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—Es un concurso de penaltis, pero un poco peculiar… —avisa Gaston—. Que el primer guardameta se ponga en la portería, porque el lanzador ya está listo.

Los Cebozetas intercambian miradas sorprendidas: ¿quién será el misterioso lanzador?

—¡Mirad! —anuncia de repente Sara.

Todos se dan la vuelta en dirección a los vestuarios y ven salir a Augusto, con una extraña vestimenta y arrastrando una bolsa llena de palos de golf.

Los chicos sueltan una carcajada.

El conductor del Cebojet lleva unos anticuados pantalones bombachos que le llegan por debajo de la rodilla, calcetines altos de rombos, zapatos blancos y marrones, camisa blanca, un chaleco con rombos a juego con los calcetines y una gorra cómica rematada por un pompón, que se quita con una reverencia para saludar y responder a los aplausos.

—Pues sí, queridos chicos —anuncia Gaston Champignon—. Una de las mil cosas que sabe hacer nuestro Augusto es jugar al golf. ¡Fue un jugador de nivel internacional! Ahora pondrá a prueba a nuestros porteros. El primero que logre pararle una bolita gana el concurso. Los Cebozetas observan con suma atención a Augusto arrastrar la carretilla hasta el borde del área. Saca un palo de la bolsa, coloca la pelotita con gran cuidado sobre el círculo de yeso, estudia la portería para decidir la trayectoria del tiro, simula dos golpes, deteniendo el palo a pocos centímetros de la pelotita, observa la puerta por última vez y golpea.

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La pelotita corre a ras de tierra hacia el ángulo inferior derecho de Fidu, que se lanza inmediatamente pero solo logra rozarla. La pelota rebota contra la parte interior del poste y acaba en el hoyo… o, mejor dicho, ¡en la red!

—¡Puñetas! —exclama el portero—. Un poco más y la pillo.

Los Cebozetas aplauden con entusiasmo y Augusto se vuelve a quitar la gorra para agradecerlo.

Superbe! —exclama Gaston Champignon—. ¡Un tiro perfecto y una parada… casi perfecta! Ahora le toca al Gato.

Mientras el nuevo portero se prepara, el conductor del Cebojet devuelve el palo a la bolsa y saca otro, que lleva en la punta una especie de cuchara y sirve para hacer vaselinas.

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Superbe! —salta el cocinero-entrenador—. ¡El Gato ha ganado el torneo de los porteros!

Los chicos felicitan a su compañero de equipo y luego estudian con interés la carretilla de Augusto, llena de palos de todo tipo.

—¿En serio que fuiste un campeón internacional? —pregunta Pedro, poco convencido.

—¿Por qué, no te lo crees? —le dice Lara.

—Sí, claro que me lo creo, pero no por estos dos últimos tiros —contesta el hermano de Fernando—. Yo también los habría podido hacer…

—¿Y serías capaz de acertar al larguero de la portería contraria desde aquí? —le reta Augusto.

—Pues no lo sé… —balbucea Pedro.

El chófer del Cebojet saca del bolsillo de sus cómicos pantalones una especie de clavito, que planta en el suelo. Coloca sobre él una pelotita de golf, saca de la carretilla otro palo, estudia la trayectoria observando la portería más alejada con gran concentración, mima dos veces el golpe y al fin suelta un tiro seco, que hace que la pelotita salga como un rayo.

A los pocos segundos se oye a lo lejos un ruido metálico: ¡clanc!

¡Larguero acertado!

Augusto repone el hierro en la bolsa y se dirige hacia el vestuario sin decir nada.

Pedro se ha quedado boquiabierto, como todos los Cebozetas. Sara le enseña una pelotita de golf y le pregunta con una sonrisa triunfal:

—¿Quieres probar tú también?

Después de la ducha, la gemela espera a Tomi en la puerta del vestuario masculino.

—Quiero pedirte un favor, capitán.

—Dime —responde el delantero centro.

—Si te sobrara una pequeña moneda de oro, ¿me la darías? —pregunta Sara—. He visto un ordenador especial con el que se pueden diseñar vestidos. Como sabes, de mayor quiero ser estilista…

—¿Eva te ha hablado de la caja? —pregunta Tomi, ligeramente dolido.

—Claro, las amigas no tienen secretos —responde ella—. Pero no te preocupes, ¡seré una tumba!

El capitán llega a su casa y se encuentra con una sorpresa desagradable: el coche de su padre está abollado como la latita con la que estuvo peloteando hace unos días.

—¿Qué ha pasado? —pregunta el capitán.

