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—¡Ha llegado! —exclama Tomi con entusiasmo.

Lucía, que acaba de lavarse el pelo, se seca las manos y se acerca a su hijo junto a la ventana.

Armando aparca un flamante todoterreno justo delante del portal de casa y toca el claxon antes de asomarse a la ventanilla y saludar a su familia con una sonrisa de orgullo.

Tomi baja como una exhalación a la calle para lanzarse al descubrimiento del nuevo coche de su padre.

—¿No es fantástico? —pregunta Armando.

—¡Más que eso! —exclama el delantero, admirando con atención el salpicadero, lleno de mandos y lucecitas—. ¡Es superbe!

—¿Qué te parece, esposa mía? —pregunta Armando con aire vanidoso.

Lucía, que también ha salido a la calle, hace una mueca al instante.

—Yo, la verdad, prefiero el autobús 18 que conduces todos los días.

A Armando el comentario no le hace ninguna gracia. Tomi suelta una carcajada y guiña el ojo a su madre.

—¿Iremos hoy a ver a Gaston Champignon con el coche nuevo? —pregunta el capitán.

—No lo sé, ya veremos —responde el padre—. Los aparcamientos de los hospitales son lugares muy peligrosos. La gente que va a visitar a los enfermos está preocupada, conduce sin prestar atención y es más fácil tener un accidente. Lo mejor será no arriesgarse…

En ese momento, Armando advierte algo y exclama:

—¡Cuidado, Lucía, apártala enseguida!

—Pero si no es más que una abeja… —contesta su mujer.

—Precisamente —insiste Armando—. No me gustaría que me rayara el capó con su aguijón.

—Entiendo —concluye la madre de Tomi—. Te has comprado esta tartana para tenerla todo el día metida en el garaje.

Pero por la tarde Tomi consigue convencer a su padre y se van con el 4×4 nuevo a la clínica La Milagrosa.

Como recordarás, en esa clínica está ingresado el cocinero-entrenador de los Cebolletas, que ha tenido un problema de corazón y será operado mañana. Le implantarán una pequeña válvula que le ayudará a recuperarse y a volver a llevar una vida normal.

En la habitación de Gaston Champignon ya están su mujer Sofía, Augusto y los demás Cebolletas. Nico lleva un tablero de ajedrez bajo el brazo. Tomi saluda a sus compañeros de equipo y a monsieur Champignon «chocándoles la cebolla».

—¿No tiene un poco de canguelo, míster? —le pregunta Fidu. Está claro que no tiene pelos en la lengua.

El cocinero-entrenador sonríe y se acaricia el extremo derecho del bigote.

—Querido Fidu, la víspera de una operación quirúrgica es como la de un partido: siempre está uno algo nervioso. Pero me he preparado y tengo el físico de un roble, así que estoy seguro de que todo saldrá bien. Me preocupáis más vosotros: ¿os estáis entrenando? La gran final cada vez está más cerca.

Los Cebolletas explican a Gaston sus últimos entrenamientos. Becan dice que durante un partidito apoyó mal un pie y se le ha hinchado un poco el tobillo. Sara cuenta que los chavales de los Tiburones Azules cada vez se presentan con más frecuencia en la parroquia para hacer bromas y tomarles el pelo.

Champignon aconseja a los chicos que no respondan a las provocaciones de los Tiburones y se concentren en entrenarse con empeño. Luego sugiere a Tomi los ejercicios que podrían practicar la semana siguiente.

—Pronto volveré a dirigir los entrenamientos —asegura el cocinero-entrenador—. Y el día de la gran final es muy probable que esté en el banquillo. ¡No quiero perderme nuestra revancha!

—Eso ya lo veremos —tercia sor Camila, la enérgica enfermera que se ocupa de Champignon—. Hoy ya ha hablado demasiado, así que despídase de sus campeones y descanse un poco. Enseguida serviremos la cena.

El cocinero-entrenador observa a la monja mientras sale de la habitación y comenta:

—Cuando jugaba en Francia, tenía un entrenador de lo más severo. Lo llamábamos el General, pero sor Camila es mucho peor.

Los Cebolletas sonríen. Nico se acerca, pone el tablero de ajedrez sobre la cama de su entrenador y coloca las piezas sobre las casillas blancas y negras.

—¿Quieres echar una partida justo ahora? —le pregunta sorprendido Champignon.

—Solo un par de jugadas, míster —contesta el número 10—. Le toca a usted, que lleva las blancas.

El cocinero coge un peón blanco y lo adelanta dos casillas. Nico avanza con un caballo y enseguida vuelve a meter las piezas en su caja de madera y a ponerse el tablero bajo el brazo.

