VEINTISEIS

Téngase en cuenta que el papismo es lo mismo en la actualidad que en la Edad Media. El mundo ha cambiado, pero el credo, los sentimientos, la avaricia y la ambición de los papistas siguen siendo los mismos.

AMERICAN PROTESTANT IN DEFENSE OF CIVIL AND RELIGIOUS LIBERTY AGAINST INROADS OF PAPACY, 1843 •

Silkie Marsh no se hallaba en su establecimiento, qué le vamos a hacer, así que me enviaron al teatro que hay en Niblo’s Garden, en Prince y Broadway, el local en el que Hopstill se pasaba todo el día fabricando fuegos artificiales, aunque dudo que hubiera llegado a ver ninguna de sus funciones.

Cuando llegué, el amarillo había abandonado el aire. Un azul claro otoñal resplandecía en el cielo por encima de la exuberante vida vegetal y las más exuberantes multitudes que atestaban la cantina recargada de ornamentos de latón. Me abrí paso entre los vendedores ambulantes de manzanas caramelizadas y las grandes hojas verdes de pega para entrar en el teatro. Esa noche actuaba un cantante, una excepción en el desfile interminable de acróbatas. Le di una moneda a un chico con un sombrero de papel ladeado que vendía cacahuetes y le pregunté dónde se sentaba Silkie Marsh esa velada. Me lo dijo de buena gana. Enseñando mi estrella en lugar de la entrada, subí las escaleras.

Silkie Marsh estaba acomodada en un palco que semejaba una vitrina de piedras preciosas. Ella misma era la corona, claro. Delicada cual piedra tallada, y con casi las mismas probabilidades de romperse que un diamante. Limpia, fría y perfecta. Y lo único con lo que yo contaba, la única arma a mi disposición, era el detalle de que yo la tenía calada.

—Caballeros —les dije al par de tipos encopetados sentados también en el palco. Llevaban los bigotes engominados y mangas artísticamente bordadas, unos tipos pulidos como cuadros e igual de planos—. Van a marcharse.

—Señor Wilde —dijo Silkie Marsh con dulzura mientras sus ojos despedían llamaradas de irritación—, por descontado que está invitado a unirse a nuestro pequeño grupo, pero no se me ocurre ninguna razón terrenal por la que tengan que irse mis amigos.

—¿Seguro que no? Pues a mí se me ocurren dos, como poco. La primera: siento una necesidad imperiosa de que me acompañen a las Tombs e interrogarlos sobre la cuestión de los burdeles de Nueva York. Eso podría llevar horas, ahora que lo pienso. Si es que no se escabullen antes de que me dé cuenta, claro. Y la segunda: puede que se lo pasen bien abusando de niños en su establecimiento, pero apuesto que, aunque les hagan gracia los jovencitos prostitutos, no les apetece charlar de los que ya están muertos.

A los cinco segundos, de ellos sólo quedaba el recuerdo. Mi tono había sido en todo momento afable, comedido. Una melodía bien sonante acompasada con palabras oscuras. Tenía que conseguir que ella perdiera el equilibrio, que se irritara tanto como para cometer un único error.

Silkie Marsh no movió un solo músculo cuando me senté en una de las sillas de terciopelo recién abandonadas. Ni siquiera se permitió un pestañeo. Pero no fue eso lo que me enervó. No, lo que me enervó, provocándome pinchazos hormigueantes en los riñones, fue que ni siquiera se permitió una mirada hacia sus acompañantes. Una vez desaparecidos de su vista era como si se hubieran esfumado de verdad: pequeños y exánimes como piezas de ajedrez, e igual de prescindibles.

—Había acabado por considerarle un ser un tanto brutal, señor Wilde, pero veo que ahora incluso parece haber olvidado por completo cómo comportarse en presencia de otras personas.

Se inclinó hacia delante, hasta una botella de champán que había dentro de un cubo con hielo, y sirvió dos copas. Llevaba un vestido de raso rojo de muaré que hacía que el aro azul de sus ojos pareciera aún más azul, y se había recogido el cabello rubio con una cinta de terciopelo negro. Todo tan caro como de buen gusto.

