Casi un melodrama

—Una hermosa familia —dijo Miguel. Se había sentado a la mesa y había mirado apreciativamente, uno por uno, a sus tres hijos. Por fin miró a Edith—. Bueno, ya nos tenés a los cinco reunidos. ¿Estás contenta ahora?

—No.

Fue como un disparo. Los tres chicos dejaron un momento de comer y Miguel pensó que la pelea de la noche anterior no había terminado. Se encogió de hombros. Encaró a Marcelo, su hijo menor.

—¿Y? ¿Cómo va el Tránsfuga Invisible? —le preguntó con exagerado optimismo.

—Ya vamos dando con la pista —dijo Marcelo—. Si me sale bien una investigación, doy el golpe el sábado, yo solo.

—¿Y al Tránsfuga qué le hacen? ¿Lo linchan?

—¿Estás loco, papá? Lo fusilamos. ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!

—Vas a tirarte esa sopa encima —dijo Edith.

—¡Bum! ¡Bum! Te maté a vos también, mamá; ya no podés hablarme.

—Callate, Marcelo —dijo Edith—. No estoy para bromas hoy. Callate y tomá la sopa.

Miguel la miró de reojo.

—Sí, che, vamos a tomar la sopa —dijo con aplicación, y comió una cucharada—. Después me seguís contando lo del Tránsfuga.

Marcelo también empezó a comer. Su hermano Federico le dio una patada por debajo de la mesa. En realidad, habría querido dársela a su padre: eso de que hoy hubiera bajado a almorzar constituía para él una alta traición. A Federico comer le repugnaba; por eso la noche anterior, en lo mejor del escándalo, había decidido que él también sería escritor así no bajaba a comer nunca. Pero hoy el pavo de su padre le venía a hacer eso de aparecer al primer grito. Marcelo le devolvió la patada.

—Oia, oia —canturreó Susana, la mayor—, hay dos que se están pateando.

—Ya lo sé —dijo Edith, con sequedad.

Susana la miró con rabia. «Hoy no debería estar enojada», pensó; «anoche sí, y anteayer al fin y al cabo también porque papá no estuvo en casa, pero hoy está aquí y tan maravilloso que es y entonces, ¿para qué tiene que andar ella con esa cara y arruinarlo todo? Justo ahora que todos deberíamos estar contentos». E imprevistamente se rió, porque sí.

A Miguel le divirtió la risa boba de su hija; buscó los ojos de Edith para compartir con ella un fenómeno que desde hacía tiempo los tenía un poco admirados: tener una hija de trece años. Pero Edith no lo miraba: de pie, inexpresivamente, apilaba los platos. Un minuto después se iba para la cocina.

—¡Clarísimo! —gritó Miguel parándose de golpe; tiró con violencia la servilleta—. ¡Lo único que te importa en la vida es no dejarme en paz!

—Sí —dijo Edith, antes de cerrar la puerta de la cocina.

Los chicos apretaron los ojos cuando oyeron el portazo y pensaron que hoy otra vez habría pelea.

—Y ahora, ¿qué diablos hice? —dijo Miguel diez minutos más tarde. Acababa de entrar en la cocina.

—Nada —dijo Edith de espaldas—. Absolutamente nada. Hoy cumpliste con todos los requisitos de padre de familia.

—¿Y entonces?

Edith se dio vuelta con lentitud. Lo miraba casi divertida.

—Sos increíble —dijo.

Miguel caminó hasta la ventana, dio dos puñetazos contenidos en el vidrio, y volvió.

—Escuchame, Edith.

—¿Sí?

—Nada. O el mundo está loco, o yo soy realmente un pelotudo.

—No sé de qué hablás.

—¿No? Yo tampoco sé, te lo juro. Ni de qué hablo, ni qué pienso, ni qué carajo sigo haciendo acá. Es… no sé, es un poco raro, ¿no te parece?, que me hagas bajar, y me hagas perder todo el día, y me amargues la comida para venir a decirme que soy increíble.

—Yo no te hice bajar, Miguel. En eso estás equivocado.