Sus compañeros lo miran con perplejidad.

—La partida la acabaremos dentro de unos días —explica el número 10 a su entrenador—. Empezaremos a partir de estos dos movimientos. He pensado que comenzar algo antes de la operación trae suerte. No sé cómo explicarlo… Bueno, sí, eso es… como la partida está inacabada, está usted obligado a curarse para acabarla.

—Un truco para atarme a la vida… —comenta Gaston Champignon—. Una idea estupenda, propia de un verdadero número diez. Pero, sobre todo, es una idea hermosa, propia de un auténtico Cebolleta. Gracias a todos, chicos.

—Hasta mañana, míster —se despide Lara.

—Mejor que no —aconseja el cocinero-entrenador—. Nos volveremos a ver dentro de unos días. Me operan mañana por la tarde, hacia las cinco. A esa hora, cuando entre en el quirófano, me gustaría pensar que mis Cebolletas están entrenando en el campo. ¿Me lo prometéis?

—¡Prometido! —exclama Tomi.

Mientras los Cebolletas se despiden de Gaston, Lucía da un abrazo a la señora Sofía, que tiene los ojos brillantes.

Al día siguiente, hacia las cuatro de la tarde, los Cebolletas entran en la parroquia de San Antonio de la Florida y ven a César salir de los vestuarios.

—¿Qué está haciendo aquí? —pregunta Fidu a sus compañeros.

—Nada bueno, seguro —responde João.

—¡Hola, Cebolletas! —grita el defensa de los Tiburones Azules—. ¿Estáis listos para perder otra final?

—No —replica Sara—, estamos listos para la revancha.

—Me tiemblan las piernas ante la idea… —se carcajea César—. ¿Sabéis que este año los Tiburones Azules no hemos perdido un solo partido en todo el campeonato?

—Lo sabemos —rebate Fidu—. Por eso nos dará más placer ganaros. Con una sola derrota perderéis todo y todas esas victorias no os habrán servido de nada… ¡No veo la hora de que empiece el partido!

Los Cebolletas jalean esas palabras, divertidos.

—Pero para ganar hay que meter goles —continúa César—. ¿Y quién mete vuestros goles? ¿El delantero que ha rechazado el Real Madrid?

Tomi, atacado en su orgullo, se dispone a responder, pero se le adelanta Lara:

—Nuestro delantero no ha sido rechazado por el Real Madrid. Ha vuelto para echarnos una mano, ¡porque teníamos un número nueve que era un auténtico desastre: vuestro Pedro!

—Un tipo que no conseguía meter gol ni a un equipo de chicas —añade Dani.

—Olvidaos de él —interviene Tomi—. Vamos a cambiarnos. Hemos prometido a Champignon que estaríamos en el campo a las cinco.

César, el robusto defensa de los Tiburones Azules, se pone delante del capitán de los Cebolletas y tocándole prácticamente la nariz con la suya, le dice:

—Te aconsejo que uses espinilleras muy gruesas, porque mis tacos estarán reservados para ti…

Tomi no contesta. Se limita a apartarse y sigue adelante hacia el vestuario, seguido por los demás Cebolletas.

César se aleja riendo.

Mientras los chavales se cambian, Augusto entra en el vestuario con el saco de los balones.

—¡Esto es lo que ha venido a hacer ese monstruo! —explica el chófer del Cebojet—. A deshincharnos todos los balones…

En el saco no queda una sola pelota inflada.

—Tendremos que estar más atentos —sugiere Sara—. Tengo la impresión de que de aquí a la gran final los simpáticos de los Tiburones Azules nos harán todo tipo de jugarretas para ponernos nerviosos.

Augusto coge la mancha y, con la ayuda de los chicos, infla todos los balones. El entrenamiento puede empezar. Faltan unos minutos para las cinco.

—Nuestro querido Champignon está a punto de entrar en el quirófano —explica el chófer, que ha reunido al equipo en el centro del campo—. Entrenémonos con pasión, como nos ha pedido. En el bolsillo llevo el móvil. He quedado con la señora Sofía en que me llamará cuando haya acabado la operación. Pongámonos a correr alrededor del campo.

Tomi pide permiso para quedarse peloteando por su cuenta. Levanta el balón y lo mantiene en el aire golpeándolo alternativamente con los dos pies, los muslos y la frente.

—¿Por qué no corre el capitán con nosotros? —pregunta Fidu, mientras corre con sus compañeros.

—Creo que quiere hacer lo mismo que hice yo ayer con el ajedrez —responde Nico.

—¿El qué? —inquiere el portero.

