OCHO

[…] esta comprensión hacia los delincuentes siempre ha sido un rasgo característico de los campesinos irlandeses, y aunque sea inútil explicar ese sentimiento malsano, es incuestionable que su simple existencia es la fructífera fuente de la que manan la atrocidad y el asesinato.

• NEW YORK HERALD, verano de 1845 •

Cuando llegué a casa, la señora Boehm estaba en el centro de la cocina, al otro lado del pulcro mostrador de pan y se apretaba con la mano el agradable creciente de su boca. No estaba inmóvil, pero tampoco es que se moviera. Como si no se decidiera entre ambas posturas, balanceaba su escaso peso hacia atrás y hacia delante, parpadeando.

—¿Qué está pasando? —le pregunté, rodeando la vitrina de hogazas de semillas.

—Le di té de olmo rojo —respondió tensa, sin mirarme—. No hay nada mejor que ese té cuando hay un desequilibrio de los humores de la sangre. Y después, le apliqué una cataplasma. Eso va muy bien.

—¿Es que Bird se ha puesto enferma? —exclamé.

—La mandé a comprar. —La señora Boehm cambió de apoyo al pie izquierdo, y se volvió un poco antes de balancearse hasta volver a su anterior posición—. Aquí al lado, a por un poco de pescado fresco para comer. No es muy lejos, pero con este calor espantoso… No era mi intención, ni se me ocurrió que pudiera afectarla. Apenas puede moverse —acabó la frase, dándose golpecitos con un puño flácido en los labios, mientras su expresión se quebraba como un campo recién arado.

Como suponía que Bird debía de estar en la cama de la señora Boehm corrí escaleras arriba. La puerta de la habitación en penumbra crujió un poco al abrirla. Un sonido doliente, suplicante. Era un alojamiento notablemente despojado para una mujer que tenía su nombre en la entrada del edificio, pensé mientras mi mirada se acostumbraba a las sombras marrones y mortecinas. Una silla alta, un único cuadro en la pared, y ni siquiera de una persona. Se trataba de una exuberante imagen de prados, intensamente verdes, que me recordaban mucho mi infancia. La enferma llevaba un vestido de lino fino. Estaba acostada boca arriba. El pelo le caía sobre la almohada en una maraña de oscuros zarcillos leñosos. Una cataplasma caliente que desprendía un intenso olor a manzana asada y tabaco reposaba sobre su pecho, lo que despertó en mí un desagradable e inesperado recuerdo de cuando tenía once años y tuve que padecer en mis carnes las ideas de Valentine acerca de cómo curar una congestión. Los ojos de la niña se abrieron aleteando cuando me oyó. Un par de polillas grises en aquella luz tenue.

—¿Qué te ha pasado? —le pregunté en voz baja acercándome a la cama.

—Me ha dado fiebre —dijo con voz áspera a través de su garganta reseca.

—¿Cuándo volvías de la pescadería?, ¿qué te pasa, Bird?

—Tengo manchas rojas, y me duele al respirar.

—La señora Boehm parece muy preocupada por ti.

—Lo sé. Siento molestar.

Me senté en un lado de la cama, dispuesto a contarle la burda mentira de que no era ninguna molestia. Me planteé para mis adentros, bastante abatido, si era peor contarle a una niña muy enferma que su amigo había sido finalmente hecho pedazos, o dejar que el otro pequeño quedara sin vengar. Las respuestas que necesitaba le harían mucho daño a la criatura cuando me contara la historia. Pero antes de poder decir nada, vi algo raro.

—¿De qué estabais hablando antes de que fueras a comprar el pescado? —pregunté distraídamente.

Los ojos de Bird se deslizaron hacia la ventana, con las pupilas repentinamente vacías e inescrutables.

—No me acuerdo —murmuró—, ¿hay agua?

