o-do —le dedicó una sonrisa—. O la perfumada florcita.

Advirtió la expresión de desagrado de ella y echó una rápida ojeada al interior de la jarra. Comprobó que estaba llena hasta un poco más de la mitad, y volvió a mirar a Diana. Después, tomándola con delicadeza de la nuca, la obligó a inclinar la cabeza hasta casi introducir la cara dentro de la jarra.

—No podrás decir que estoy borracho —dijo.

Al cabo de unos segundos le soltó la nuca como se suelta un objeto que ya no se recuerda por qué se tenía en la mano, y pareció que se hundía, dulce y esponjosamente, en un pozo.

VI

No se podía decir que él estuviera borracho. Pero algo empezaba. Era como si existiese una barrera que él había franqueado en algún momento sin que ella pudiera precisar exactamente cuándo. O como si ahora se estuviera despeñando, suave pero fatalmente, y ninguno de los dos pudiera hacer nada para evitar la caída. Había existido un instante, tal vez el instante anterior a éste, en que todavía no hubiera tenido sentido, y hasta habría significado una ofensa peligrosa, que ella le dijera «no tomes más». Y ahora, iba a ser peor si lo decía. Porque él ya empezaba a ser el otro aunque estuviera creyendo ¿lo creía realmente? y ella también estuviera creyendo que todavía no estaba borracho.

Sólo que esta vez ella no pensaba entregarse. Estaba decidida a recuperar lo que antes habían sido. Y por qué no. Qué tenía de particular, al fin y al cabo, este juego de los epítetos. ¿No era su hipersensibilidad? Ella debía reconocer que la mayoría de las veces era su hipersensibilidad, y su miedo, lo que se anticipaba a cualquier acontecimiento y acababa por arruinarlo todo.

Negó con el dedo índice.

—La perfumada flor, no —dijo—. Eso no es un epíteto: hay flores que no tienen perfume.

Y le contó algo que absurdamente le había venido a la memoria, una lectura del libro «Delantales blancos» donde se hacía mención, justamente, a la cualidad de las camelias de no tener perfume. «Oh», decía la pequeña niña admirada, sacando una camelia del florero; «qué cosa tan rara, mamá: estas camelias tienen perfume». «No, hija», respondía la afectuosa madre. «Fíjate que has puesto una rosa en el mismo florero; las camelias no han hecho más que adquirir el perfume de la rosa». Y así aprendían las pequeñas lectoras el inestimable valor de las buenas compañías.

Él la miró como a un posible enemigo.

—¿Y qué me querés decir con esto?

Ella se rió.

—Nada —dijo, riéndose—, la verdad es que no quiere decir nada. Simplemente me acordé.

—Muy poético, sí. Y jugaban a pisa-pisuela y a Martín Pescador y a la concha de la lora. Y retozaban bajo el sol y juntaban margaritas y oropéndolas en el jardín y cantaban borrachas entre los cerros. Pero fotos a la mañana no. Eso nunca —vertió vino en su vaso—. Vos también te autodestruís —tomó un trago—. So-la. Vos destruís tu parte repulsiva, y yo mato —tomó otro trago como se acepta una sentencia; después, sin dejar de sostener la copa, hizo un complicado movimiento de ballet con el brazo. Se rió—. Yo mato lo hermoso que hay en mí.

Llamó al mozo y le pidió más vino.

Ella habló de golpe, después de un prolongado silencio.

—No quise decir lo que dije —dijo.

Él la miró.

—Lo de la autodestrucción —dijo ella, como si le costara pronunciar «autodestrucción».

—Pero lo dijiste —dijo él—. Y te fuiste y me dejaste solo.

—No estabas solo.

—Solo —repitió él—. Solo quiere decir sin vos. Solo entre extraños.

—Parecías sentirte muy bien entre esa gente.

—No me sentía muy bien. Tomaba para olvidarlos.

—En lugar de olvidarlos podías haberte ido.

—No es tan sencillo. Uno no puede dejar las cosas por la mitad.

—¿Qué cosas?

—Todas las cosas. Una vez que se empezó, hay que llegar hasta el final.

Ella miró la jarra llena de vino que acababa de dejar el mozo.

—Hay cosas importantes —dijo—. Cosas que tienen sentido. Hay que llegar al fondo de las cosas que tienen sentido.

—Notable —él buscó en los bolsillos y sacó un papelito y un lápiz gastado de no más de tres centímetros—. ¿Me podés hacer una lista, por favor, con las cosas-que-tienen-sentido?

Ella estrujó el papelito.

—No, no es eso —dijo—, no es exactamente eso. Es lo que uno quiere hacer, no sé.

—Mirar el sol por la ventana, digamos.

—No, no es eso, pero sí. Eso también. Digo que si uno se siente bien mirando el sol, si realmente quiere mirar el sol, ¿por qué no?

—Y si uno realmente quiere emborracharse, ¿por qué no?

Fue un golpe, en plena cara. Ella dejó de mirarlo. Su respuesta fue apenas audible.

—Porque hace daño.

—¿A quién le hace daño?

A , pensó ella. Y pensó que no tenía derecho a decirlo. O que tal vez lo diría de todas maneras y entonces sería juzgada sin piedad. Porque el otro no tenía piedad, era eso. No tenía piedad de nadie pero sobre todo no tenía piedad de sí mismo. Por eso bebía de ese modo.

—Por favor —dijo.

Era como si ella también empezara a desbarrancarse por la pendiente habitual, como si algo la impulsara a pronunciar otra vez las mismas palabras de cada noche aunque cada noche había aprendido que era inútil, y hasta era peor pronunciarlas. Se desbarrancaba, a pesar de que alguna parte de su cerebro se empeñaba en seguir repitiendo: «De cualquier manera hoy es un día distinto».

—No tomes más —dijo—. No dormí nada anoche. Pagá y vámonos.

—Ahora el mozo ya trajo el vino. Va a pensar que estoy loco si le pido vino y después me voy.

