VEINTISIETE

La marea de emigrantes que ahora se abalanza con tal fuerza hacia nuestras costas no puede revertirse. Debemos recibir a los pobres, a los ignorantes y a los oprimidos de otras tierras, y más nos valdría pensar que vienen cargados con la energía de la esperanza de vivir tiempos más felices, y de encontrar trabajos más útiles que los que tenían en su hogar. Nadie, supongo, cree seriamente que vienen con malas intenciones.

THE SANITARY CONDITION OF THE LABORING POPULATION OF NEW YORK, 1845 •

Una vez en casa me asaltó una mezcla muy desagradable de sensaciones punzantes. Primero, el detalle de que yo no tenía dos cuerpos y por tanto no podía comprobar a la vez si Mercy era atendida debidamente y recuperaba las fuerzas; y en segundo lugar, el temor de que no hubiera nadie en casa. Que a lo mejor Silkie Marsh era capaz de susurrar órdenes a los mirlos y enviarlos volando a asesinos anónimos en Harlem. Cuervos que graznaban «Matad a Bird Daly» y luego volvían aleteando perezosamente a la ciudad.

Sin embargo, cuando abrí la puerta delantera, la sensación que me agarrotaba por dentro se deshizo. Ahí estaba Valentine, sentado a la mesa de amasar con la señora Boehm. Había sacado una jarra de ginebra y había dos vasos largos sobre la mesa, junto a las reservas de precioso chocolate de mi casera, una bandeja de pastas más delicada de las que suele hornear y una baraja de cartas. La sala entera olía a mantequilla. La señora Boehm estaba enrojecida hasta el ralo nacimiento de su pelo, y exhibía una sonrisa tan amplia que podría haber tirado la jarra de ginebra de la mesa. Acababa de descubrir sus cartas, y yo las veía boca arriba. Un full.

—No hay discusión posible —decía ella, a la vez que daba una palmada—. Usted es un… repítamela otra vez, por favor. Esa palabra para un hombre que pierde tan lamentablemente todas las partidas.

—Un primo —respondió Val—. Y orgulloso de perder ante una republicana tan acérrima como usted, aunque no tanto como lo estoy de enseñarle la jerga. ¡Timothy Wilde, estrella de cobre! Parece que la muerte se ha olvidado de ti, debió de creer que ya había acabado la tarea. También se te ha perdido la máscara, pero eso te da una pinta muy flash.

—Me alegro de veros a los dos —dije suspirando—. Tengo que hacerle una pregunta a Bird.

—Seguramente no se ha dormido todavía. —La señora Boehm sirvió una pizca más de ginebra en el vaso de Valentine y luego le dio un sorbo al suyo con delicadeza alemana—. Si se da prisa.

Bird no se había dormido, aunque se había acurrucado en la camita bajo la cama de la señora Boehm. Las cortinas de puntadas sencillas estaban descorridas ante la ventana. Cuando entré sigilosamente, la pequeña barbilla cuadrada se estiró ansiosamente en mi dirección.

—Está sano y salvo —dijo—. Sabía que lo conseguiría. El señor V. dijo que no había sitio del que usted no supiera regresar.

—No lo hay, Bird, ¿puedo hacerte una pregunta?

Bird se irguió rápidamente y se sentó cruzando las piernas bajo la colcha.

—Cuando dijiste hace ya mucho tiempo que yo había besado a la chica de aquel dibujo que había hecho —le pregunté en voz baja—, ¿a qué te referías? Pareció inquietarte, y tú conoces a Mercy Underhill. Debiste de cruzarte con ella, en la casa donde vivías.

—Oh —susurró Bird—, sí.

Se pensó la pregunta un poco más de lo normal. Lo bastante para que yo me diera cuenta de que ella suponía que no me gustaría su respuesta. Pero esperé, porque me estaba atormentando.

—Bueno, yo no creía que ella fuera muy buena, ¿sabe? Ella hacía… lo mismo, exactamente lo mismo, que yo, pero ella podía ir y venir cuando quería y yo no, así que cuando vi que usted tenía su retrato, pensé que… —la voz de Bird se apagó, preocupada y desconcertada—. Bueno, pensé que ella debía de haber sido su amante. Porque usted tenía su retrato. Pero no la entiendo. Quién querría hacerlo sólo por si… y si podía volver a salir, por qué…

—No, calla —dije mientras ella se asustaba cada vez más—. Gracias por contármelo. No es fácil de entender, pero quiero que sepas… que ella quería que vivieseis mejor. Bueno, eso ya lo sabes, creo.

