Wollo y el Gato van al parque de buena mañana.
—El mejor sitio para tocar el didgeridoo es un bosque —explica el australiano—. A la madera de mi instrumento le gusta reencontrarse con los árboles, y a nosotros nos costará menos volver a la época de la naturaleza y los sueños.
El Gato sonríe. Para él es día de examen. Ha practicado mucho la técnica de la respiración circular y ha llegado el momento de comprobar cuántos progresos ha hecho.
—Ese árbol parece bueno —le indica al cabo de un rato Wollo a su amigo—. Siéntate.
El guardameta cruza las piernas y apoya la espalda contra el tronco. Luego se lleva el didgeridoo a la boca y empieza a soplar.
Un sonido sordo y continuo sube hacia las hojas y se pierde en el aire. Mientras el Cebolleta llena de aire la cavidad de la madera, aspira aire fresco por la nariz. Sus pulmones son como dos lagos, con un río en medio que llevara agua a un lago y la sacara del otro. Así el sonido del instrumento no se interrumpe jamás, variando de intensidad en función de la fuerza con la que el Gato sopla por el tubo.
—Muy bien —le anima Wollo, sentado a su lado—, has mejorado mucho…
Su amigo sonríe con los ojos: la respiración circular funciona.
Mientras tanto, en el campamento alemán Nico y Otto estudian el estado del avión bombardeado por las piedras de los Terribles.
El germano agita la cabeza, se quita sus grandes gafas y concluye:
—Nada que hacer, no se puede arreglar.
—El ala está destrozada —coincide el sabiondo—, pero si encontramos una nueva y la sustituimos, el avión volverá a volar. No parece que el motor u otras piezas estén muy dañados.
—No, pero costará mucho encontrar piezas de recambio —observa Otto—. No basta con ir a una tienda de modelismo. Esta es una joyita muy especial que me ha enviado mi abuelo de Alemania.
Nico no se desanima.
—Conozco a la persona que nos hace falta. Se llama Augusto, es nuestro chófer y entrenador de porteros. Todavía no he visto un problema que Augusto no sepa resolver… Esta mañana irá a Milán a acompañar a su mujer Violette, que se va a París. En Milán hay de todo, y seguro que Augusto vuelve con la pieza que necesitamos.
—Esperemos que la encuentre… —suspira Otto sin demasiada convicción—. De momento no podemos hacer nada, así que podríamos echar una partida de ajedrez, ¿qué me dices?
—¡Genial! —aprueba Nico con entusiasmo—. El ajedrez es un buen entrenamiento mental, justo lo que necesitan dos centrocampistas como nosotros.
—Claro. No sé qué daría por hacerles una jugarreta a los Terribles cuando nos veamos las caras esta tarde. Parece que me la tienen jurada —suspira Otto.
Y es que esta tarde se disputará el partido Alemania-Inglaterra. De este encuentro y del Brasil-Italia saldrán los nombres de los semifinalistas del grupo B.
Rafa se está preparando con la ayuda de Nadira.
—¡Tienes que enseñarme tu increíble finta! ¿Cuál es el secreto? —pregunta el Niño a su amiga.
La chica sudafricana de las mil trenzas sonríe.
—El secreto son los animales de mi país. No te lo creerás, pero este regate se me ocurrió observando a una serpiente y una gacela…
—¡Cuéntamelo todo! —insiste Rafa, lleno de curiosidad.
Nadira deja el balón en el suelo y le acerca el pie derecho.
—Me paro delante de un defensa y dejo la bota así, con la punta debajo de la pelota, pegada a ella, como una serpiente que se esconde debajo de una piedra. En cuanto el defensa hace un movimiento para quitármela, ¡la serpiente sale de debajo de la piedra y le muerde!
—¿Y la gacela? —pregunta el Niño con una sonrisa.
—Levanto de golpe el pie de debajo del balón —continúa Nadira—. Con un golpecito lo paso por encima de la pierna que el defensa ha alargado para intentar quitarme la pelota y con un salto de gacela paso yo también por encima de la pierna y echo a correr tras el balón, hacia la portería. ¿Has visto en los documentales de la tele con qué agilidad saltan las gacelas cuando corren? Se diría que rebotan sobre el suelo. Yo soy tan ligera como ellas, así que trato de imitarlas…
—Qué raro ver a una gacela en el equipo de los Leones… —bromea Rafa.
—Tienes razón. —Nadira ríe—. ¡Tendré que mantenerme alejada de sus garras!
—¿Cómo se te ocurrió la idea de jugar al fútbol? —le pregunta el italiano.