—Está bien —dijo ella. Y pensó «qué diablos le puede importar al mozo», y pensó que no se lo podía decir a él—. Esta jarra está bien. Pero pagá.

—Ya voy a pagar. No te preocupes que no me voy a ir sin pagar —hizo una pausa de efecto teatral—. Si me alcanza la plata —dijo.

Ella se asustó.

—Trajiste plata, ¿no? —dijo—. Esto va a costar una fortuna.

—Bueno —dijo él con calma—, si no traje plata no me van a matar por eso.

—Fijate.

—Para qué. De cualquier manera ya no se puede hacer nada —se sirvió un poco más de vino. Le agregó soda con la actitud de quien está demostrando sus evidentes condiciones de templanza—. Cada cosa a su tiempo —dijo.

Ella decidió que insistir era inútil. Por otra parte, era probable que él tuviera dinero suficiente. Lo que le hubiese gustado averiguar, para entenderlo de algún modo, era si él lo sabía. Y si lo sabía, por qué necesitaba atormentarla. Adónde quería llegar.

—Estaba pensando —dijo él—. Esta mañana, ¿qué quisiste decir?

Ella entrechocó apenas los dientes. Consiguió hablar con el tono de la maestra paciente que se dirige al chico atrasado de la clase.

—Ya hablamos de eso. Acabamos de hablar de eso.

—Te advierto que no estoy muy borracho. Sé perfectamente de qué acabamos de hablar. Decía esta mañana, cuando dijiste «no me extraña».

Ella suspiró con cansancio.

—No era de mañana. Era de noche.

—Es lo mismo —dijo él con violencia—. Esas cosas siempre son lo mismo. Además, tampoco era de noche.

—Por favor —dijo ella—. No empecemos de nuevo.

Él, con tranquilidad, se sirvió más vino; miró cuánto quedaba.

—No empezamos de nuevo. Empezamos, simplemente —y se acomodó en la silla, con un brazo detrás del respaldo, como alguien que se dispone a escuchar una larga historia. Ella se tomó la cabeza con las manos.

—No me acuerdo lo que dije, por favor. No llevo un registro de todo lo que digo. ¿Cuándo fue eso?

—No sé, no tengo la más remota idea. Estábamos en noviembre, eso sí, me acuerdo porque había sol a las siete de la tarde. Y me acuerdo que era muy importante, que yo pensé que era muy importante y que íbamos a tener que hablar de eso.

—Ya sé, ya sé —ella sacudió dos veces la cabeza hacia arriba y hacia abajo—. No insistas más, por favor. Ya te dije esta mañana lo que había querido decir.

—Esta tarde —dijo él.

—Esta tarde —repitió ella—. Era por lo de noviembre. Porque vos no sabías que estábamos en noviembre. Entonces yo te dije «no me extraña». Pero no es importante. No tiene la menor importancia.

—No esa vez —dijo él, en tono neutro—. La primera vez —vertió un poco más de vino en la copa y otra vez controló el contenido de la jarra—. Y te advierto que todavía estoy completamente lúcido. Me parece que en toda mi vida no estuve tan lúcido.

—José Luis, no tiene sentido todo esto. Hacé un esfuerzo. Hacé algo.

—Estoy haciendo un esfuerzo. No te imaginás el esfuerzo que estoy haciendo. ¿Qué quisiste decir?

Ella se acordó de un detalle. Él había levantado un dedo, y después había levantado otro dedo. Pero eso había sido la segunda vez, claro. ¿La primera vez? Ella sólo se acordaba que él no había reaccionado. Que la había sorprendido el hecho de que él no hubiera reaccionado. Ahora se siente como un marqués. Se acordó. Ella había pensado que él sin duda se estaría sintiendo como un marqués. O como una especie de arcángel. Un ser superior, capaz de pasar por alto la alusión por parte de ella a su presunta anormalidad. Alusión por completo injustificada, y no por lo que él podía opinar de sí mismo sino porque, si había alguien en el mundo empecinado en seguir creyendo que él era absolutamente normal, era Diana. Razón por la cual ahora los dos sabían que haber dicho «no me extraña» significaba que ella había querido herirlo; justamente donde él más se podía sentir herido. Razón por la cual ella ahora empezaría a pagar.

—Me acuerdo —dijo, como quien se arroja de cabeza al agua—; vos dijiste que habías oído un grito, y yo dije «no me extraña».

—¿Por qué? ¿Por qué no te extrañó?

—No, no es así. No es que no me extrañó. Lo dije, simplemente, no sé, estaba enojada con vos, necesitaba castigarte de alguna manera.

—¿Pero por qué de esa manera? No es casual, te das cuenta. No me dijiste «tenés mal aliento», o «qué mal te queda la luz del atardecer».

—No seas absurdo.

—Eso te parece absurdo. Pero que yo oiga gritos no te parece absurdo. Eso no te extraña. Bueno, quiero saber por qué.

Ella se sirvió vino y tomó un trago.

—¡Porque estaban gritando! —dijo, casi frenética—. ¡No me extrañó porque estaban gritando!

—No es necesario que tomes —dijo él, con calma—. Tampoco es necesario que te pongas tan sarcástica. Esas cosas no van con tu estilo. Y yo sé que no estaban gritando. Yo sé que el grito estaba adentro mío. Que alguien gritaba sólo para mí.

Ella agitó una mano con la palma hacia arriba.

—Pero los locos no saben esas cosas. Los locos sólo oyen gritos.

—¿Y quién mencionó la palabra locos? —dijo él.

Ella se tapó la cara con las manos.

—Por favor, no me atormentes. No empieces a atormentarme.

—No te estoy atormentando. Estamos conversando. Estamos tratando de saber cómo somos.

Llamó al mozo.

—No —dijo ella.

Él la miró con sorpresa.

—Voy a pagar —dijo.

—Mozo —dijo él—, medio litro más de vino. Y la cuenta.

