Prólogo
El primer cuento que leí de Liliana Heker fue para mí un descubrimiento tan importante que recuerdo dónde estaba, cómo cerré el libro para intentar entender por qué me había impactado de esa manera, y cómo volví a abrirlo unos minutos después para releerlo todo desde el principio. «La fiesta ajena», quizá uno de sus cuentos más antologados y traducidos, fue mi primer acercamiento a su mundo, pero ya estaban ahí todos sus territorios: lo siniestro agazapado en la cotidianidad familiar, la infancia, la fascinación por lo desconocido, por la memoria, por la absurda cordura. Volví a leer la primera línea: «Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono». Era impresionante todo lo que disparaba esa línea: ¿quién había llegado? ¿Por «mono» había que entender realmente a un mono? Y si era así, ¿por qué había un mono en la cocina y qué tan peligrosa podía ser semejante situación? Entonces no se trataba solamente del efecto de esas palabras sobre el papel, se trataba también de todo lo que Liliana Heker estaba escribiendo en mi cabeza. Seguí leyendo. Con eficientes puntadas de ternura y crueldad la trama ya estaba bordada, y tan pronto como Rosaura cree que al fin ha encontrado su lugar en el mundo, la brutal realidad de las clases sociales la devuelve a su sitio. Una historia inquietante, directa y brutal.
Conocí a Liliana Heker unos meses más tarde. Todos los que hemos pasado por su taller compartimos en algún momento los terrores y las anécdotas de la primera entrevista. Es un encuentro privado que hay que superar antes de unirse al grupo. De todas esas historias, mi preferida es una en la que un aspirante, que además era médico cirujano, le dijo que él desde muy joven había querido escribir una novela y que, ahora que tenía tiempo porque acababa de jubilarse, le parecía un buen momento para empezar. A lo que Liliana contestó «Buenísimo. ¿Y qué te parece si yo, cuando me jubile como escritora, me dedico a la cirugía?». Cuando cuento esta historia la gente pregunta qué pasó con el cirujano, si logró o no entrar a alguno de los grupos. Pero una de las cosas que aprendí en el taller es que ese es el tipo de preguntas que no vale la pena contestar.
Yo sobreviví a la entrevista, pero recibí mi primera lección cuando me uní finalmente al grupo: atenta a las experiencias que traía de talleres anteriores sabía que la comida y la sociabilización eran importantes, así que para hacer buena letra llevé a ese primer encuentro una fuente de galletitas recién horneadas. Entonces Liliana Heker dijo «Me encantan las galletitas, pero a la hora del mate. En este taller no se come». A la hora de trabajar, se trabajaba. Pero también era un taller donde, terminado el trabajo, se festejaba con creces —publicaciones, premios, encuentros—, y esos años hubo mucho que festejar.
Menuda pero implacable, durante el taller se sentaba —entre todos los sillones de su living— en la única silla de madera. Era el último lugar que yo hubiera elegido para sentarme, pero ahora creo que en esa simple elección ya había toda una declaración de principios. En su taller no se tomaba el té ni se atendían pasatiempos postergados. Si queríamos aprender, teníamos que arremangarnos. Derecha en su silla decía «Esto no es terapia, acá nadie viene a curarse». «Si estuviéramos cuerdos no escribiríamos». Decía «Las ganas de escribir vienen escribiendo». Decía «¿Qué es eso de esperar a que todas las condiciones externas sean ideales? Uno escribe a pesar de lo que pasa y acerca de lo que pasa».
Ya me iría enterando en el taller, y en la lectura de sus libros, que para Liliana Heker el cuento exige un enorme rigor interno. Que el primer borrador de una historia es sólo un mal necesario y que escribir es también un trabajo de obstinada reescritura. Hay que aprender a reconocer, en el germen de una idea, todo lo que una historia ya está reclamando. Cada elemento debe estar enfocado hacia un único efecto estético: su alcance máximo de sentido, de expresión y de intensidad.
Flannery O’Connor decía que para la gente es muy fácil hablar del mundo de las ideas y de las abstracciones, pero que el mundo del narrador esta hecho de materia. Hablaba también de la «técnica»: que entendida a veces como una formula rígida que se impone a una idea, es en realidad algo orgánico que nace del propio material. Cuando leí «Los juegos», el primer cuento que Liliana escribió y publicó a sus diecisiete años, pensé en las palabras de O’Connor y me pregunté hasta qué punto un narrador nato ya maneja de manera intuitiva estas ideas. A esa edad Liliana Heker ya era una gran lectora, y ya participaba de la emblemática revista El Grillo de Papel. Sin embargo, era la primera vez que probaba sus fuerzas en el cuento. Y aun así es fácil reconocer cómo esa materialidad y esa técnica de la que hablaba O’Connor ya estaban ahí.
