ONCE

Se tome como referencia del inicio del poder del papismo el momento que se quiera de este período de ciento cincuenta años, queda igualmente demostrado que se trata del Anticristo del que hablaban Daniel y Juan, en tanto su ascenso coincide con la representación profética, y ninguno de los demás denominados Anticristos cumple en tal grado la profecía.

AMERICAN PROTESTANT IN DEFENSE OF CIVIL AND RELIGIOUS LIBERTY AGAINST INROADS OF PAPACY, 1843 •

Casi le esperaba…, y no esperaba nada bueno. Pero así es como encontré a Val cuando irrumpí en su casa en Spring Street. Iba en ropa interior, y esta vez estaba en compañía de una despampanante joven irlandesa cuyo pelo rojizo ocultaba el blanco de la almohada (ella, por descontado, estaba totalmente desnuda, con una tez tan pálida como la dentadura de un perro), y los rodeaban los siguientes objetos: tres pipas, cada una de una forma diferente; una bolsa de lo que parecían setas secas; una jeringuilla; whisky, sin abrir. Medio jarrete de jamón.

—Val —dije sin que me importara mucho su cólera—, deshazte de la chica.

—Ni hablar. Ni pensarlo —murmuró Valentine sin demasiado entusiasmo.

Los siguientes diez minutos no dieron ningún resultado. Pero al final yo había conseguido poner a la meretriz de patitas en la calle y tenía a mi hermano tomando café. Despacio. Para él era un verdadero reto sostener la taza. Me habría compadecido, viéndole ahí sentado, con sus calzoncillos de lino, intentando que no se le salieran las tripas por la boca, pero era una imagen que ya tenía muy vista, y él se lo buscaba.

—Me han mandado una carta —dije. Con brusquedad.

—No me digas.

—No es para mí. Es para ti.

—¿Por qué lo dices? —Tosió desagradablemente—. ¿Es que el culpable escribió Timothy con uve, a y ele?

—Es un milagro que todavía seas capaz de deletrear tu nombre. ¿También estás en condiciones de leer o prefieres que te la cuente?

—Más vale que lo sueltes. Y acaba rápido, así llegará antes la hora de que te quites de mi vista.

Se la leí. Capté que despertaba su interés en algún punto de la palabra mal escrita «romanistas». Cuando acabé, se apretó con los dedos las sacas postales que se le habían formado bajo los ojos y extendió la mano derecha.

—Dámela, espabilado y joven estrella de cobre.

Se la di. Valentine levantó la carta, la sostuvo a contraluz hacia la ventana. Luego la dejó en la mesa, sacó una caja de cerillas del bolsillo de su levita, que estaba doblada sobre el respaldo de la silla. Encendió una con la uña del pulgar y con toda la intención la acercó al papel.

—Detente —grité e intenté arrebatársela.

Para mi absoluta sorpresa, Val me apartó la mano de golpe y se levantó. No lo habría creído capaz de tenerse en pie hacía un instante, pero ahora ahí estaba yo, dando inútiles zarpazos al aire por la carta que él mantenía por encima de su cabeza, mientras veía cómo ardía. A veces le gano, cuando está lo bastante hecho polvo por los excesos de la noche anterior. A veces. Pero él no sólo es más alto, sino que también es más rápido. Sentí que volvía a tener seis años, y él, con doce, agarraba una inofensiva serpiente a rayas a la que pretendía reventarle la cabeza contra un tronco. La serpiente no sobrevivió a la aventura.

—¿Por qué? —preguntó Valentine mirando las puntas de las llamas. Su fascinación por el fuego me pone enfermo—. Esto no nos hace ningún bien, Tim.

Probé otra vía que la física mientras miraba cómo las fibras se consumían en briznas de ceniza.

—Pero ¿no es una prueba?

—Podría serlo —admitió alegremente—. Pero creía que antes pensabas que no lo era. Ahora no son más que cenizas.

—¿No crees que podría haberla escrito el asesino?

—¿Ese montón de memeces de descerebrado? No, ¿tú sí?

—Supongo que no —gruñí—, pero ¿cómo vamos a descubrir quién la escribió si ya no existe?

Y a esas alturas ya no existía. Seguramente Val se quemó un poco el pulgar, pero no lo dejó entrever. Se limitó a desprenderse de los trocitos de hollín, delgados como la seda, que le habían caído sobre el pelo.

