Georgina Requeni o la elegida

«Pero si no soy nada, si no debo ser nada, ¿por qué esos sueños de gloria desde que tengo uso de razón?».

María Bashkirtseff

Una carroza tirada por cuatro caballos blancos está doblando la esquina. El adornado señor que la ocupa se asoma por la ventanilla, se asombra de ver a una chica de seis años caminando sola y sin miedo por una calle tan oscura, y con un seco monosílabo le ordena al cochero que se detenga.

—¿Quién eres, hermosa niña?

—Soy Georgina Requeni, señor.

—¿Y yo? ¿Sabes quién soy yo?

Georgina no lo sabe: el señor es el Presidente de la República, lo más grande que hay dentro de un país. Cuando el Presidente se lo dice, Georgina no se asusta y lo mira fijo a los ojos. Ahí el Presidente se da cuenta de que está frente a la niña más extraordinaria del mundo y la lleva a vivir con él a un palacio rodeado de jardines. Le regala muñecas francesas y caballitos vivos del tamaño de un perro grande y la deja ponerse, para entrecasa, vestidos con puntillas. Desde ese día Georgina aparece en todos los diarios y en todos los noticiosos del cine. Siempre viaja en una carroza de cristal. La gente la saluda con reverencias.

—Parece un oso del zoológico —oye, a su espalda.

Entonces quiere morir. Ella, que en ese preciso momento sonríe a sus súbditos desde la ventanilla de su carroza, es vista por los otros como una chica más bien tonta que está sonriendo sola mientras gira y gira por un patio vacío. A partir de ese día su madre y su abuela divierten a las visitas contándoles que Georgina va y viene por el patio como un oso adentro de la jaula. Y si la descubren dando vueltas la llaman y le preguntan por qué no juega como las otras nenas de seis años. Yo juego, piensa Georgina, juego con la cabeza. Y oportunamente es vengada por el Presidente de la República, quien hace meter presa a toda su familia.

¡Qué maravillosa era! Georgina siente que le brillan los ojos. Tiene trece años y recordarse la entusiasma. Da un paso de baile. La ventana de su pieza está abierta y eso hace que se comporte de una manera especial. Vive en la planta baja y está segura de que algún día un joven hermosísimo se detendrá a contemplarla sin que ella lo note, y se enamorará perdidamente de la enigmática muchacha que hace cosas tan bellas en soledad. De reojo mira hacia la ventana y algo ocurre: un pajarito acaba de posarse en el alféizar. Parsimoniosamente se esponja las plumas, examina con aparente interés el interior de la pieza y emite un pequeño trino. Le gusté, piensa Georgina. Se siente observada y eso la confunde y le encanta. Se lleva las manos al pecho y fija una mirada trágica sobre el pajarito. «¿A qué has venido?», le dice; «Vete. ¿No sabes que mi marido nos ha descubierto?». El pajarito huye espantado. Eso es muy cómico, Georgina da un salto y se abraza de alegría. ¡Qué maravillosa soy!, dice: ¡qué maravillosa voy a ser siempre! Hoy es un día muy importante para ella: hace unas tres horas ha ido a la librería y ha comprado un cuaderno de tapas rojas. Va a llevar un diario, como María Bashkirtseff, porque tiene una preocupación: algún día figurará en un libro como Vida Maravillosa de Niños Célebres pero ¿cómo va a saber el que lo escriba las cosas fantásticas que le han pasado si ella no anota cuidadosamente todo? Ves, hijita, acá está la vida de todos los niños del mundo que después fueron célebres: éste es Pascal, el joven genio iluminado, y éste es Bidder, el pequeño calculista maravilloso, y éste es Metastasio, el trovadorcito de Roma, y ésta es Georgina Requeni, la niña… El mundo se le derrumba. Ya tiene casi catorce años y todavía no sabe qué va a ser. Su padre le ha prometido que cuando cumpla quince podrá tomar clases de Declamación y Arte Escénico con la profesora que vive en la calle Santander, pero falta tanto todavía. A veces se acuerda de Mozart que a los siete años deslumbraba a los príncipes y tiene ganas de acabar con todo y tirarse por la ventana. Pero vive en la planta baja, qué loca es, será famosa y todo el mundo la amará. Se contempla en el espejo. Y también voy a ser muy hermosa. Se levanta el pelo, se lo deja caer sobre un ojo, entrecierra lánguidamente los párpados, se ve un granito sobre la pera y frunce la nariz, bah, va a ser muy hermosa y tendrá amantes, miles de amantes rendidos a sus pies. Cómo sufrirán por ella, ¡no, señor, no cometa esa locura! ¡No se mate por mí! El hombre se mata, ella está bailando frente al espejo. No sabe qué le pasa, lo que sí sabe es que nunca nadie pudo ser tan feliz. Se acerca a su imagen y le da un beso. Eso le da mucha risa, corre hasta la ventana y mira el cielo. Dios está azul, murmura. El aire de noviembre, su olor a hojas, la marea, quiere abrazarse muy fuerte a alguien y contarle cómo es ella. Pero no, no tendrá necesidad de hablar; él la mirará a los ojos y sabrá todo, las historias que ha vivido, sus miedos, las cosas increíbles que le quedan por hacer. Dios mío, qué hermosa es la vida. Entonces lo decide, hoy es el día para empezar. Hace casi un año que ha comprado el cuaderno y desde que lo compró ha estado esperando el instante perfecto, piensa que cada suceso debe estar hecho de instantes perfectos. Va hasta la mesa de luz, abre el cajoncito y saca el cuaderno de tapas rojas. Se sienta ante su escritorio y, con lápices de colores, escribe en la primera página: Diario de Georgina Requeni. Después da vuelta la página, toma su estilográfica, y anota: «Tengo catorce años. Nadie puede saber lo que siente mi corazón. Mi corazón está loco y hoy la tierra entera está como mi corazón. Ay… Siento que mi vida va a ser muy hermosa. Siento». Se interrumpe porque no sabe cómo seguir. Lee lo que ha escrito y le gusta. Ahora vuelve a leer como si fuera otra chica de catorce años que está leyendo sus palabras. La otra chica no puede creer que, a su misma edad, alguien haya escrito páginas tan bellas y llora sobre el diario, que es un libro con la foto de Georgina en la tapa. El mundo entero está llorando: ella se ha muerto. Oculto entre pilas de papeles han encontrado el cuaderno de tapas rojas, la confesión de tantos ideales truncos, si parece mentira, venir a morirse alguien como ella en el comienzo del comienzo, ella que podía haber llegado tan alto. Georgina se suena la nariz, qué estúpida es. Tacha el último «siento» y escribe «quiero». «Quiero llegar muy alto, muy alto».

