TRES

… Los países papistas de Europa están vomitando en nuestras costas, año tras año, a sus habitantes supersticiosos, ignorantes y corruptos, no sólo por decenas sino por centenares de miles, y ya reclaman los más elevados privilegios de los ciudadanos autóctonos, y hasta pretenden hacerse con el país.

AMERICAN PROTESTANT IN DEFENSE OF CIVIL AND RELIGIOUS LIBERTY AGAINST INROADS OF PAPACY[9], 1843 •

La clave de ser pobre en Nueva York es saber cómo se hace: aprovechas todas las ventajas a tu alcance, tomas atajos.

Valentine y yo, cuando teníamos respectivamente dieciséis y diez años y un día nos despertamos siendo los únicos Wilde, aprendimos muy deprisa ese truco en el que nos iba la vida. Así que tres días después del incendio, perfectamente capaz de andar aunque me estremeciera como un gato callejero cada vez que un ruido fuerte me hacía zumbar los oídos, ya sabía que mis opciones se limitaban a aceptar la oferta de Val y trabajar de policía o emigrar al interior del país y aprender agricultura. Así que decidí que, dado que según parecía me había despertado en una pesadilla permanente, empezaría a trabajar de policía. Y lo dejaría en cuanto encontrara algo mejor.

La mañana del 22 de julio, con un fuerte viento procedente del océano cortando la pestilencia estival, recorrí Spring Street, pasé por delante de los vendedores ambulantes de piñas y del organillero de Hudson Square, en busca de un sitio donde vivir. Uno que me ofreciera alguna ventaja. Iba a necesitar aprovechar todas las ventajas que se me ofrecieran con quinientos al año. En la bodega de Nick cobraba todavía menos, pero eso no había supuesto ningún problema… si se tenían en cuenta todas las monedas de más, las de oro de cinco dólares, las de uno y las de dos que me dejaban en la mano aquellos locos de Wall Street con camisas de puño francés, la calderilla que tintineaba en mis bolsillos y en los de Julius cuando nos separábamos al final de la jornada. El salario es algo distinto: estable y aterrador. Me tendría que defender con una fracción mínima de lo que ganaba antes, a no ser que me tentara extorsionar a madames por un poco de pasta extra.

Los barrios cambian en Nueva York más deprisa que el clima. Spring Street, donde vive Val, es una mezcla de gente tirando a normal: americanos de levitas azules, con los cuellos de las camisas por encima de las solapas y sombreros bien cepillados, risueñas chicas de color que te alegran la vista con sus vestidos de amarillo canario y naranja chillón, engreídos pastores con atuendos de lana marrón y medias finas. En Spring Street hay iglesias, y locales que sirven comidas que huelen a chuleta de cerdo con cebollas doradas. No es como Broadway al norte de Bleecker, donde los escandalosamente ricos de la alta sociedad y sus sirvientes se miran entre sí desde las alturas de sus narices, pero tampoco es el Distrito Sexto.

Que era adonde me dirigía yo.

Cuando entré en el distrito por Mulberry Street con dos dólares que me había dado Val envenenándome el bolsillo, lo primero que supe es que no había ventajas dignas de ser aprovechadas en aquella hilera de miseria católica dejada de la mano del Señor. Lo segundo que pensé fue: «Dios libre a Nueva York de los rumores de las remotas patatas podridas».

En cuanto a los enjambres de emigrantes que inundaban sin cesar los muelles de South Street, acababa de descubrir su siguiente parada: la manzana entera la habitaban irlandeses, perros y ratas que compartían las mismas pulgas. Si bien no simpatizo en absoluto con los «nativistas[10]», no pude evitar sentir un estremecimiento de asco instintivo que me agarrotó el cuello. Eran tantísimos, montones de hombres y mujeres yendo de aquí para allá, que tuve que concentrarme en un individuo concreto sólo para evitar un ataque de vértigo. Y así me fijé en un joven campesino todavía adormilado de unos trece años, con los pantalones desgastados en las rodillas, completamente descalzo, aunque con medias azules, que pasó trastabillando a mi lado junto a una tienda de comestibles que hacía esquina. Dejó atrás las coles podridas y de color pálido que se exhibían a la entrada y se encaminó directamente al bar de whisky del fondo del local. Su manera de moverse no desentonaba con la inclinación del edificio en el que acababa de entrar. El Distrito Sexto se había levantado sobre una ciénaga desecada cuyo nombre era Collect Pond pero, si no lo sabías, no podías evitar preguntarte por qué los edificios se ladeaban en ángulos descabellados, hasta el punto de que parecían cosidos al cielo con puntadas desquiciadas.