—¿Y qué más da quién la escribiera? —preguntó Valentine.

—¡Quienquiera que fuese sabía lo de los niños muertos!

—Ah —sonrió. El canalla se había recuperado del todo. Era una proeza tan increíble que ni siquiera era capaz de despreciarle—. Me alegra que creas que podría ser alguien distinto de una rata whig infiltrada en los estrellas de cobre, debe de haber seis o siete de ellos, o puede que un estrella de cobre que esté como una cabra. Alguien que intenta provocar una revuelta contra los irlandeses porque todo hijo de madre irlandesa es un leal seguidor del Partido Demócrata. Me alegra casi tanto como el que te creas que puedes adivinar quién escribió una carta con sólo mirarla el tiempo suficiente. Es encantador. Pero una carta como ésa acaba corriendo por ahí y el partido está librando una guerra. Cada irlandés medio muerto de hambre que baja de un barco se convierte en un leal demócrata en cuanto aprende quiénes son sus amigos, quién le da un empujoncito, y menudo amigo de los irlandeses sería yo si los whigs vieran este montón de basura…, nos calificarían de antiamericanos, nos ahogaríamos en el escándalo. Nos echarían tan rápido que nos marearíamos.

—Y no quiera Dios que el partido sufra —dije burlón.

—Tú lo has dicho, y es un hecho —sonrió—. Gracias por traerme ese pedazo de blasfemia, Tim; tenías más razón que un santo cuando dijiste que yo era su destinatario, y gracias por el café. Ha sido un detallazo por tu parte. Y si ahora fueras tan amable de abrirte, no sabes cuánto te lo agradecería.

Mientras respiraba con cierta dificultad delante de la casa de Val, junto a un poste para atar caballos en Spring Street, sin tener claro adónde ir ni qué hacer, repasé mis opciones.

Podía irrumpir en el burdel de Madam Marsh y exigir a gritos que me explicara qué coño había pasado allí, bajo pena de encarcelarla o algo peor. Ella, o bien cedería o bien me echaría a patadas. Y, si se producía lo segundo, el hombre de la capucha negra se enteraría. Y seguidamente, tal persona desaparecería y quedaría impune. Podía ir a mirar como un idiota los huesos que habíamos guardado en una sala cerrada de las Tombs, preguntándome quiénes eran. Podía acosar a una niña maltratada de ojos grises para que me contara cosas que afirmaba no saber. Podía emborracharme. O encontrar algo más fuerte, si quería parecerme a mi hermano más de lo que ya me parecía.

Al final, fui débil. Con una lamentable falta de fuerza de voluntad y cada vez más asqueado, me dirigí a la casa de los Underhill. Quizá fuera un bobo que sólo quería ver algo agradable durante un momento, antes de admitir que era incapaz de vengar a un montón de niños muertos. Pero pensé, lo juro, que lo que quería era que me llenaran los oídos de consejos sensatos.

Val y yo conocimos a los Underhill la primera vez que él tomó una combinación de toxinas tan variopinta que creí que ya no volvería a respirar. Vivíamos en Cedar Street, en una habitación sin ventanas que parecía una panera con un fogón y dos catres, y una noche, con catorce años, llegué a casa y me encontré a mi hermano de veinte con toda la pinta de ser su propia efigie de mármol. Tras intentar espabilarle, corrí a la calle, aturdido por el miedo, y la primera señal de ayuda que vi fue la luz encendida de la rectoría contigua a la iglesia de la esquina de Pine. Cuando llamé a la puerta, ésta se abrió y apareció un hombre sobrio y de mirada inquisitiva en mangas de camisa, y vi a una mujer pálida que hacía punto con destreza junto a la chimenea y a una inolvidable niña de pelo negro que leía un libro, tumbada boca abajo en la alfombra bordada, con los tobillos cruzados.

Algunos clérigos sólo sirven para dar discursos, pero Thomas Underhill sabe cómo se usa el agua caliente, las sales, el brandy, el amoníaco y el sentido común, y esa noche los utilizó todos. La mirada que me echó al salir de nuestra habitación fue la más amable posible, dadas las circunstancias, y en ella no había la menor huella de compasión. A la mañana siguiente, ya al corriente de lo sucedido, Val se dirigió a la residencia de Underhill y habló con el reverendo. Debió de ser la charla más elocuente de la historia, porque esa misma tarde nos invitaron a tomar el té, y me encontré sentado frente a Mercy Underhill, contemplando en arrebatada fascinación cómo respiraba el aire fresco sobre su taza de té negro. Val había llevado un ramo de margaritas silvestres para la señora Underhill, a modo de disculpa por las molestias que hubiera podido ocasionar.

