Un secreto para vos

Al principio, en Maison Saint-Simon no quisieron saber nada con Albertina. Era natural: la sola idea de tener una mujer con ese aspecto dentro de Saint-Simon parecía una profanación. Albertina era grandota, oscura y algo deforme, en cuanto a su rostro (según comentó cierta tarde una de las muchachas de Bijouterie) debía estar copiado del de un guerrero azteca. La secretaria de Madame Celine sopesó los inconvenientes nomás la vio; un poco divertida y otro poco preocupada fue a advertir a la señora. La propia Madame Celine bajó a conocerla y, aun antes de verle la cara, movió la cabeza negativamente.

—Lo siento, querida —le dijo después de escucharla un rato—. Por supuesto, por supuesto. Ni mi secretaria ni yo dudamos de sus condiciones pero usted. En fin. Usted ya se habrá dado cuenta de qué casa es ésta.

Albertina hizo que sí con la cabeza pero siguió hablando, imperturbable. A esa altura, la pobre Madame Celine ya no sabía cómo dominar sus nervios; era evidente que la cortesía resultaba inútil con esa mujer. Ella, con su cara pétrea y los ojos clavados en algún punto, seguía repitiendo aquello de su disposición para la costura y su chico: enfermo, naturalmente. En esa parte Madame Celine y la secretaria cambiaron una mirada de resignación y al fin la encantadora de Madame dijo que bueno, que le tomarían una prueba.

Y sí, cosa extraña en una mujer de esa clase, Albertina tenía gran criterio para aplicar los adornos: sabía ubicar una aigrette de modo que su caída fuese casi etérea, y coser los canutillos en el sitio preciso, y hacer maravillas entre los arabescos del guipure para que las puntadas ni se viesen. Lo que fue suficiente para que Madame Celine comentara con su secretaria que después de todo no era tanto problema: la habitación donde se cosen las fantasías está bastante aislada del resto de las instalaciones; las clientas ni la iban a ver.

La tarde en que fue aceptada, a Albertina le brillaron los ojos. Apenas llegó a su casa tomó al chico en brazos y bailó con él una danza rara, sin música, una especie de aleluya hecho de torpes pasos dislocados.

—Mamá, sos loca —dijo el chico.

Pero se reía. Y eso, para Albertina, fue el mejor augurio.

El taller de las fantasías se distingue del resto de la casa por la precariedad de su decoración; lo único que sobresale en él es un gran espejo antiguo con marco dorado: lujoso e innecesario. Muy poca gente acostumbra visitar esta pieza. Y la presencia de Albertina volvió aun menos frecuente la llegada de extraños. Sólo la modelista y una empleada entraban en el taller. Todas las mañanas llegaban con vestidos, guantes, túnicas y sombreros; la modelista explicaba los diseños y la empleada inventariaba flores y pedrerías. Cuando se iban, Albertina cerraba la puerta con llave. A las seis de la tarde la puerta volvía a abrirse y Albertina entregaba el trabajo. Un primor, decía la modelista.

A la noche iba a buscar al chico a la casa de una vecina; después, cuando el chico estaba acostado, ella le contaba los acontecimientos del día: una piedra que mirándola de acá era verde y mirándola de allá era azul, las filigranas de una hoja bordada, una perla con forma de almendra, el azul profundo de un vestido de gasa.

—¿Cómo es el azul profundo? —le preguntaba el chico.

Ella hablaba del cielo cuando está anocheciendo; pero transparente, le decía. El chico arrugaba la frente y le hacía con la mano que se callase; cuando al fin parecía haber conseguido ver un cielo nocturno y transparente miraba a Albertina y ella entendía que debía seguir contando.

Una vez le describió una capa de terciopelo rojo con capucha y con unos botones (le dijo) que parecían rubíes recién sacados del centro de la tierra. Después de eso el chico, cada noche, volvía a preguntar por la capa. Albertina no encontraba manera de hacerle entender que nunca más la había visto: que sólo la había tenido entre las manos el tiempo exacto que tarda pegar cada botón.

—Después —le decía—, una señora vino y se la llevó.

—Cómo se la llevó —preguntaba el chico—. ¿Y vos se la diste?

Ella se reía mucho de su chico tan loco pero él se enojaba cada vez más y daba golpes en la cama, con el puño; le decía que era una mala porque se guardaba todo para ella y a él no lo dejaba ver nada. Albertina se sentía avergonzada cuando el chico le hablaba así; lo abrazaba fuerte y le decía que no fuera tontito, que todas esas cosas las hacía por él. Y algo todavía más hermoso: un secreto que él un buen día iba a conocer.

—¿Y por qué no lo traés ahora para que lo vea? —decía el chico.

—Pero no seas sonso —decía ella, riéndose—. No es para traer. ¿No te das cuenta de que nada de eso es mío?

Él no parecía darse cuenta. Repetía que ella era una tonta y una loca porque dejaba que ellos vinieran y se llevaran todo. Y volvía a golpear con el puño en la cama. Albertina se asustaba cuando el chico se ponía así: le acariciaba la frente y le decía que tanta excitación iba a hacerle mal, el doctor lo dijo. Que por favor se durmiera. Tenían que dormir los dos, no sea malito. Pero en cuanto intentaba apagar la luz el chico volvía a gritar y a hacer preguntas. Entonces ella se sentaba otra vez en la cama y otra vez le contaba cada dibujo de seda, cada hilo dorado, cada flor.

Una noche el chico lloró tanto que Albertina le prometió llevarlo al día siguiente.