—Un accidente aquí, delante de casa, con un camión —responde Armando—. El conductor ha perdido el control y se ha estampado contra nuestro pobre cochecito…

—Charli se tendrá que pasar un mes para ponerlo a punto —comenta Tomi.

—Con lo destrozado que está, no creo que valga la pena —responde su padre—. Ya tiene sus añitos y tenía la intención de cambiarlo.

—¿Quieres decir que vamos a comprar un coche nuevo? —inquiere el capitán.

—Me temo que esta vez no hay alternativa. De hecho, estaba a punto de ir a un concesionario para pedir algo de información. ¿Vienes conmigo?

—¡Encantado! —salta Tomi.

Sacan el scooter del garaje y van a una exposición de coches de la zona.

Un joven vendedor les acoge con una sonrisa amable, se informa sobre las características del coche que quieren y les enseña algunos modelos.

—¿Qué te parece, Tomi? —pregunta el padre.

—Este me gusta —contesta el capitán, sentado a bordo de uno—. Tiene toma para lectores MP3 y iPod… Es cómodo y el interior es muy elegante.

—Además, tiene un precio muy interesante y consume poco —informa el vendedor—. Es un modelo ideal para una familia, vendemos muchos.

Armando, sentado al lado de Tomi, aprieta el volante, estudia el salpicadero, levanta la mirada y sus ojos tropiezan con el cochazo que hay en el centro del salón, levantado sobre una especie de tarima. Es un todoterreno negro elegantísimo.

—Y ese, ¿te gusta, Tomi?

—¡Toma, pues claro! —responde el capitán—. ¡Seguro que corre como una bala y que dentro te sientes como en un trono!

—Eso seguro —confirma el vendedor—. Tiene asientos de cuero térmicos. En invierno no hay peligro de coger frío. Pruébalo si quieres.

—¿Puedo? —pregunta Tomi.

—Claro —replica el vendedor con una sonrisa—, sentarse es gratis.

El delantero va corriendo hasta el 4x4 negro, sube a bordo y empieza a estudiar el salpicadero, equipadísimo. Pulsa una tecla y el techo se abre lentamente.

Los asientos son suaves y envolventes. Tiene la sensación de estar sentado en un sillón.

—También está dotado de sensores de aparcamiento —explica el empleado—. En la pantalla del navegador puede ver cuánto se está acercando al coche de delante o de detrás. Y, si no quiere mirar, hay un aviso sonoro que se va haciendo más intenso a medida que se acerca uno al obstáculo.

—Así tu madre no nos lo llenará de abollones, como de costumbre… —añade Armando.

—¿Y has visto qué alto es?

—Sí, desde aquí miraré a todos desde arriba, como cuando conduzco el 54, y además no tendré que subir a desconocidos en las paradas —bromea Armando mientras observa la alegría con la que su hijo descubre los nuevos detalles del cochazo.

—Es una pasada, papá —concluye Tomi.

—¿Nos lo quedamos?

—Si no bromeas no estás contento, ¿eh?

—No estoy bromeando, hablo en serio. Nos hace falta un coche nuevo, ¿no?

—Sí, pero ¿has visto bien el cartel con el precio? —pregunta Tomi, incrédulo—. Cuesta cinco veces más que el primero que hemos visto.

—Te olvidas de la caja del abuelo Octavio —contesta Armando—. Madrid no tiene playa, así que ¿para qué queremos una barca? Mejor invertir en un coche que utilicemos todo el año, ¿no te parece?

—Sí, pero quizá deberíamos esperar a ver cuánto oro hay en la caja —aconseja el capitán en voz baja.

—En la carta se hablaba de una caja, no cajita —insiste el padre—. Por poco que haya dentro, seguro que nos ayuda a cubrir buena parte de los gastos. Tranquilo, que nos lo podemos permitir.

Armando baja del todoterreno y comunica con orgullo al vendedor:

—¡Me quedo con este!

El día siguiente, Gaston Champignon reúne a los Cebozetas en el centro del campo y les suelta un nuevo discurso:

—Chicos, ante todo quiero deciros que estoy contento de ver cómo entrenáis. Lo siento por Aquiles, haré todo lo que pueda para que vuelva con nosotros, pero por lo demás veo que el grupo está creciendo bien, como las flores que me gustan. El domingo jugaremos nuestro primer amistoso contra el Rosa Shocking y estoy seguro de que demostraremos que ya estamos en forma para la liga. Luego Charli y yo tendremos que anunciar la lista de los dieciocho elegidos. Pero, lo repito por enésima vez, ¡que nadie se sienta suspendido! Los que no entren en la lista podrán seguir entrenando y divirtiéndose con nosotros. ¡Todos somos Cebozetas!