Caramba. Vuelve a leer esta última frase, está realmente impresionada. Desde hace dos horas viene intentando una de las tareas que más la aterran en el mundo: la limpieza de los papeles. Tiene dieciocho años y dice que ordenar cajones es como limpiarse el alma. Su alma está llena de trastos insólitos, de retazos de historias, pero ella necesita rescatar sólo aquello que tiene que ver con el implacable destino que se ha trazado. Detesta ser sentimental; sabe que los elegidos son fríos y fuertes; ha leído mucho. El cuaderno de tapas rojas es todo un hallazgo. Lo ha abierto en la primera página y ha sentido que Dios le estaba hablando en la oreja. Quiero llegar muy alto, qué bárbaro, sólo los predestinados pueden escribir una frase así a los catorce años. Por un momento puede imaginar el cuaderno, debajo de una tapa de cristal, en el Museo de la Casa del Teatro. Da vuelta las hojas pero no, ahí mismo, en la primera página, se acaba el diario. Después viene la copia de unos versos, el dibujo de un gran corazón con su nombre y otro nombre atravesados por una flecha, y apuntes del colegio. Qué inestable era una a los catorce años, piensa con adultez. Sonríe. Se ha acordado de aquella idea absurda que tuvo el día en que se le ocurrió empezar un diario. ¡Muertes heroicas y prematuras! A los dieciocho años, ella ya ha comprendido que el verdadero heroísmo está en la vida. Enrolla el cuaderno y lo tira a la basura. Es como una señal. Con energía desusada da vuelta cajones, tira papeles y arranca de las paredes ajadas fotos de artistas de moda. Da un suspiro de alivio: todo está en orden ahora. Ya puede hacer aquello que se ha estado prometiendo durante toda la tarde: toma un enorme afiche con el retrato de Sarah Bernhardt y lo fija a la pared con cuatro tachuelas. Las dos mujeres se miran. Ahora, Georgina ya sabe lo que quiere.