—Sí, ya lo he visto —murmuró Bird asintiendo—. Todos los demás la quieren. Yo soy la única que no. Si usted me pide que me caiga bien la señorita Underhill, no sólo que lo finja, lo haré.

—No, nunca te pediría eso. —Le apreté el hombro una vez—. Ya tiene bastante gente que la quiere. Nadie va a decidir ese tipo de cosas por ti nunca más.

Llegué abajo a tiempo de ver cómo Valentine se escabullía por la puerta delantera. Así que le seguí. Ya había dejado de seguir a mi hermano con intenciones criminales una vez, y no pretendía volver a hacerlo, por el momento. Cuando Val oyó que cerraba la puerta, miró hacia atrás, con la bota ya en el peldaño más bajo de los tres que daban a la calle. No parecía desconfiado. Pero sí cauteloso. Me quité el sombrero con gesto cansino y alcé una ceja hacia mi hermano, la que tenía en el lado más expresivo de mi cara.

—Todo ha acabado —dije—. Lo he resuelto.

—Bravo.

Val se sacó una colilla de puro del bolsillo y se la metió en la comisura de los labios.

—¿Es todo lo que tienes que decir?

—Genial —respondió Valentine guiñando un ojo.

—¿No quieres saber qué pasó?

—Mañana me enteraré por Matsell. Él sabe contar mejor las historias.

—Eres un memo —me maravillé.

—Si pretendes que me acuerde de nada de esto por la mañana, yo que tú no desperdiciaría más palabras —sugirió mi hermano a la vez que comprobaba su reloj de bolsillo—. Además, voy a una reunión clandestina del partido. Tengo que examinar a un montón de irlandeses y decidir quiénes valen para vigilar las urnas del futuro. No me hagas perder más tiempo, Tim.

—En cuanto a lo de esta tarde —insistí apoyando la espalda en un lateral de la casa—, lo de que trajeras a Bird y a la señora Boehm de vuelta a casa, ha sido un detalle por tu parte. Me has hecho un gran favor. Pero quedarte con ellas todo el tiempo, hasta que volví, ¿sin saber de qué iba todo?

—¿Ummm? —dijo mientras miraba ya hacia atrás, hacia delante y a todos lados buscando un coche de alquiler. Caminaba de espaldas por Elizabeth Street, sin prestarme la menor atención. Exactamente como se comporta siempre.

Saca de quicio.

—Gracias —grité.

Valentine se encogió de hombros, en medio de la calle. Las ojeras se aligeraron una pizca mientras me miraba.

—No fue para tanto.

—Te veo mañana en el Liberty’s Blood. Intenta no haber tomado demasiada morfina ni estar medio muerto cuando llegue, ¿vale?

Valentine adoptó el tipo de mueca habitual en él cuando se ríe. Pero se desvaneció con rapidez y la sonrisa de lobo de colmillos resplandecientes ocupó su lugar.

—Eso suena muy flash. Y tú procura no ser una vieja llorica mientras tanto, ¿eh, mi querido Tim?

—Eso parece bastante justo —respondí con sinceridad.

No volví a la iglesia de Pine Street ni a la residencia de los Underhill.

El señor Piest, al que le había contado todo durante la comida que habíamos compartido, «descubrió» el cadáver en el cobertizo del jardín media hora después de que se lo confesara. No le costó dar con él pues yo le había entregado la llave. El reverendo Underhill había muerto estrangulado, pero no había testigos. Ni pistas. Ni sospechosos. Era un lamentable crimen, a todas luces un asesinato.

Pero ¿qué podían hacer los estrellas de cobre en esas circunstancias?