Le acerqué el vaso a los labios, observando el cuidado con el que movía la cabeza, con la cautela de una muñeca, no de una niña, y luego volví a dejarlo en la mesita.

—¿Y si te digo que la señora Boehm está muy alterada y ya me ha contado de qué habéis hablado? —dije sin mentir del todo.

Un levísimo respingo. Apenas del grosor de un pelo, de la piel que se pincha en un alfiler doblado.

—Ella quiere mandarme a un orfanato de la iglesia —dijo suspirando—. Y yo iré, si es que me odia tanto. Le dije que le pagaría la taza, que lamento mucho que me pasen cosas así, pero ella no paraba de repetir «es lo mejor». Yo creía que usted dejaría que me quedara aquí, si ella no le convencía de lo contrario. Si ella no le obligaba a que se preocupara por ella. Pero me iré en cuanto me ponga buena.

—En ese caso, más vale que no te falte zumo de remolacha, ¿o es de mora? No sabría decir.

La expresión que asomó en la cara de Bird cuando dejé al descubierto su fingida enfermedad es de las que prefiero no recordar. Los niños se enfadan cuando les descubres en una mentira. Sé, porque lo vi con mis propios ojos, que Val se puso como una fiera una mañana, hace mucho, cuando se descubrió que se había manchado adrede con fresas para simular que estaba enfermo y no tener que ayudar a curtir el pellejo de un caballo que había muerto de hidrofobia. Bien mirado, curtir una piel es un trabajo sucio. Pero el rostro de Bird se ruborizó y se descompuso como el de un adulto. Un rubor de culpa y, al instante, el aleteo de una paloma abatida de un disparo. Quería decirle que se olvidara de esa pose, que volviera a enrabietarse por los desaires, como hacen los niños.

—La cataplasma está muy caliente, ¿no? —preguntó con una voz normal, sonriendo un poco. Tras saberse descubierta recurría a sus encantos. Bajó la mirada. Unas manchas pintadas con esmero en el cuello y en el pecho empezaban a teñir de rosa la arpillera, que despedía un fuerte olor. Se incorporó en la cama y dejó caer la cataplasma con un sonido desilusionado y húmedo en la mesita—. Normalmente, el zumo de remolacha no se corre. Robé una de la despensa antes de salir y le pedí a un chico que reparte periódicos que la cortara con una navaja.

—Muy lista.

—Entonces… ¿no está enfadado?

—Lo estaré si no dejas de mentir durante diez segundos seguidos.

Los ojos se contrajeron levemente, sopesando la oferta.

—Me rindo. No volveré a contar cuentos. —Salió gateando de la cama y se sentó delante de mí, en la postura de los indios—. Pregúnteme algo.

Esperé. Pero ella ya tenía demasiados desgarrones en su interior, supongo que como todos, y posponerlo por caridad no era nada caritativo. Vacilando sólo un poco más, me quité el sombrero y lo dejé sobre la colcha de retales rojos y azules. Los ojos de Bird se abrieron de par en par ante la señal evidente de que algo muy grave se avecinaba.

—¿Conoces a una mujer que se llama Silkie Marsh? —pregunté.

Ella se sobresaltó, una mano asustada aferró las sábanas mientras se arrodillaba.

—No, no. Yo nunca… —Se calló, hizo una mueca al darse cuenta de que ya se había delatado y respiró hondo.

—Sé a ciencia cierta que vienes de allí. Así que no hace falta que me lo cuentes, si tanto daño te hace —dije con amabilidad.

—Está aquí, ¿verdad? Me ha encontrado. Yo no volveré, yo…

—No está aquí, y no debería haberte asustado. No, no debería, pero en este momento yo necesito más tus respuestas que tú tu tranquilidad. Lo siento. Bird, cuando dijiste que iban a hacer pedazos a alguien… hemos encontrado un cuerpo. De tu edad, más o menos, un poco mayor, y de la misma casa.