Miguel salió dando un portazo. No lo había hecho bajar, era lo único que le quedaba por escuchar hoy. No lo había hecho bajar: simplemente había llorado anoche, y había gritado que estaba cansada de esta vida, cansada de ser la mujer de un inútil y que si ella se había casado para eso, para vivir siempre sola hasta que al fin viene Semana Santa, papá se queda en casa, qué alegría, oh, oh, oh. No hay alegría, tesoros míos; porque felizmente papá ha vuelto a recordar la idea aquella que desde hace tres meses le viene dando vueltas por la cabeza y que hasta ahora jamás pudo escribir porque hay que ir al empleo, entendés, Edith, sólo por eso, porque hay que matarse trabajando para vivir, para que ustedes cuatro vivan, querida; matarse hasta que ya no te quedan ganas de nada. O hasta que vienen tres días libres, Miguel, y entonces te instalás tac tac tacatac detrás de tu puerta. Catorce años escuchando tac tac tacatac detrás de una puerta, los feriados. Los feriados que estás, claro, porque de pronto no estás, de pronto no hay más idea, no hay más tacatac, al canasto de papeles tanto tacatac y a sufrir fuera de casa, a compartir tus penas por los cafés con tus hermosos amigos desdichados y con tus lindas locas que te comprenden, oh, sí, ellas sí te comprenden, y te sueñan gran escritor. Gran escritor, ja, porque no llevan catorce años escuchando tac tac tacatac para nada. Tac tac tacatac. Tacatac tacatac. Tacatac.

Y Edith dijo tacatac, sí, pero no le había pedido que baje. No. Ella sólo dijo tacatac y movió la cabeza hacia arriba y hacia abajo y golpeó tacatac con los nudillos sobre la cómoda y dio gritos que mantuvieron despiertos y con el corazón en la boca a los chicos y no paró hasta que él se aferró a ella, primero con ganas de matarla, sí, pero después llorando, perdón Edith, es tan difícil y yo te quiero tanto; a todos ustedes los quiero tanto. Grandísimo imbécil, «perdón, Edith». Y ya no pude escribir anoche. Ni esta mañana. Y me fui a la pieza de arriba cómo no, pero no escribí, maldito sea. Porque había que tener cuidado hoy y acudir en cuanto Edith llamara a comer, y si Edith no llamaba (porque ella, hoy, podía estar resentida y no llamar), acudir lo mismo. No distraerse, entonces. Escuchar, oh Maestro de las Letras, escuchar todos los ruidos desde tu pieza de arriba; vigilar si Edith entra o sale de la cocina, oír, Gran Genio, que Susana canta y ha olvidado comprar el azúcar y rompe un vaso; estar atento ¡cuidado!, para saber, caramba, para saber ¡oh Gloria de Nuestra Literatura!, que Marcelo se escapó otra vez a la calle y que Federico, personalmente, no piensa comer. Atender, atender ahora, Envidia de los Inmortales, ahora más que nunca, atender, porque desde abajo está llegando ruido de platos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. ¿Cinco? ¿Puso cinco o me parece a mí? Corroborar que es olor a sopa de verduras eso que se cuela por las rendijas. Marcelo llega, Federico llora, Susana canta. Ruido de sillas. ¿Llamará? ¿No llamará? ¡A comer! Llamó. Y yo voy a bajar rápido, y la Semana Santa estará acabándose, y las grandes ideas han de volver al escritorio. Hasta otro franco. Otro franco en que Edith dirá «inútil», y yo bajaré a comer, como hoy, y volveré a subir como hoy, y volveré a.

Bajó en tres saltos las escaleras y entró en el dormitorio.

—Esto no puede seguir —le dijo a Edith.

—Bueno —dijo Edith—, ¿qué estuviste pensando ahora? ¿Qué gran idea se te ocurrió allá arriba?

—Ninguna gran idea, ¿entendés? Aquí no se te pueden ocurrir grandes ideas. Aquí, y a un domingo por semana para las grandes ideas, aquí, y después de reventar doce horas al día, no se te puede ocurrir una sola idea.

—Dejá el empleo, Miguel.

—Ah, sí; para tener, por lo menos, quince días hasta encontrar otro. Maravilloso, francamente maravilloso. Y durante los quince días oír que voy a matar de hambre a tus hijos con mi maldita…

—Yo nunca te dije eso.

—Y después reventar más que antes para pagar las deudas. Ah, sí, así voy a escribir grandes obras: La Comedia Humana voy a escribir.

—Bueno, ¿entonces qué querés? ¿Irte?

—Hablás fácil vos, ¿eh?

—Sí —dijo Edith.