—Dígame —dijo suavemente, recostándose en la butaca mientras la luz lanzaba chispas desde su copa larga de champán como prismas hechos añicos—, ¿ha venido a informarme por fin de lo que le pasó al pobre Liam? ¿Han atrapado al culpable? Le agradecería que me lo dijera porque cuando habla de niños muertos de una manera tan gráfica debe de ser por algún motivo.

—Lo es. ¿Por qué no me dice a cuántos de sus niños mató a propósito antes de vender sus cadáveres para las autopsias del doctor Palsgrave?

En la mayoría de la gente, la conmoción se manifiesta como miedo. En Silkie Marsh, adopta la forma de placer. Su boca se abrió y echó la cabeza hacia atrás mientras sus pestañas pálidas aleteaban. Me pregunté si se habría entrenado. No es algo fácil de dominar.

—Eso es una mentira —dijo jadeando.

—No, es una pregunta. Sólo quiero saber cuántos fueron. No tengo la menor prueba, así que ya he puesto todas mis cartas encima de la mesa. No puedo probar nada. Nada de nada. Así que, dígame.

«Dígame. Usted me dijo que, de niña, se había criado como puta, pero no quería contármelo, más tarde se arrepintió de esa confesión. Así que dígame esto. Yo soy honesto y usted es una redomada mentirosa, así que cada uno juega con sus cartas hasta que alguien gana».

—Me parece que debería explicarme de qué acusa al doctor Palsgrave —dijo con otro movimiento de aleteo asustado, y cambiando de paso de tema—. Todo esto es demasiado vil para darle crédito. Es muy buena persona, un filántropo de corazón, el tipo de hombre que no se da por satisfecho hasta que no devuelve algo a la raza humana.

—Y también ha admitido que le pagaba cincuenta dólares por cadáver. Tengo suficientes pruebas contra él para que acabe bajo tierra, pero quiero saber cuántos de los niños que usted le vendió fallecieron de muerte natural. Les dormía, ¿me equivoco?, ¿quizá los envenenaba? Hay docenas de venenos que son indetectables, incluso para el doctor Palsgrave, y además los cuerpos se descompusieron hace mucho. A estas alturas, la prueba se ha degradado hasta pudrirse. Responder no puede hacerle ningún daño.

Arqueando el torso hacia delante como si fuera la hoja de un cuchillo que se acercara a mi cuello, Silkie Marsh se llevó la copa a los labios. Apenas se rozó el inferior, con sutil coquetería.

—Si usted no sabe nada —dijo—, me cuesta imaginar por qué cree que yo voy a contárselo.

—Porque así confirmaré lo lista que es. ¿No es ésa suficiente satisfacción?

—¿Por qué iba yo a querer matar a mis propios empleados, señor Wilde?

—No he dicho que quisiera matarles. He dicho que los mató.

—Esto es muy aburrido —dijo suspirando—. Aun en el supuesto de que yo hubiera permitido al buen doctor disponer de los cuerpos de fallecidos por enfermedad, y no niego que fuera así, porque no sabe usted cuánto lo deseaba él, señor Wilde —añadió en un tono acariciador, como una lengua de víbora que chasqueara en mi piel—. Quería todos los cadáveres que pusiera al alcance de sus manos, y ¿en qué posición estaba yo para negárselos? Yo, madam de un prostíbulo, y él, un reputado doctor al que yo recurría en busca de ayuda médica. Insistió en que cooperara, ¿y cómo iba a negarme cuando tenía tal poder sobre mi casa? Era el equivalente a un chantaje.

La miré de forma crítica. Como si nada.

Así que, tras una pausa, ella concluyó:

—Me gusta que no sepa nada, señor Wilde. Creo que prefiero dejar las cosas así.

—Usted ha asesinado a dos con seguridad. Y eso no es exactamente lo mismo que no saber nada.

Sonrió afablemente.

—¿Y a qué dos de mis amados hermanos y hermanas concretamente asesiné, señor Wilde?

