—¡Nones! —exclama Fidu—. ¡Ha ganado João!
Todos los Sobresalientes rodean a su compañero de equipo, que salta de la silla con la pelota todavía pegada a la frente, y le felicitan con entusiasmo.
Gaston Champignon, que ha asistido a la escena desde la mesa de los adultos, comenta al señor Fontana:
—¿Ves por qué tengo tanta confianza en vosotros?
—No entiendo —responde el entrenador de los Sobresalientes.
—Mira cómo abrazan tus jugadores a João —observa el cocinero francés—. Ni uno solo se ha quedado sentado a la mesa. Es posible que todavía tengáis problemas por resolver, ¡pero ya sois un equipo! Y eso es lo principal.
—¿Lo dices en serio, Gaston? —pregunta el señor Fontana.
—Pues claro, Juan. Ya lo noté el domingo pasado —replica Champignon—. Perdisteis claramente, tuvisteis problemas del primer al último minuto del partido y cometisteis muchos errores, sobre todo en defensa, pero no vi a un solo chico criticar a un compañero. Al contrario, todos se ayudaban y animaban unos a otros. Te lo dice un viejo cocinero: ¡tienes en las manos el mejor ingrediente posible para formar un equipo ganador, el espíritu de grupo! Y, si me lo permites, tengo un consejo que darte.
—¿Cómo iba a rechazar un consejo de un gran cocinero como tú? —pregunta sonriendo el míster de los Sobresalientes.
—Marcos, que juega en defensa y la lía siempre que intenta regatear en su área, tiene unos pies primorosos, de centrocampista. En cambio, a Marta se le da mejor recuperar balones que colarlos en la portería: ¿por qué no la bajas a la defensa? Mario estaría mejor en la delantera, que dispara muy bien, pero siempre lo hace desde demasiado lejos, desde el centro del campo.
El señor Fontana se rasca la barbilla, pensativo.
—Así que propones que cambie de puesto a los trillizos… ¿Sabes que a lo mejor tienes razón? Lo pensaré.
La cena de los futbolistas acaba entre ocurrencias y bromas. Después Augusto lleva a Villalba a los compañeros de João y a su entrenador.
Tras un comienzo de pesadilla, en la mesa de Fernando todo parece acabar de la mejor manera. El mecánico ya no ha vuelto a dar ningún paso en falso y los padres de Clementina han estado cada vez más cordiales y sonrientes.
—Quiero enseñarte algo muy valioso, Fernando —anuncia el tío de Tomi, cogiendo el maletín que había dejado sobre una silla.
Mientras el hombre abre el maletín con gran delicadeza, Clementina comenta con una sonrisa:
—Considéralo un gran honor, Fernando. Papá no enseña a todo el mundo lo que vas a ver.
—Mi hija tiene razón —confirma el hombre—. Esta colección es una de las cosas que más me enorgullecen y que más quiero.
El maletín contiene unas cartulinas protegidas por hojitas de plástico transparente. Cada cartulina guarda pequeñas estampas cuadradas de colores.
—Esta es la colección de los sellos más raros posibles, que proceden de todos los rincones de la tierra —explica con orgullo el padre de Clementina.
Fernando se esfuerza por poner una expresión de admiración y asombro, abriendo los ojos todo lo que puede.
El tío de Tomi levanta la protección de los sellos y, colocando una lupa sobre los más valiosos, cuenta su historia con gran pasión. En un momento determinado se pone a mirar a su alrededor, como si temiera que hubiera ladrones, y con una diminuta pinza coge delicadamente una estampa roja con un marco dorado. La observa emocionado y luego cuenta:
—Esta es la pieza cumbre de mi colección: el único sello jamás impreso en Bonga, una islita del océano Índico. ¡Solo hay dos ejemplares en el mundo y yo tengo uno!
Fernando se lleva una mano a la boca para reprimir un estornudo. Parece que lo ha conseguido pero, en cuanto aparta la mano de la cara, suelta un tremendo estornudo, el cual levanta una nube de sellos que se ponen a volar por el aire como confetis.
El padre de Clementina observa aterrado la punta vacía de su pinza. Busca desesperadamente la valiosísima estampa de la isla de Bonga y al final la encuentra flotando como una barquita en un vaso de vino.
Fernando, abochornado, querría estar en una isla perdida del océano Índico.
Ha llegado la tercera jornada de la liga.
Es un frío domingo de finales de octubre: el viento ha sacado a pasear a la lluvia. El tiempo ideal para quedarse bajo las mantas, pero los Cebozetas han quedado de buena mañana en la parroquia de San Antonio de la Florida, porque tendrán que viajar hasta las Rozas y, como durante el anterior partido fuera de casa, quieren hacer una pequeña visita turística a la ciudad antes de disputar el encuentro.
Los chicos cargan las bolsas en el Cebojet y suben deprisa al autobús para dejar de mojarse. Entonces Augusto pone el motor en marcha, pero Sara lo detiene con un grito.
—¡Quieto, Morten no ha subido!
Los chicos se pegan a la ventanilla y observan al rubio danés inmóvil en medio de la calzada, mirando al cielo. Echan todos a reír.
Un estruendo de bocinazos despierta al extremo izquierdo, que va corriendo al Cebojet y sube de un salto, entre los aplausos de sus compañeros.
—¿Se puede saber qué estabas haciendo? —pregunta Fidu—. ¿No te has dado cuenta de que llueve?