Al principio, Bird no dijo nada. Cambió de postura, se sentó con las piernas de lado, y preguntó con voz totalmente calmada:

—¿Y cómo sabe usted que venimos de la misma casa?

—Alguien me ayudó a identificarlo, aunque todavía no sé cómo se llama. En cuanto a ti, bueno… estaba tu camisón. Y lo que dijiste… alguien a quien habían hecho daño. Y todos pasasteis la varicela el año pasado. Mírate.

Bird bajó la barbilla para mirarse las dos cicatrices casi completamente desvaídas de la varicela en la base de su delgado cuello y luego la levantó con una inesperada y sincera sonrisa. Un diente de la mandíbula inferior se le había ladeado y empujaba amigablemente a su vecino.

—Es usted muy listo, señor Wilde. No se le escapa una. ¿Es porque es un estrella de cobre?

—No —reconocí, sorprendido por verla apenas alterada—; es porque antes servía en un bar.

Ella asintió tranquilamente.

—Bueno, se nota que usted es un buen tipo, mejor que la mayoría. Lo supe desde el principio, como le dije. Siento haber intentado engañarle antes, pero es que… —Bird se aclaró la garganta, otro gesto extrañamente adulto que yo no quería verle repetir—. ¿Qué quiere saber?

—La verdad.

—No le gustará —dijo con voz apagada toqueteándose el dobladillo del vestido—. A mí no me gusta.

—¿Cómo se llamaba tu amigo?

—Liam. No tenía otro nombre. Era de los muelles, vivía pidiendo sobras a los marineros y los estibadores. Vino con nosotros hace dos años. Dijo que estaba harto de dar gratis algo por lo que tenía derecho a cobrar y, además, la comida en la casa de Marsh es bastante buena.

Yo estaba petrificado. Intentaba que mi cuerpo no expresara las cosas que mi boca no hubiera pronunciado aunque se desangrara. «Cosas así no deberían existir en este mundo».

—¿Y qué le pasó anoche?

Bird se encogió de hombros, en el gesto más desamparado y menos apático que he visto en mi vida.

—Anoche vino el hombre de la capucha negra.

—¿Y el hombre de la capucha negra fue el que le hizo daño a Liam?

—Sí.

—¿Y no sabes cómo se llama?

—Nadie lo sabe, ni tampoco qué aspecto tiene. Creo que es una especie de salvaje. A lo mejor un piel roja o un turco. ¿Por qué si no iba a esconder su cara?

Se me ocurrían varios motivos, pero no me atreví a compartirlos.

—¿Y cómo acabaste cubierta de sangre?

Bird apretó la mandíbula, como quien cierra una puerta a cal y canto.

—No quiero hablar de eso. Era de Liam. Entré y vi… no quiero hablar de eso.

Pensé en presionarla, pero me di la vuelta, asqueado de mí mismo. Había muchas preguntas que hacer sin necesidad de atormentarla con las peores. Por ahora.

—¿Por qué el hombre de la capucha negra le hizo daño a Liam?

—No hay ninguna razón que yo sepa. Como le he dicho, debe de ser un salvaje. Pero yo creo que le gusta. A veces les gustan cosas raras. Una noche, muy tarde, le vi sonreír en el salón, como si fuera a hacer algo divertido y no… Él es el que los hace pedazos, sí.

El corazón se me estremeció de mala manera, como una cerilla cerca de una mecha húmeda.

—¿Los?

—Sí, los.

—¿A cuántos?

—A docenas de nosotros. —Carraspeó de repente, como si le hubieran golpeado la garganta como a un animal atado—. A docenas de ellos. Ahora yo vivo aquí con usted.

—¿Y cómo, en el nombre de Dios, se supone que voy a ayudarte si no paras de contarme una mentira descabellada tras otra? —pregunté mientras me pasaba los dedos por el pelo—. Primero quieres que me crea que te escapas de tu padre, o que apuñalaste accidentalmente a un hombre, o que empapaste tu…

—O que mi sangre está enferma…, ¡pero ahora no es mentira! De verdad que no miento —gritó.