—Uno fue Liam. Había padecido una neumonía. Pero se había recuperado. No sé si usted necesitaba el dinero o si lo tenía por costumbre, pero hizo que enfermara de nuevo.

Silkie Marsh empezaba a mostrarse, de todas las posibles expresiones inoportunas, aburrida. Ahora se dedicaba a mirar las admirablemente pequeñas burbujas de su copa larga de champán. De repente supe por qué había fascinado a Val. Era probablemente la única persona que Valentine había conocido en su vida a la que no podía entender.

—El programa musical está a punto de empezar. Le deseo buenas noches, señor Wilde, aunque…

—Y el otro que sé que asesinó, y con un poco más de perversidad, atendía al nombre de Jack Be Nimble.

Sus ojos se volvieron hacia mí al instante.

Era lo único que yo necesitaba para seguir. Esa mirada era como una confesión.

¿Cómo iba ella a saber el nombre de Jack Be Nimble si no se hubiera deshecho de él personalmente la misma noche que se conocieron, cuando Jack había asomado la cabeza dentro del carruaje del doctor Palsgrave y luego había entrado en el burdel para que le dieran un plato caliente de caldo de pollo? El que le hubiera ofrecido trabajo al chico antes de matarlo es algo que sólo puede suponerse. Pero lo que era irrefutable es que había muerto, y a manos de aquella mujer. No podía haberle dejado con vida, pues el chico la había relacionado con el carruaje del doctor Palsgrave y con el bulto tenebroso y mudo en el suelo del burdel.

Así que dejé de jugar según mis propias normas.

—Debió de enterrarlo sin Palsgrave —dije reflexivo—. Habría despertado las sospechas del doctor que un saludable repartidor de periódicos como Jack enfermara tan repentinamente en su establecimiento. Estoy convencido de que sólo mataba a los enfermos crónicos para no avivar las sospechas del doctor, así como tengo la absoluta certeza de que era extremadamente cuidadosa. Pero Jack representaba un problema que había que resolver rápido, porque había mirado en el carruaje de Palsgrave, y había visto a un hombre con una capucha negra delante de su puerta. ¿Dónde lo enterró? No me sorprende que pudiera esconder el cadáver, usted es lista de sobra para eso, y, además ni siquiera había estrellas de cobre.

—No tiene pruebas —susurró ella—. Y yo no he dicho nada.

—Ya le había avisado de que se me ha acabado la caridad, Madam Marsh. Eso significa que no necesito ni un indicio de eso que usted llama pruebas. Podría encerrarla con los cargos que quisiera mañana mismo. Sólo porque usted es una puta y yo un estrella de cobre.

—¿Y con eso pretende persuadirme de que la confesión es la mejor estrategia? —exclamó—, ¿qué usted tenga ganas de enterrarme viva en esa mazmorra que llama las Tombs?

—Nada me gustaría más. Pero si me dice a cuántos mató —respondí inclinándome hacia delante—, no lo haré.

Los chantajes me suelen dar dentera. Pero deseaba comprender, lo anhelaba con toda mi alma. Como no había deseado nada nunca. Deseaba a Mercy, pero eso estaba inscrito en el fondo de mi esqueleto. Todo el mundo anhela dinero y comodidades, pero se trata de cosas demasiado vagas para conmover los sentimientos, en comparación. Deseaba que Valentine viviera mejor de lo que vivía, y ese deseo anidaba en una parte de mí que era intocable.

Pero esto… de repente deseaba hechos como si fueran agua limpia. Necesitaba hechos puros, fríos, sin historia.

Silkie Marsh dejó la copa de champán. La muñeca animada había desaparecido y la había sustituido una criatura que se parecía un poco a…, bueno, a un corredor de Bolsa. Calculaba las probabilidades, buscaba pautas y hacía una apuesta arriesgada. Todo un arte.

