Armando bebe el vaso de agua que le ha traído Tomi y va recuperando poco a poco el color.
—¿Estás mejor? —le pregunta Lucía.
—Sí —contesta su marido poniéndose en pie.
—Pero ¿tiene algo que ver la carta con el malestar?
—Escuchad lo que me han escrito —replica Armando blandiendo la hoja—. Es una comunicación del notario que ha abierto el testamento del abuelo Octavio. Veamos… Sí, aquí está. «De conformidad con las últimas voluntades de mi cliente, le será entregada sin dilación una caja que contiene oro». ¿Comprendéis?
—¿Una caja llena de oro? —Tomi ha puesto unos ojos como platos.
—¡Exacto! —confirma Armando, que ahora tiene la cara roja como un tomate.
—A lo mejor el notario se ha expresado mal —sugiere Lucía—, y quería decir una caja de oro, que probablemente contiene imágenes o recuerdos de vosotros dos juntos.
—Qué va, el notario lo dice claramente —insiste Armando—: «una caja que contiene oro». Una caja llena de oro. Supongo que el abuelo Octavio habrá hecho fundir lingotes de oro y los habrá regalado a sus parientes más queridos.
—¿Lingotes de oro? —salta Tomi, atónito—. Pero ¿tan rico era?
—¡Riquísimo! —confirma su padre—. Poseía parcelas de cereales y para la cría de ganado enormes. Australia es un país gigantesco. El abuelo Octavio no tenía hijos y, por lo tanto, tampoco nietos. Y ya os había dicho que siempre me tuvo mucho cariño.
—¿Cuánto puede valer un lingote de oro? —indaga el capitán.
—No sé. Podemos buscarlo en internet —propone Armando.
—Me parece que os estáis exaltando un poco demasiado —comenta Lucía—. Propongo que esperéis a ver qué es lo que llega, sin obsesionaros… Y, sobre todo, en lugar de estar contentos por el oro, tendríamos que estar tristes, porque el abuelo Octavio ya no está con nosotros.
Pero Armando y Tomi ya están en el despacho, delante de la pantalla.
—Busca «precio del lingote de oro» en Google —propone el capitán.
—¡Ahí está! —exclama el conductor de autobús—. Un lingote de un kilo cuesta cerca de tres mil euros. ¡Si fuera una caja de zapatos podría contener hasta diez!
—¿Y si en lugar de lingotes fueran monedas de oro? —avanza Tomi—. Pulsa aquí.
Armando dirige el puntero hacia la palabra «monedas», pulsa y aparece en la pantalla una lista de monedas de oro con su precio.
—El marengo de oro equivale a cien euros —lee el capitán—. Mira esta, papá, ¡la corona austrohúngara vale mil euros! En una caja de zapatos caben hasta cien. Imagínate que el abuelo Octavio nos haya enviado una caja llena de monedas de estas…
—Cien por mil… dan… cien mil euros… —calcula Armando.
—¡Canastos! —salta Tomi—. O sea, que el abuelo Octavio ¿nos va a hacer ricos?
—No sé, ya veremos… —contesta Armando, un poco confuso—. Lo único que podemos hacer es esperar. Y, mientras esperamos, por favor, ¡mantén la boca cerrada! Nadie debe saber nada. Que no se te escape ninguna confidencia con tus amigos.
—¡Seré una tumba! —promete el capitán.
Fernando pregunta a Issa si quiere beber algo.
—Una limonada fría, gracias, Fer —contesta el hijo de Champignon, que lleva el mono de motociclista y el casco bajo el brazo.
Fernando pide una limonada para Issa y un té de melocotón para él.
—¿Cómo te va con Clementina?, ¿mejor? —pregunta Elena.
—Yo diría que no —contesta el mecánico—. En cuanto me ve a lo lejos cambia de acera y ya no me coge el teléfono.
—Por lo visto le has jugado una mala pasada —comenta la diosa de las tisanas.
—¡No es verdad! —exclama el hermano de Pedro—. Bueno, a lo mejor sí…, aunque…
—Aunque ¿qué? —le azuza Elena.
—Verás, este verano había prometido a unos amigos que iría con ellos a dar una vuelta por Italia en moto —cuenta Fernando—. Pero a Clementina se le había metido en la cabeza que fuera a su casa de Málaga precisamente esa semana…
—Y tú te fuiste en moto a Italia —deduce la hermosa checa.
—¡Le había dado la palabra a mis amigos! —se justifica el mecánico—. ¡Habría quedado fatal!
—Es lo que me temía: has metido la pata hasta el fondo —concluye Elena.
—Pero ¿por qué? —se lamenta Fernando—. ¡Quiero a Clementina!