Mi colega se encargó de que, en menos de cinco horas, el reverendo estuviera enterrado, en un apacible rincón bajo los acogedores manzanos, en el cementerio de Pine Street. Más tarde nos enteramos de que las propiedades terrenales del reverendo estaban vinculadas a su labor pastoral. Bien mirado, llevaba mucho tiempo ejerciendo la beneficencia antes de fallecer, atendiendo las necesidades de las familias protestantes pobres. Después del entierro, sólo quedaba la casa, propiedad de la parroquia, y sus muebles. Ninguno de los cuales tenía más valor que los recuerdos. En el testamento legaba su amplia biblioteca a una escuela cercana. Muy típico de él, pensé. Parecía que a Thomas Underhill nunca se le había ocurrido que su hija necesitara más de lo que ya tenía, cuando tantos otros tenían mucho menos.

Yo tampoco pensaba perdonarle eso.

Tras dormir unas pocas horas, pasé la noche en casa, esperando una llamada a la puerta.

Cuando oí los primeros toques vacilantes, salí y cogí una pequeña bolsa tejida que me entregó una mendiga casi desdentada. Le di una segunda moneda por las molestias, aunque ella me dijo que ya se consideraba bien pagada por no mirar en esa bolsa. Y que si ella la abría, el remitente lo sabría, y los cerdos se la comerían cuando la dieran por muerta en las calles. Le pregunté de dónde venía y ella señaló una tienda que había a media manzana. En el porche, un hombre nos miraba desde debajo del ala de un sombrero de paja, silencioso y serio.

Pero no le reconocí. Le di las gracias a la harapienta mujer, me metí la bolsa en el bolsillo y me encaminé a Pine Street.

Pero no llegué. Mientras pasaba por delante de las hileras de humildes casas de ladrillo con sus lucidos dinteles pintados de blanco, el tercer día seguido que contemplaba la mañana desplegándose espesa y amarillenta sobre la ciudad, vi a Mercy caminando en sentido contrario, es decir, hacia mí.

Mercy llevaba un vestido gris que no le sentaba bien del todo. Supuse que lo había cogido de la pila de ropa de caridad vendible, porque estaba muy limpio y bien cosido. Pero la falda acampanada le caía un poco suelta desde la cintura y el escote ancho se le abría aún más sobre el hombro que sus vestidos habituales. Se había tomado sólo la mitad del tiempo que solía dedicar a arreglarse el pelo, y desde lejos vi que tenía unas pequeñas ampollas en los labios y las manos parcialmente vendadas.

«Éste es el aspecto de Mercy con un vestido de segunda mano el último día que la verás en tu vida», pensé mientras nuestros pasos se encontraban en el centro mismo de la acera del oeste de Pearl Street.

—Señor Wilde —dijo.

—Hola —dije.

Era un comienzo.

—Mi padre ha muerto —murmuró—. Usted estaba allí, usted…, usted ya lo sabe, creo.

—Sí.

—El policía fue amable, pero no permitió que lo viera. Y dijo: asesinado. Pero no fue así. No le creo.

—Lo siento mucho.

—No debería. Usted ayudó. Usted no quería que yo tuviera que…, que se supiera lo que sucedió de verdad.

Había estado llorando, pero no mucho tiempo. Los bordes de los ojos se veían rosáceos, todavía un poco brillantes, y la irritación rojiza producida por el forzoso baño de hielo ya se estaba desvayendo. El resto era muy azul, el pelo muy tupido y oscuro. Mercy todavía no me había hecho una sola pregunta y de repente me di cuenta de por qué. Lo que le había ocurrido, las lúgubres y feas verdades que acababa de descubrir, los secretos desvelados que quemaban con sólo rozarlos… Nada mejoraría las cosas si sabía más. Me pregunté si volvería a oír a Mercy hacer una pregunta más.

—Los niños enterrados eran autopsias —le dije en voz baja—. No se trataba de profanaciones, el doctor Palsgrave los utilizaba para investigar, después de que hubieran muerto. Es complicado, pero es un final mucho mejor del que habríamos esperado. No lo he detenido y no voy a hacerlo. Pero quería que supiera que todo… ha terminado, para siempre.

No dije nada de Marcas ni de la puerta de la iglesia. La imagen ya estaba tatuada en las córneas de Mercy mientras me miraba, sin decir nada, aturdida y dolida como ninguna criatura que yo hubiera visto en mi vida.

—Tengo un regalo para usted —extendí el pequeño monedero.

Mercy se llevó los dientes al labio inferior. Pero no hizo preguntas.