—Asesiné a siete, y sí, eran los que siempre estaban enfermos. Cada uno me costaba una fortuna en tratamientos médicos. Sangrías, vapores, cataplasmas, tónicos, y pese a todo los pequeños parásitos nunca acababan de morirse. Era un acto de bondad, el poner fin a su dolor. Los demás fallecieron sin ninguna ayuda, inesperadamente. Parte del dinero servía para pagar comida decente para los demás, debe saberlo. Y, en cualquier caso, ¿por qué debería haberme preocupado por sus muertes cuando yo había hecho que vivieran unas vidas mucho mejores que la que yo misma había tenido? A mí me hubiera gustado que el pescado que comía también fuera fresco cuando tenía su edad, y dedicándome a la misma profesión.

Sin saber si una pizca de su supuesta historia personal era verdad o sólo pretendía jugar conmigo, seguí a mi ritmo. Pero sospechaba que era sincera. ¿Cómo si no habría aprendido a vivir así?

—Gracias —dije—. La curiosidad se me estaba escapando de las manos.

—Eso me pareció. Aunque no puedo imaginarme por qué quería saber el número tan desesperadamente.

—Pues mire, va a saberlo ahora mismo. Siete. Eso suma trescientos cincuenta dólares, ¿no?

—¿Por qué?

—Porque quiero hasta el último centavo de su dinero ensangrentado. En efectivo.

Permítanme ser totalmente sincero: cuanto le había dicho al principio —que no tenía dos buenas figuras que casaran en mi baraja— era la pura verdad. Carecía de la menor prueba contra ella, literalmente, no podía probar nada. Ni siquiera que aquellos cadáveres habían llegado a poner el pie en su local cuando vivían. En cuanto a Scales y Moses, los testigos ideales, estaban muertos y enterrados. ¿Podía haberla encerrado por prostitución? Sí, durante un par de semanas, el tiempo que tardaría en sobornar a alguien para salir. A los jueces, como a los estrellas de cobre, les molesta dedicar demasiado tiempo a la prostitución. Para poder condenarla, me habrían obligado a localizar a los hombres que habían pagado por sus servicios y forzarles a declarar ante el tribunal, algo tan improbable como conseguir una confesión completa de la propia Silkie Marsh. Val podría haber declarado, pero para empezar es posible que no le pagara nada. Mis opciones, por tanto, eran muy limitadas. Tal como lo veía, tenía sólo dos, porque la idea de no hacer nada se me antojaba repulsiva:

Una. Retorcerle el cuello con mis propias manos.

Me costaba asimilar esa posibilidad.

Dos. Hacérselo pagar de un modo que le doliera. Contárselo al jefe. Y esperar a ver qué pasaba.

Por el momento, Silkie Marsh quedaba fuera del alcance de la ley. La persona a la que podía castigar, aquella cuyo carruaje había visto, era Peter Palsgrave. Pero encarcelarle habría supuesto un espectáculo cruel e inútil, carente de sentido. Él había luchado por las criaturas. Había hecho cuanto podía. Seguiría curando a muchos de ellos, una y otra vez, hasta que muriera. ¿Cuántas desgracias serían responsabilidad mía si lo encerraba?, ¿cuántos niños más morirían, y esta vez por mi culpa?

En cuanto a Madam Marsh, pensé, la vigilaría implacablemente a partir de hoy. Vigilarla sería mi nueva religión. Y un día, la asesina de siete niños colgaría del extremo de una cuerda.

Silkie Marsh estaba al borde del tartamudeo, pero habló con claridad:

—El día que acepté el espantoso…

—Tengo la influencia necesaria para convencer al jefe Matsell de lo que quiera y las llaves de las celdas de las Tombs. ¿Con quién cree que está jugando? No me importan las pruebas —mentí—. Por el amor de Dios, podría acumular montañas y ahorrarme muchos problemas. Quiero dinero. Trescientos cincuenta dólares.

Puede que ella no hubiera aprendido a escupirle a un hombre en los ojos. Era la única explicación de por qué no lo hizo. Madam Marsh se limitó a enderezarse un poco más y se alisó las arrugas de sus largas y suntuosas faldas púrpuras.

—Teniendo en cuenta que ya ha entregado una suma mayor al partido, no veo dónde radica el problema —añadí en tono más agradable.

—Claro que no lo ve. En realidad no parece ver mucho en ningún sentido —me espetó—. Bébase el champán, señor Wilde, ya lo he pagado y usted ha espantado a mis amigos.