En cuanto a mí, robó una chuleta de alguna parte, pues bien sabe Dios que no podíamos pagarla, y aquella noche la cocinó asombrosamente bien en nuestra paupérrima cocina. No dijo ni una palabra más sobre la noche anterior, ni de disculpa ni de agradecimiento ni de nada. No es que me conmoviera.

Así, por un accidente casi trágico vi crecer a Mercy. Ella escribía poesía, cuentos y dramas de un acto cada segundo que tenía libre; Val, yo y el reverendo pintábamos las macetas de la rectoría de amarillo cada primavera, y Olivia Underhill, mientras vivió, preparaba el mejor roscón que he probado en mi vida. Recordé las incontables veces que nos habíamos sentado a su mesa, después de un baile de bomberos, Val sonrojado bajo el cuello de su camisa, y yo sonrojado también pero por razones completamente distintas.

Con un humor de perros, recorrí el trayecto, confiado en que encontraría, al menos, una distracción de regusto amargo como el chocolate, que pasaría un rato denso, rico, oscuro e irresistible.

La única sirvienta de los Underhill, una pobre y pálida jovencita desamparada de origen británico llamada Anna, sonrió al abrir la puerta. Luego frunció el ceño, curiosa sin duda ante la novedad de que un cuarto de mi cara no pareciera digno de la luz del sol. Pero me explicó inmediatamente que Mercy estaba atendiendo un caso muy grave de escorbuto en el East River, una familia que se alimentaba sólo de pescado pasado y pan duro, y que el reverendo estaba en el salón.

Era, en cierto modo, como volver a casa. Estaban las incontables estanterías —había la leído la mayor parte de su contenido, las veces que esperaba que Mercy hiciera acto de presencia—, y estaba el reloj con su siniestra esfera, la ventana con el sillón de felpa encarado hacia el verdor de fuera, con los tomates atados a pequeños andamios. Pero no me esperaba la expresión con la que me recibió el reverendo cuando entré desde el recibidor, con el sombrero en la mano. El reverendo es una de esas personas que siempre está alerta. Trata las cosas como si fueran sorpresa, aunque en realidad no le sorprendan en absoluto, sólo para mejorar el ánimo, y su estrecha cara se clava en ti en cuanto te tiene a la vista. Pero ese día su expresión era la de una estatua que se había deteriorado. Las partes del rostro no encajaban, los tristes ojos azules desentonaban junto a los labios habitualmente optimistas. Y no parecía ver nada de lo que tenía delante, unos papeles esparcidos por la mesa a la que estaba sentado.

—Señor Wilde —dijo amablemente el reverendo. Pero algo tenso como alambre de espino cruzaba su rostro. Y yo sabía qué era.

Aunque no hubiera vuelto a verme en su vida, habría seguido viendo a Aidan Rafferty, no me cabía duda. En sueños, en momentos de descuido mientras añadía crema fresca a las tazas de té, entre las líneas de libros tediosos. Tanto daba qué más espantos hubiera presenciado durante su oscura vida, aquel perverso verdugón rojizo a lo largo del cuello blanco, las diminutas puntas de los dedos amoratadas…, habían dejado huella. Pero compartir la misma imagen, en dos cabezas, sin hablar de ella, sólo mirando a una persona, es una forma distinta de indignidad. Yo lo percibía tan dolorosamente como él. Empecé a cuestionarme la oportunidad de mi visita.

—No puedo quedarme. Está ocupado, y…

—No, no lo estoy. —Sonrió amablemente al tiempo que apartaba los papeles de la mesa—. Y espero que dé por supuesto que, aunque estuviera ocupado, me gustaría saber cómo le van las cosas.