—Se ha puesto a pelotear antes de que empiece la operación y no lo dejará hasta que Augusto le diga que todo ha ido bien, ya lo verás —explica Nico—. Otra forma de mantenerlo atado a la vida, como me dijo ayer el míster en el hospital.

—Ah… —responde Fidu, aunque no está seguro de haberlo comprendido.

Y sigue corriendo, resoplando como una auténtica chimenea.

Cuando acaba el calentamiento, los Cebolletas se dividen por parejas y practican pases. Luego los delanteros se ejercitan en los disparos a meta, mientras los defensas se dedican a los cabezazos.

Mientras tanto, Tomi sigue peloteando solo alrededor del campo.

Augusto consulta su reloj. Han pasado ya de las seis. Hace más de una hora que Gaston Champignon está metido en el quirófano y la señora Sofía todavía no ha telefoneado.

El chófer del Cebojet se da cuenta de que los chicos también están algo preocupados, así que decide organizar un juego, como habría hecho el cocinero-entrenador.

Distribuye una decena de ollas en medio del campo y explica a los chavales:

—Ahora os dividiréis en dos equipos. Cada uno cogerá un balón y empezará a dar vueltas alrededor de las ollas, tratando de tenerlo siempre cerca del pie. Pero, cuidado, sois muchos dentro del círculo que forman las ollas y hay poco espacio, así que es fácil que vuestro balón acabe en los pies de un compañero. Es un ejercicio muy útil para aprender a regatear y defender la pelota. De vez en cuando llamaré a dos, uno por equipo. Tendréis que echar a correr hacia la portería y tratar de meterle un gol a Fidu. El primero que marque gana dos puntos; el segundo, uno. Si el balón no entra en la portería, los puntos son para Fidu. ¿De acuerdo?

Los Cebolletas cogen entre risas los balones y entran en el círculo que ha preparado Augusto con las ollas, tratando de esquivar a la vez a las cazuelas y a sus compañeros.

—¡Sara e Ígor! —grita de repente Augusto.

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—¡No, querida! —la corrige Fidu—. El que va ganando soy yo, que he parado un disparo que valía dos puntos, mientras que tú has metido un gol de un punto, ¿verdad, Augusto?

El chófer de las gemelas lo confirma.

Los chavales se apasionan por el juego. Quien se queda en el centro del campo anima a su compañero de equipo cuando echa a correr y luego salta de alegría si la pelota entra en la portería. Augusto está satisfecho, porque el juego ha interesado por igual a todos los Cebolletas, haciéndoles olvidar la clínica.

Todos los Cebolletas menos Tomi, que pelotea en torno al campo y sigue pensando en su entrenador. Hace una hora y media que mantiene el balón en el aire. De tanto mirarlo le duelen los ojos. Siente dolor en la pantorrilla y comprende que está a punto de tener un tirón. Todo por culpa de su gran concentración, que le hace tensar los músculos.

Le gustaría parar, pero está convencido de que si la pelota cae al suelo, a Gaston Champignon puede ocurrirle algo malo. Así que aprieta los dientes y sigue peloteando, con la cabeza y con los pies.

El juego de las ollas lo gana Fidu, que ha parado más disparos que goles encajado.

En el preciso momento en que todos los compañeros felicitan a su portero suena el móvil de Augusto.

Todos se quedan inmóviles, en silencio. Hasta que el chófer anuncia con una sonrisa:

—¡La operación ha salido redonda! ¡El míster está perfectamente!

Los chicos echan a correr hacia Tomi, que levanta el balón con el muslo antes de chutar altísimo y abrazar a sus colegas. ¡Ningún gol en el mundo podría hacerlos tan felices como están ahora los Cebolletas!

Su entrenador está bien y regresará pronto.

Mientras vuelven al vestuario, Lara se acerca a Tomi y le dice:

—Capitán, mañana hacia las tres voy al dentista. ¿Te molestaría pelotear también un poco por mí?

El número 9 sonríe y «choca la cebolla» a la gemela.

En el vestuario tienen una sorpresa desagradable.

Fidu mete las manos en los bolsillos de sus vaqueros, mira a su alrededor, aparta las bolsas que están en el suelo y al final exclama:

—¡Me han robado el dinero!

—¿Estás seguro? —pregunta Becan.

—Piénsalo bien —le aconseja Dani—. A lo mejor te lo has gastado en bollos…

—¡Estoy segurísimo! —rebate el portero—. Tenía que comprar un cuaderno para mañana. ¡Me apuesto algo a que ha sido la banda de Pedro!

—Sin pruebas no podemos acusar a nadie. Pero en adelante no tenemos que dejar el vestuario abierto, bajo ningún concepto —concluye Tomi—. No solo por el dinero, sino también por los balones.