Vacié la copa chispeante y luego la dejé sobre la mesa.

—¿Por qué me detesta tanto por cosas que no le afectan? —preguntó en una última petición de comprensión que sonó bastante mezquina.

—Ellos sí me afectaban, y profundamente. Usted intentó raptar a Bird Daly y llevarla a la Casa de Acogida para que la callaran para siempre. Una bonita jugada por su parte, firmó con el apellido Wilde los documentos con los que pretendía enterrar a la niña. Y pagó a Scales y Moses Dainty para que me mataran. A propósito, no volverá a verlos. Los maté a los dos.

«Que piense que los maté yo, que propague el rumor de mi violenta e impredecible nueva condición de matón», pensé. Ya tenía un hermano que resultaba convincentemente letal para dar verosimilitud a la imagen.

Ella vació su copa, con expresión alicaída.

—Aun en el caso de que tenga razón, no sé por qué cree que vivirá para sacarle algún partido. Un hombre no puede llegar muy lejos aprovechándose de la protección de su hermano. Incluso aunque sea usted el que acabó con Scales y Moses.

—Me amenaza otra vez con matarme —dije, sonriendo—. Pero no va a hacerlo.

—¿Está seguro? ¿Por qué?

—Por la misma razón que usted sólo intentó matar a mi hermano una vez. Fue una, ¿no? Tendré que pedirle a él que me cuente la historia, me conmoverá. Usted sólo intentó matarle una vez, Madam Marsh, porque, cuando él sobrevivió a ese intento, usted se alegró. Le gustaría recuperar a Val, me parece. Algún día. Y tengo la intención de informar a mi querido hermano de que si me pasa algo alguna vez, si muero antes de cumplir los noventa de puro y plácido aburrimiento, será por su culpa. Y no suelo ser muy imparcial con él casi nunca, pero esto, créame, es verdad: si eso llega a suceder, usted nunca lo tendrá. Ni aunque el infierno se congele en julio.

—Es usted un monstruo —me espetó.

—Bueno, en ese caso soy un monstruo por cuya buena salud le conviene velar. Y quiero trescientos cincuenta dólares en efectivo. Entregados por alguien inofensivo, antes del amanecer.

Madam Marsh se pasó las puntas de los dedos por el cuello y me dedicó una sonrisa que me hizo pensar en el filo de una navaja recién afilada.

—Tiene razón —dijo—. No voy a matarle, aunque se me escapa por completo cómo pudo llegar a ocurrírsele que yo soñara con cometer un acto tan cruel. Pero voy a hacer otra cosa, porque usted es un ladrón y los ladrones son basura de peor calaña.

—¿Qué?

—Pretendo arruinarle.

Mentiría si dijera que me alegré de oírlo. O que no pensaba que mereciera la pena preocuparse por esa amenaza. Pero no podría decir que me sorprendiera lo más mínimo.

—Y me pregunto, señor Wilde, si tiene usted la menor idea de hasta qué punto puede arruinarse a alguien sin matarlo. Algún día entenderá lo que quiero decir.

—Lo haré —dije—. Y entretanto iré mejorando. En mi profesión de policía. La dominaré como un pájaro el aire. Ya lo verá, no pienso irme a ninguna parte.

Salí.

Los jardines de abajo estaban salpicados de esferas resplandecientes de todos los tamaños: luciérnagas frenéticas en los arbustos, farolas de papel en los árboles y, por encima de todo lo demás, empezando a titilar, estrellas espolvoreadas en la distancia infinita. La gente se movía entre las sombras riéndose, agitando abanicos delante de sus caras, salpicando gotas de champán sobre la hierba. Por alguna razón, me gustaba la idea de que esos tres tipos de luces iluminaban a todos por igual, de las estrellas a las velas y los insectos luminosos. Todo el mundo se desvanecía a medida que la luz del día daba paso a las tinieblas, los paseantes apenas visibles por un instante gracias a los filos plateados y el resplandor de las cerillas al encontrar los puros.