—Pero, por qué.

—Voy a pagar. Pero antes vamos a terminar de hablar sobre todo esto.

—Sobre qué. No hay nada más de que hablar. Y no hace falta seguir tomando.

—Es una cuestión ritual —dijo él—. Qué va a ser de nuestras pobres vidas el día que ni siquiera respetemos los ritos.

Ella suspiró ruidosamente. Él, con parsimonia, buscó algo en todos los bolsillos. Al fin extrajo un pañuelo y se lo extendió con elegancia.

—¿Querés sonarte la nariz? —dijo.

Ella hizo un gesto de aversión.

—Vos sos demasiado formalista, ése es tu problema. Parece que uno no puede mencionar cosas como sonarse la nariz cuando está hablando de temas trascendentales. Lo siento. Lo siento de veras —guardó con tranquilidad el pañuelo—. ¿Y por qué estabas enojada?

Ella cerró los ojos con cansancio.

—Cuándo —dijo en voz muy baja.

—Hoy. ¿No estábamos hablando de eso?

—No —dijo ella, inexpresivamente—, no estábamos hablando de eso.

El mozo trajo la cuenta. Él la miró, sacó dinero, y lo puso sobre el platito con la displicencia de un príncipe. Se sirvió vino.

—No importa, los temas se me yuxtaponen. No te imaginás lo complicado que es esto. Y encima los gritos.

—¿Por qué estás tan empeñado en hablar de los gritos?

Él acercó su cara a la de ella y puso voz de película de terror.

—Para que pienses que estoy loco —dijo con voz de película de terror. Volvió a hablar con naturalidad—. ¿Nunca pensaste, pero pensaste en serio, que puedo llegar a volverme loco?

—No —dijo ella con sencillez.

—Hacés muy mal. Hay que pensar esas cosas. Hay que pensar todas las cosas, y después te quiero ver, dónde quedaba tu famoso sol —tomó vino—. Y que me puedo transformar en un alcohólico, ¿eso nunca lo pensaste?

—No —gritó ella.

—Decí la verdad. De noche, cuando me ves dormir, cuando disponés de mí a tu gusto porque me ves dormir, ¿nunca se te ocurre que algún día me voy a agarrar una gran borrachera, la gran borrachera de mi vida, y que no voy a salir nunca más de ahí?

—Callate.

—Un alcohólico. Y para colmo me voy a transformar en un alcohólico anónimo. ¿Oíste hablar alguna vez de los alcohólicos anónimos?

—Te oí hablar. Pero, por favor, ahora no.

—¿Ahora no? Hoy es un día feliz, cierto. Bueno, hablemos de la felicidad entonces. ¿Qué es para vos la felicidad?

—Por el amor de Dios. Vámonos de acá.

—También nos vamos a ir de acá. Por nuestro amor. Vamos a hacer todo lo que hay que hacer esta noche —la miró—. ¿Irse de acá es la felicidad?

Ella desvió la vista y se puso a mirar distraídamente hacia otra mesa. Una familia con dos chicos. El chico menor estaba llorando: quería que le dieran vino.

—Te estoy preguntando en serio. Una especie de investigación que hago: la felicidad y las distintas maneras de alcanzarla.

Ella dejó de mirar hacia la mesa. Lo miró a él.

—No sé —dijo—, no sé si eso es la felicidad. Pero quedarme es la infelicidad. Eso sí lo sé.

—Ahá. Ya vamos avanzando —él miró el contenido de la jarra—. ¿La dejamos por la mitad?

—Sí —dijo ella, como si rogara.

—La dejamos por la mitad. Nos vamos. Nos vamos a ver si alcanzamos la felicidad.

Se puso de pie, como si súbitamente lo hubiera acometido una gran alegría. Ella también se puso de pie, y salieron.

VII

La luna seguía su camino, redonda y blanca como siempre. Ellos recorrieron una cuadra en silencio. Después él empezó a cantar. «Llevando mi nena a casa». Ella escuchó la canción y la tarareó. Y tal vez la felicidad no era tan simple como esto pero era esto lo que ella había querido un momento antes. Hacer lo que una quiere, pensó. Y algo dentro de su cabeza pensó: Y no sentir miedo. Ella sentía miedo. Eso pasaba.

—Tenés miedo —dijo él.

—No —dijo ella—. De qué.

—No sé —dijo él—. De que no nos vayamos a casa, supongo. De que entremos a ese bar, por ejemplo, a tomarnos unos whiskies.

—No. No vamos a tomarnos unos whiskies.

—Bueno, digamos que voy a tomarme un whisky. Entremos.

—No.

—Un whisky. Uno solo. Para demostrarme que no tenés miedo.

—Eso es un pretexto —dijo ella.

—No, no es un pretexto. Lo necesito, realmente. Que vos no tengas miedo, quiero decir. Digamos que lo necesito como vos necesitás el sol. Es mi libertad, ¿te das cuenta? Yo no puedo ser libre si vos siempre tenés miedo.

Ella pensó que no era cierto: él no necesitaba realmente probar nada. Pero con qué elementos lo estaba juzgando. Y a quién estaba juzgando. No conocía a este hombre. Era un extraño sobre el que ella, o el amor de ella, no tenía ninguna influencia. Y al otro, al que empezaba a beber, ¿lo conocía? Al que voluntariamente y como desafiando a un enemigo maligno, o a ella, tomaba el primer trago, ¿lo conocía? Mañana lo iba a hacer muy desdichado todo esto. «Odio el alcohol», iba a decir. Y a éste, ¿le gustaba? No parecía que bebiese porque lo hiciera feliz. Pero qué sabía ella de todo esto.

—Por favor —dijo—, prometiste que nos íbamos a ir temprano.

—¿Te prometí eso? Entonces nos vamos a ir temprano. Palabra.

Entraron. Ella miró el reloj. Estaba parado en las dos. En ese bar, la noche recién empezaba. Eso fue lo que él dijo.