Pasé por encima del cadáver reciente de un perro atropellado y seguí adelante, abriéndome paso entre la multitud. Todos los hombres entraban por alguna razón en colmados donde no se vendía precisamente verdura, las manos de las mujeres brillaban más enrojecidas que su cabello por el trabajo duro, y los niños… los niños parecían alternativamente atormentados o simplemente hambrientos. Al pasar vi a una persona respetable. Un sacerdote de cabeza perfectamente redonda, ojos vagamente azules y un ceñido alzacuellos blanco. Pero estaba atendiendo a los más necesitados de los ocupantes, o eso esperaba yo.

No, en Mulberry no había atajos para un americano. La cara me ardía bajo el calor, exudando grasa en el vendaje ya grasiento. O, casi con seguridad, lo que soltaba era alguna otra cosa. Francamente, prefería no pensar en ello demasiado.

No es que mi cara hubiera sido antes la de una escultura de Miguel Ángel, pero tampoco me había ido mal con ella. Ovalada, con una redondez juvenil y casi idéntica a la de mi hermano. Frente amplia y alta, con la línea del nacimiento del pelo muy arqueada, el pelo de un rubio indefinido. Nariz recta, boca pequeña que dibujaba una pequeña medialuna invertida donde los labios descendían hacia la barbilla. Piel clara pese a nuestros implacables veranos. Pero hasta entonces nunca había dedicado demasiado tiempo a pensar en mi semblante, porque cuando quería pasar un par de horas agradables con la hija ociosa de un tendero o con una sirvienta de hotel insatisfecha, siempre lo había conseguido. Así que era una cara que me hacía un buen servicio: no tenía que pagar cuando necesitaba un revolcón, y me habían dicho que mi sonrisa es muy contenida, lo que aparentemente facilita que la gente quiera contarte la historia de su vida para luego darte un par de monedas por tu paciencia.

Ahora no tenía la menor idea de cuál era mi aspecto. El dolor físico ya era lo bastante intenso por sí sólo como para obligarme a robarle un poco de láudano a mi hermano, y no quería añadirle el espanto estético.

—Eres un sensiblero —me había dicho mi hermano moviendo la cabeza mientras tostaba cuidadosamente granos de café—. No te me pongas aprensivo, por el amor de Dios. Échate un vistazo y acaba de una vez.

—Que te den, Valentine.

—Escucha, Tim, entiendo perfectamente por qué no querías dejar que te vieran mucho al principio, porque eras un chavalín y todo eso, pero…

—Mañana como muy tarde me habré ido de esta casa —le había respondido mientras salía zanjando abruptamente la conversación.

Crucé Walter Street, doblé la esquina y entré en Elizabeth y entonces, de repente, me metí las manos en los bolsillos todavía ennegrecidos, conmocionado.

El edificio que se alzaba ante mí era un milagro. Un sueño hecho realidad, con todas las ventajas que podría imaginar incluidas.

Las puertas y contraventanas de esa manzana no llegaban a brillar, pero las habían restregado con vinagre y centelleaban respetablemente. La colada colgada de las cuerdas de cáñamo tendidas entre los edificios, que ondeaba caprichosamente al sol, estaba remendada en lugar de caer en flácidos jirones, lo que me transmitió una sensación de vida estable. Y, justo delante de mí, limpia y humilde, había una casa de dos plantas de ladrillo con un rótulo que rezaba: «ALQUILER DE HABITACIONES POR DÍAS O MESES». En la planta baja, anunciada con esmero en un pequeño toldo, tenía su espacio la Repostería Fina de la señora Boehm. A menos de tres metros de la entrada había una bomba lista para dispensar a chorro el agua limpia del depósito del Croton.

En conjunto, todo eso suponía potencialmente cuatro ventajas, si es que llevan la cuenta.

En primer lugar, la bomba significa disponer de agua pura del río del condado de Westchester y no el caldo sucio que se extrae de los pozos hundidos de Manhattan. Disponer de agua canalizada del río Croton en tu casa significa que tu casero paga por adelantado el servicio, algo que sucede con la misma frecuencia con la que se congela el Atlántico para que un hombre llegue andando a Londres. Era mejor que vivir cerca de una bomba pública gratuita. Segundo, residir encima de una panadería significaba tener pan del día anterior a mano. Es mil veces más probable que un panadero les dé a sus vecinos el pan de centeno sobrante antes que a un desconocido. Tercero, las panaderías alimentan sus hornos dos veces al día, lo que, llegado noviembre, implica ahorrar una parte considerable de los costes de calefacción de la mayoría de la gente, porque los hornos estarán cociendo bollos de comino mientras me calientan el piso.