—Bird —volví a intentarlo; sentía los huesos frágiles y quebradizos por el cansancio—, esto no es justo. No has hecho otra cosa que mentirme, y ahora ¿esperas que me crea que docenas de niños han sido despedazados por… por una especie de maníaco que aborrece a los niños?

Bird asintió. Su cara, siempre perfectamente controlada, se estremeció esta vez sin su permiso. Su expresión invitaba a pensar en una rueda de carruaje que se había soltado y rodaba entre fango resbaladizo y piedras malintencionadas.

—¿Sin que nadie lo notara?, ¿sin que…?

Me quedé sin palabras.

A fin de cuentas, ¿quién lo habría notado? Hacía dos semanas que se había creado la policía, y ni una sola alma bendita consideraba de buen gusto hacer caso a los irlandeses. Mierda, ni yo mismo creía muy juicioso escuchar a Bird, y desde luego que la niña exageraba. Desde luego. Dos o tres de sus amigos habían desaparecido y ella había hinchado la cifra hasta convertirlos en docenas, y en un turco encapuchado.

—¿Cómo quieres que me fíe de ti? —le supliqué.

El cuerpo de diez años de Bird contuvo un estremecimiento, un temblor de repulsión que surgió de la base de su columna.

—Podría enseñarle dónde están enterrados —dijo en un susurro—. Pero sólo si acepta que me quede aquí.

—Dos semanas —había dicho la señora Boehm, con las comisuras de los labios tan clavadas al suelo como sus pies.

El engaño de Bird le había encogido la piel, estrechándosela varios centímetros más que su cuerpo. Si fuera hija suya, aquello no quedaría sin castigo, había dicho sombría, pero supuso que Bird sabía lo que se hacía, ¿no? Así que dentro de dos semanas tendría que irse. Era como cumplir una sentencia de cárcel al revés.

—Lo siento —había dicho Bird, asumiendo que no le quedaba otra—. Pero intentaré compensarla. Si pudiera…

—Dos semanas —había repetido la señora Boehm, y luego golpeó el trozo de masa que tenía bajo los puños como si expurgara los pecados de muchos mundos.

Bird y yo caminábamos hacia las Tombs; el calor mandaba penetrantes vaharadas de orina de caballo achicharrada y piedra recocida a nuestras narices. Bird se había puesto otra vez los pantalones de chico y la larga blusa con botones, pero había añadido una tira de arpillera a modo de cinturón. Parecía un pequeño barrendero que trabajaba en una esquina a la espera de algo de calderilla.

—¿Cómo sabes dónde están enterrados esas docenas de niños? —pregunté.

Procuré evitar que «esas docenas» sonara como unos sarcásticos millones.

—Los escuché hablar una vez, a escondidas. Cuando el hombre de la capucha negra venía —respondió; su atención se dispersaba sin parar de derecha a izquierda, a las puertas de los zapateros y a las licorerías—. Mi amiga Ella se había ido y yo le vi cuando llegaba esa noche. Se bajó de un carruaje. Fue a la habitación que utiliza, abajo, en el sótano. Tardé siglos en averiguar dónde era porque, ¿sabe?, está más cerrada que todas las demás y tuve que birlar la llave. Cuando se marchó, yo estaba mirando por una ventana. Cargaron un bulto en la parte de atrás del carruaje en el que se iba y dijo: «Novena Avenida con la calle Treinta».

—En la Novena con la Treinta no hay nada más que bosques, tierra de labranza y calles vacías.

—¿Y para qué otra cosa iba a ir allí si no?

Con la impresión de que estaba a punto de quedar como un idiota, una sensación que me era ya muy familiar, guié a Bird por la inmensa entrada de las Tombs. Antes había mostrado tanto miedo a ir que temí que echara a correr al verla. Pero se limitó a mirar hacia arriba con una especie de pasmo silencioso.