—Me querés a mí —dice él—. Y listo.

Están los dos apoyados contra el murallón de la costanera, esperando que salga el sol. Georgina suspira con resignación, y algo sonoramente, porque acaba de comprobar que Manuel no ha entendido una palabra de lo que ella le estaba diciendo. Con sumo cuidado comienza a alisar el envoltorio verde y oro de un caramelo. No, dice. Sí, por supuesto que a él también lo quiere, pero es otra cosa. El teatro, claro. Es otra cosa.

—¿Por qué otra cosa? —dice Manuel, pero se oye la sirena de un barco.

Georgina ha terminado de alisar el papel y ahora lo enrolla en el dedo índice. Él le mira las manos.

—¿Qué vas a hacer? —pregunta.

Ella se ilumina.

—Bueno —dice—, es muy complicado, qué sé yo. Te podría decir que simplemente voy a ser una gran actriz pero es algo más que eso, no sé cómo explicarte.

—No —él sacude la cabeza—. Con el papelito. Digo qué vas a hacer con el papelito.

—Ah —ella se mira el dedo—. Una copita; mi papá me hacía siempre. Una tuerce el papel aquí, después lo saca del dedo y listo, ¿ves?

Manuel le quita el pelo de la cara.

—Georgina —dice—, ¿por qué otra cosa? —ella levanta las cejas con aire de sorpresa—. El teatro, digo, ¿por qué tiene que ser otra cosa?

Ella se ríe y lo señala con el dedo.

—Está celoso —canturrea—, Manuel está celoso —le mira la cara y se pone seria—. Pero no, pavo; si es la misma cosa. El amor, y el teatro, y… No sé cómo decirte, es como si estuviera destinada. Quiero decir: como si con todo lo que hago tuviera que subir y subir hasta… Qué sé yo; la decadencia debe ser algo espantoso. ¿Vos nunca lo pensaste? Yo vivo pensando esas cosas, es terrible.

Manuel silba con admiración.

—De verdad —dice Georgina—, lo que pasa es que vos no me tomás en serio, pero es así. Te voy a decir más: yo, antes de ser una de esas actrices viejas que ni sabés para qué siguen viviendo —se interrumpe y lo mira con un gesto de determinación—. Me mato —dice.

Manuel junta las palmas y hace la pantomima de zambullirse en el río.

Flop —dice.

No, no, Georgina sacude la cabeza con desesperación. En el río no, qué bárbaro es él, no entiende nada de nada. Ella le está hablando de un ascenso luminoso hacia lo más alto, ella dice de acabar limpiamente en las alturas, y él le sale con algo tan antiestético como morirse ahogado. Alfonsina Storni, claro, pero se la imagina él unos momentos antes: pataleando y tragando agua y seguro que con arcadas. ¿Y después qué? Un cadáver hinchadísimo y medio podrido que se seca sobre una mesa de la morgue. Linda imagen póstuma. No, nada de eso. De una muerte bella le está hablando Georgina. Como su vida.

Él la ha mirado hablar. Le toca apenas la punta de la nariz.

—Haceme una gauchada —dice—. No te mates nunca.

No soportan a los implacables, piensa ella desde un pedestal.

—Pero sí, sonso, ¿no te das cuenta? —dice—. Ellos tienen que recordarme hermosa. Siempre hermosa.

Apenas lo dice tiene la desagradable sensación de haber hablado de más. Mira con rabia a Manuel y se tapa la cara con las manos.

—No, ahora no, qué idiota sos —dice—. A las seis de la mañana cualquiera está horrorosa —se descubre la cara y apoya las manos en las caderas con agresividad—. Además tengo veinte años, ¿no? Me queda toda la vida para conseguirlo.

—Conseguir qué —dice él.

—Todo.

Manuel levanta las cejas. Se sienta sobre el murallón. Georgina se queda esperando algo y al fin también se sienta. Están con las piernas colgando hacia el río, el sol va a salir y todo está bien.

—Lo que te decía, viste —dice Georgina—. Una ya viene al mundo con eso, vaya a saber por qué. Es algo raro, imaginate: yo, catorce años tenía, y ya lo escribí en la primera página de mi diario.

Manuel se da una ampulosa palmada en la frente.

—¡No! —dice—. ¡No me digas que también tenés un diario!

Georgina está a punto de explicarle algo. Se encoge de hombros.

—Y claro —dice.

