Las monedas de Irene

Aquí, Alfredo, debería contar la historia de nosotros dos; decir por ejemplo que en las estaciones de trenes siempre tomamos café con leche y medialunas, nos ponemos un poco tristes, y terminamos hablando de viajes lúgubres a través de un campo gris. O que una tarde hicimos llorar a un vendedor de muebles de Lavalle y después nos sentíamos como dioses. Algo, un fragmento de nuestra hermosa vida. Porque es cierto que la vida, los días en que una está alegre (no las noches como ésta, en las que se aprende que es mentira eso de que, un buen día, Irene va a abandonar su despreciable vidita en borrador y será invulnerable), la vida puede parecer hermosa. Y a lo mejor mañana mismo me parece hermosa y cuento la Sublime e Inigualable Historia de Nosotros Dos. Pero hoy no. Hoy sé que hay cosas que ya no se pasan en limpio. Por eso necesito acordarme de Isabelita.

Ella estaba en casa desde hacía casi un año cuando pasó lo de las monedas. Después de eso y hasta que la echaron, uno o dos años más tarde, seguimos divirtiéndonos juntas y yo seguí siendo (como me dijo un día) la mejor de esta casa. No éramos precisamente amigas. Yo tenía once años y ella trece pero no era por eso. Nunca, vos lo sabés. Nunca puede haber algo parecido a la amistad cuando una come con su familia en el comedor de la casa y la otra, sola, en la cocina. Esto una no quiere verlo. Yo. Yo no quería verlo porque en ese tiempo, ves, yo era como ahora. Cuando algo no se ajustaba a mi-armónico-universo me las ingeniaba para soslayarlo y seguía viviendo lo más pancha. Pero igual eso estaba allí y a veces me provocaba algo parecido a la culpa. Una tarde peleamos, no sé si fue antes o después de lo de las monedas. Por una cosa trivial, ya ni me acuerdo por qué; sólo conservo, nítida, la imagen de nosotras dos en la puerta de la cocina forcejeando encarnizadamente para sacarle a la otra un objeto. Se me ocurre un objeto estúpido: un lápiz, un abanico, una cajita. Era lindo pelearse así, con toda el alma. O al principio fue lindo. Porque después se me cruzó, impostergable, no-querida, la idea de que sea como fuere, aunque yo llevara las de perder —porque cuando lo pensé yo llevaba las de perder—, con sólo dejarme estar sin soltar el objeto, Isabelita nunca podría ganarme. Porque Irene, olvidándose de que dos chicas están peleando con toda el alma para conseguir algo, puede ordenarle fríamente a Isabelita que le entregue eso que tiene en la mano. Entonces Isabelita ha de obedecer. Y aunque las dos sabíamos —o yo, al menos, sabía— que nunca iba a ser capaz de utilizar ese recurso (quiero decir: de utilizarlo con todas sus palabras), el recurso estaba allí, agazapado, y hubo un momento, cuando yo llevaba las de perder, en el que comprendí que no hacía falta preocuparse. El resto (cómo sucedió el resto) ni importa. Sólo recuerdo esa impresión y mi vergüenza, después, cuando me iba con la cajita.

Pero cosas como ésta son las que trataba de no ver. Había algo que me fascinaba en nuestra relación, algo que, misteriosamente, residía justo en eso: en que nos llevábamos dos años y en que ella era la sirvienta de la casa. Yo le enseñaba cosas, o mejor: la deslumbraba con cosas. Me gustaba nombrarle a los dioses del Olimpo, contarle las intrigas de la corte del Rey Sol, recitarle poemas; una tarde, me acuerdo, le recité entero el Monólogo de Segismundo y al mismo tiempo que decía trágicamente: apurar cielos pretendo ya que me tratáis así, pensaba qué extraordinario le debía resultar a ella verme, tan petisa, declamando un verso así de sonoro e insondable. Pero lo que me gustaba más que ninguna otra cosa era que yo era buena con ella. No caritativa: buena. Normalmente simpática. Como si ella fuese otra más en la casa y una pudiera, normalmente, reírse con ella de palabras que ha dicho mamá o de pequeñas trampas que se han cometido a escondidas y que sólo Isabelita e Irene conocen. Ella salía los domingos y yo le prestaba mi anillo con el aguamarina. Y hubo veces en que nos quedábamos horas enteras, yo preguntando y ella contando cosas de allá, de Santiago del Estero, y de familias inmensas que siempre tienen once hijos y tres padres y un tío borracho y piso de tierra y lejos, para mucha gente, una sola bomba de agua. Eso era la pobreza y era lindo, a la hora de la siesta o después de la leche, cuando empezaba a oscurecer, estar sentadas las dos sobre la cama de Isabelita, comiendo bizcochos y recordando el tiempo en que éramos pobres.

Lo de las monedas pasó en el medio y no fue un mojón ni nada por el estilo: antes, y después, hubo muchos versos, y muchos parientes con hambre, y muchos trabajos de Hércules. La plata estaba sobre el aparador; formaba dos pilas grandes, prolijas. Casi dos pesos, conté más tarde. ¿Te fijaste que es difícil cuando uno ve plata, sobre todo algo tan inofensivo como monedas, reprimir un gesto incivilizado, gracioso un segundo más tarde, cuando ya pasó? El impulso de acercar la mano a las monedas y llevárselas. Debe ser que todos llevamos un ladrón adentro. O yo llevo un ladrón adentro. ¿Viste?, siempre hablo de todos cuando hago alguna porquería y es para las otras cosas, para los-gestos-inolvidables, que me siento algo así como la elegida de la creación. Bueno, pero debo tener un ladrón, del mismo modo que contengo una adolescente mentirosa y una niñita egoísta y mezquina a quien no le importa nada el mal de sus semejantes. Y una mujer farsante. Sólo que, como tengo una idea bastante correcta sobre lo bello y lo sublime, invierto el gesto exactamente ciento ochenta grados y soy perfecta. Pero antes, o detrás, existe siempre el proceso pecador. Y a veces no hay más que eso.