—¿Cómo han podido hacer las ventanas tan altas, de dos pisos, por toda la pared? —preguntó mientras entrábamos en el aire más fresco dentro de la roca sólida.

Menos mal que no tuve que responder porque no tenía la menor idea. Alguien me estaba llamando a gritos por el cavernoso vestíbulo catedralicio, desde las oficinas, con una estridente voz de barítono que, nada más oírla, te ponía firme.

—¡Wilde, venga aquí!

George Washington Matsell llevaba un fajo de documentos bajo el grueso brazo, y su mirada fulminante, bajo sus cejas aceradas, hizo que me pesaran los zapatos. Subimos hacia mi tenebroso y descomunal jefe de policía. No miró a Bird, al menos no directamente. Asimiló su presencia con una mirada gélida y general que se acabó concentrando exclusivamente en mí. Esa mirada le hacía parecer un monumento regio erigido en su propio y bien merecido honor.

—Su hermano, el capitán Valentine Wilde —empezó Matsell—, es un hombre que hace cosas. Cuando el Partido Demócrata puede beneficiarse de un servicio, él cumple al dedillo. Cuando estalla un incendio, saca a los vivos de sus garras y luego lo apaga. Traerá el mismo espíritu resolutivo a la policía, espero. Y por eso esta mañana me vi obligado a sustituir a un patrullero que había desaparecido. ¿Fue una molestia para mí? Sí. ¿Me fío de su hermano? Sí. Así que, dígame, señor Wilde, ¿qué ha estado haciendo el agente al que sustituí esta tarde para demostrar que su hermano tenía razón?

—El niño fallecido se llamaba Liam, sin apellido conocido —respondí—. Procedía de un burdel propiedad de una tal Silkie Marsh, a la cual, según parece, mi hermano conoce. Ésta es otra antigua residente de esa casa, Bird Daly, y afirma que otros niños han sido asesinados de manera similar, así como también afirma saber dónde se deshicieron de ellos. Me propongo investigar su afirmación y para eso necesito ayuda. Y unas palas, supongo. Con su permiso, señor.

La sonrisa que había visto oculta tras los dientes de Matsell brilló con todo su esplendor. Pero rápidamente volvió a ponerse serio, mientras unos pensamientos más lúgubres se estremecían detrás de sus ojos.

—Silkie Marsh ha dicho —repitió tranquilamente.

—Sí.

—Si yo fuera usted no volvería a repetir ese nombre en las instalaciones de las Tombs. Y hay más niños asesinados, ha dicho.

—Sí, pero…

—Si puede encontrárseles, seremos nosotros quienes los encontremos —concluyó cuando se alejaba ya a largas zancadas.

Concluimos que ir por ferrocarril al norte nos habría dejado demasiado al este de la Novena Avenida para resultar práctico. Así que, una hora después, me hallaba en un carruaje de alquiler con una sumisa Bird Daly, un sobrio jefe Matsell y el señor Piest, cuyo indómito pelo plateado se agitaba sobre su cabeza como si fueran impacientes signos de exclamación. Según parecía, Matsell se fiaba de él, sólo Dios sabe por qué. Tres palas se entrechocaban ruidosamente a nuestros pies, y cada vez que los ojos de Bird se topaban accidentalmente con ellas, se apartaban al instante, y miraban por el techo abierto del carruaje hacia los edificios que se empequeñecían a medida que dejábamos atrás los imponentes templos de ladrillo y piedra. Mis propios nervios vibraban como cuerdas de violín al pensar que Bird podría haberse inventado una docena de cadáveres sólo para distraerme. Una sensación extraña, porque se suponía que a mí no me importaba el trabajo de policía.

—Discúlpeme, pero ¿de verdad dispone de tiempo para este tipo de pesquisas, señor? —pregunté en cuanto me di cuenta de que el jefe Matsell pretendía utilizar una pala.

