DIECIOCHO

Sin duda deben existir demonios con forma humana, a los que se permite ejercer, durante un tiempo, un pleno dominio sobre la tierra, para así fortalecer la causa de una fe más pura y más sagrada.

• AMERICAN PROTESTANT IN DEFENSE OF CIVIL AND RELIGIOUS LIBERTY AGAINST INROADS OF PAPACY, 1843 •

«Pero no, no hay ningún loco —me repetía, testarudo, mientras corríamos—. Por favor. No puede existir. Si existe lo pagaremos caro, muy caro, todos y cada uno de nosotros. Si hay un demonio irlandés enloquecido merodeando por estas calles, la gente perderá la poca cabeza que le quede».

Las escasas manzanas hacia el norte que nos separaban de las dos vertiginosas agujas de la catedral de San Patricio fueron quedando atrás, irreales, falsamente familiares. Recortes de papel para un escenario teatral de vendedores de periódicos. El aire, ya de por sí muy caliente tan a ras de suelo, se tornó áspero y espeso al pasar por delante de un nauseabundo socavón, y, en mis ansias por ir más deprisa, me arrepentí de haber resuelto el delito del caballo que acababa de robar de la tienda de Elizabeth Street.

Giramos a la izquierda en Prince Street, y ahí, ante nosotros, se alzaba San Patricio, el monumento al Dios católico iluminado en tonos pálidos por la luz de la luna. Era la única hora de la noche en Nueva York en la que las calles adquieren cierta tranquilidad: el resguardado callejón donde se cobija el tiempo perdido que se extiende entre las tres y media y las cuatro de la madrugada. Nada que ver con las dos, una hora anegada en ginebra y que todavía olía a las chuletas de última hora, a los cafés de después de la ópera y al sexo en callejones traseros. Ni tampoco con las cinco, cuando los caballos vuelven a inundar las calles y los gallos cantan como maníacos. Era ese lapso entre la diversión y el trabajo, cuando una fulana que se encamina a la cama tras una noche entera de depravación puede tropezarse con un albañil todavía medio ciego de sueño que inicia su larga caminata a su obra, a cinco kilómetros de su casa. Ralenticé el paso y me volví hacia Neill.

—No hay ningún irlandés loco persiguiendo a los niños católicos —dije, desesperado por creérmelo yo mismo—. Eso sólo es un rumor malintencionado basado en una carta falsa que publicó el Herald. Y el periódico ya se ha retractado, Neill.

Neill negó con la cabeza, apenado ante mi ignorancia, mientras sus venas azules se estremecían visibles sobre su blanco cuello.

Se había congregado una pequeña multitud ante las puertas triples de la catedral. Sobre todo irlandeses. Algunos americanos. La mayoría con una expresión que yo ya había visto antes: las mismas miradas anhelantes, asustadas e infantiles que tenían los espectadores cuando contemplaban cómo se quemaba la mitad de la ciudad.

—Ya os he dicho que no —decía el padre Sheehy con resolución. Sostenía una pistola. Amartillada, visiblemente cargada y, a todas luces, vieja conocida suya, apuntando hacia la acera, por el momento—. Y lo repetiré tantas veces como queráis escucharme, tanto tiempo como no tengáis nada mejor que hacer.

—¿Es que no tenemos derecho a ver la obra del diablo? —preguntó una vieja ceñuda—. Y más todavía cuando ha visitado a nuestra propia gente.

—Que yo sepa no es pariente suyo, señora MacKenna. Rece por su alma, rece por nuestra gente y rece de paso por que Dios nos ilumine con su sabiduría, y vuélvase a casa.

—¿Y qué pasa con nuestras casas? —preguntó un tipo de barba negra y penetrantes ojos azules. Era evidente que estaba pensando en un futuro empleo municipal con los demócratas, y también se notaba que era padre: podía verse en su rostro un pavor racional y no sólo por sí mismo—. ¿Qué me dice de nuestros hijos?, ¿y de nuestro sustento cuando la noticia se propague como un incendio?, ¿acaso no podemos mirar directamente a los ojos del enemigo?

Los labios de Sheehy estaban tan apretados como la piedra de la pared a su espalda.

—Ese chico nunca fue nuestro enemigo, señor Healy, aunque ya sé que lo dice con buena intención. Más vale que cuide de su familia, y yo sé cómo debe hacerlo, hijo mío. Ande, váyase.

—Apártense de la puerta —grité, pasándome los dedos por la estrella de cobre.