—Mirá —y señaló el reloj—. La noche recién empieza.

—Está parado —dijo ella.

—No importa. En este bar son las dos de la mañana. Y nosotros estamos en este bar. Hacé de cuenta que vivimos en otro planeta, donde el tiempo no pasa, y listo.

Sencillísimo, pensó ella.

Él llamó al mozo y le pidió un whisky.

—Doble —dijo. La miró a ella—. Para no tener que molestarlo al mozo a cada momento. Al simpático mozo —le sonrió teatralmente al hombre, que le devolvió la sonrisa, un poco desconcertado.

—Ves, el mozo es feliz. ¿Usted es feliz, mozo?

—Bueno, señor —dijo el mozo—, se vive.

—¡Es cierto!, ¡es cierto! —dijo él, como si acabara de serle revelado el sentido de la existencia. Se dirigió a Diana—. Este mozo es sabio.

El hombre se había quedado junto a la mesa. Diana pensó que estaría esperando algún suceso extraordinario. Se iba a quedar ahí toda la vida si nadie hacía nada.

—Gracias —le dijo. Esperaba que con esto el hombre se diera cuenta de que su pequeño papel había terminado.

—La señora le agradece la lección —dijo él.

Con lo cual el mozo seguía ahí y todo volvía a empezar. «Bien», pensó Diana, «que se quede ahí toda la vida». A quién le importaba al fin de cuentas.

Durante un breve período se quedaron los tres estáticos.

—Con el permiso de los señores —dijo al fin el mozo, se veía que a pesar suyo.

—Faltaba más —dijo él, y era como si le estuviera diciendo que, a partir de ese momento, todas sus pertenencias y su vida misma estaban a disposición del mozo.

El hombre se fue. Él la encaró a Diana.

—Te das cuenta —le dijo.

—De qué —dijo ella con furia—. Si me doy cuenta de qué.

—El mozo. Ese mozo sabe.

Ella se puso a mirar el techo, con aire de resignación.

—¿Qué es lo que sabe? —dijo al fin.

Él se encogió de hombros.

—Sabe. Sabe todo, por decirlo de alguna manera.

Y se quedó absorto, como si las palabras del mozo hubieran abierto para él la puerta hacia las Grandes Revelaciones.

Ella revisó cuidadosamente el techo, después revisó cuidadosamente las paredes. El mozo trajo el whisky y echó las dos medidas. José Luis seguía absorto. Seguramente, se dijo ella, ni siquiera se dio cuenta de que su ídolo ha llegado.

—Hay que ver —dijo el mozo.

Diana pensó que ahora se debía sentir herido por la indiferencia de su admirador. Era cómico, le hubiera gustado comentárselo a él. Pero mejor no, no despertar al tigre dormido. Qué mundo de profundas reflexiones, cuáles acciones insólitas podía desencadenar en José Luis el conocimiento de la situación del mozo.

—Hay que ver —repitió el hombre.

—Qué.

Él lo dijo con brusquedad, como si acabaran de despertarlo. Y como si no recordara en absoluto hasta qué extremos había amado al mozo.

Era evidente que el hombre estaba decepcionado pero no se resignaba. Permaneció firme junto a la mesa.

Él lo miró.

—Qué le pasa —dijo.

El mozo demostró experimentar un cierto alivio.

—Hay que ver —dijo—. ¿Ve aquel hombre que está ahí? —señaló hacia el mostrador—. El que está discutiendo con el patrón.

—No sé quién es el patrón —dijo José Luis, cortante.

—Ése de anteojos oscuros. El de traje azul —el mozo hizo una pausa prudencial—. Bueno, el que está discutiendo con el patrón, digo. Imagínese. Se iba a ir sin pagar.

—¿Y?

—Y, señor, ¿qué le parece? —dijo el mozo—. A éstos, habría que liquidarlos a todos y ya vería cómo en un par de meses se terminan los problemas —la miró a Diana—. Yo siempre digo, uno se gana honradamente el pan y eso no tiene precio.

—Por qué no se va a la puta que lo parió —dijo José Luis, en tono neutro.

—¿Cómo dijo, señor?

—Dije qué carajo le importa a usted si la gente paga o no.

—Señor —dijo el mozo, visiblemente ofendido—, yo cuido los intereses de la casa. El mes que viene va a hacer veinticinco años que trabajo aquí.

—Usted es peor que un insecto.

El mozo se inclinó hacia Diana.

—Me parece que el señor bebió demasiado —le dijo, confidencialmente.

—Escúcheme —José Luis lo dijo en voz baja, pero como si lo gritara—, ¿usted oyó hablar alguna vez de algo que se llama dignidad humana?

—¿Cómo dice, señor?

—Que lo acabo de tratar de insecto, señor.

—Señor —empezó a decir el mozo, como quien está por comenzar un extenso discurso.

Diana cerró un momento los ojos.

—Está bien, está bien —miró a su alrededor, como pidiendo auxilio—. Me parece que lo llama el patrón.

El mozo miró brevemente hacia atrás.

—Con su permiso —dijo, ya alejándose. Daba la impresión de haber recibido el llamado de Dios.

Él apoyó las palmas sobre la mesa y agazapó el cuerpo como si estuviera a punto de saltar sobre ella.

—¿Qué es lo que está bien? —dijo, con los dientes apretados.

—Nada —ella habló con desesperación—, nada está bien, pero qué vamos a hacer nosotros —intentó tocarle la cara y él la rechazó como si la mano de ella fuera un sapo—. José Luis, entendeme bien esto: no podemos cambiarle la vida al mozo, no podemos andar por ahí cambiándole la vida a todo el mundo. No podemos arreglar nosotros, no podés arreglar vos solo todas las cosas que andan mal en el mundo.

—No podemos, eh —dijo él, amenazante—. Así que no podemos. Ese mozo es un turro, escuchame, es peor que un turro: es un ser inferior, una especie de mierda humana.