—No lo bastante como para renunciar a las vacaciones con tus amigos y acompañarla a Málaga —precisa la jefa de la tetería—. Eso es lo que habrá pensado ella.
—¡Pero si no he hecho nada malo! —protesta aún el hermano de Pedro—. Desde que somos novios, son las primeras vacaciones que paso solo con mis amigos. He cambiado todas mis costumbres para que estuviera contenta. Hasta la he acompañado a un concierto de música clásica, donde estuve a punto de roncar, y a un museo donde no se sabía si los cuadros estaban colgados del derecho o del revés… No es justo que ahora ni tan siquiera me coja el teléfono. ¿Podrías explicarle todo esto cuando la veas, por favor?
—Lo intentaré —promete Elena—, pero mucho me temo que tendré que hacerle beber todavía muchas tisanas relajantes para convencerla de que haga las paces contigo…
Fernando lleva la limonada fresca a Issa, que está sentado a una mesita de la tetería y sigue la partida de Ziao entre Sara y Ángel.
Como recordarás, fue el abuelo de Chen, la amiga de Eva que vive en Pekín, quien inventó el juego que simula una partida de fútbol y quien lo regaló a los Cebolletas durante el maravilloso viaje que hicieron a China.
—¡Defensa, centrocampista y delantero! —exclama Ángel, lanzando el trío sobre la mesa.
—Buena jugada, felicidades —le felicita Sara con ironía—. Qué lástima que tengo portero y detengo el disparo.
La gemela echa la carta del guardameta y anula la jugada de su adversario, que entonces echa la carta del penalti y pregunta con una sonrisita desafiante:
—¿A que este no me lo paras?
—No solo te lo paro —rebate Sara, lanzando un nuevo portero—, sino que salgo al contraataque y disparo de cabezazo tras un pase al área.
Ángel mira con tristeza las cartas del extremo y el delantero que la gemela acaba de echar sobre la mesa. Al número 10 de los Zetas solo le queda una carta y, por desgracia para él, no es un portero, así que tiene que rendirse.
—Vale, me has metido un gol… 1-0 para ti.
La gemela lo celebra levantando los brazos y gritando: «¡Eres la mejor, Sara!».
Durante la apasionante partida de Ziao se van juntando Pedro, Tomi, Nico, César y Dani. Saludan a Issa y le preguntan por su minimoto.
—Fernando y yo acabamos de llegar del circuito —explica el hijo de Champignon—. Hemos seguido probando la moto nueva, pero todavía queda algún problemilla por resolver.
—¿Va demasiado despacio? —pregunta Dani.
—No, vuela —contesta Issa—, pero me cuesta controlarla en las curvas. Me derrapa la rueda trasera. Tenemos que lograr que sea más estable. Y no nos queda mucho tiempo.
—¿Cuándo es la primera carrera? —inquiere Nico.
—Al final de este mes, en Toledo —contesta el piloto—. Yo voy a participar en el campeonato de CastillaLa Mancha y Madrid. Tendré que disputar cinco carreras de clasificación en Castilla-La Mancha. Los tres que saquen más puntos podrán participar en las finales nacionales.
—Te vamos a animar como locos —le promete Tomi—. Seguro que te clasificas.
Los chicos toman asiento alrededor de la mesita de Sara y Ángel. En cuanto acaba la partida de Ziao empiezan las discusiones sobre los números de las camisetas.
—Soy delantero centro, siempre he jugado con el 9 —explica Pedro— y me gustaría seguir haciéndolo.
—Estaba a punto de decir lo mismo… —sonríe Tomi.
—Sí, pero sois vosotros los que nos habéis propuesto que nos uniéramos a vosotros —puntualiza el hijo de Charli—. Nos habéis invitado. Así que, por cortesía y hospitalidad, nos tendríais que dejar escoger el número.
—No estoy de acuerdo —interviene Nico—. Los que hemos ganado la liga hemos sido nosotros, vosotros habéis acabado en segundo lugar, así que es justo que seáis los segundos en escoger.
—O sea que supongo que no quieres dejarme el número 10 —avanza Ángel.
—Supones bien —confirma Nico—. Jugar sin el uno y el cero a la espalda sería para mí como jugar sin gafas: imposible. Lo siento.
—Pues creo que es inútil que sigamos discutiendo —observa Pedro—. Somos cuatro para dos camisetas, la 9 y la 10.
Inesperadamente, se oye una voz a sus espaldas:
—Te equivocas, somos cinco para dos camisetas, ¡porque yo también quiero el 9!
Los Cebozetas dan la bienvenida a Rafa.
—Pues no quedará más remedio que echarlo a suertes —concluye Ángel.