En «Los juegos» la protagonista, que es apenas una nena ofuscada por los mandatos de su madre y los deberes de la niñez, tiene ya una voz única y propia, un ritmo y un tono que suman a la trama otro tipo de revelaciones, quizá más sutiles pero no menos importantes. Ya está ahí la idea de soledad como espacio indiscutido de la escritura, y acá recuerdo a Liliana, que dice: «El vértigo que se siente durante la escritura es el de la libertad absoluta. No hay nada pautado, todos los caminos son posibles y uno está absolutamente solo en sus elecciones. Lo más saludable para un creador es llevarse bien con esa soledad». También ya hay en «Los juegos» una idea de lo femenino alejada de los convencionalismos y las expectativas sociales; hay simpatía y la curiosidad por los espacios masculinos quizá por el simple hecho de ser, para una nena, también el espacio de lo desconocido. Y en el taller, sentada en su silla, Liliana Heker dice «Lo femenino y lo masculino no son atributos literarios. El sexo de un autor pesa sin duda en sus ficciones, como pesa su origen, su experiencia o su neurosis. Nunca es el único determinante de una escritura».
Avanzando en la lectura fui descubriendo en sus cuentos más territorios comunes. Uno particularmente fascinante para mí es la serie que atraviesa dos nouvelles —«La crueldad de la vida» y «La muerte de Dios»— y tres cuentos —«Los primeros principios o arte poética», «Retrato de un genio» y «Berkeley o Mariana del Universo». Mariana, protagonista de todas estas historias y acompañada muchas veces de su hermana Lucía y de su grupo familiar, es un personaje lúcido e insólito que, a la vez, uno no puede evitar imaginar como un alter ego de la propia Liliana Heker.
Qué inquietante y extraña es —pensando esta serie en un orden cronológico— «Los primeros principios o arte poética», donde Mariana, a sus cuatro años, hace el ejercicio de intentar rastrear en su memoria «el principio». Un acercamiento onírico y encriptado de las impresiones de sus recuerdos más lejanos y las primeras ráfagas de la imaginación. «Es muy inquietante saber que hay un león en el comedor de nuestra casa, y que todavía no se ha movido». Este león reaparecerá muchas veces en la literatura de Liliana Heker, incluso fuera de la serie de cuentos que protagoniza Mariana; por ejemplo en «Las peras del mal» o en «De lo real». Se oculta detrás de la mesa como una amenaza que fascina mucho más de lo que asusta. Como la literatura, en el hechizo de sus garras hay también una promesa de gran liberación.
Mariana es apenas una nena en «Retrato de un genio», donde «Si uno consigue no pensar mientras golpea exactamente cien veces la pared con la ventana, el tiempo pasa rápido, muy rápido…», quizá la misma edad que tiene en «Berkeley o Mariana del Universo», donde, de la mano de su hermana Lucía, una simple aproximación al idealismo subjetivo de Berkeley la hunde prácticamente en un abismo existencial. La complejidad de idear un personaje tan cercano todavía a la ingenuidad de la niñez, y aun así tan brillante y visceral, le da también una curiosa flexibilidad al verosímil de sus ideas y descubrimientos. En «La muerte de Dios» seguimos a una Mariana preadolescente en su diálogo íntimo con un Dios con el que es posible negociar y conciliar ciertas normas, un juego en el que la protagonista casi parece estar inventándolo. Tanteando sus límites y su lógica, quizá Mariana esté emulando lo que la literatura podría ser para Liliana Heker, una manera de conocer y aprender el mundo: «Uno puede hacer con sus textos lo que no puede hacer en la vida: corregir lo que no se hizo bien de entrada», dice Liliana Heker, «la creación es esa búsqueda, esa corrección constante sobre lo que uno ha hecho».
En «La crueldad de la vida». Mariana ya es adulta y enfrenta a través de la vejez y la senilidad de su madre las primeras revelaciones de la muerte. En este cuento en particular, y en otras reflexiones de Mariana, la realidad roza el absurdo y por momentos se hace casi imposible atravesar esas páginas sin sonreír. Hay un humor delicado: no niega la decrepitud y la muerte, que se sostienen siempre como presencias reales e inapelables. La oscuridad es la oscuridad, y no puede lucharse contra ella, pero el humor, como decía Isidoro Blaisten, es la penúltima etapa de la desesperación. Es un humor, el de estos cuentos, en el que no hay resistencia, pero sí la firme decisión de atravesar esa oscuridad en guardia.