Nico y Fidu se ponen a aplaudir, para animar a los demás.

—Las nuevas camisetas ya están listas. Solo faltan los números. Por eso os pido que os pongáis de acuerdo entre vosotros y me deis la lista de los que queréis, así podré estamparlos sobre las camisetas y el domingo las estrenaréis.

Tomi y Pedro se lanzan una mirada desafiante.

El capitán levanta la mano.

—Míster, hay un pequeño problema con el número 9…

—¡Lo queremos tres! —remata Pedro.

Los Cebozetas lanzan una carcajada.

—No, solo dos —interviene inesperadamente Rafa—. He cambiado de idea. Este año he decidido jugar con el 19: ¡seré el número 1 de los 9!

Los chicos vuelven a reír.

—Mejor así —comenta Tomi—. Si hoy pudiera inventarse para el entrenamiento algún torneo de tiros a puerta o algo parecido, Pedro y yo podríamos jugarnos el 9… —propone Tomi.

El cocinero-entrenador se atusa el bigote por la punta derecha, pensativo, y al final comenta:

—Me parece una solución perfecta.

Augusto se sube a una escalera y ata en el centro del travesaño una sartén enorme, con un mango muy largo. A ambos lados de la sartén ata con un cordel dos coladores de plástico. Por último, cuelga de una escuadra un tenedor y de la otra, una cuchara.

—Ahí tenéis listo vuestro torneo, ¡con los cubiertos y todo lo que hace falta! —anuncia Champignon—. Poneos enseguida a la mesa…

—¿Cómo funciona, míster? —pregunta Pedro.

—Muy fácil —contesta el cocinero-entrenador—. La sartén en medio de la portería, que es la diana más fácil, vale diez puntos. Los dos coladores, que son un poco más pequeños, cincuenta. Los cubiertos de las escuadras, que equivalen a un gol imparable, valen cien puntos. Se trata de hacer cinco tiros por jugador. ¿Cara o cruz?

—Cara —responde Tomi.

El cocinero-entrenador tira una moneda al aire, la recoge al vuelo, le da la vuelta sobre el dorso de la mano y anuncia:

—¡Cruz! El primero en tirar es Pedro.

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Pedro tira como antes, fuerte y al centro, con el empeine derecho, y la pelota alcanza otra vez la sartén.

—¡Diez puntos más para Pedro! —exclama Gaston Champignon—. Vamos veinte a cero. Tiro para Tomi.

El capitán coloca con cuidado el esférico sobre el círculo y mira un buen rato la cuchara. Parece que quiere apuntar otra vez hacia la escuadra. De hecho, repite el tiro con el interior derecho y alcanza de lleno la escuadra, a pocos centímetros del cubierto.

Se oye un nuevo aullido: «Nooo…».

—Seguimos veinte a cero —anuncia Gaston Champignon—. Le toca a Pedro. Es el tercer disparo.

El Zeta no cambia de diana y esta vez tampoco yerra.

La sartén se agita en el centro de la puerta como una marioneta.

—Pedro aumenta su ventaja: ¡treinta a cero! —anuncia el cocinero-entrenador.

César y Vlado intercambian miradas de satisfacción.

—Aunque sea a paso de tortuga, se está acercando el primero a la meta —comenta Nico con inquietud.

—Pues sí, Tomi tendría que olvidarse de la cuchara —apunta Fidu.

—Si lo conozco bien, tratará de dar a los cubiertos las cinco veces, aun a riesgo de quedarse con cero puntos —indica Sara.

Yo diría que la gemela tiene razón…

Tomi cambia de pie y de escuadra, y esta vez dispara con el interior izquierdo hacia el tenedor. La pelota gira en el aire, pero va demasiado baja y acaba en el fondo de la red sin rozar siquiera el cubierto.

El cuarto tiro es una fotocopia del tercero: Pedro acierta la sartén y Tomi yerra una vez más con el interior izquierdo.

—El último tiro del torneo —anuncia el cocinero-entrenador—. Atención chicos, la situación es esta: Pedro cuarenta, Tomi cero.

—Aún puedes ganar, capitán —susurra Fidu—. Si vuelve a acertar la sartén se pone con cincuenta. Luego tú apuntas al colador, empatas con Pedro y llegas al desempate, ¿vale? ¡Olvídate de los cubiertos!

Tomi, concentradísimo, no contesta…