Las ya familiares muecas de desdén asomaron en las caras de los allí presentes al ver a un estrella de cobre. En varias de ellas, las muecas dieron paso a una amenazadora exhibición de dientes. Pero en otras, la expresión se paralizó primero y desapareció después. No entendía por qué, pero agradecí mucho que no creyeran que buscaba pelea. Los ojos del padre Sheehy se fijaron en mí por un instante y luego volvieron a sus parroquianos. Seguía tenso, pero al menos mi llegada le había aligerado parte del peso que soportaba.

—Ya han oído al señor Wilde, y ninguno de ustedes querrá contrariar a un estrella de cobre, ¿verdad? Vuelvan a sus trabajos y a sus camas. Rueguen por el alma del chico. Recen por la ciudad.

Mientras me ponía al lado del padre Sheehy en la puerta de la izquierda, varios desconocidos me señalaron discretamente y negaron con la cabeza. El cura abrió una rendija de la alta puerta y se colocó delante, con una expresión vacía. Yo me incliné hacia Neill.

—Te pagaré para que vayas corriendo todo lo rápido que puedas a las Tombs y busques a un agente —dije—. Está a punto de llegar allí y luego saldrá hacia el norte de la ciudad. Se llama señor Piest. Jacob Piest. ¿Sabrás encontrarle?

—Claro —respondió el chico, que salió volando de nuevo.

—¿Cómo es posible que me conozcan? —le pregunté en un susurro al padre Sheehy cuando me hizo sitio para que entrara.

—Supongo que no sabe nada acerca de un policía que se enfrentó a tres estúpidos irlandeses en cuarenta asaltos por un carpintero negro —dijo suspirando—. Ya, supongo que tan sólo debe de tratarse de una leyenda irlandesa. Pase, rápido.

Me volví hacia el sacerdote, un tanto asombrado de mi pequeña fama cívica. Nos quedamos detrás de la puerta un instante, mis ojos parpadeaban para enfocar, y me creí preparado para encolerizarme ante una imagen espantosa que, a esas alturas, ya había visto demasiadas veces. Pero preparado también —de verdad, estaba entusiasmado con mi recién descubierta competencia profesional— para trabajar.

Entonces un escurridizo temor animal trazó una línea gélida a lo largo de mi espalda.

Aún no había visto nada. Pero percibía un olor. Un olor que era como un eco de la sensación de la moneda fría que me recorría desde el cuello hasta el suelo. Un olor que tenía algo de chatarrería, algo de tajada de chuleta y algo de sumidero. Sentí en la boca el regusto de cuchillos y de tierra húmeda. Horrorizado, acabé de darme la vuelta.

Había una pequeña sombra clavada de pies y manos a la puerta central de la catedral con un charco oscuro debajo.

Ahogué unas palabras que seguramente nunca se habían pronunciado en un lugar de culto. Fuera lo que fuese aquello, era una profanación. Retrocedí tambaleándome, tapándome la boca con la mano. No fue mi mejor exhibición de autodominio. Y me alegro. Me alegro incluso ahora. El padre Sheehy esbozó una mueca, una expresión rota, humana; sus ojos se apartaron de lo que yo acababa de ver y se fijaron en mí mientras nos alejábamos de la profanada entrada.

—Tenían derecho a preguntar por el chico. Los vecinos, me refiero, aunque no habrían querido verlo si hubieran sabido en qué estado se encontraba. Pero la noticia ha corrido ya, desde hace media hora. Llegué demasiado tarde. Quienquiera que haya hecho esta obra impía, quiso que encontráramos a la criatura cuanto antes y dejó esa puerta abierta de par en par, hacia la calle.

Sólo acerté a sacudir la cabeza, tapándome los labios con los dedos para que el corazón no se me saliera por la boca.

Lo que estaba mirando no podía ser. Simplemente, era imposible, pero allí estaba; y dos hombres cuerdos se asomaban al interior de las fauces rojas de la locura. Neill no lo había visto, no me hacía falta preguntárselo para saberlo. Cuando hablé con él estaba lívido y emocionado, pero mantenía la calma. Esta muerte habría tenido repercusiones mucho peores en él que la simple noticia de un nuevo asesinato.

—Y entonces ¿quién lo descubrió?

—No sabría decirle porque la puerta estaba abierta hacia fuera, pero yo me enteré por boca de una mendiga que barre la calle por unas monedas en esta manzana. No está en condiciones de que la vea, pobre mujer. Sabe Dios quién más la escuchó porque cuando yo la encontré estaba chillando con tanta fuerza que habría despertado a los muertos. La he encerrado en la sala de música, con comida, bebida y una generosa dosis de láudano. Que Dios me perdone.