—¿Y claro? —él se ríe—. Qué cosa de locos son las mujeres. Bueno, contame.

—¿Qué te cuente qué? ¿Qué tienen que ver las mujeres?

—Lo que escribís en el diario, todo eso. A ver si te entiendo de una buena vez.

Georgina hace un gesto de fastidio: la curiosidad le parece un sentimiento indigno; no se lo imagina a Ibsen desviviéndose por saber qué escribe todo el mundo en su diario.

—Y… qué sé yo —dice—. Pero no tiene sentido si una lo cuenta.

—¿Cuenta qué?

Georgina se pone de costado, con las piernas sobre el murallón. El sol ha comenzado a salir y el reflejo le lastima los ojos. Aplasta la copa verde y oro, hace con ella una pelotita, y la tira al agua. Después se arrepiente: Manuel no tiene que creer que ella se puso de mal humor por algo. Está bien que salga el sol: hace como una hora que están en la costanera esperando que salga. Y sale. El cielo es azul, colorado y amarillo. Eso está bien.

Vuelve a sentarse como estaba antes.

—No sé por dónde empezar —dice—. Fue un diario muy largo, por eso; lo escribía casi todos los días… De todo, siempre tenía algo sobre qué escribir. Fui una adolescente bárbara, sabés. En serio, no te rías. Digo por lo del teatro y todo eso. Hablaba casi siempre del teatro, y de la actriz que iba a ser. De mis ídolos, y de cómo voy a trabajar y trabajar hasta ser más grande que todos mis ídolos… Porque si no se llega a lo más alto no tiene sentido vivir… Eso también lo escribía, claro. Y lo que pensaba de la vida, y del destino… Qué sé yo, que el destino de una no está escrito en ningún lado. Quiero decir que no hay una estrella en la que diga: «Georgina Requeni va a ser la más grande». Eso, una inventa su destino; ahí está lo grandioso. ¿Ves la mano?… Fijate: hasta las líneas de la mano se modifican, una las modifica, te das cuenta. En serio, una quiromántica me lo dijo… Y bueno, de todo eso hablaba. Me sentía, no sé —se interrumpe y lo mira—. ¿Estás contento ahora? —dice.

Él va a hablar. Ella presiente lo que le está por pedir y se le anticipa.

—Fue un hermoso diario —dice; después, en tono de misterio, agrega—: La ceremonia fue bien impresionante.

—¿La ceremonia? —dice él—. ¿Qué ceremonia?

Su expresión es realmente cómica; Georgina está a punto de reírse.

—La ceremonia —dice—. La muerte. Todo debe tener su ceremonia —se ríe como quien acaba de recordar algo gracioso—. ¿Sabés lo que hice a los dieciocho años?

Él dice que no con la cabeza.

—Escribí la última página —Georgina está resplandeciente—. Una página tremenda, tenías que ver. Para mí, la mejor de todo el diario, te lo digo de verdad… El tiempo de los pequeños gestos había terminado, qué le vas a hacer: ahora empezaba el tiempo de la lucha… No lloré ni nada. Puse el diario en una bandeja azul. Una bandeja con angelitos, te la voy a mostrar cuando vengas a mi casa. Acerqué un fósforo y pfff… se hizo una gran fogata. Yo la miraba fijo todo el tiempo y después las cenizas… ¿a qué no adivinás? Las tiré al viento. Qué te reís… Un juego, ya lo sé, ¿pero no era un final hermoso?

Manuel la mira y no dice nada. Ella se desespera porque no alcanza a darse cuenta de si está de verdad conmovido (y qué lo ha conmovido) o se está burlando.

—En serio —dice—, todo debe terminar como vivió. ¿Qué querías que hiciera? ¿Que lo tirara a la basura?