—Sí, pero esta mañana hay unas nubes preciosas en el cielo —responde Morten—. El viento les da formas de lo más extrañas. Un verdadero espectáculo.
—¿Las nubes? —repite Fidu.
—Sí, siempre me han gustado —replica el danés—. Sé un montón de cosas sobre ellas. He leído muchos libros y he pasado muchas horas observándolas.
—Por eso a veces te pones la camiseta del revés y juegas con una bota blanca y una roja —concluye el portero—. Porque siempre tienes la cabeza en las nubes.
—Eso me dicen siempre mis padres —contesta Morten con una sonrisa—. Es verdad que a veces me distraigo por culpa del cielo.
No es raro que los grandes artistas tengan costumbres extrañas, y el danés Morten es un verdadero artista de la banda izquierda.
Don Calisto se ha apuntado también al viaje y, cuando el Cebojet se mete en la autopista, coge el micrófono por sorpresa.
—Chicos, hoy creéis que vais a jugar a domicilio, pero en realidad jugaréis en casa.
Los chicos intercambian miradas de perplejidad.
—Probablemente no conozcáis la historia de la cigüeña María, que un chico encontró muerta de frío y con un ala rota junto a la carretera. El ave fue adoptada por el obrero al que el muchacho se la llevó y desde entonces siempre siguió a su amo a todas partes, aunque no pudo volver a volar. Se convirtió en uno de los símbolos de las Rozas y, como sabéis, san Antonio Abad es el patrón de los animales, así que hoy jugaremos, si no en casa, al menos en un territorio nada hostil…
Antes de llegar a la ciudad, Augusto toma un desvío para visitar los búnkeres que han sobrevivido de la Guerra Civil. La mayoría están situados en la Dehesa de Navalcarbón, y algunos de ellos se encuentran todavía en muy buen estado. Nico explica a sus amigos que en la zona de las Rozas se libraron algunas de las batallas más duras en la campaña por la conquista de Madrid. Fueron tan cruentas que los habitantes de este antiguo pueblo se refugiaron en otros lugares de la sierra de Guadarrama, e incluso en cuevas, como las de Hoyo de Manzanares. La bonita iglesia de San Miguel y la gran mayoría de las viviendas del casco antiguo quedaron destruidas por completo. Por suerte, siempre ha sido una ciudad dormitorio de la vecina Madrid, así que pronto recuperó su antiguo esplendor.
—¿Cómo es posible que la defensa de Madrid se preparara tan lejos de la capital? —pregunta Becan.
—Porque los pueblos de esta zona representaban el final de la sierra de Madrid y era la última oportunidad de defender eficazmente la capital. Una vez superada esta barrera, el ejército sublevado disponía de una mejor aviación y de más medios para avanzar directamente hasta Madrid.
Como se ha hecho un poco tarde, Augusto pide a los chicos que suban al autobús y pronto divisan el campo de los Genios de la Colina.
En cuanto lo ven, los Cebozetas intuyen la gran batalla que les espera: no hay una sola brizna de hierba y la lluvia que ha caído toda la noche ha embarrado gran parte del terreno de juego.
Gaston Champignon ha escogido la siguiente formación, que se alineará según el esquema 4-4-2:
Los Genios, que visten una camiseta de bandas verticales blancas y azules, tienen en cambio tres defensas, cinco centrocampistas y dos delanteros.
Cuando se dispone a hacer el saque inicial, Nico lo advierte enseguida:
—Estos tipos son unos gigantes.
—Pues sí —coincide Tomi, que está a su lado junto al círculo central—, pequeños no son… Y en un campo como este la fuerza física es todavía más importante.
El capitán no se equivoca.
El primer tiempo de los Cebolletas es de hecho una auténtica pesadilla, y no solo por las mayores dotes atléticas de sus rivales. Al tener un defensor menos y un centrocampista más, los Genios logran mantener la pelota en el centro del campo, crear jugadas de peligro e impedir al equipo de Tomi salir al contraataque. Además, muchos Cebozetas no parecen tener su día o, mejor dicho, han empezado el partido con mal talante.
Morten y Becan se obstinan en tratar de regatear en un campo tan pesado, que no permite galopadas con la pelota al pie, Nico ha errado tres taconazos consecutivos y a Tomi y Diouff se les anticipan siempre sus respectivos defensas.
—Estamos tiernos como el mazapán —se lamenta Champignon preocupado en el banquillo.
—Tengo la impresión de que haber ganado los dos primeros encuentros de la liga ha hecho que nos creyéramos superiores —comenta Augusto.
—Tienes razón, pero si seguimos jugando así seguro que no ganamos el tercero —rebate el cocinero-entrenador atusándose el bigote por el lado izquierdo—. Ellos combaten con humildad en el barro, mientras que nosotros queremos hacer virguerías y jugar de puntillas, como las bailarinas de mi mujer.
Dos manchas de fango pegadas a los postes del Gato recuerdan que los Genios ya han estado a punto de marcar dos veces con sendos tiros que han salido fuera por milímetros. Los Cebozetas se han salvado otras dos veces más gracias a dos intervenciones milagrosas del violinista y a un rechace de David en la línea de meta. Solo Ángel lucha como un jabato en el centro del campo, aunque a menudo tiene que encarar a tres o cuatro rivales para evitar que suban al ataque. Se tira en plancha por todas partes en busca del balón, hasta el punto de que al cabo de un cuarto de hora parece una estatua de barro.