«Encuentra a Piest —supliqué en dirección hacia donde Neill había partido mientras mis ojos se cerraban con fuerza y luego los obligaba a abrirse—. Ahora mismo sólo necesito una cosa: dos ojos más penetrantes que los míos».

La cruz abierta en carne viva era en realidad el menor de mis problemas. Era un chico muy joven y delgado. De unos once años, por el aspecto de su cara y el tamaño de su bien visible caja torácica. Irlandés, obviamente, el pelo rojizo y la cara pecosa no invitaban a la duda. Cuando me obligué a mirarle las manos vi que no era un trabajador. Me habría jugado la vida a que se había prostituido, y se veían restos de kohl alrededor de los ojos, donde él, o su asesino, no habían podido limpiarlo del todo.

Pero el resto… había mucha sangre. Tanta sangre, y el cuerpo tan pequeño. Le empapaba la ropa desgarrada, formaba un charco en el suelo, goteaba por los gruesos tablones de roble a los que le habían clavado las manos y los pies. Rodeando el cuerpo, como puntos de una silueta, había unas marcas claras rayadas caóticamente sobre la madera.

—¿Con qué están pintados esos símbolos? —pregunté con voz áspera—. Esas, esas, todas esas cruces. Son siete, ¿por qué? Es algo nuevo, nunca había pasado antes. ¿Y qué utilizó? A mí me parece cal normal y corriente. ¿Es cal? Eso me parece.

—A mí también.

—No está seca, pero le falta poco. Eso podría servirnos.

—¿Qué quiere decir?

—¿Cuánto tarda en secarse la cal?

—Ah, ya entiendo. Sí, sí, claro. No sé, yo diría que no más de noventa minutos cuando tiene ese grosor, ¿no?

Me obligué a dar un paso adelante, la parte superior de mi cuerpo se doblaba como un signo de interrogación. Respiré hondo. El aire estaba enrarecido, viscoso como una lámpara de aceite. Incienso mezclado con el hedor acre de la sangre sacrificial.

—¿Le conoce, padre?

—No, nunca lo había visto. He intentado recordar. Pero no sé quién es.

Seguimos mirando un poco más. Aturdidos por la impotencia.

—Esto no está bien —susurré, aunque ni yo mismo sabía qué quería decir con eso.

Unos golpes contundentes al otro lado de la abominable puerta me pusieron la piel de gallina. El padre Sheehy siseó algo entre dientes en su propio idioma y se pasó las puntas de los dedos por la reluciente calva, mientras se precipitaba hacia la entrada inmaculada de la izquierda como una marioneta desmadejada.

—¡Tengo que ver al señor Timothy Wilde por una urgencia civil! —chilló la voz de una langosta medio sumergida en una olla de agua hirviendo.

Enderecé los hombros. Nunca había formado parte de nada parecido a un ejército. Ni de una brigada, ni siquiera de una pandilla de gamberros riñendo por un territorio. Pero tal vez era aquello lo que se sentía cuando llegan los refuerzos, pensé. Como si volvieras a ser un hombre. Simplemente porque ya no estás solo. Solo, yo no era más que un excamarero encogido que miraba aterrorizado a la muerte. Dos estrellas de cobre volvieron a transformarme en un policía.

—Neill —dije por encima del hombro del padre Sheehy hacia el aire vacío y silencioso—, gracias. Ahora necesito al doctor Peter Palsgrave. Tan rápido como puedas.

Cuando le hube dado a Neill la dirección y ya había partido a la carrera, y el señor Piest hubo entrado por la rendija de la puerta con su linterna medio apagada, me aparté con Sheehy. Mi colega estrella de cobre se dio la vuelta para echar un vistazo. Se quedó allí, con el corazón casi sin latir. Pero no empalideció. Enrojeció como la camisa de un bombero, los labios se le retorcieron sobre la dentadura mellada, y entonces supe que estaba tan encolerizado por este maldito lío sangriento como yo.

—Primero —dijo el señor Piest—. Lo primero. Qué hacer. ¿Qué es lo primero?

—¿Lo desclavamos? —preguntó el sacerdote, con la voz intencionadamente endurecida para no parecer asustado—. Esto es una ofensa a la Santa Iglesia. A Dios mismo.

—No. Esperemos al médico —respondí.

Me costó un mundo pronunciar las palabras.

—Y al jefe Matsell —coincidió el señor Piest—. Ya he mandado que le avisen.