Me senté cuando me indicó la silla que tenía delante. Él ya se había levantado con su agilidad habitual para acercarse al aparador y servir dos frugales copas de jerez. A diferencia de muchos protestantes, el reverendo no es abstemio. Cree que los hombres deberían ser capaces de controlarse, todos los seres humanos sin excepción, y lo sostiene como si estuviera escrito en alguna parte. A lo mejor es verdad. Creo que él tiene licor en su casa sólo para demostrar que no le hace falta más que una copa. Una gota rebelde cayó de la boca de la botella al aparador y el reverendo sacó su pañuelo, lo pasó tres veces por la mancha, volvió a doblar la tela, y se lo guardó en el bolsillo. De una eficiencia despiadada.

—Al haberles visto crecer a ustedes dos, tan cerca de nosotros y saliendo adelante tan bien solos…, debería esperar que mi interés por ustedes está asegurado de por vida —prosiguió el reverendo, pasándome una copa.

—Y Val ha llegado a capitán —dije secamente.

Lo lamenté nada más decirlo. Puedo burlarme de Valentine cuanto quiera para mis adentros, pero eso no significa dejarlo en evidencia en público.

—Bueno, su hermano siempre ha sabido moverse entre el éxito y la desesperación, pero los dos sabemos por qué.

Lo dejé pasar. Sin duda, nuestra casa se había quemado, con nuestros padres dentro, sí, y yo había visto sus cuerpos, y sí, eso pervivía en mis entrañas. Aun así… Yo no sentía la necesidad de caer en todas las abominaciones sociales posibles, por orden alfabético, y luego repetirlas una y otra vez, así que, ¿por qué tenía que hacerlo mi hermano?

Por descontado, Valentine ya andaba por ahí con reconocidos camorristas en aquellos tiempos. Había estado bordeando el matonismo, tomaba «prestados» caballos de las cuadras e iba y volvía cabalgando a Harlem, o me convencía de que el helado no me daría dolor de cabeza si lo calentaba antes junto a la estufa y luego se partía de risa cuando se fundía y formaba un charco. Llamaba a la mantequilla «grasa de vaca» y a la moneda de seis peniques una tanner[17]. Un día se ocultaba para tirar huevos podridos a las espaldas de los que iban a la iglesia y al día siguiente me enseñaba a fumar puros. Pero cuando perdimos a nuestros padres, él también se perdió. Aunque lo cierto es que encontró un apartamento para los dos y aprendió a cocinar. Sí, eso es verdad; pero después volvía a casa todas las noches ensangrentado y aturdido por la ginebra tras una pelea de bandas, o bien alterado y cubierto de cenizas de un incendio. Regresaba apestando a humo, lo que me paralizaba el corazón. Le odiaba. Eso lo alejaba de mí, yo lo sabía. Y él lo hacía a propósito. Y, si hubiera pasado algo, yo me quedaría solo en el mundo.

«¿Cómo vas a perdonar a un hombre que trata al único pariente que te queda como si fuera un basurero público?», me preguntaba.

—Señor Wilde, discúlpeme si le parezco entrometido —preguntó amablemente el reverendo Underhill—, pero esos despreciables asesinatos que me contó Mercy anoche… ¿ha averiguado algo?

«Se ha acostumbrado a llamarla Mercy», pensé distraídamente, escarbando en la herida. Pero seguía estando agradecido. Necesitaba un consejo de sabio, de un sabio en el que confiara.

—¿Usted le concedería algún crédito a que hubiera sido obra de un irlandés loco que se creyera que actúa cumpliendo los deseos del Papa? —dije suspirando.

El reverendo estiró los dedos.

—¿Por qué lo pregunta?

—Me lo insinuaron. Me resultó muy difícil de creer. Necesito… una opinión profesional.

El reverendo Underhill se recostó y ladeó la cabeza pensativamente. Si Mercy responde las preguntas con más preguntas, el reverendo las responde con relatos. Parábolas, supongo, una consecuencia de su profesión. Y eso es lo que hizo, apoyando el codo del brazo que sostenía el jerez sobre el sillón.

—Cuando Olivia vivía —dijo despacio—, hacía cuanto podía para convencerme de que el papismo no era signo de inteligencia o moral escasas. ¿Usted se acuerda de la época en que el Pánico estaba en pleno apogeo y la gente había empezado a morirse literalmente de hambre por las calles, y encontrábamos personas muertas en las cuadras o de frío, junto a sus carros de manzanas? Y muchos de ellos eran irlandeses.