Mi sueño de llegar a convertirme en capitán de un transbordador en las aguas del Hudson, me di cuenta en ese momento, siempre había sido el sueño de estar en algún otro sitio. Tener una pequeña finca en Staten Island o Brooklyn, trabajar en algo que me obligara a estar al aire libre, poseer y mantener mi medio de subsistencia, oxidado y picado de agua salada, ése es el tipo de sueño que se supone que debe abrigar un camarero. Propiedades, luz del sol, campo. Había soñado con aquel verano cuando tenía doce años y me sentí inesperadamente feliz en el agua, con la sal en el pelo, porque desde entonces había sido muy desdichado. No había otra razón. Es como un bonito cuadro clavado en la pared de una habitación sin ventanas de un edificio de viviendas de alquiler. Un simple recordatorio de que existen otras vidas, de que tal vez te sentiste en paz una vez y podrías volver a sentir lo mismo de nuevo. Una melodía que escribiste para alejar las penas cotidianas silbando.

Y yo había sido muy perezoso con mi sueño. Había elegido una ilusión que suponía ajustada a mis deseos, pero nunca había intentado llevarla a la práctica como era debido. Porque yo no había elegido a Nueva York. La gente viene a la ciudad, y lo hace sin parar, miles y miles de personas, multitudes miserables tan densas que hay quienes temen que acaben enterrándonos, pero nadie se percata de que ellos son los afortunados. Los emigrantes deciden el lugar al que pertenecen. No en qué acabarán convertidos o si tendrán éxito, claro, sino simplemente el lugar en el que están. La geografía y la voluntad entretejidas en un único movimiento hacia delante.

Decirle a Silkie Marsh que no pensaba irme a ninguna parte me hizo sentir bien. Como si, por vez primera, hubiera elegido intencionadamente algo que no fuera dejarme llevar por la marea más cómoda. Había plantado mi bandera en la tierra. Y esa elección podría hacer que me mataran antes o después, si es que a ella le daba por ahí, pero la apuesta y la tierra eran mías, exclusivamente mías.

Así que me quité la máscara. Ya no se me ajustaba bien, se había deshilachado por un lado desde los disturbios, y nunca se me han dado bien las agujas y el hilo. La tiré a la salida de Niblo’s mientras dejaba atrás los céspedes cuidados, las siluetas de los vecinos de la ciudad y las incontables esferas de luz.

Encontré a George Washington Matsell en su despacho en las Tombs. Encorvado sobre su pila de pergamino, garabateando palabras en flash y sus significados mientras el cielo azulado viraba al negro a través de la ventana a sus espaldas.

No parecía abatido por los disturbios, ni siquiera cansado. Eso casi me irritó. Yo sentía una vibración fuerte y continua que me avisaba de que estaba a punto de desmoronarme detrás de mis párpados, después de haber trabajado hasta reventar. Pero entonces me di cuenta de que estaba escribiendo ese lexicon para comprender mejor. Recordé que el jefe ya había vivido un montón de disturbios, y había visto cómo se quemaba la mitad de la zona baja de Manhattan, quedando reducida a una triste serie de cifras, ni siquiera hacía dos meses, cuando él era juez y la policía no existía.

—¿Qué cree que está haciendo aquí? —preguntó sin molestarse en mirarme—, ¿cuándo le he pedido que viniera en agosto?

—Ya estamos en septiembre, es día uno, me parece —dije distraídamente, asombrado—. Y tiene razón, no me había fijado.

—Entonces tal vez se haya fijado en que no estoy de muy buen humor. ¿Se ha fijado acaso en que tengo a más de treinta hombres encerrados y a ocho estrellas de cobre en el Hospital de Nueva York? ¿O en que Five Points es un inmenso océano de cristales rotos? Me pregunto si se dará cuenta cuando le despida dentro de un momento, tanto da quién sea su hermano.

—Se ha acabado, jefe. Hemos puesto fin a este asunto. Lo he resuelto.

El jefe Matsell alzó la mirada llamativamente sorprendido. Se resiguió los mofletes con las puntas de los dedos, con los brazos acomodados sobre su enorme chaleco azul, escrutándome. Revisó mi rostro como la primera plana de un periódico. Cuando me dio por leído, sonrió.