Impostora, piensa. Una Hedda Gabler que después de pegarse un tiro anda tirando besitos es una impostora. ¿Nadie lo nota? Nadie lo nota: los aplausos crecen y hay una ovación. Georgina debe reconocer que, hablando en términos generales, el público es estúpido: gritan el nombre de la primera actriz de puro fanáticos, no entienden nada de teatro. La muchacha, en el proscenio, tira el último beso con un amplio movimiento del brazo. Georgina, que está en el fondo del escenario junto al resto del elenco, sólo la ve de espaldas pero igual imagina su sonrisa de starlet. Le mira la nuca con desprecio. Ahora avanzan el doctor Tesman y el asesor Brack y flanquean a Hedda Gabler; hay una nueva oleada de aplausos: los dos actores hacen una ligera inclinación de cabeza. Ya está: éste es el momento en que deben avanzar todos; para qué, aplauden al montón, para eso mejor ni saludar. Los aplausos se están haciendo más débiles. ¿Qué pretenden? ¿Milagros? A Georgina le gustaría saber cómo se las habría arreglado la propia Sarah Bernhardt para hacer algo decente con su papel de Berta. Bien, señora; Es de día ya, señora; El asesor Brack está aquí, señora. No, ella no lo soporta un solo minuto más; hoy termina todo. Lo piensa con fuerza, como una lápida, y la limpidez de su decisión la hace sentirse mejor. Está segura de que sólo un espíritu privilegiado puede ser tan inflexible: el espíritu de una gran artista. Levanta los ojos y, con altivez, sonríe al público. Dios mío, piensa, dales un minuto de grandeza para que puedan comprender esta sonrisa. El telón cae por última vez. Georgina camina hacia los camarines. Siente que algún día esto también será su historia. Sola y desconocida a los veinticuatro años, abriéndose paso entre un mundo de gente que se abraza y se felicita y la ignora, atravesando corredores oscuros sin reparar en nada, sin saludar a nadie, sin pensar en otra cosa que en su alto destino.

—Oh, no; nunca me preocupó —ella sonreirá con condescendencia. Pasará por alto con exquisita cortesía que unos muchachos, de puro embelesados, hayan sacado el tema de sus comienzos oscuros.

—Pero si era indignante, señora. Un talento como el suyo… desperdiciado en insufribles papeles de quinto orden. ¿Cómo pudo soportar algo así? ¿Nunca pensó en abandonar todo?

—Nunca —ella se indignará—. ¿Acaso creen que con desplantes de falso orgullo hubiera llegado a ser lo que soy? Nada, apréndanlo bien, muchachos, nada se consigue sin luchar: hay que empezar desde abajo, soportarlo todo, y no caer nunca.

¡Qué gran verdad!, piensa al final del corredor. Acaba de comprender el sentido de este momento, la grandeza que encierran estos años de anonimato. Abre la puerta del camarín. Las otras muchachas ya se han sacado sus vestidos de mujeres del pueblo. La última función de La ópera de dos centavos ha terminado y ahora están las dos sentadas en la única silla del cuartito, en combinación, fumando un cigarrillo. Georgina las ve, da un paso atrás, y cierra la puerta.

—Pero entrá —oye—; con buena voluntad cabemos las tres.

Se ríen, adentro.

—Qué le vas a hacer —oye—. Los inconvenientes de no ser estrella.

Georgina hace una mueca de desprecio.

—Dejala —oye—. Ella es así.

—¿Cómo? —dice Georgina—. ¿Cómo soy?

Santiago, de espaldas en la cama, a su lado, no se sorprende. En siete años de conocerla ha aprendido a no preocuparse por sus preguntas repentinas.

—Sos Georgina —dice simplemente.

—Sí —dice ella—, pero… No sé. No sé cómo explicarte.

Se queda un momento callada; después dice:

—¿Por qué estás acá, conmigo?

Él medio se ríe.

—¿No te parece que es un poco tarde para preguntarme eso? —dice.

—Vos no entendés —dice Georgina—. Antes no, ¿te das cuenta? Antes era otra cosa. Era… no sé; hubo un tiempo en que todo era como una locura, como un vértigo. Cada vez que estábamos juntos era nuevo, e inconcebible. La alegría del pecado, ¿te acordás?, como si nosotros tuviéramos cosas que enseñarle al amor, como si. Era tan hermoso, Santiago, tan hermoso. ¿Sí? Era así, ¿no? Era como te digo, no es cierto, Santiago. ¿Era?

Él está en silencio: mira el techo y fuma. Parece infinitamente cansado. O triste.

Georgina vuelve a hablar. En su voz hay ansiedad y miedo.

—¿Era así? Decime, Santiago, ¿era así?

Santiago le toca el pelo.

—Sí, Georgina, sí —dice.

—Yo también, sabés —dice Georgina—, siempre lo sentí de ese modo y pensaba, qué sé yo, pensaba, no te rías, por favor, porque yo cada día iba a ser más hermosa y más, no sé, y entonces. Claro, es tan absurdo si una lo dice; pero es así, entendés, pensaba que algún día íbamos a morir de tanto amarnos.