No fue robar, no. Yo me llevé los dos pesos porque me tentó verlos y después, cuando volviera de la calle (esa tarde tenía que ir a varias partes así que iba a pasar mucho tiempo en la calle), iba a decir que los saqué de ahí, del aparador, porque me dieron ganas de tomar chocolate con churros. Aunque a lo mejor ni hacía falta decirlo porque dos pesos en monedas no son una cosa importante y una casa es una casa.

Fue una hermosa tarde. Tener que ir a un lado y a otro me ponía contenta porque eso significaba no tener hora fija para el regreso y andar por las calles, que es hermoso cuando la ciudad está gris y la gente pasa apurada, echando humo por la boca, rabiosa por el frío mientras una qué va a estar rabiosa. Contenta está, vagabunda y helada, imaginando vaya a saber cuál país de cuál novela de Louisa May Alcott donde en invierno nieva y a la gente se le enrojece la nariz mientras una salta vallas, corre por los caminitos blancos y al fin entra a la posada a tomar una reconfortante taza de chocolate caliente y ve, a través del vidrio empañado, cómo la gente sigue afanándose con su frío y sus narices rojas.

Yo era buena en esos momentos, ves, buena y alegre. Estoy segura de que cualquier cosa que intentara en esa lechería habría sido confesable, y hasta bella. Y a lo mejor es eso lo que debía contarte. Decirte cómo la niñita Irene de once años, quien mucho tiempo después escucharía que vos mismo, Alfredo, empecinado hacedor de una Irene menos mezquina que yo, habías inventado otro final para esta historia (un final mucho más hermoso, que, aunque te lo prometí no me atrevo a narrar acá por temor a que alguien crea que fue ése el verdadero y yo tenga algo más de qué avergonzarme), decirte cómo Irene les otorga grandes sombreros a los transeúntes y es capaz de imaginarse el cielo adentro de una taza de chocolate. Y que vos te rías. Como vas a reírte, seguramente, otro día en que yo crea que la vida es hermosa y te cuente un lindo episodio con nieve y lecherías. Pero hoy no. Hoy sé que mi historia tiene otro tiempo. Crepuscular. Con Irene que regresa a casa. Cantando regresa. Y entra así: cantando.

Algo sucede. Es una cuestión minúscula, pasajera, pero que impedirá que el anochecer transcurra en paz. Irene, que ahora sueña con una campiña blanca y abetos y un hogar de leños que la espera detrás de una ventana iluminada, no podrá enterarse a tiempo de que papá y mamá están disgustados porque esto no se hace, no hay derecho cuando uno fue tan bueno con Isabel, a que ella pague de esta manera: después, vaya uno a confiar en estas negritas. Irene, que no ha de oír estas palabras porque ahora está haciendo sonar la campanilla de la casita, de haberlas escuchado habría dicho: ¿Qué? ¿Los dos pesos que estaban sobre el aparador? Pero no, si ésos me los llevé para tomar la leche afuera. Porque ella no es mala; prefiere eso, claro, prefiere que la gente no se enoje y seamos todos amigos porque así nadie tiene problemas y eso es lo mejor: que nadie tenga problemas.

Pero durante casi una hora en la que distraídamente ha saludado y ha dicho menudencias, la Soñadora aún permanecía en el País de Hielo. Cuando regresa y oye es demasiado tarde: Isabelita ya se ha cansado de jurar por Dios y ha comprendido para siempre que cualquier palabra es inútil: una familia es una familia y adentro todo pertenece a todos; acá, sólo Isabelita es una extraña y cuando nos faltan dos pesos, nadie más que ella puede haberlos quitado ya que nadie quita lo que es suyo. Y quitar lo que no es suyo se llama robar.

Todas las palabras ya han sido pronunciadas. Irene, como si lo no-oído hubiese quedado flotando en su cabeza, reconstruye la conversación anterior. Y comprende que se le han escapado sesenta minutos. Ahora, decir «fui yo, mamá» no sólo significa estar diciendo la verdad. Ahora significa estar confesando un robo. Y estar desautorizando a mamá y a papá. Y estar desarmando la familia abrigada y unida que, así como así, sin pruebas y equivocándose, ha humillado a Isabelita. Y estar acusando a la pequeña Irene que ha hecho algo malo, malo, malo. Y ser buena así, pronunciándose contra el universo, es más difícil que ser buena mientras se toma chocolate con churros y se piensa si pasa un pobre ahora le doy la mitad de mi taza y le regalo dos churros. Total, ya sabemos que dos pesos en monedas no son una cosa importante y podemos jurar que después papá se olvida y mamá se olvida. Después vamos a seguir divirtiéndonos juntas y yo voy a seguir siendo, para ella, la mejor de la casa. Además, la vida es larga y quedan muchos años de futuro para reportarnos y ser perfectos. De modo que no importa que esa sola noche, hasta muy tarde, Isabelita haya llorado en su cama. Yo también lloré, y no pude dormir, y me sentí culpable. Y puedo sentirme culpable cada vez que, como hoy, me asusto de contarte historias lindas y tengo que recordar todo lo que hay detrás, lo que quedó en la noche y no importa porque la gran historia es larga e Irene era una buena chica y siempre le quedaba toda la vida para reportarse.