Asentí y me volví hacia Sheehy.

—La puerta principal en cuestión, ¿no me había dicho que estaba abierta? Pero la catedral estaría cerrada, ¿no?

—Sí, sí. Guardo las llaves en la rectoría, usted ya lo ha visto.

—¿Han roto algo?, ¿ventanas, cerraduras?

—No sabría decirle. Todo ha pasado muy rápido y tuve que vigilar la entrada. Aquí tengo mis llaves, que encontré donde las había dejado. Alguien debió de forzar la puerta.

—Entonces ¿aún no ha revisado todo el santuario, padre? —preguntó el señor Piest, que retrocedió para interrumpir su cuidadoso examen del cuerpo.

—Yo… no, salvo para asegurarme de que el monstruo se había ido. ¿Lo hago ahora?

—Padre Sheehy, vaya con el señor Piest a recorrer el edificio y fíjese atentamente en cualquier cosa que esté fuera de su sitio —sugerí—. Me quedaré con sus llaves. Voy a ver si descubro cómo entró nuestro hombre.

—Muy bien. El jefe no tardará en llegar —añadió mi colega, moviendo las manos cerca del codo del sacerdote en gesto protector—. Encontremos algo que enseñarle cuando se presente.

Cogí la pequeña lámpara que había estado utilizando Sheehy y el señor Piest abrió las cubiertas de su linterna humeante. Nos separamos, moviéndonos con presteza pero con cautela. Oía al señor Piest interrogando al padre Sheehy en un tono monocorde y experimentado. Preguntas pensadas tanto para tranquilizar como para sonsacar información. ¿Qué noche había pasado? Una muy atareada, presidiendo en la catedral una reunión interconfesional en la que se abordó la propuesta de crear una escuela católica. Habían participado una docena de prohombres de la ciudad. Todos absolutamente en su contra.

—¿Quiere que le dé la hora de la reunión, que le expliqué al minuto cuándo me calumniaron todos y cada uno de ellos? —preguntó—. ¿Quiere los nombres?, ¿los de los hombres que no creen que los niños católicos deban ser educados como católicos?

¿A qué hora se había retirado a sus alojamientos? A medianoche. ¿Habían amenazado alguna vez a la catedral? Sí, muchas veces, aunque nunca han ido más allá de tirar unas cuantas piedras y ladrillos. Me deslicé a lo largo de la pared, dándole la espalda a la escena infernal, intentando no pensar que el desafortunado crío podía verme. Intentando no pensar qué le habría pasado a esa criatura antes de morir. Me sonrojé, algo que, según había notado recientemente, me hacía sentir pinchazos afilados en mi cara cicatrizada, por debajo de la fina venda. Dejé de oír el amable interrogatorio del señor Piest cuando los dos desaparecieron en la galería del órgano, en el lado este de la iglesia. Y en cuanto sus voces se desvanecieron, volví a oírlo en mi cabeza. «Esto no está bien».

Y entonces pensé, con rabia: «Claro que no lo está».

A lo largo de las paredes laterales de San Patricio se alternan pequeñas franjas de vidrieras de colores. Al fondo, donde se alzan las agujas y se guardan en unas pequeñas salas vestiduras y objetos sacramentales cuyo nombre desconozco, hay otras tres puertas. Cuando abrí la puerta de la derecha y salí al exterior, un indicio de cobalto anunció que el alba no tardaría en dibujarse. Un destello febril al borde del firmamento, que me aceleró la respiración.

Me arrodillé y miré una por una cada cerradura, sin saber muy bien qué estaba buscando. Todas eran de hierro liso y frío, y todas bastante comunes: decoradas, despedían un leve olor rancio. Un lustre limpio en la superficie. El pulido no mostraba el menor arañazo. Forzar una cerradura, lo sabía porque Valentine había considerado su deber enseñarme a forzarlas, a menudo deja huellas. Pasé el borde afilado de una de las llaves del padre Sheehy sobre la superficie y, como era de esperar, dejó una marca. Pero, bien mirado, eso no me decía gran cosa. Si un manitas de sangre fría era lo bastante hábil y utilizaba una pequeña ganzúa, podía hacerlo sin dejar rastros visibles.

Di la vuelta hasta la fachada, donde los bloques grises tallados acababan y la piedra arenisca de un rojo apagado saludaba al transeúnte. La gente había vuelto a congregarse, entre susurros. Me miraban. No les hice caso y me arrodillé.