Santiago se ríe. Pero no es una risa alegre.

—No te rías. Como con todo lo demás, sabés. Pero no sé. Ahora… Claro, ya no hay nada irrepetible. ¿No hay? ¿No hay nada, Santiago? ¿Cómo soy yo?

—Todo está bien, Georgina. Todo está bien. Callate.

—No, no. Es muy terrible, sabés. Como si estuviera negándome, te das cuenta. Hundiéndome. ¿Sabés lo que debería hacer ahora si fuera como soñaba, como debo? Debería decirte: adiós, Santiago, adiós, amor, esto ha sido muy hermoso pero ya ha terminado para Georgina. Y acabar con esto para siempre.

El silencio que viene después la asusta. No se atreve a moverse. Al fin, él apoya su mano en la cintura de Georgina. Ella se afloja, está bien así: ahora todo será como siempre. Y será hermoso. ¿Verdad que será hermoso?, las palabras son una tontería. Siente una gran paz. Esto no era ser vulnerable, no, todo está bien así, lo que pasa es que todo está bien así.

Él todavía tiene su mano sobre la cintura de Georgina pero no hace ningún movimiento, ni dice nada. Eso la inquieta. Suspira y se acurruca contra Santiago, súbitamente enternecida y frágil. Se ríe.

—Soy una pava —dice—. Las palabras son una pavada, viste. Nunca me creas, Santiago. Nunca me creas nada de lo que digo.

Él retira la mano. Después, tan sin violencia que el cambio de posición parecería más un pensamiento que un acto, se separa de Georgina.

—No —dice Georgina—. ¿Por qué? Todo está bien, sonso. Siempre va a estar bien.

Santiago sonríe apenas. Georgina vuelve a hablar: él tiene que creerle que todo era mentira.

—Es eso —dice él—. Es justamente eso. Vos tenés que darte cuenta.

Antes de irse, él le toca la cara. Georgina lo mira alejarse, sin entender.

—¡Márchate! —grita—. ¡No quiero verte más, hombre sin corazón!

Después, cierra de un portazo. Su parte ha terminado.

Otro de los extras, un hombre más bien gordo y de aire estúpido, la mira con curiosidad.

—¿Por qué hiciste esa mueca? —dice el hombre.

—¿Mueca? —Georgina lo mira con marcada indiferencia—. ¿Cuándo?

—Recién —dice el hombre—. Cuando cerraste la puerta.

—No era una mueca —Georgina nota que el tono de su voz ha sido más violento de lo que correspondía—. Me estaba riendo —dice.

—Ah.

El hombre bosteza. Juega con el anillo de sello que tiene en el dedo.

Georgina espera unos segundos con impaciencia. Es incómodo que él no le pregunte nada.

—Porque una vez, hace años —inexplicablemente Georgina se ríe—. Qué locura. Yo eché a un hombre más o menos así.

Una modelo en malla de baile cruza el estudio.

El hombre la sigue con la mirada.

—Sí, claro —dice.

—Yo lo quería, sabés —Georgina se encoge de hombros—. Y sin embargo lo eché.

La mujer de malla de baile gira y se balancea con una lata de cera en la mano. El hombre la observa, divertido.

—Qué cosa —dice.

—No —dice Georgina—. No hay por qué asombrarse. Fue necesario hacerlo.

Ahora, la mujer de la malla de baile queda semioculta detrás de un gigantesco flan de cartón. El hombre se mira los zapatos. Georgina también los mira: son horribles, de un color mostaza indefinido. Ella se pregunta qué puede llevar a un ser humano a elegir algo tan feo.

—Vos no podés entender esto, ¿eh? —dice—. Claro que no lo podés entender. La vida del teatro, sabés —mira al hombre con desconfianza—. Exige muchos sacrificios.

El hombre ríe, suavemente.

—Eso está bueno —dice—. Gente como nosotros —se mira la pechera de la camisa; vuelve a reír—. Eso está muy bueno.

Georgina se examina las uñas.

—Cómo puede entenderlo un idiota —dice.

El hombre no hace nada en especial. Mira el estudio, las cámaras de televisión, los decorados. Después la mira a Georgina.

—¿Cuántos años tenés?

Georgina levanta la cabeza, como si lo desafiara.