—Si Silkie Marsh tiene algo que ver en esto, sí, aunque no es asunto suyo —respondió sin alterarse, ocupando el espacio de dos hombres sobre el asiento acolchado de cuero—. Y dígame, ¿cómo se ha enterado de tantas cosas tan deprisa?

Saltándome algunos de los numeritos de Bird, me resultó fácil relatar la historia. Cuando acabé, el jefe Matsell se concentró profundamente y se olvidó por completo de los demás, mientras el señor Piest me sonreía con lo que sólo puede calificarse de pasión.

—Habilidades de investigación de primera, señor Wilde. —Sus mangas deshilachadas se apoyaban limpiamente en su regazo, las botas holandesas golpeaban con torpeza las palas—. He sido vigilante toda mi vida, y durante el día también trabajaba buscando pertenencias perdidas. Buscar cosas que se habían perdido, a cambio de una recompensa, es lo que siempre he hecho. Pero, encontrar un nombre… —dijo dándose unos golpecitos con un dedo arrugado en la barbilla o, más bien, en el punto donde el cuello se le juntaba con la cara y debería haber estado la barbilla—, eso es lo más difícil, sí señor. ¡Le felicito! Vaya que sí. La varicela. Con esta mano, esta noche brindaré a su salud.

Bird y yo intercambiamos una mirada que decía claro como el agua: «Loco pero inofensivo». La mirada hizo saltar una chispita dorada de complicidad entre los dos. Y luego ella volvió a mirar las casas de piedra arenisca, aislándose de nuevo. Esperando pacientemente a que llegáramos a las lindes de una metrópolis que no paraba de crecer.

Muy cerca de donde el turbulento Hudson roza la calle Veintitrés, la rejilla urbana continúa como si estuviera marcada a fuego en la tierra, claro, aunque algunas calles pasan misteriosamente de la piedra a la tierra, mientras que otras se pavimentan incansablemente, día tras día. Broadway y la Quinta Avenida ya están muy pobladas, incluso tan al norte, y cada vez más, por ejemplo. Pero la Novena Avenida todavía se conserva plenamente pastoril. Si nuestra misión hubiera sido otra, y si no sintiera un nudo de preocupación justo encima de la pelvis mientras bajábamos con las palas, casi me habría sentido como en casa. Habíamos dejado atrás los cerdos callejeros junto con los puestos del mercado, y el aire, fuera de la ciudad, era transparente. No había humo de leña, ni orinales volcados, ni entrañas de pescado pudriéndose. Sólo alguna esporádica granja vallada; las mazorcas de maíz resplandecían tan brillantes como las incontables formaciones rocosas que centelleaban sobresaliendo entre el pasto alto, y el olor de los arces que nos perseguía mientras nos dirigíamos al indefinido cruce.

Idílico, en otras circunstancias.

Nos detuvimos en el cruce de las calles toscamente delineadas. Cada uno de nosotros miraba de derecha a izquierda, por delante y por detrás, con sutileza. Bird deslizó una de sus manos de huesos pequeños en la mía y levantó la mirada como si dijera: «Es todo lo que sé. No lo sé todo. Si lo supiera, no estaría viva».

—Dime —dijo George Washington Matsell por la comisura de los labios—, ¿con qué luz venían por aquí?, ¿al alba?, ¿o ocultándose en la oscuridad?

—En la oscuridad —dijo Bird con una vocecita. Pero yo ya había escuchado antes ese tono de voz, y no lo había utilizado cuando contaba la verdad.

—En ese caso —suspiró Matsell—, si existe una sepultura (y espero por tu bien que así sea, pequeña, porque si no te mandaré al Oeste a vivir con un granjero viudo que necesite una cocinera decente), tendría que estar un poco apartada de la Novena Avenida. Esa avenida está muy transitada por la noche; los vecinos de Harlem vienen por ella cuando vuelven de Nueva York.