En vano. El mismo bruñido intacto era visible en las cerraduras de la entrada delantera, todas limpias, simples y desafiándome a que descubriera algo mientras iluminaba sus ojos. Me detuve un par de segundos más en la entrada central, intuyendo la imagen inversa a través de la puerta, con la claridad de una visión. Sentí el peso del cuerpo al otro lado, que colgaba más pesado en mi pecho que en la verdadera gravedad física.

Volví a entrar por la puerta de la izquierda. El señor Piest y el padre Sheehy estaban ante el altar, compartiendo la luz y las expresiones volátiles bañadas por el queroseno.

—¿Hay otro juego de llaves? —pregunté al devolver el que había utilizado.

—No —respondió el padre Sheehy.

—Entonces el asesino es sencillamente muy bueno con las cerraduras, lo que limita nuestra búsqueda a los seis o siete mil rateros camorristas de esta ciudad. Veo que a ustedes les ha ido mejor.

Habían dispuesto varios objetos en una tela desplegada sobre el banco de delante. Una bolsa de clavos de hierro grandes, cuya forma me resultaba ahora enfermizamente familiar. Un martillo. Una sierra, envuelta en un trozo de lona que no había impedido que se manchara de sangre. Un pincel que resplandecía marfileño a la luz amarillenta, y un pequeño tarro de cal. Un saco, vaciado de lo que hubiera contenido, y plegado: en conjunto, un pequeño equipo completo para la transgresión de todo lo que está bien.

—¿Dónde estaba todo esto?

—En mi sacristía, colgado con mis vestiduras —respondió el padre Sheehy.

Las palabras rechinaron al salir casi por la fuerza de sus labios. No sabía que un hombre pudiera contener tanto su rabia utilizando sólo la mandíbula.

—Y las puertas exteriores no están forzadas —añadió el señor Piest despacio—, usted es el único que tiene la llave, y estas herramientas estaban ocultas en su propia sacristía privada.

—¿Acaso cree que yo, siendo católico y un obediente servidor de Su Santidad y de la Iglesia de Roma, pensaría en acabar con el vicio cometiendo una barbaridad tan profana que da una nuevo sentido a la idea misma de pecado? —gruñó el sacerdote—. Esto… esta… salvajada, esta maldad bárbara, esto es una cerilla encendida a las puertas de las moradas de los irlandeses de Nueva York. Créame, yo no emigré para destrozar a mi rebaño.

—No, no, señor, era un comentario a su favor —explicó el señor Piest—. Sin la menor duda.

—Pues le agradecería que me explicara cómo.

—Porque nadie actuaría así —respondí al comprender lo que quería decir mi colega estrella de cobre—. Nadie asesinaría a un niño y luego delataría dónde ha escondido sus herramientas. Si las hubiéramos encontrado sin su compañía, tal vez nos habría dado otra impresión. Tal como están las cosas, el asunto pinta feo.

—¿En qué sentido?

—Alguien acaba de asesinar a otro niño, pero esta vez quiere que creamos que fue usted.

—¿Cree que por eso pintaron las cruces alrededor del cuerpo? —exclamó el señor Piest chasqueando los dedos—, ¿para culpabilizar al padre?

—No sabría decir, aunque me gusta más esa explicación que la otra posible.

—¿Que es…?

—Que el tipo ha perdido la poca cabeza que le quedara.

Pum pum pum.

Esta vez, los golpes resonaron sordos desde la parte de atrás de la catedral. El señor Piest corrió hacia allí, tras coger las llaves. Yo me quedé con el padre Sheehy, esperando que no se me pusiera verde y se desmayara o se sumiera en un negro silencio. Pero no había razones para preocuparse. Parecía tener ganas de repintar una de las vidrieras de los colores de arcoíris de la iglesia tirando por ella la cabeza de un cabrón enfermo.

El jefe Matsell entró, con el doctor Peter Palsgrave pegado a sus talones. El señor Piest les seguía, tras haber despedido de nuevo a Neill.

—Póngame al corriente —dijo el jefe—, ¿tan malo es?

—No se me ocurre nada peor —respondí haciendo un gesto.

Nos dirigimos con resolución hacia la parte delantera de la iglesia. Estaba a punto de dar más explicaciones, con el señor Piest y el padre Sheehy andando respetuosamente detrás, cuando el doctor Palsgrave empezó a gritar.

Fue un sonido espantoso, sobrenatural, algo que se desgarró de su garganta y que debería haberse quedado en su sitio. Un ruido íntimo. Angustiado y aterrado, como si se hubiera abierto un foso a sus pies. Al instante, se quedó clavado y se derrumbó sobre el banco más próximo.