En «La sinfonía pastoral», en cambio, ya no se trata sólo de sonrisas, es un cuento de pura carcajeada que aun así no escapa a la amargura y la desesperanza. Como dicen las últimas líneas de este cuento «… siempre es agradable corroborar que pese a ciertos desniveles, a algunas inquietantes amenazas de zozobra, y dejando de lado, claro está, los desequilibrios de la mente, las enfermedades incurables, la vejez y la gordura, son prácticamente nulas las probabilidades de riesgo que ofrece la vida». Situaciones aparentemente normales devienen en catástrofes y pesadillas personales, y los bordes entre el realismo, el drama y el absurdo se tocan con sutil eficacia.
«Don Juan de la Casa Blanca» es una pieza extraña, en el mejor de los sentidos. La mujer de un fotógrafo alcohólico, desesperada por entrar en el mundo de él y mantenerse cerca, se entrega a una nueva promesa de sobriedad. El ritmo gira vertiginosamente a la alegría de intuir que la transformación es posible, que es posible el reencuentro, el entendimiento, el dudoso milagro del que los dos parecen desentenderse hasta que, en una nueva ráfaga de la tiranía del alcohol, todo se esfuma. Juntos se hunden en una angustia confusa a la que ella, esta vez, también se rinde. Una salida a un Buenos Aires de restaurantes y bares entre la tarde y la noche, un juego cruel que oscila de lo luminoso a lo oscuro y viceversa. Así se revelan las dos caras de estos personajes que, incapaces de reencontrarse en la vida que hubieran querido, se entregan a la penumbra de lo que queda.
La visión de Liliana Heker sobre la memoria como algo vital implica que el pasado está continuamente pensado sobre el presente y es capaz de modificarlo. En su león detrás de la mesa del comedor, en recuerdos de la infancia que parecen pesar todavía sobre el presente de muchos personajes, en el intento de Vica por recuperar parte del pasado en «De la voluntad y sus tribulaciones», en la triste trampa de «El pequeño tesoro de cada cual», en el terrorífico descubrimiento de «Maniobras contra el sueño» y a lo largo de casi toda la serie de Mariana, la memoria es un espacio en permanente construcción, «la memoria» dice Liliana Heker «se construye casi como una novela».
Hay vida y muerte en estos cuentos, una firme lucha de fuerzas. Por un lado el fracaso, la incomprensión, la soledad y la muerte; por otro lado la obstinada necesidad de empuje de sus personajes que, llenos de energía y de convicciones, van siempre un paso delante y exigen del lector un constante estado de alerta. Pero la recompensa es grande, y en esa travesía por la genialidad de la niñez, los tormentosos entramados familiares y la entrega de algunos amores, estos cuentos ofrecen a cambio la revelación de que, a pesar de todo, se puede ser feliz.
Es indudable que Liliana Heker es una figura fundamental para la literatura argentina, por sus novelas y ensayos, por estos magníficos cuentos que tienen ahora ustedes entre manos, por sus opiniones siempre lúcidas y sinceras; por la tenacidad de haber llevado adelante, incluso en los años más oscuros, la codirección de revistas que han sido emblemáticas para toda Latinoamérica, como El Escarabajo de Oro, y El Ornitorrinco; por la generosa labor que sigue haciendo cada semana en sus talleres, del que han salido ya muchos y buenos escritores. Pero para mí éste no puede dejar de ser un prólogo personal. Porque además de todo lo dicho, Liliana Heker ha sido mi gran maestra. Su talento, su franqueza y su vitalidad me marcaron para siempre, y lo que estuve preguntándome estos días mientras releía sus cuentos y pensaba en estas páginas, puede reducirse finalmente a dos preguntas. ¿Por qué leo sus cuentos con tanto fervor? ¿Y qué es eso tan difícil de explicar, pero tan preciado, que Liliana Heker me enseñó, y cambió para siempre mi manera de sentir la literatura? Me alegra haber enfrentado la terrible responsabilidad de escribir este prólogo, porque ahora son preguntas que puedo contestar. Hay algo más, además de todo lo dicho, que atraviesa su literatura y su manera de mirar el mundo. Hay luz en sus personajes más oscuros. En las situaciones más terribles, late siempre la posibilidad de una salida. Hay energía en su estilo, en el ritmo con el que muchas veces el narrador y el personaje avanzan a la par. La soledad, la incomunicación, el desencuentro son escenario corriente, pero siempre se persigue el anhelo de la felicidad. Lo que hay en los cuentos de Liliana, lo que la sacude en su silla cada vez que tiene algo para decir, es una vitalidad feroz y envidiable. La energía de los que creen en el trabajo, en la vida, y en la literatura.
Samanta Schweblin