Pero Dios mío, qué nos importa a nosotros todo esto, clamó ella con el pensamiento.

—Y no está bien, te das cuenta —estaba diciendo él, y abría las manos en actitud de impotencia—. Hay algo que no está bien en todo esto. Algo que denigra la condición humana.

—No se puede vivir así —dijo Diana, en voz muy baja.

—Eso es lo que yo digo. Que no se puede vivir así. Y ahora, ¿qué me contás de tu felicidad, qué me contás de tu sol?

Ella sintió que estaba a punto de llorar.

—¿Qué tiene que ver la felicidad con todo esto? ¿Qué tiene que ver el sol?

—Que no se puede, vos lo acabás de decir, no se puede vivir así.

—Nuestra vida, por favor, estaba hablando de nuestra vida.

—Bueno, ¿qué hacemos con nuestra vida? Qué queremos, vamos a ver.

Ella gritó.

—Irnos —gritó—. Irnos de acá, por favor, es tan sencillo. Irnos de acá, no vivir de esta manera. No aguanto más.

—¿Irnos? —él levantó mucho las cejas, como si acabara de descubrir una flamante oportunidad que le deparaba el destino—. Muy bien. Vamos a irnos —se puso de pie—. Vamos.

—No pagamos —dijo Diana con horror.

—No vamos a pagar —dijo él con calma.

Ella vio el vaso de whisky por la mitad y pensó miserablemente algo que de inmediato la hizo avergonzarse: pensó recordarle que aún no había terminado su whisky. Su mano había iniciado el ademán de señalar el vaso pero ella consiguió modificar el movimiento, lo prolongó, tomó el vaso y bebió un gran trago.

Él esperaba junto a la silla de Diana, con notoria impaciencia.

—¿No querías irte? Vamos.

—Por favor, no hagamos eso.

—Vamos —repitió él en voz muy alta, de manera que desde varias mesas los miraron.

José Luis se dio vuelta. Casi con elegancia se inclinó sobre la cara de un hombre que estaba en la mesa de al lado comiendo maníes.

—¿Y usted qué mira? —le dijo al hombre, mirándolo con ojos desorbitados.

El hombre, aparentando distracción, se puso a pelar un maní.

Ella permanecía sentada. Esperaba algo: un milagro o un cataclismo. Él la tenía sujeta por el brazo y tiraba hacia arriba como para arrancarla de la silla. «Vamos», repetía, cada tanto, en tono monocorde.

No la soltó. Con la mano libre tomó el balde de hielo y lo empuñó con el brazo estirado hacia atrás como un atleta empuña el disco que está por arrojar.

—Qué pasa si lo tiro —preguntó como casualmente.

Ella todavía no se movió. Hipnotizada, miraba el brazo de él. El brazo de él se movía como un péndulo cuya amplitud aumentaba con el tiempo.

—Uno.

Ella acabó el whisky de un trago.

—Dos —dijo él.

—Vamos —dijo ella. Y se puso de pie.

No pensar, pensó. Lo fundamental es salir con naturalidad y no pensar en nada.

Delante de ella, José Luis volteó una silla. Pareció que estaba a punto de patearla pero inesperadamente, con cortesía, como se ayuda a levantarse a una señora desconocida que se ha caído en la calle, levantó la silla, la puso en su lugar y, acercándosele mucho, la amenazó cariñosamente con el dedo índice.

Un hombre gordo, sentado ante la mesa de la silla volteada, lo miraba un poco estupefacto.

—¿Qué pasa? —dijo el hombre gordo.

—Que quiere ser feliz —gritó José Luis, en marcha nuevamente hacia la puerta—. Mi mujer. Quiere ser feliz y no sabe cómo.

A Diana le pareció que el hombre murmuraba algo. Y entonces oyó, como se oye en las pesadillas, la voz del mozo.

—Esos dos —oyó—. No dejen salir a esos dos. Se quieren ir sin pagar. Están borrachos.

Y de la misma manera que se ve en una película la cara en primer plano del que será el asesino, vio la cara de José Luis cuando se dio vuelta.

—Qué te pasa a vos —casi sobre la nariz del mozo.

Ahora el hombre de anteojos oscuros; el patrón, se acordó. Caminaba pesadamente hacia ellos, palpándose algo en un bolsillo.

—A mí con borrachos —venía diciendo—. A patadas te voy a sacar de acá. Con la policía y a patadas te voy a sacar.

También se había acercado un hombre muy corpulento, con cara de matón. Y el hombre gordo de la silla. El de los maníes, en cambio, si bien se había levantado de la silla parecía conformarse con ver el espectáculo a distancia.

Se había reunido bastante gente ya. Diana a veces divisaba la cara de él, alguna parte de su cuerpo, asomándose por un resquicio; otras veces lo perdía por completo. Distinguía su voz, retazos de sus frases. Le pareció que estaba hablando del sol, y de la felicidad, y de los indignos miserables hijos de perra que se creen honestos porque pagan ordenadamente sus cuentas.

Vio cómo alguien lo empujaba y dio un grito. La voz de él le llegó como a través del sueño.

—Andate, Diana. Andate a casa, pronto.

—Si les vamos a pagar —oyó su propia voz que gritaba—. Déjenlo tranquilo que les vamos a pagar.

—No le vamos a pagar una mierda —oyó.

Cerró un momento los ojos. Esto no les estaba sucediendo a ellos.

—Andate —oyó—, vos andate que no va a pasar nada. Yo enseguida lo arreglo.

Abrió los ojos y no lo encontró. Después sí. Él estaba en el suelo ahora. Hablaba desde el suelo, pero no como si lo hubieran empujado o se hubiera caído solo, hablaba como si fuera una especie de sultán y le resultase sumamente cómodo y natural estar ahí tirado, hablando a media voz a gente tan exasperada.