—¿Y voy a conocer tu secreto? —dijo el chico.

—Sí —dijo Albertina.

Y se reía.

A la mañana siguiente salieron los dos: el chico andaba a los saltos por la calle y la arrastraba a ella para que se apurase. Albertina nunca lo había visto tan contento.

Entraron de la mano. Una empleada que los vio fue corriendo a contárselo a otra, y las dos se rieron. Albertina fue directamente a hablar con la secretaria; le explicó que el chico era muy juicioso, que se quedaría todo el tiempo sentado, mirándola. La secretaria consiguió a duras penas disimular su irritación; le dio a entender de la mejor manera que pudo que era un poco arriesgado, no le parecía, y que cualquier descuido puede ser fatal con estas cosas tan delicadas. Le dijo también que no se preocupara: tenía permiso para llevar al chico a su casa y entrar una hora más tarde. Juicioso, comentó después con Madame Celine, y nomás al salir, si no lo paramos entre todas nos tira la casa abajo.

Albertina tardó bastante más de una hora pero cuando la secretaria quiso llamarla al orden ya se había encerrado con llave. La mujer estuvo a punto de golpear la puerta pero al fin pensó que cuanto menos se mete una con esta gente, mejor.

Dejando de lado este pequeño desorden, Albertina nunca dio el menor motivo de queja. Es cierto que algunas de las muchachas criticaban su manía de encerrarse con llave; decían que las pocas veces que habían llamado, Albertina se había hecho la sorda. Y que si insistían mucho contestaba que no podía abrir. Y que la voz con que lo decía era tan extraña que daba qué pensar. Pero eran simples infundios porque faltar, nunca había faltado ni un alfiler. Y las clientas estaban contentas con el trabajo. Eso era lo principal, como decía Madame Celine.

Sin embargo una tarde, su última tarde en Maison Saint-Simon, Albertina tuvo que abrir la puerta. Unos minutos antes una de las muchachas había entrado corriendo al salón donde Madame Celine conversaba con algunas señoras, y le había comunicado algo. Se oyeron algunas exclamaciones entre las mujeres. Unos segundos más tarde la propia Madame Celine abría la marcha hacia la pieza de Albertina.

Ya había varias muchachas frente a la puerta pero, como le explicaron a Madame Celine, ninguna se había atrevido a llamar. Madame Celine sintetizó con una media sonrisa su opinión de que todas eran unas sentimentaloides y, con un ligero levantamiento de cejas, le indicó a la secretaria que golpeara ella.

La secretaria llamó dos veces a la puerta. Albertina, según su costumbre, no contestó. La secretaria volvió a llamar.

—No puedo abrir ahora —dijo Albertina; y la voz que se oía a través de la puerta era vagamente inquietante.

—Por favor, Albertina —insistió la secretaria—, se trata de algo grave.

—No puedo —dijo Albertina—. Estoy con un trabajo delicado.

Y no volvió a hablar.

Las muchachas se miraron incómodas. Una clienta comentó que esto era realmente penoso. Habría que decírselo a través de la puerta, aventuró la secretaria.

—Sí —dijo Madame Celine—; es duro, pero no queda otra solución.

Las muchachas estaban verdaderamente asustadas ahora. La secretaria suspiró, entrecerró los ojos y movió la cabeza de manera que a nadie pudiera quedarle la menor duda sobre lo desagradable que le resultaba este tipo de escenas. Y al fin lo dijo.

—Albertina —dijo.

Y elevando la voz apenas lo necesario como para ser oída del otro lado, dijo que era tan difícil decirlo así, Albertina. Que había llamado una vecina desde su casa. El chico, dijo. Que no se pudo hacer nada, había dicho la vecina. Y las muchachas sintieron, en el silencio que vino después, que ya no hacía falta agregar nada.

Unos segundos más tarde se oyó ruido de llaves y la puerta se abrió. Frente a las clientas, oscura e inmóvil, estaba Albertina con su secreto.

Un vestido blanco, con arabescos de perlas, el más suntuoso de los trajes que le habían llevado esa mañana, cubría, deformándolo aún más, su cuerpo deforme. Guantes blancos, muy largos, ocultaban sus brazos hasta el codo. Desde su cabeza se extendían, ondulantes, las alas de una enorme capellina decorada con motivos silvestres. El gran espejo de marco dorado, detrás, repetía de espaldas la figura de la puerta.

Lentamente, trabajosamente, con los ojos fijos en un punto, Albertina comenzó a sacarse un guante. Liberó los dedos, uno por uno, y después liberó el brazo. Se oyó un sonido ahogado, como una risa. Albertina no miró al lugar de donde provenía. Había acabado de sacarse un guante y ahora comenzaba a sacarse el otro, con la misma lentitud. Finalmente las dos manos, desnudas y brutales, se recortaron enteras sobre el vestido blanco. Los dedos se abrieron, como buscando algo definitivo, parecieron vacilar un momento y al fin se apoyaron, derrotados, sobre los arabescos de perlas. Entonces una perla comenzó a desprenderse. Estuvo oscilando unos segundos, suspendida del hilo, y al fin se soltó. Golpeó livianamente contra el piso y comenzó a rodar por entre las piernas de las mujeres. Todas siguieron su trayectoria con atención hasta que la perla desapareció debajo de un armario. La risa ahogada volvió a oírse. Y aquello era tan grotesco, tan insensato y grotesco, que las muchachas supieron que un segundo más tarde, todas, fatalmente, comenzarían a reírse.