«Quién habría pensado que lo peor que podría sucederte sería que Mercy perdiera sus signos de interrogación», pensé, y luego me obligué a dejar de pensar.

—Son trescientos dólares en efectivo. Proceden de un… un donante muy apropiado, alguien con el que nunca tendrá que sentirse en deuda. No es mío, ni de Val ni de nadie que pueda imaginar, pero es… es su dinero y va a irse a Londres. Trescientos dólares son suficientes para ir tirando… Lamento que su ropa se haya estropeado, aunque a lo mejor puede quitarle el queroseno…

Me callé.

Cuando abrió el cordón del monedero y vio el dinero, Mercy se quedó boquiabierta, como un lazo de encaje desanudado.

—No entiendo por qué esto pueda ser mío.

—Confíe en mí —insistí—. Sé que en este momento no puedo ser enteramente digno de su confianza pero, por favor, créame. No sabe cuánto lamento todo esto. Va a marcharse de aquí. Y si descubre que no se le ha perdido nada en Londres y se harta de la ciudad, o si va a otro sitio, a París o Lisboa o Boston o Roma, y luego quiere volver a ver Nueva York… Yo estaré aquí.

Los dedos de Mercy estaban cubiertos de ampollas. Yo quería acariciárselos otra vez. En cierto sentido, era un alivio saber que no estaba enamorada de mí. Así podría seguir con mi vida de siempre.

«Lo que sea mejor para Mercy. Todo lo demás es secundario».

—¿Va… —Mercy se interrumpió, dudando—, va a quedarse en Nueva York para siempre?

Después de esa pregunta me resultó bastante más fácil respirar. Y menuda pregunta quería que le respondiera. Con eso me bastaba.

—Ahora tengo una profesión —confesé—, y un hermano que tendría que estar encerrado en un manicomio. Puede que aborrezca ambas cosas, pero creo que soy el hombre apropiado para las dos tareas.

Las pestañas de Mercy aletearon.

—No puedo. No puedo aceptar esto de usted.

—Váyase a Londres —dije empujando el monedero en sus manos.

—Timothy, ¿por qué lo hace?

—Porque escribirá un mapa —dije mientras me alejaba ya de ella.

—Pero ¿por qué quiere que lo haga? —preguntó suavemente.

Con eso me dio una pregunta más de valor inapreciable.

—Lo quiero por una muy buena razón —respondí manteniendo el paso—. Si algún día desea que yo llegue a entender algo, cualquier fragmento de usted… bueno, si ha escrito un mapa, sabré dónde mirar.

Dos semanas más tarde, septiembre ya se dejaba sentir. Los bocetos en carboncillo de los árboles de City Hall Park se volvieron violentamente rojos y luego se difuminaron en simples líneas dibujadas. El aire, por el momento, sólo era más fresco. En los muelles olía a alquitrán, a pescado, a sudor y a humo en lugar de a restos animales putrefactos. Todo parecía más brillante precisamente por ser mucho más apagado. Y todo el mundo parecía relativamente feliz, al menos, los tres o cuatro días que dura septiembre antes de que irrumpa el invierno.

Otra vez tenía ganas de matar a mi hermano, aunque todavía no le odiaba, y esperaba no volver a odiarle.

Había descubierto dónde había escondido un aprendiz amigo de lo ajeno la mejor cubertería de su señor, que era el segundo delito que resolvía en muchas semanas.

Me sentía bien.

Una mañana dominical agradablemente fresca, abrí mi ejemplar del Herald en la mesa de la cocina y leí este fragmento:

La oficina de la Irish Emigrant Society se encuentra en la actualidad en el n.° 6 de Ann Street, en un edificio sencillo y nada ostentoso. En la oficina se suceden de vez en cuando situaciones divertidas. Multitudes de personas expectantes y ansiosas se sientan allí, viendo pasar los minutos a la espera de una oportunidad, y entonces entra un patrón que busca un hombre tranquilo o una chica decente, y entonces ¡pum!, cincuenta candidatos a la posible fortuna reaccionan y se ponen en pie en un instante.