Asentí. Por aquel entonces, yo servía en el bar, y Val estaba ocupado con sus incendios y encargos políticos, pero pese a todo fueron tiempos crueles. Una época inolvidable. Y no sólo para los irlandeses. Los antiguos banqueros se tiraban por las ventanas a montones como la mejor alternativa a morirse de necesidad. Para mí no eran ni valientes ni cobardes. No después de haber visto los estragos del cólera. Sólo los consideraba muy eficientes.

—Bien, Olivia sostenía que aquellos irlandeses pobres eran la definición bíblica de «el más pequeño de mis hermanos». Y así los cuidaba y alimentaba como si fueran de su familia, tanto si eran buena gente como si eran delincuentes, y, de éstos, tanto le daba la pandilla a la que pertenecieran, Kerryonians, Forty Thieves, Plug Uglies o Shirt Tails[18]. Cuando el cólera que contrajo en uno de aquellos antros se la llevó, me pregunté ante Dios por qué nunca me habían convencido los argumentos de Olivia, por más misericordiosos y bienintencionados que fueran. Porque yo había insistido en que la caridad debía ir a la par que el arrepentimiento y la reforma. Después de muchos meses, Dios me respondió, me hizo comprender por qué Olivia se había equivocado.

Se inclinó hacia delante y dejó la copa sobre la mesa.

—En este país no consentimos el pecado de asesinato. Ni el de falsedad ni el de robo. Pero permitimos que la herejía, el pecado más grave de todos, florezca. El Papa de Roma es adorado como un dios en su religión, los pecados de la humanidad se expían no por el arrepentimiento sino por el ritual, ¿y a qué maldades puras da lugar?, ¿qué atrocidades se ocultan tras las puertas cerradas cuando una organización es dejada en manos de un hombre y no en las de Dios? Usted ya ha visto a los irlandeses que viven entre nosotros, señor Wilde, con voluntades mermadas por la creencia de que deben ponerse en manos de un hombre mortal para alcanzar su salvación. Son borrachos, enfermos, dejados, ¿y por qué? Sólo porque su propia religión les ha arrebatado a Dios. Yo ya no atiendo a quienes no renuncian a la Iglesia de Roma, por temor a que mi propia alma fomente la blasfemia. Olivia, Dios la tenga en su seno, era demasiado generosa de espíritu para ver su error antes de que el abominable contagio de la enfermedad que padecían aquellos a los que ayudaba la infectara también —acabó en un tono dolido pero resignado—. Pero rezo por los irlandeses, señor Wilde, por el perdón de Dios y por su propia iluminación. Ruego por sus almas cada día.

Mientras hablaba, yo pensaba en Eliza Rafferty, y las ratas que sin duda estarían compartiendo su catre, y en su primer delito, el de querer nata para su bebé sin renunciar al Papa, y de repente me sentí agotado. Si las oraciones del reverendo le sirvieron a ella de algo, yo no veía cómo.

—Pero usted no puede creerse que un pirado católico que vaya dejando cruces grabadas en pechos de criaturas esté detrás de todo esto, ¿verdad que no? —pregunté en voz baja.

—No sé, alguien que ha sido educado por curas, tal vez, el tipo de hombres que ocultan la depravación sexual bajo túnicas sagradas. Señor Wilde, la solución que le sugirieron no me parece imposible. Es más, ni siquiera me sorprende.

El tictac del reloj con esfera de luna resonaba enfermizamente en mi cabeza, un latido marcial que señalaba un punto sin retorno. Puede parecer una estupidez en una metrópolis tan gigantesca como ésta presentir que va a suceder algo terrible porque, bueno, siempre está claro que algo va a pasar. Pero me dio la impresión de que la luz incidía torcida sobre la mesa de roble y la alfombra de cuidado bordado. A lo mejor se trataba de la tormenta que, al despejarse, nos dejaba solos para que nos enfrentáramos a los demás como mejor supiéramos. Y casi siempre era de una manera bastante salvaje.

—La señorita Underhill visita a católicos —señalé vagamente.

—Contra mi voluntad, lo hace, sí, aunque no sé cómo podría impedirle que emule a su difunta madre. Pero sólo como obra de caridad, nunca para dar cuidados médicos.

Apenas respiré mientras asimilaba sus palabras. Luego asentí, agradecido por cualquier gesto que se me concediera para ocultar mis pensamientos.