Ella se abrió paso como pudo hasta donde él estaba, sentado sobre uno de sus pies, y con la otra pierna semiestirada; vio que tenía todos los botones de la camisa desprendidos y una mancha negra, como de zapato, en la camisa.

Lo tomó por debajo de los brazos y trató de que se pusiese de pie.

Él levantó la cabeza y la miró un momento con indiferencia.

—Te dije que te fueras. —Después se puso a contemplar los movimientos de su pie libre.

—Vámonos —dijo ella, como se le dice a un chico.

—Andate vos; yo estoy muy bien así. Estoy perfectamente bien. Te advierto que no me pienso mover de acá en todo el día.

El murmullo de los espectadores, a su alrededor, creció como una oleada. Ella nuevamente intentó levantarlo. Él giró la cabeza hacia ella y esta vez la miró con ferocidad.

—Andate, te digo. No te das cuenta de que quiero que te vayas. No te das cuenta de que sos vos la que me está volviendo loco con tus gritos y tus llantos.

Ella sintió la flecha, clavándose en el medio del corazón.

Alguien la empujó, o le pareció que alguien la empujaba. Que muchas manos, o muchas voluntades que no eran la suya, porque afortunadamente ella ahora carecía de voluntad, la iban alejando de ahí, del centro mismo del universo donde había un hombre tirado en el suelo. La mareó un golpe de aire fresco. Estaba en la calle ahora y escuchaba vagamente la sirena de un auto. Un hombre le dijo alguna cosa sobre sus lágrimas, o mejor, sobre el singular procedimiento con que le podía quitar para siempre las ganas de llorar si ella accedía a acompañarlo. Pero ella no tenía ningún interés en no llorar. Al contrario. Le parecía delicioso ir caminando mientras las lágrimas le corrían por las mejillas y le mojaban el cuello sin que estuviera obligada a hacer el menor esfuerzo por evitarlo. Acababa de descubrir algo realmente fundamental: no existía ningún inconveniente en el mundo para que ella llorara a los gritos en mitad de la calle. Por lo que había perdido. Por las cosas hermosas que alguna vez habían sido sobre la tierra y ya nunca volverían a ser. Era como si no hubiera gente a su alrededor, o como si la gente no contara, y sólo tuvieran importancia ella y su pena. Nena, le dijo alguien, yo a vos te puedo hacer feliz. Ella sonrió entre las lágrimas. Cruzó la calle como quien juega a la ruleta rusa.

VIII

Escuchó una frenada violenta y sintió una mano que le apretaba el brazo y la empujaba hacia la vereda.

—¿Qué hacés? —oyó—. ¿Estás loca?

Y lo vio a él, lo más campante, caminando junto a ella. Parecía muy apurado y la llevaba aferrada del brazo como a un objeto que hay que tener mucho cuidado de no perder por mucho que uno se distraiga. Su ojo derecho estaba semicerrado y un hilito de sangre le corría desde el costado de la boca. En la esquina la hizo tomar por una transversal. Para despistarlos, algo así dijo, y una historia en la que participaba la policía, y una botella, y un hombre que no lo quería dejar vivir. Al llegar a otra esquina cruzaron y volvieron a doblar. Ella tenía la vaga sensación de que no hacían otra cosa que dar una vuelta manzana.

—Los jodí —dijo él—. Esta vez sí que los jodí.

Y le empezó a contar algo que debía ser muy gracioso, o estar como colmado de alegría, porque cada tanto él se reía como loco y a veces se detenía en la mitad de la calle y lanzaba alaridos de indio con los brazos apuntando hacia el cielo, como si ya no pudiese con tanta vida como llevaba adentro y tuviera que dejarla escapar, o la regalase, y decía cosas sobre la libertad o sobre un ignorado poder de los hombres, algo muy grandioso que los hombres no sabían sobre sí mismos y que él acababa de descubrir. Pero a ella no le interesaba para nada todo eso que él estaba diciendo mientras caminaban y doblaban y cruzaban calles para despistarlos. Ella había advertido que el cielo estaba crepuscular. En algún momento del día ya lo había notado; sólo que entonces el color del cielo no le había dado miedo.

Está amaneciendo, pensó con horror; está amaneciendo otra vez. Otro día empezaba y para qué. Para una hora de alegría, un juego, un pequeño y único fragmento de la vida compartido con un hombre que ya no recordaba nada de eso, y que lo volvería trivial, y hasta grotesco, aun si lo recordaba. Lo vio caminar al lado suyo con su ojo tumefacto y sus manchas de sangre seca sobre la camisa blanca y pensó que unas horas antes había sido hermoso, y había sido feliz. ¿Había sido feliz? Él, no ella, ¿había sido feliz? Un pensamiento cruzó por su cabeza y la llenó de espanto. ¿O era feliz ahora, caminando por vaya a saber dónde y soñando vaya a saber qué, realizando actos que mañana no recordaría, actos que unas horas después lo harían avergonzarse de sí mismo, lo harían despreciarse? Cómo es todo esto, pensó como si rogara. Cómo es.

—Qué —dijo él.

—Nada —dijo ella—. No hablé —aunque en el mismo momento en que lo dijo tuvo la incómoda sensación de haber estado hablando en voz alta. Desde cuándo.

Sintió que él le soltaba el brazo y lo vio sentarse. Ella también maquinalmente se sentó. Y fue como si de alguna manera se despertara. Vio que él le estaba haciendo una seña al mozo. Le asombró no intentar nada para evitarlo. Como si la estuviera llevando la marea: sólo habría que dejarse llevar, no hacer el menor esfuerzo. Estaban en un bar. Ya se venía acercando el mozo y ella ni siquiera sabía, ni le interesaba averiguarlo, en qué momento habían decidido entrar, y cómo había hecho él para salir del otro bar, y cómo había hecho ella misma, y si era verdad que habían conseguido despistar a la policía. ¿Despistar a la policía? Recién notaba que tal vez los perseguían realmente. Pensó que en cualquier momento podían entrar, ordenarles que se levantaran de sus sillas, y llevárselos. Y que ella no haría ningún esfuerzo por evitarlo. Tal vez es así como le pasan las cosas a él. Era como flotar entre la realidad.