—Doctor, debe de haber visto sangre antes —señaló el jefe Matsell, incrédulo ante aquella reacción.

—No, no es nada —dijo jadeando el doctor Palsgrave, agarrándose el pecho—. Sólo mi corazón. Oh, mi corazón. Dios, ten piedad, ¿qué ha pasado?

—Lo mismo que pasó las otras veinte veces —dije con un filo cortante en la voz.

—Pero esto. Esto, esto… Mírenlo —gritó Palsgrave, y se puso en pie apoyándose en el respaldo del banco que tenía detrás—. Y se lo han hecho a un niño indefenso. ¿Quién podría digerir un acto así? Yo no puedo… es una completa locura.

«Esto no está bien», me anunció mi cabeza despiadada.

—El estado mental de nuestro hombre se deteriora por momentos —convino el jefe Matsell categórico—. No hemos hecho caso a sus advertencias, y se ha lanzado a una espiral de violencia. Bien, ahora dígame qué más ha descubierto, Wilde, mientras el doctor Palsgrave realiza un examen preliminar. Doctor Palsgrave, contrólese.

El casi histérico especialista parecía dominado por el miedo, pero se retorció hacia delante como si hubiera resuelto pasar por alto la tormenta que se había desatado en su pecho. Sentí un poco de pena por el doctor, mientras oía a Bird en mi cabeza. Me creía que amaba a los niños. Y yo olía la sangre a diez metros. Esto era una pérdida explícita, la antítesis de la curación del médico. «Si se acordara de nuestros nombres y nos viera luego… bueno, eso querría decir que hemos vuelto a enfermar, ¿no? Que ha fallado». Pero el jefe tenía razón, y el doctor lo sabía, así que parpadeó con fuerza varias veces y se acercó como un autómata a la puerta central.

A los cinco minutos, el doctor Palsgrave quiso que se bajara el cuerpo al suelo, ya nada se obtenía con contemplar ese lúgubre espectáculo de la puesta en escena de un loco. El jefe asintió, y el padre Sheehy cogió una palanca, y entre aquella pareja de hombres de hierro lo descolgaron en tres minutos. Estiramos al chico sobre un trozo de lona, donde parecía mucho más pequeño que un momento antes.

Pasaron volando unos minutos, y el doctor Palsgrave nos dio su veredicto final.

—Que yo sepa, nunca había visto a este niño. De vivo, estaba sano, debía de tener unos once años, sus órganos están todos intactos, y ha muerto de una sobredosis de láudano —anunció el doctor Palsgrave.

Le miramos fijamente.

—Tiene restos de saliva en los labios, lo que indica el inicio de náuseas. Eso, por sí solo, no sería concluyente, pero es que, además, muestra todos los signos de asfixia: las uñas azuladas, y también los labios.

—Así que lo estrangularon —dijo el jefe.

—De ningún modo, no hay ninguna señal en el cuello del niño.

—Entonces ¿fue envenenado? Pero…

—Huelan la mancha que hay en el cuello de la camisa del chico ustedes mismos ¡y díganme si no es un opiáceo con sabor a anís! —gritó el anciano—. No me extrañaría que lo hubieran mezclado con morfina, porque parece haber hecho efecto antes de que llegaran las náuseas.

—Resulta un poco inverosímil, ¿no cree, doctor? —probó el señor Piest—. El método parece bastante… humano. ¿Le parece probable?

—Nos estamos enfrentando a un maníaco religioso homicida, y ¿me viene usted con probabilidades?

—¿Me está diciendo —gruñó el jefe Matsell— que una mala bestia con la mente enferma irrumpió aquí con un cautivo, lo envenenó y tras dejarlo apaciblemente dormido, lo clavó a la puerta y lo abrió en canal?, ¿para impresionar a los demás o algo así?

—Oh, Dios misericordioso —susurró otra voz, apenas audible.

No importa lo enzarzados que estuviéramos en la discusión, no importa lo concentrados que estuviéramos en el cuerpo extendido en el suelo, hasta el día de hoy no puedo creer que yo, Timothy Wilde, no percibiera el susurro de los pasos de Mercy hasta que ella estaba ya casi a nuestro lado. Con su propia linterna, el pelo suelto, exangüe como la luna. Los ojos clavados en el último sacramento del asesino. Pero sí me dio tiempo a cogerla cuando se desplomaba, y al desmayarse dijo algo que bien podría haber sido «Timothy».