—Fue por testarudez —contesta la capitana de África—. Empecé a jugar en el patio de mi casa, en Madrid. No se me daba demasiado bien, pero me divertía, y mis amigos me preguntaron si quería entrar en su equipo. «¡Claro!», respondí. Pero al entrenador no le hizo mucha gracia. «¿Sabes dar cien toques seguidos?», me preguntó. Mi máximo por entonces eran siete. Pero enseguida comprendí que para ese míster el problema no era mi técnica, sino el color de mi piel. Habría sido la única jugadora negra de mi equipo. Así que me puse a pelotear cuatro horas al día: en el patio, después de hacer los deberes, pero también en el colegio, durante el recreo, o mientras esperaba el autobús en la calle. ¡No quería que ese tipo se saliera con la suya! No sé si lo sabes, pero en mi país, en Sudáfrica, hasta no hace mucho los negros no podían estar junto a los blancos.
—Pero ¿por qué? ¡Qué estupidez, qué injusticia! —exclama Rafa.
—Mi abuela me ha contado que en los autobuses solo podían sentarse los blancos, que había restaurantes donde no se permitía la entrada de negros y que en los baños públicos los negros tenían que hacer cola aparte —prosigue Nadira—. De modo que yo no quería que en España ocurrieran cosas parecidas. Así que al cabo de unos meses me presenté ante el entrenador, le hice una exhibición de ciento setenta y cinco toques delante de las narices y luego detuve el balón bajo los aplausos de todos los chicos del equipo. Pero a pesar de eso se negó a dejarme entrar en su equipo. Así que, el domingo siguiente, en medio de un partido de liga, mis amigos se pusieron en huelga.
—¿Huelga? —dice el Niño, asombrado.
—Sí —confirma Nadira—. En lugar de intentar marcar, se pusieron a pelotear en el centro del campo. Los rivales no sabían qué hacer… ¡Los padres de mis amigos descubrieron la causa de su comportamiento, expulsaron a ese entrenador y yo entré en el equipo! En mi país, donde hubo una época en que los negros no podían estar con los blancos, se ha disputado no hace mucho un Mundial. Han acudido equipos de todos los colores para jugar juntos. ¡No puedes imaginar qué feliz me ha hecho! La selección nacional sudafricana está compuesta por jugadores negros y blancos. ¡Arriba Bafana Bafana!
—¡Genial, Nadira! —exclama Rafa—. Por eso se te da tan bien regatear: ¡has pasado meses y meses peloteando!
—Has descubierto mi secreto —contesta la chica de las trenzas negras, sonriendo—. Ahora veamos qué tal se te da a ti el truco de la serpiente y la gacela.
Nadira cede el balón al italiano, que coloca un pie debajo y espera a que la chica se le acerque. En cuanto lo hace, levanta el balón y con un salto supera la pierna de Nadira, tras lo cual echa a correr en dirección al lago.
—¡Perfecto! —aplaude la capitana de África.
Rafa, para corresponderle, le enseña a «chocar la cebolla»: un puño blanco junto a un puño negro, con los pulgares levantados, porque si los colores se mezclan todo va bien.
A media tarde, los chicos vuelven a entrar en sus respectivas tiendas para preparar sus bolsas de deporte y dirigirse a los vestuarios.
—¿Habéis visto mis medias? —pregunta Dani.
—Más que verlas las hemos olido —contesta Fidu—. Después de tres encuentros sin lavarlas, apestaban tanto que hemos tenido que dejarlas fuera de la tienda, ¿lo recuerdas?
—Sí, pero fuera no están —replica Dani.
—Pues no tendría que costar mucho trabajo encontrarlas —tercia Becan—. Basta con salir de la tienda y seguir el tufo a queso podrido…
Los Cebolletas ríen con sorna.
—Os parecerá cosa de broma —rebate con seriedad Dani—, pero yo sin mis medias de la suerte no juego. ¡Buscaos a otro defensa central!
—Vale, te ayudo a buscarlas —se ofrece Nico—. Pero tú no te alteres, que ya bastante nerviosos estamos por el partido contra Argentina.
Dani y el número 10 salen de la tienda y se ponen a escrutar los alrededores en busca de las medias extraviadas.
Al cabo de diez minutos, Nico levanta la mirada y anuncia, rascándose la cabeza:
—Me temo que las he encontrado…
Un par de medias de los Cebolletas ondean sobre el mástil, junto a la bandera de España.
Dani desata la cuerda del palo, recoge las medias, las observa, las huele y grita, aterrado:
—¡Las han lavado y las han puesto a secar sobre el mástil! ¡Han usado incluso un suavizante con perfume de lavanda! Me han matado… ¿Quién ha sido? Tú lo sabes, ¿a que sí? ¿Ha sido Fidu? ¡Confiesa, Nico!
—Me temo que han sido dos chicos que hablan inglés un poco mejor que Fidu… —contesta el número 10.
—¡Tienes razón! —salta Dani—. Anoche, durante la cena, los Terribles no pararon de preguntarme por mis medias de la buena suerte. He caído en su trampa… Pues os tendréis que buscar a otro defensa, en serio. ¡Yo no juego con los pies oliendo a lavanda!