Como no le encontraba la gracia a la anécdota, arrojé ese ejemplar al horno de pan cuando lo acabé. No es que la prensa hubiera dejado de servir a los intereses de la policía, ni de lejos; George Washington Matsell, en un golpe de genio que yo no habría imaginado, declaró a los periódicos que el niño llamado Marcas, cuyo cadáver se había encontrado espantosamente mutilado en San Patricio, había sido asesinado por un par de locos radicales nativistas, que mantenían oscuros vínculos con los ingleses y arrastraban un historial de atroz violencia relacionado con la vil anarquía europea. Se llamaban Scales y Moses Dainty, y los dos habían sido asesinados durante los disturbios de Five Points, el mismo día que cometieron su nauseabundo y totalmente antiamericano asesinato. Uno de los periodistas tuvo el valor de preguntarle si habían sido antes estrellas de cobre. Matsell dijo que no. Cuando comprobé los registros, resultó que también tenía razón, lo que sólo viene a demostrar que el jefe es meticuloso además de inteligente, y que sabe cuándo conviene a la reputación de la policía borrar unos nombres concretos del registro del Distrito Octavo. Mucha gente sabía que no era así, claro, y unos cuantos hasta sabían la verdad. Pero no puede incordiarse a los neoyorquinos normales con el mismo crimen más de un par de semanas. Las cosas volvieron a ser como antes: igual de brutales, voraces, frenéticas y secretas, pero con menos chácharas sobre locos asesinos de niños irlandeses.

La señora Boehm y yo tomamos una decisión. Y para explicársela, invité a Bird Daly a una excursión a Battery Park.

Después de varias horas y de comer algo, el sol empezaba a ponerse y nos habíamos cansado de pasear. En esa zona el césped está mucho mejor cuidado que en el resto de la isla, y la cercanía del mar propiciaba un ambiente más agradable que frío. Así que cuando nos entraron ganas de parar, nos sentamos bajo un roble de ramas muy abiertas, cerca de donde me habían enterrado entre una pila de Biblias cuando Valentine me encontró. Ya no me importaba recordarlo.

Me pareció que había llegado el momento oportuno, así que empecé. Le dije a Bird que iba a vivir en un hogar que había fundado el padre Sheehy y que iría a la escuela. A una escuela católica irlandesa. La señora Boehm y yo no éramos muy instruidos, y la instrucción era absolutamente necesaria.

La cosa no fue tan bien como yo había esperado.

Es decir, yo había esperado desde el principio que la cosa fuera mal. Pero me saltaré los minutos que siguieron, que Bird dedicó a despotricar contra mí y a proponerse para diversos empleos si no podíamos mantenerla, utilizando para su diatriba un lenguaje que no debería haber aprendido a su edad. No da su mejor imagen, y tampoco quiero creer que llegara a pasarle por la cabeza que estábamos hartos de su compañía. Bird Daly es una compañía muy cálida, y finalmente creo que la convencí. Así que se sentó, toda ella cejas enfurruñadas y pecas ofendidas, mirando a la gente.

—Me parece que no puedo —dijo por fin—. Me parece que le echaré de menos, y a la señora Boehm, y no, no seré capaz.

—Mira, yo pienso una cosa, ¿quieres escucharla?

Bird asintió, sus ojos grises resplandecían como monedas de plata en el fondo de una fuente profunda.

—Creo que no tendrás que echarme de menos, porque me verás siempre que quieras. A lo mejor, algunas veces, también cuando no quieras, porque me presentaré sin avisar y tendrás que dejar de aprender a hacer cuentas o de jugar a la rayuela. Y no tardarás en no querer salir de allí, no querrás marcharte y ser una damita, porque habrá tantos niños que los echarás de menos cuando te llegue la hora.

En la garganta de Bird parecían restregarse unos guijarros.

—¿Habrá…?, ¿habrá más niños como yo allí?

Me llevó dos segundos adivinar lo que me estaba preguntando exactamente. Cuando lo hice, miré fijamente un carruaje que pasaba, fingiendo que conocía a la dama de la alta sociedad a la que paseaban unos caballos con unas plumas inverosímiles en las cabezas. Lo hice para que Bird no viera lo que traslucía mi cara.

—¿Más niños que se han prostituido? —pregunté con claridad—. Muchos. ¿Te refieres a otros aparte de los que ya había mandado allí?, ¿a Neill, Sophia y todos los demás?

Mi pequeña amiga asintió. Más resignada que contenta.