Él no se dio cuenta.

El reverendo nunca acompañaba a Mercy en sus visitas, y ella debió de transmitirle la impresión de que se dedicaba a repartir hilo de buena calidad y aceite para cocinar. Y dado que él sólo oficiaba a protestantes, nunca había llegado a enterarse de nada. En mi mente apareció un destello con la imagen de Mercy cambiando las sábanas amarillentas de un enfermo de tifus una de las veces que yo la había acompañado a los muelles del este, y reprimí una punzada de inquietud. El día que los había visto discutiendo, la disputa debía de referirse a sobre si ella simplemente se limitaba a entrar en hogares católicos, no sobre si debía atender a los enfermos.

—Preferiría que atendiera en una cueva infecta a esclavos de verdad en Carolina del Sur antes que en las cavernas de esclavos de la mente humana a las que se empeña en acudir. —Hizo un pequeño y extraño gesto con sus manos habitualmente ágiles—. Eso la ha cambiado, de una forma que no estoy muy seguro de entender.

Mi cerebro llegó con facilidad hasta el final de esa frase, pero luego el resto de la página pareció en blanco. Sin duda, el espíritu de Mercy era una improbable combinación del de sus padres: una mezcla de agua y aceite, de resolución y capricho, lo que la convertía en un ser fascinante, aunque inescrutable. Era la criatura más individualista que había conocido en mi vida, y por eso no podía cambiar, ¿no? Mercy ya era de por sí mil cosas que yo no acababa de entender. Y sólo podía convertirse más en sí misma.

—Me estoy haciendo viejo, y sentimental —añadió el reverendo suavemente cuando no dije nada—. Que Dios la proteja en esos sitios.

Ese era un sentimiento que yo podía compartir. Al levantarme para marcharme, se me ocurrió algo.

—Reverendo, si no le molesta que se lo pregunte, a tenor de las ideas que usted tiene sobre la blasfemia, ¿cómo es tan comprensivo con mi hermano?

Una fugaz sonrisa cobró vida en su rostro.

—¿Ve esas estanterías? —preguntó señalando todos los libros—, ¿el patio de recreo de mi hija? Usted ha leído bastantes de esos libros, ¿verdad?

—Sí —dije confundido—, muchos.

—Bueno, pues cuando usted no le veía, su hermano hacía lo mismo. Si tener un espíritu independiente es algo digno de admiración en la raza humana, su hermano es el hombre más admirable. —Se levantó y recogió sus papeles en una pila ordenada—. Mis mejores deseos, señor Wilde, y, por favor, me gustaría que me mantuviera al tanto de sus progresos, siempre que pueda contármelos sin que ello suponga un peligro para usted.

Al salir por la puerta con una mirada desconcertada y ansiosa entre las cejas, me di cuenta de que estaba de vuelta a mi lista de opciones sobre qué hacer, una lista reseca como el Sahara. Y la posibilidad de emborracharme como una cuba iba escalando posiciones por momentos. Sin embargo, cuando cerré la puerta a mis espaldas, vi a Mercy.

Iba corriendo. Hacía meses que no la veía correr; se apresuraba por la calle con el pelo negro rebelándose contra el diminuto sombrero de encaje que lucía en la cabeza, los hombros agitados y desnudos sobre el cuello ancho de su vestido amarillo claro de diario, con docenas de pliegues plisados que se tensaban alrededor de su cintura. Al verme, Mercy se detuvo jadeando mientras esbozaba una sonrisa. Aunque me matasen no habría imaginado el motivo.

—¿Está bien? —pregunté, sin buscar más que una rápida respuesta.

Por descontado, no fue lo que recibí.

—Señor Wilde —dijo, sin aliento, riéndose—. Fui a buscarle, a las Tombs. Pero no le encontré, ahora veo por qué. Probé de nuevo, con más empeño.

—En ese caso, le agradezco que me haya encontrado. Pero ¿a qué viene todo esto?

—Si le digo que necesito urgentemente su ayuda, y que esta cuestión le afecta directamente en ese asunto infernal que investiga, me acompañaría inmediatamente ¿verdad?

—¿Qué ha pasado? —pregunté con brusquedad.

—Señor Wilde —dijo Mercy, cuyo pecho todavía subía y bajaba—. ¿Me equivoco al suponer que usted habla flash?