El mozo estaba ante la mesa de ellos ahora. Era extraordinariamente viejo. Él pidió un whisky.

—Dos —dijo ella.

—Bueno —dijo él—, parece que nos hemos lanzado a la vida loca.

Ella levantó el dedo índice.

—Es un whisky. Uno solito. No me va a hacer nada uno solito.

Él entrecerró los ojos y puso los músculos de la cara en tensión. Parecía estar haciendo un gran esfuerzo mental. Como si hubiera decidido gastar toda la energía que le restaba en conseguir un minuto de lucidez.

—Cuidado —dijo en voz muy baja—, conozco a unos cuantos que empezaron así.

Ella elevó un poco más su dedo levantado. Uno solito. Sus propias palabras le repiquetearon en la cabeza.

—Una vez leí una historia —la cara era temible ahora—. O me la contaron, no sé. Un hombre que no podía dejar de tomar. Había llegado a lo más bajo, a lo más abyecto. ¿Sabés qué es llegar a lo más abyecto, vos? Callate. Y se revolvía de vergüenza, y de remordimiento, y no podía salir del pozo. Pero un día salió. Cuando su mujer se agarró la primera borrachera —la miró—. De asco.

De asco, pensó ella. No tiene ningún derecho a contarme esta historia.

—Ahora no te pongas dramático —dijo—. No es la primera vez que tomo un whisky.

El mozo llegó con la bandeja. Llenó la medida, volcó la medida en el vaso, y le sirvió el vaso a él. Volvió a llenar la medida. Hacía todo con gran parsimonia; Diana seguía sus movimientos un poco ansiosa; vio que se daba vuelta y se despedía festivamente de alguien. Tuvo miedo de que se pusiera a conversar con el que se iba. Pero no. Volcó el whisky en el vaso y se lo sirvió. Ella tomó un trago.

Él examinaba cuidadosamente su camisa manchada. Pareció que le estaba diciendo algo; a la camisa, o a algo que él tenía en el pecho. La miró a ella.

—¿Cómo tengo el ojo? —dijo.

Ella estudió el ojo con aire científico. Al fin sacudió la cabeza.

—Feo. Muy feo.

Pero él ya no atendía. Daba la impresión de meditar, o mejor, de ir repasando las incidencias de una historia, porque cada tanto asentía con la cabeza, o fruncía levemente la nariz como si algo le desagradase. Al fin pareció que llegaba a una conclusión.

—Diana —dijo—, me parece que maté a un hombre.

Ella estaba mirando las manchas de la camisa de él. Había una mancha que parecía una cara.

—Diana, ¿me estás oyendo?

Ella levantó la cabeza, como a pesar suyo.

—Me distraje. Estoy muy cansada. No dormí nada anoche.

—No hay que dormir. Hay que tratar de estar vivo todo lo que se pueda —se rascó la frente—. ¿Te parece que me darán cadena perpetua por eso?

Puede ser, dijo una voz dentro de la cabeza de ella. Se sacudió el pelo hacia atrás. Trató de concentrarse en el significado de las palabras de él.

—¿Por qué? ¿Cadena perpetua por qué?

—Porque le rompí una botella en la cabeza, y el hombre cayó. No me acuerdo bien si cayó, pero me acuerdo del ruido que hizo el cuerpo contra el suelo; eso sí me lo acuerdo bien —se dio dos golpecitos en la nariz con un dedo—. Es increíble. No te imaginás lo fácil que es matar a un hombre.

—Me imagino, sí —dijo distraídamente ella.

Él no tenía cara de haberla escuchado. Otra vez daba la impresión de estar hilvanando sucesos.

—Escuchame —dijo al fin—, ¿sabés lo que pasó? Le rompí la cabeza con una botella. Y el hombre cayó. No sé si tenía algo que ver; estaba ahí mirando. Lo que me indignó fue la cara de imbécil con que estaba mirando —hizo una pausa; pareció reflexionar un momento—. Pero algo tendría que ver si le rompí la cabeza, ¿no te parece?

Ella quería dormir. Sintió que todo lo que quería en el mundo era acostarse y dormir. No hablar. No tener que hablar de nada.

—Sí, seguro —dijo.

—Pero a lo mejor ahora está muerto, te das cuenta. A lo mejor ahora estás hablando con un asesino.

Es posible, pensó ella, o pensó alguien dentro de ella. Por qué no. Era posible que él hubiera matado a un hombre, y que mañana entraran a su casa y se lo llevaran, y que ella viera todo eso desde la cama sin hacer nada por evitarlo, y que se quedara en la cama, tirada y sola toda su vida, hasta pudrirse. Y era posible que mañana tuvieran que huir, abandonar todas las cosas que habían amado y huir, y vivir huyendo durante lo que les restaba de vida. Era posible que mañana ellos dos se abrazaran, y así abrazados se tiraran por la ventana. Cualquier cosa era posible mañana. Pero ahora ella quería que la dejaran en paz. Que él no le hablara, por favor, que él no le hablara más.

Escuchame, dijo él, y dijo algo sobre lo sencillo, lo asombrosamente trivial que es el paso, el pasito, dijo, entre la vida y la muerte. Ella miró hacia la calle y advirtió reflejos rojos sobre las casas. El sol. Estaba saliendo el sol. Rojo a la mañana y rojo a la noche, pensó; qué cosa increíble. Él hablaba de la araña, su famosa araña muerta. Era fatal. La araña que había luchado desesperadamente por su vida y a la que él había asesinado. Y enseguida le iba a tocar su turno al hombre que abrió sus alas como un pájaro. No. El hombre después. Ahora el gatito blanco. ¿Qué había pasado con el gatito blanco? ¿Había conseguido finalmente comerse el canario? Él no sabía nada de todo esto, ¿se daba cuenta ella?