—¿Lo ha resuelto de cabo a rabo?

—Todo.

—¿Y ha descubierto al culpable?

—A dos y medio. Había dos culpables y medio.

Parpadeó y las cejas grises se retorcieron como orugas.

—Veintiuna víctimas en total, ¿sí?, ¿ninguna nueva mala noticia?

—Exacto.

—¿Cuántas detenciones?

—Ninguna.

—Señor Wilde —dijo inclinándose hacia delante y entrelazando los gruesos dedos sobre el lexicon—, por lo general sabe expresarse. Le sugiero que recupere su elocuencia habitual. Ya.

Así que se lo conté todo.

Bueno, casi todo. Había partes que todavía no acababa de ver muy claras ni yo mismo, y ésas las omití. Mercy: cuando salvó su propia vida, empapada, inmóvil y azulada sobre el suelo de su dormitorio. El doctor Palsgrave: cuando se sintió tan avergonzado por haber tirado un cadáver a un cubo de la basura que apenas podía articular palabra sin que le fallara el corazón.

Cuan flojos había dejado aquellos nudos. Qué rematadamente mal había atado al reverendo a un sillón.

Cuando llegué al final, el jefe se recostó en la silla. Se llevó la punta suave de su pluma al labio inferior. Reflexionó un momento.

—¿Está seguro de que el doctor Palsgrave no sabía que Madam Marsh aceleraba las muertes?

—Apostaría mi vida en ello. Habría ido contra todo aquello en lo que cree.

—En ese caso, francamente, no veo necesidad de acusarle de lo que, en esencia, era robo de sepulturas cuando, para empezar, ni siquiera había tumbas —dijo lentamente.

—Efectivamente —convine.

—Thomas Underhill realizó una confesión completa antes de colgarse, ¿eso ha dicho?

—Así es.

—¿Y esto es todo lo que tiene para mí?, ¿una historia?

Saqué el pequeño diario de mi chaqueta y lo dejé sobre la mesa.

—El diario de la víctima de San Patricio, Marcas. El reverendo se lo había quedado, sabe Dios por qué. Estaba en su estudio. —Entonces saqué del bolsillo de mi chaleco el trozo de papel en el que se había escrito «Reverendo Thomas Underhill» con letra temblorosa—. Mejor aún, el padre Sheehy lo identificó como el único hombre que llevó un fardo grande a la catedral esa noche, y el único al que no vio salir. El saco, en el que iba el chico drogado, ya no estaba en San Patricio cuando Sheehy descubrió el cadáver. Eso explica que no hubiera entradas forzadas. Todo encaja.

—¿Fue eso lo que le dio la pista sobre el reverendo?, ¿el que llevara un fardo a la reunión escolar?

—No, fue al revés. No sabía que hubiera llevado un saco, pero sabía que se había celebrado una reunión y que nadie forzó ninguna entrada.

Una medio sonrisa flotó alrededor de los labios del jefe Matsell.

—Y todo eso… se le ocurrió a usted por casualidad.

—No —dije cansinamente—, utilicé papel de estraza, de los de las carnicerías.

—Papel de carnicero.

Asentí y dejé que mi cabeza se apoyara en un puño cerrado. No recordaba cuándo había comido por última vez, y hasta las pestañas me ardían por el cansancio.

—Bien, por lo que a nosotros concierne, no merece la pena tocar al doctor y el reverendo está ya fuera del alcance de la justicia. Y usted dice que no podemos condenar a Silkie Marsh por ninguno de los crímenes.

—No honradamente. Hay que vigilarla de cerca. La pillaremos tarde o temprano, y acabará colgada del extremo de una soga.

—Estoy de acuerdo. No obstante, debo suponer que usted la ha puesto al tanto de que lo sabemos todo.

—Por trescientos cincuenta dólares.

No lo había imaginado posible, pero los pulmones de George Washington Matsell dieron un leve respingo. Fue una imagen curiosa. Era agradable pensar que el que yo aceptara un importante soborno sobresaltara a un hombre al que no alteraría ni la embestida de un toro.