—¿Cuándo fue la última vez que viste al hombre de la capucha negra antes de que Liam desapareciera? —le pregunté.

La garganta de Bird pareció pegarse a su columna durante un instante.

—Hace un mes. Aquella vez no lo vi, pero…, pero Lady desapareció.

No lo pregunté cuántos años tenía Lady, Dios me perdone, porque ya sabía que no había crecido lo suficiente para ser una lady.

—En ese caso, de estar enterrados por aquí, la vegetación será muy reciente —razoné.

«Si la sepultura existe», me recordé.

La dirección en la retícula urbana que había escuchado mi pequeña amiga era tan concreta que no nos molestamos en dispersarnos. Caminamos hasta el Hudson, al punto donde la Décima Avenida serpentea entre zarzas y espadañas junto al perezoso río de pizarra, y luego retrocedimos hasta el punto donde la Octava Avenida se vuelve polvorienta y ancha sobre riachuelos salpicados de piedras. Allí llegó a nuestros tiernos oídos el ruido de un martilleo. Sierras apenas audibles en el silencio, tejados apenas visibles sobre las copas de los nogales blancos.

—Aquí no hay nada —informó el jefe Matsell.

Y tenía razón.

La mirada que le clavé a Bird no era ni justa ni comprensiva. Básicamente transmitía la idea de que una niña de diez años no debería hacerme quedar como un imbécil. Ella me devolvió la mirada, y la suya preguntaba cómo podía esperar yo que ella hubiera estado allí en persona.

—Señor Wilde —dijo Matsell cuando ninguno de nosotros había pensado todavía qué responder—, se me está acabando la paciencia.

—Pero si esto no ha hecho más que empezar —exclamó el señor Piest rápidamente, pasándose una mano por la cara de mandíbula caída. Un hombre demasiado atento al que yo había tomado por un pobre viejo—. Hemos realizado las pesquisas preliminares. Bien, ahora, ¿dónde, en este terreno, tendríamos un buen lugar para ocultar una sepultura?

Durante un instante odié, sin que se lo mereciera, al señor Piest, cuando Bird tosió para ocultar un estremecimiento de miedo.

—Tiene razón —fue lo que dije—. Pensémoslo bien.

—El bosquecillo de allí —decidió Piest al cabo de un momento—. Aquel grupo denso de álamos con el manzanal detrás.

—Espere —dije—, si un hombre se ocultara entre los álamos, no vería acercarse a nadie. Pero si se situara detrás de una de las formaciones rocosas, podría mirar por encima o por debajo de ella y tendría una vista nítida del movimiento de gente.

—Muy bien, señor Wilde. Sí, ya le comprendo.

Di varios pasos entre la hierba de olor dulzón. Los demás me siguieron, mirando al suelo. Y no tardamos mucho en verlas: señales muy débiles de huellas de ruedas. No donde no había flores sino donde éstas habían sido aplastadas y todavía no se habían recuperado del todo.

—Metro ochenta de ancho —dije.

—Un carruaje o una carreta grande —añadió Piest a mi izquierda.

Matsell se encaminó a la roca de esquisto que perforaba la tierra más cercana y los demás le seguimos. Era una inmensa roca brillante, de miles de años de antigüedad. Tendríamos que habernos sentido muy aislados pero, en Manhattan, cuanto más te adentras en el bosque y te alejas de lo que se considera civilización, más de cerca parece vigilarte la propia isla. O te acostumbras a estar siempre bajo la mirada de mil ojos en Nueva York o te vas del todo de la urbe. Pero cuando estás en las afueras de la propia ciudad, con el cielo desparramándose limpio y perezoso sobre ti, y los pájaros contándose tonterías entre ellos, y las hierbas susurrando secretos a tus pies… la sensación de que te están observando no te abandona. A esas alturas la llevas incrustada en la piel. Siempre hay algo mirándote, igual que aquella tarde nos observaban las piedras grises y los fresnos negros. Lo que pasa es que no siempre puedes dar por sentado que se trate de presencias amables.