—Pero no. No es eso, no. No quiero irme, entendelo. No puedo irme, y vos lo sabés bien.

—Yo no sé nada, Miguel.

—Nada, claro, vos no sabés nada. Está bien. Pero no; no quiero irme; no quiero tanto como irme. Quiero tranquilidad, entendeme. Que por lo menos me dejes en paz con esta miseria de tiempo que me queda libre. Que no me digas nada.

—¿Dejarte en paz yo, en esta casa? Pero ¿qué me estás pidiendo, Miguel? ¿Que te deje en paz yo, alguna vez que te tengo? No. Miguel, no. Yo no sé hacer eso. Te juro que no.

—¿Pero entonces qué querés? —gritó Miguel.

—¿Yo? —dijo Edith—. Yo no quiero nada.


Miguel se fue a la mañana siguiente.

—¿Para siempre, mamá? —preguntó Marcelo dos días más tarde. Su hermana lo pellizcó, indignada.

—Sí —dijo Edith—. Para siempre.

—¡No, mamá! —dijo Susana—. ¿Cómo vamos a vivir sin papá?

—Vamos a vivir, Susana. Hay que vivir.

Susana miró a su madre con una mezcla de rencor y suficiencia.

—Yo no —dijo—; yo no voy a poder.

Después, súbitamente, pareció comprender algo. Habló con voz baja, adulta.

—Vos tampoco vas a poder.

Se acercó a Edith y le tocó un brazo.

—Mamá —dijo—, yo te oí llorar esta noche.

—Yo también lloré —dijo Federico, orgulloso.

—Callate, estúpido —dijo Susana—. Qué te vas a dar cuenta vos lo terrible que es todo esto.

—¿No me doy cuenta? —dijo Federico—. Pobre de vos que no me doy cuenta. Nos vamos a quedar en la miseria, ¿no es cierto, mamá, que nos vamos a quedar en la miseria?

—¡Fenómeno! —dijo Marcelo—. Yo salgo a pedir limosna; ¿querés, mami?

Edith se rió. De pronto, daba la impresión de haberse puesto muy joven: resplandecía.

—¡Uy! —dijo—. Sí, esta vida es un lío, ¿saben? Un tremendo lío. Pero nada de miseria, ¿eh, Federico? Escuchame. Escúchenme, chicos. Papá es un gran hombre. Él quiere algo, algo grande, y renuncia a todo lo demás por eso. Así se vive, ¿entienden? A todo se renuncia, y ni siquiera se tiene miedo a lo que nosotros podamos pensar. Por eso es un gran hombre. Se decidió y adiós. Es terrible, ¿no?, pero es tan lindo, chicos, tan lindo. Vivir así, Dios mío, pisando fuerte y dale que va. Él allá y nosotros acá. Y firmes, ¿eh?, firmes para no defraudarlo a papá. Porque qué feo, ¿no es cierto, Marcelo? qué feo sería tener un papá cobarde. Aunque esté acá, en casa, con nosotros. Susanita, ¿por qué llorás? No hay que llorar, bobos. Hay que ser como él; hay que ser fuertes, caramba; ¿a qué vienen esas caras? Federico, Susana, chicos, ¿qué pasa? Pero ¿qué tontería es ésta, Dios mío? Qué tontería.

Se quedó en silencio. «Nunca me había pasado algo así delante de ellos», pensó. «Qué disparate. Voy a tener que cuidarme en adelante».

—No hagan caso de nada —dijo con rabia.

Y entró en el dormitorio.

Susana vino unos minutos después. Se acercó a su madre y le acarició el pelo.

—No te preocupes, mamá —dijo—. Papito va a volver. Yo lo conozco bien y sé que no puede hacernos eso. Va a volver.


Volvió, una semana después; sin avisar y a mediodía. Estaban todos sentados a la mesa, frente a los platos de sopa: Marcelo, parodiando cada gesto de Susana; Federico, taciturno, esforzándose inútilmente en tragar; y Edith hablándole a Federico, recordándole la neumonía del año pasado y evocando, una vez más, a la mujer jorobada y enana que vende chupetines en la plaza y que quedó así por no tomar la sopa. Miguel tocó el timbre y, antes de que nadie alcanzara a pararse, movió el picaporte: estaba abierto y entró. Se quedó mirándolos, algo cohibido, desconcertado, como si nunca antes hubiera pensado que los iba a encontrar a todos.