—Yo tengo una idea mejor —propone Nico—. Que nos juguemos las camisetas en el campo.
—¿Cómo? —pregunta Ángel.
—En los próximos días, míster Champignon nos hará hacer más concursos como la carrera de eslalon —explica Nico—. Escogemos uno que les vaya bien a los centrocampistas y otro para los atacantes y nos jugamos las camisetas 9 y 10. ¿Qué os parece?
Los chicos cruzan las miradas y nadie tiene nada que objetar.
Una vez más, la idea del sabelotodo se ha impuesto.
El día siguiente, el cocinero-entrenador les propone un nuevo reto, pero los cinco que se disputan las camisetas deciden esperar otro más oportuno para poner a prueba sus habilidades.
—Hoy vamos a hacer un simple concurso de peloteos —explica Gaston Champignon—. Os repartiréis por el campo y os pondréis a pelotear. Se eliminará a aquellos a los que se les caiga el balón. Ganará el último que quede. Como en la carrera de eslalon, los diez mejores ganarán puntos: el primero veinte, el segundo diez, el tercero ocho, el cuarto siete y así sucesivamente. ¿Alguna duda? Repartíos por el campo y, en cuanto pite, poneos a pelotear. ¡Buena suerte!
—Pues sí, mucha suerte me hará falta a mí para quedarme más de diez segundos… —comenta Sara—. Este juego tampoco me va.
—No te enfades —la consuela Ángel—. Tarde o temprano Champignon organizará concursos para defensas, ya verás.
João es mucho más optimista.
—Yo con el balón pegado a la frente soy capaz de ponerme a hacer pis. Me podría quedar en esa posición un mes seguido. No veo quién me puede ganar en este juego.
El cocinero-entrenador pita el inicio del concurso.
João no puede creer que tenga tan mala suerte: se ha quedado fuera a la primera de cambio, como en el eslalon. Eran dos juegos ideales para la técnica del brasileño, que todavía no ha cosechado ningún punto.
Salen también César, Vlado, Dani, Sara, Lara, David… y todos los defensas, que son mucho más eficaces cuando se trata de barrer el área grande. El último defensa que queda es la gran Elvira, que en realidad tiene pies de centrocampista.
El campo se va vaciando poco a poco. La pelota se les cae a Aquiles, Bruno y los mediapuntas más robustos, que tienen pies grandes, poco aptos para los peloteos largos.
Al final solo quedan cinco en concurso: Nico, Tomi, Rafa, Morten y Ángel.
Gaston Champignon espera que alguno falle y, al cabo de cinco minutos, interrumpe el juego y aumenta su dificultad. Se saca del delantal de cocinero cinco pelotitas de tenis y propone:
—Seguid peloteando con estas.
Los Cebozetas eliminados se ponen en círculo en torno a los que quedan y cada uno empieza a animar a su favorito.
Sara se lamenta al ver que Ángel es el primero en perder el control de la pelotita. Luego son eliminados Nico y Morten. Se pelearán por la victoria y los veinte puntos de la clasificación Rafa y Tomi, los dos delanteros de los Cebolletas.
—¿No estás cansado de pelotear? —pregunta el capitán.
—Si no lo estás tú, ¿por qué iba a estarlo yo? —responde el Niño.
—¿Se te da bien la cabeza? —pregunta Tomi, antes de lanzar la pelota al aire y ponerse a pelotear con la frente.
—Pues claro —responde el italiano, que hace lo mismo y reta a su rival—: ¿y los muslos?
Los dos atacantes siguen peloteando algunos minutos, hasta que Champignon interrumpe nuevamente el juego, mientras los compañeros les aplauden con admiración.
El cocinero-entrenador se saca del delantal una lata vacía de zumo de naranja. La abolla un poco con el pie y la entrega a Tomi.
—Veamos cuántos toques seguidos le dais a esta. ¿Empiezas tú?
El capitán sonríe, estudia la lata estrujada, la lanza al aire, la golpea con la derecha, la zurda, la derecha, la zurda, el muslo y la derecha, hasta que se le cae…
—Superbe! —aplaude Champignon—. ¡Siete toques! Te toca, Rafa, tienes que hacer ocho.
Una ovación acoge la espectacular victoria de Rafa.
Tomi es el primero en felicitarle. Le da la mano para ayudarlo a que se levante.
—Lo siento por ti, Niño.
—¿Y eso? ¿Por qué lo sientes? —pregunta sorprendido el italiano—. ¡Si he ganado!
—Sí, pero no nos estábamos jugando la camiseta 9 —replica el capitán con una sonrisa—. No tengo la más mínima intención de perder en los próximos juegos.