Porque no lo son. Es más, pueden resultar bastante despiadadas.

Cuando llegamos a la parte de atrás del saliente de piedra —la vertiente norte— nos encontramos con una visión espantosa. Se extendía allí un prado que había sido removido recientemente, iluminado por las semillas de flores silvestres. Ranúnculos, sobre todo, y tréboles que se mezclaban con la hierba fresca. Todo inocente y muy bonito, tan verde y tan amarillo que hacía daño a la vista.

—Dios bendito —murmuré.

—Empiecen a excavar —dijo Matsell.

Era un buen trozo de tierra, muy ancho, y había sido removido superficialmente, y nada en este mundo explicaba su presencia ahí. Lo único que podía pensar mientras miraba el trecho de tierra virgen era: «Es grande, demasiado largo y demasiado ancho».

Me saltaré esa parte del relato. Esa parte recoge sólo hechos, hechos muy oscuros. Nada de motivos ni de sentido. Y, además, a pesar del calor y del sudor del trabajo, nos requirió muy poco tiempo. Fuera cual fuese el Dios que nos estaba observando, católico o protestante, no puedo imaginar cuáles serían Sus impresiones cuando descubrimos al mismo tiempo un delgado hueso blanco y un brazo descompuesto, desvelados con un golpe seco entre dos paladas. Quién las dio es algo que no recuerdo con claridad. Tal vez fuimos Matsell y yo, tal vez Piest y yo; lo que sí recuerdo es que mi herramienta golpeó algo que no era tierra. Nunca lo olvidaré.

Y a poco más de medio metro de profundidad, la tierra todavía estaba blanda por encima, y la carne, más abajo, también; los gusanos disfrutaban de cada centímetro de aquel suelo arcilloso. Pero no fue el brazo lo que me perturbó. Las uñas de los dedos se estaban cayendo, sí, y la piel se fundía verde en terrones; pero a su lado, con los dedos muertos doblándose alrededor casi con ternura, había otro hueso. Un trozo de pie, mucho más descompuesto.

El hueso me dijo al instante: «Muchos más que uno». Y la carne nos envió un olor secreto, como si dijera: «Encontradnos».

«Por favor, encontradnos».

Aquel día trabajamos muy duro, levantando la tierra que cubría lo que antes habían sido niños. Pero un único incidente destaca en mi recuerdo. Hay momentos en los que uno decide que respeta a un hombre, y otros en los que decide que está de su parte. El momento en que George Washington Matsell ordenó a Bird que se alejara para no ver a sus colegas descompuestos señaló el instante en que empecé a sentir algo por la insignia que llevaba en el pecho, y por el hombre que había confiado en mí para que la llevara, algo que no había sentido antes.

—Sáquenla de aquí —dijo el jefe Matsell, sin mirar en ningún momento hacia Bird.

Solté la pala. Me maldije por no haberlo pensado antes, aunque hacía apenas tres minutos que habíamos dado con el primer cadáver. Corrí hacia Bird, que permanecía petrificada entre unos tréboles, apretando los labios para no gritar, la alcé en silencio y me encaminé hacía la roca centelleante más cercana que le ocultara aquella visión siniestra.

—No volveré —juró una vez más, aferrándome la camisa con todas sus fuerzas.

—No, no volverás —convine, aunque no tenía ni la menor idea de cómo iba a dar cobijo a una diminuta prostituta.

Hasta entonces no había sido un estrella de cobre. Pero en ese momento, con Bird estremeciéndose tan fuerte en mis brazos que apenas podía respirar, me convertí en uno de ellos. Y lo sigo siendo.

Porque, de no haber sido nosotros, ¿quién los habría encontrado jamás?