Y así nos quedamos mirando pasar a la gente, adivinando cosas de los transeúntes. Los dos. Descubriendo secretos por la tierra de sus mangas y por las miradas curtidas en sus ojos penetrantes. Descubriendo cosas porque nos hacía sentir más seguros, y más ricos, saberlas antes que ellos. Y felices al darnos cuenta de que ambos estábamos leyendo la misma letra de la misma palabra en cada página humana sin excepción.

No dijimos palabra.

El día siguiente, después de dejar a Bird con un montón de sus antiguos amigos y otros tantos de los nuevos, volví a casa. Bird ya no vivía allí, y eso costaba de digerir. Pero la señora Boehm me sonrió con sus anchos labios cuando nos cruzamos en la escalera. Y yo le sonreí a ella, y eso ya era algo.

Todavía carecía de mobiliario merecedor de tal nombre. Pero hasta entonces tampoco lo había necesitado, y quizás había llegado el momento de planteármelo. Matsell me había subido en secreto el salario a catorce dólares a la semana. Recogí la revista que llevaba tiempo tirada en los tablones del suelo, pegada a la puerta, esperando a que estuviera preparado para tocarla, me senté bajo la ventana y leí la última entrega de Luces y sombras en la ciudad de Nueva York.

La sirvienta de las cocinas que había sido seducida por el aristócrata murió en el parto. Pero el bebé se le entregó al conde, que lloró arrepentido por su frialdad, y cogió a la niña en brazos. El relato rezumaba imágenes poderosas, y era lúcido pese a los clichés populares de su premisa. Como el resto de la serie, trataba de gente apasionada que daba pie a tragedias porque no sabía hacer otra cosa.

Me tumbé en el colchón de paja y me quedé dormido al mediodía. Tan profundamente como nunca.

Soñé que Mercy iba a Londres, conocía a un conde rico y se casaba con él. Pero al poco, la visión cambió. Ella tenía horas libres y mucho papel.

De repente estaba leyendo su libro:

Avanzo por los capítulos a una velocidad vertiginosa. Hasta la escritura se ha vuelto más indirecta, recuerda más a la manera de hablar de Mercy que a sus cuentos. Insinúa grandes amores y grandes pérdidas, pero nunca una historia explícita. Al final, ella es la Paciencia encarnada en un monumento, viendo cómo se afana la gente de Nueva York, como el oleaje del Atlántico que rompe a su alrededor.

Me busco en palabras que suenen como yo. En los espacios entre el punto y la letra mayúscula.

Claro que me busco. Al fin y al cabo, soy yo el que sueña.

Y así busco a un hombre, de fuerte constitución pero bajo de estatura. Unos labios torcidos en gesto a la vez amargo y reflexivo, un pelo rubio que cae desde un alto pico sobre su frente. Leo cuidadosamente sus fiestas de sociedad: mesas cubiertas con conchas de ostras, el olor a remolachas fritas en el aire cargado, un violinista negro delante de su ventana. Busco un par de ojos verdes que han visto demasiado, y que la aman.

Pero ella me esconde, claro. Me encarcela en metáforas, me fragmenta en personajes secundarios. Taberneros y sirvientes. Sigo el rastro de tinta que deja, sí, pero a la vez recuerdo cómo me miraba, las puntas de sus pestañas siempre a la busca de atisbos de otra cosa.

No llego a desentrañar qué quería de mí. Ni siquiera en el sueño. Sólo sé en qué me ha convertido.

Me había despertado sudando y abrí la ventana de par en par.

El aire era fresco, el invierno se nos echaba encima sin vacilar. Pero el polvo cubría todavía los campos e iglesias de Manhattan con una sábana de resplandor soleado. Demasiado intenso para mirarlo directamente. Cerré los ojos.

Y porque la amo más allá de la razón, al ver que me iba olvidando de las palabras que ella había escrito en la visión, me concentré en memorizarlas.

Me llamaba con todo tipo de sobrenombres. Hasta el punto de que cuando el caballero pronunció por fin mi nombre correcto en voz alta, pareció la única expresión genuina de mí misma, como si todos los hombres hasta ese momento lo hubieran pronunciado mal o lo hubieran olvidado.

Un ejercicio inútil. Descabellado. Ella no hablaba de mí.