Susana y Federico y Marcelo dejaron de comer. El primero en hablar fue Marcelo.

—¡Volviste, viejo! —gritó.

Y lo gritó tan contento que Susana y Federico empezaron a reírse. A Miguel eso le dio mucha risa, y se rió ahí parado hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas de tanto reírse. Susana se levantó de un salto para abrazarlo y cuando le vio los ojos húmedos empezó a llorar. «De la risa» dijo, mientras reía a carcajadas y lo mojaba a Miguel con lágrimas y moco. Marcelo daba vueltas alrededor de su padre y gritaba «yo sabía que ibas a venir, yo sabía, yo sabía», y se mataba de risa mientras paraba los golpes de Federico, quien, como no encontraba el gesto preciso para expresar su emoción, le pegaba a Marcelo, después a Susana, después a su padre y, de nervios, reía. «¡Qué hermosos son, Dios mío!», pensó Edith. Y además pensó, pero como si ya lo hubiese escrito alguien, pensó: «Ahora Edith también va a reírse, se va a acercar a su marido, se van a abrazar, y vendrán la reconciliación y la paz».

Dijo:

—Como final es ridículo, Miguel; vos lo sabés muy bien.

Miguel se estaba riendo todavía. La miró maravillado, como quien pregunta: «¿Te volviste loca, mi amor?».

—Pero si vine a traer la plata —dijo, alegre.

—Sí —dijo Edith—; no supongo otra cosa; pero podías haber elegido una hora algo menos, no sé, menos… familiar —lo miró con ironía—. De cualquier modo viniste de gusto. No la quiero.

—¿Qué? —dijo Miguel.

—Que no la quiero, ya te dije. No la necesitamos.

—Harías bien en no ser ridícula, Edith —dijo Miguel—; el aire de heroína no te sienta.

—Seguramente —dijo Edith—; pero no encuentro otro tono para decir que te vayas.

A Miguel, la cólera le achicó los ojos.

—Sos imbécil, Edith —dijo—; ridícula e imbécil, y yo ahora podría hacer algo que te haría arrepentir. Pero estoy pensando en ellos, ¿entendés? en los chicos y no tenés derecho a…

—Me parece bien —dijo Edith—; pero al menos podrías tener la generosidad de no decirlo delante de ellos.

Hizo una pausa.

—Váyanse de acá —ordenó—. Los tres.

Los chicos salieron. Edith dijo:

—Estás jugando sucio, Miguel.

—¿Jugando sucio? —dijo Miguel—. Yo diría que estoy pagándole a mi podrida conciencia.

—Vos sí —dijo Edith.

Miguel no la escuchó. Siguió diciendo:

—O te creés que es muy fácil escribir así.

—¿Fácil? —repitió Edith.

—Así; vos lo sabés bien. Porque hay que trabajar doce horas lo mismo ¡eh!; porque, claro, una familia come lo mismo aunque uno no esté. Y bueno, ahora vas a estar conforme: yo no escribí ni una línea, cierto, pero ustedes van a comer.

—Cuánta conciencia, Miguel —dijo Edith.

Miguel se encogió de hombros, asintiendo, burlón, como quien ya ha aprendido a aceptar un destino desgraciado.

—Sí —dijo—; por eso estoy aquí. Y con la plata.

—Pero no la necesitamos.

—No, ¿eh? —dijo Miguel; casi lo gritó.

—No —dijo Edith—. Ya te dije que nos arreglamos.

—La traje, Edith. La traje. Acá está. Tomala.

—No. Miguel, llevátela.

—¡Tomala, te digo!

—No, Miguel; la vas a necesitar. Llevátela. Igual dentro de poco no vas a poder ganar esa plata.

—Quién te dijo eso.

—Yo. Yo te lo digo —dijo ella—. No hay mucho tiempo. La vida, siempre lo dijiste, la vida es otra cosa.

—No; vos estás loca. No puedo, Edith. No puedo.

—Podés, Miguel. Andate ahora y no vuelvas más a casa.

Edith sintió, a través de las paredes, el odio de sus tres hijos. «No importa», se dijo; «que se las aguanten. Que cada cual aguante su destino, qué se han creído. Y el que no pueda, que reviente».

—Está bien, Edith —dijo Miguel.

Y se fue.