—¿Va a entregarlos? —preguntó entonces, con brusquedad.

—Puedo ceder cincuenta para el partido si quiere, pero el resto es para una de las víctimas.

—Ah, aceptaré los cincuenta, para una obra de caridad anónima de la policía, y usted entregará lo demás a… ¿a qué víctima? A Bird Daly, ¿me equivoco?

—A una víctima —dije con firmeza.

El jefe lo consideró unos instantes. Finalmente se aclaró.

—Me gustaría ofrecerle algo, señor Wilde —dijo levantándose—. Los estrellas de cobre, siempre que no se hayan vuelto prepotentes o corruptos, deben ser contratados de año en año. No me gusta ese sistema, nunca me gustó. Pone en cuestión la idea misma de la experiencia acumulada, y, en cuanto a lo de evitar la corrupción… en fin; pero esto es lo que le propongo: en tanto yo sea jefe de policía, usted será estrella de cobre. Se dedicará a resolver crímenes, ¿me sigue?, en lugar de a prevenirlos. Si quiere un título para su función, ya se me ocurrirá alguno. Se me dan bastante bien las palabras. Y usted ha hecho un buen trabajo, hasta el punto de sorprenderme.

Sé que el repentino y leve rubor no era muy sensato. No debería haberme alegrado tan profundamente poder conservar ese empleo. A lo mejor era una nueva sensación, la de ser bueno en algo completamente nuevo.

—Gracias —dije.

—Bien, entonces está arreglado.

—Tengo una sola condición.

El jefe se dio la vuelta de la ventana por la que había estado mirando, con las cejas plateadas arqueadas por la irritación. Era evidente que me estaba pasando de la raya.

—Sólo quería decir que debería conservar también a Val —añadí en un tono más humilde.

—Señor Wilde, un día de éstos le entenderé —dijo el jefe Matsell aspirando, luego se sentó y cogió la pluma. Seguía pareciendo totalmente abstraído en su trabajo—. Según parece usted es un genio con el papel de estraza, pero luego, inesperadamente, se muestra torpe como un ceporro. Su hermano, siempre que no se mate a sí mismo, no le quepa duda de que seguirá siendo capitán de los estrellas de cobre hasta el día de su muerte.

—En ese caso, se lo agradezco.

—Señor Wilde —dijo el jefe—, salga de mi despacho. Parece que está a punto de desmayarse, y no quiero tener que molestarme en pasar por encima de usted.

Cuando salía de aquella gran fortaleza de piedra, me topé con un tipo extraño, que caminaba con aire furtivo y ágil, como un cangrejo, con unas gruesas botas holandesas, sin barbilla, el cabello plateado y alborotado, y que corrió hacia mí en cuanto nos vimos.

—Debo informarle de las pruebas que ha ofrecido la señorita Maddy Sample, señor Wilde. ¡Por fin vemos la luz del alba! —susurró el señor Piest, que me aferró el brazo con su garra reseca.

—Ya ha amanecido, ha llegado la mañana, señor Piest —le respondí agradecido, mientras la luna empezaba a elevarse—. Búsqueme algo de pan y café y se lo contaré todo.

Y sí, era plena mañana en mi cabeza. Todo iba saliendo mejor de lo que cabía esperar. Debía tanto de mi éxito al señor Piest que habría sido un desagradecido chaquetero si no me hubiera parado a contarle la historia. Sólo dos problemas me agobiaban mientras acababa de rellenar las lagunas en el relato para mi colega delante de unas tazas de hojalata humeantes y un plato a rebosar de ternera y coles cocidas.

«¿Qué sucederá?», pensaba. No a mí. Ésa parecía una cuestión bastante clara. Pero había un par de chicas a las que no quería dejar tiradas, una mucho más joven que la otra. Las dos con destinos todavía por escribir. Las dos con vidas dañadas, remendadas y vueltas a dañar.

Y en aquel momento lo más acuciante de todo era que no sabía a ciencia cierta si ninguna de ellas estaba viva o muerta.