Él había disparado el obturador y los había dejado a los dos librados a su destino. ¿Alcanzaba ella a comprender que un hombre no tiene derecho a la vida después de haber hecho eso? Ella vio que el rojo se estaba aclarando; pronto se tornaría amarillo. Qué raro, pensó: el rojo y el amarillo son colores primarios: cómo puede tornarse uno en el otro sin que se aprecie una discontinuidad. Es un fenómeno bien extraño, pensó. Y ahora sí, el hombre; la cara del hombre que abrió sus alas como un pájaro. Y el pavoroso estruendo enseguida, y el cuerpo destrozado sobre el suelo. Eso que él nunca vio. Porque había presionado la palanquita justo cuando el hombre se arrojó al vacío y después había cerrado los ojos. El resto carecía de interés y él ya había conseguido su foto: la foto única donde se muestra la cara de un hombre en el instante en que tal vez sabe toda la verdad sobre la vida y la muerte. Y una piernita de chico. Él le estaba diciendo algo sobre la piernita de un chico, un incidente que le había ocurrido una noche de hacía tres días o hacía tres meses o hacía tres años y que ella no conocía ni le interesaba conocer porque estaba pensando en el sol, que ya era amarillo del todo y que seguramente armaba figuras de sombra a través de las hojas de árboles que ella no alcanzaba a ver y que tal vez ya no le importaría nunca ver porque todo lo que anhelaba era dormir, olvidarse de todo y dormir durante el resto de su vida. Una noche con semáforos y sin luna, decía él, entre autos que arremetían con más ferocidad que las bestias feroces. Una mujer tendida en un charco de sangre, aferrando absurdamente su cartera. Y un poco más allá la piernita sin zapato. Inmóvil para siempre y sola, separada de todo lo que antes había configurado el milagro de la vida. Una piernita descalza de chico, la impecable belleza de su forma resaltando en el marco negro de la noche. Y otras cosas más allá. Y gritos. Todo aquello que él no quiso ver, ni oír, porque estaba obsesionado con esa piernita. La piernita que tenía la forma exacta y alegre de lo que está vivo y sin embargo era una representación feroz de la muerte. ¿Entendía ella lo que le estaba diciendo? Y él entonces había pensado: puta, no haber traído la cámara. Eso había pensado. ¿Se daba cuenta ella de lo que él le quería decir? Pero ella no se daba cuenta, o mejor, no le interesaba en absoluto lo que él le quería decir. Había oído tantas veces cosas como ésa. Era fatal. Y después saldrían de este bar, y entrarían a otro, y saldrían, y entrarían, y se gastarían un poco más de bar en bar hasta que el sol estuviera bien alto en el cielo y ellos fueran a parar, sin saber cómo todavía seguían vivos, a su casa y él abriera la puerta del estudio y se transformara una vez más en juez implacable. Entonces querría destruirlo todo, destruirla a ella misma, pero sobre todo destruirse él, y quizás esta vez lo consiguiera al fin porque ella estaba muy cansada y no pensaba hacer nada por evitarlo. Total, para lo que servía. Para preservar lo poco que aún les quedaba, una hora de dicha, tanta vigilia y tanta lucha para preservar una pobre hora de dicha, lo único que aún eran capaces de vivir juntos.

El mozo viejo estaba sirviendo otro whisky.

—Doble —dijo él.

Y después, como cae un cuerpo muerto, se derrumbaría en la cama o en el suelo y cuando el sol se ocultara abriría los ojos y diría «odio el alcohol, podés entender esto», y le prometería que esta nueva noche iban a conseguir la felicidad.

—Y otro para mí —dijo ella.

—Sabe, mozo —dijo él—, soy un asesino. Se lo tengo que decir a usted porque mi mujer no me escucha. Está un poco borracha la pobre.

El mozo la miró como se mira a un animal exótico en una exposición. Ella le sonrió con una especie de estupidez y se encogió de hombros.

—Qué le va a hacer —dijo.

El mozo lo miró a él y se rió campechanamente, como si acabara de suceder algo muy gracioso. «La borracha habló; qué gracioso», pensó ella que el mozo pensaba. De pronto, también a ella todo esto le empezaba a parecer sumamente cómico. Apoyó la cabeza entre los brazos, sobre la mesa, y se empezó a reír, como si sollozara.

El mozo también se rió, y le brillaron los ojitos maliciosos.

—Parece que a la señora le gusta… —e indicó lo que debía gustarle con el pulgar sobre la boca abierta.

Él asentó las manos sobre la mesa y se levantó a medias. Acercó su cara a la del mozo.

—Escúcheme bien —le dijo—, si no desaparece de mi vista antes de tres segundos, lo mato.

El mozo la miró a ella, sollozando sobre la mesa, y lo miró a él. Se rascó la cabeza.

—Me mata —murmuró—. Ella se emborracha y él me mata.

Giró sobre sí mismo con una especie de melancolía, y se alejó lentamente.

—Cualquier día de éstos me jubilo y no me ven más el pelo —le dijo a un hombre que estaba mojando una medialuna en el café con leche mientras leía el diario.

—Es así —dijo el hombre del diario, distraídamente. Mordió un pedazo de medialuna y masticó con calma—. En este oficio se debe ver cada cosa.

—Dígamelo a mí —dijo el mozo—. Cualquier día de éstos me jubilo y no me ven más el pelo.

Se acercó pausadamente hacia la puerta y se puso a mirar el cielo. Era azul clarísimo y no se veía ninguna nube. Enfrente, detrás de la pared de un baldío, se estaba asomando el sol. Un pájaro cantó desde la rama de un árbol. Emprendió un pequeño vuelo jubiloso y se apoyó en otra rama. Iba a hacer un buen día de primavera. El mozo volvió a entrar al bar, reconfortado. Afuera todo era como debía ser.