—Treinta y cuatro —dice.

Ahora el hombre la mira de arriba a abajo.

—Todavía sos joven.

Es brutal. Como si volviera del revés el sentido de la frase. No debería mezclarme con esta gente. Georgina va a explicar algo pero el hombre ya no está. Se encoge de hombros y sale a la calle. Es una noche brillante y fría: ella siente un verdadero alivio. No soporto esta vida. Se sobresalta. No; es el ruido. Nunca lo soporté. Levanta la cabeza con altivez. Nada tan alejado del arte como esta vocinglería estúpida, sí, señor. No se da cuenta de que está caminando muy rápido. Un hombre que lleva un sombrero con plumita le dice algo que ella no comprende bien. Siente una dulce sensación de complacencia. Todavía soy joven, piensa. Pero apenas lo piensa experimenta un malestar incierto. Alguien le dijo una vez estas palabras. ¿Cuándo fue? Bah, mejor no pensar en eso, el hombre del sombrero no era viejo y se reía. Todo vuelve a estar bien, ¿verdad? Claro que sí. Nadie ha dicho al fin y al cabo que no fuera difícil. La cosa es seguir; llegar hasta el final sin detenerse. Algún día, ellos conocerán toda la historia. Memorias de. Oh, claro que fue difícil, pero había que subir. Alto, entienden, cada vez más alto. Que toda la vida fuera como un ascenso luminoso. Una lo lleva adentro, ¿escuchan?, es como si una luz se nos hubiera encendido adentro.

Georgina ríe, jubilosa: hace mucho que no se siente tan bien. Los muchachos también ríen. Alguno vuelve a llenar su vaso: ésta promete ser una noche de gran alegría. Hay guitarras en este lugar, hay jóvenes poetas y empanadas y mucho vino. El ruido no dejar oír muy bien, ¿escuchan?, como si una fuera un Dios y debiera hacerlo todo. La mano, mírenla, hasta las líneas de la mano se modifican. A fuerza de querer. De querer ser bella, de querer ser grande. Porque nada está escrito, se dan cuenta, el destino no estaba escrito en una estrella, y dónde, me quieren decir, dónde estaba señalado que Georgina Requeni será una gran actriz, y será hermosa.

¡Viva la alegría! Hay mucha risa en este lugar, hay muchas voces jóvenes. Otra zamba, dicen; Te quiero; Dame más vino. ¿Te fijaste?, ¿te fijaste que nunca falta una vieja borracha en estas fiestas? Pero Georgina no las puede oír muy bien y sigue riéndose, y tomando vino, y hablando. Porque Santiago no está ni hay nadie para decirle que se calle, que todo está bien, que está equivocando las palabras y tambaleándose. Sin caer, dice, sin caer nunca. Porque una mujer que envejece siempre es un monstruo. Y antes de llegar a eso, Georgina se mata.

Ahora ya no se ríen. Esto es patético, dicen, y dicen también que la vida es cruel.

Y Georgina Requeni, que todavía tiene la mano extendida y acaba de gritar algo, aunque ya no recuerda qué, mira a su alrededor, espantada, como si su propio grito la hubiera despertado, y ve, como se ve al final de un sueño, que todos los rostros son extraños y la miran fijo. Y que la mano extendida es la mano de una vieja.

Entonces dice buenas noches y se va.

Camina tambaleándose. Cada tanto se apoya en las paredes para no caer. Después las paredes se acaban pero lo mismo cruza Figueroa Alcorta, hacia la Costanera. Zigzagueando, pero de pie, llega hasta el murallón; piensa que, a las seis de la mañana, el color del río es un poco deprimente. Ellos se reían: ahora Georgina puede recordarlo con nitidez. Mira hacia abajo, casi con ternura. Mañana ellos lo leerán en los diarios. Es tan fácil: todo lo que hace falta es un pequeño envión y dejar que el cuerpo caiga solo, por su propio peso. ¡Flop! La palabra se le ha venido sola a la cabeza, como un pequeño estampido. Se quita el pelo de la cara. Él había juntado las palmas delante del pecho, y hacía cosas de payaso. Georgina se inclina sobre el paredón y vomita en el río. Se siente bien ahora. La cuestión es vivir.

Enfrente, el cielo se está poniendo colorado. Ella calcula que en unos minutos va a salir el sol. Va a ser una hermosa mañana.