Por último, que su dueña sea la «señora» Boehm significa que es viuda. Las mujeres no pueden montar sus propios negocios, pero sí pueden heredarlos si son muy cuidadosas. Y me fijé en que la pintura del rótulo era más reciente en el «señora» que en el apellido. Lo que supone la ventaja número cuatro. Si no te llega para el alquiler y una viuda necesita que le reparen el tejado, es posible que no acabes en las calles.

Abrí la puerta de la panadería.

Muy pequeña, pero cuidada con afecto y esmero. Un sencillo mostrador de pino exhibía hogazas apiladas de pan de centeno y casero integral; las piezas más pequeñas estaban dispuestas sobre una bandeja ancha con un estampado de flores. Veía pasas sultanas asomando de un «pastel de mil años» alemán, y su aroma de naranja confitada me animó los sentidos.

—¿Quiere pan, señor?

Mis ojos pasaron de los productos horneados a la mujer que los había preparado, que se me acercaba limpiándose las manos en el delantal. La señora Boehm debía de rondar mi edad, más cerca de los treinta que de los veinte. Tenía una mandíbula firme y sus ojos azules desvaídos eran despiertos e inquisitivos, lo que, combinado con el «Señora» reciente que había sobre la puerta, me llevó a pensar que su marido no llevaba ausente mucho tiempo. Tenía el pelo del color de las semillas que salpicaban sus bollos de girasol, un rubio apagado y sin brillo que parecía casi gris, y la frente era demasiado ancha y plana. Pero la boca también era amplia, de una carnalidad generosa que curiosamente contradecía la delgadez de la joven. Si sólo pensaba en sus labios, podía imaginarme a la señora Boehm untando mantequilla en abundancia sobre una gruesa rebanada de sus hogazas frescas de pan casero. El detalle me gustó enseguida y me sentí extrañamente agradecido. No parecía mezquina.

—¿Qué es lo que vende más?

Fui agradable, pero no sonreí. Sonreír me producía una sensación de quemazón en el cráneo, como si me marcaran con un hierro al rojo. Y a un camarero no le supone especial esfuerzo parecer amigable.

Dreifkornbrot —dijo señalándolo con la cabeza. Tenía una voz grave, agradablemente áspera y bohemia—. Con tres semillas. Lo saqué del horno hace tres horas. ¿Una hogaza?

—Por favor. La probaré en la comida.

—¿Algo más?

—También necesito un sitio donde comer. —Hice una pausa—. Me llamo Timothy Wilde, encantado de conocerla. ¿Ha alquilado ya la habitación de arriba? Necesito alojamiento con urgencia, y éste me parece el lugar perfecto.

Esa misma tarde, compré un colchón con una funda nueva y bien rellena de paja con el dinero de Val y lo llevé a Elizabeth Street a hombros, mientras las costillas se quejaban a cada paso que daba. Mi nuevo hogar tenía dos habitaciones: la principal medía casi cuatro metros por cuatro y tenía un par de ventanas diminutas que daban a las gallinas que picoteaban en el patio marrón oscuro de abajo. Por el momento, dejé de lado el cubículo sin ventanas que hacía las veces de dormitorio y monté la cama en el salón.

Estiré el colchón crujiente delante de las ventanas abiertas y me tumbé en cuanto el sol se desvaneció en una interminable mancha rojiza. Al menos, en la habitación principal me llegaba una pizca de la vivaz luz de las estrellas. Y suerte de ello, porque me sentía como el único punto silencioso en una geografía de ruido ajeno. A lo lejos se oía una pelea de perros, que aullaban salvajes y exultantes. Unos alemanes acuclillados alrededor de grandes jarras de cerveza en la atestada casa contigua emitían una vibración grave por toda la calle. Echaba en falta mis libros, y mi sillón, y el peculiar azul de la pantalla de mi lámpara, y mi vida.

Viviría aquí, pensé, y cumpliría con mi trabajo de policía, aunque nadie supiera muy bien en qué consistía, y yo menos que nadie. Y la cosa iría mejorando poco a poco. Tenía que mejorar. Había quedado tocado, así que el truco consistía en seguir adelante.

Esa noche soñé que leía la novela de Mercy. La magnífica saga que ella siempre había intentado escribir desde el día en que acabó de leer El jorobado de Notre Dame. Trescientas páginas de pergamino algodonoso, encuadernadas con una cinta verde. Su letra fluía incontenible en ondas aguadas sobre las páginas, una caligrafía que invitaba a pensar en los encajes belgas más desquiciadamente intrincados. Bordados con la punta de una aguja, pero que se alargaban durante kilómetros si se deshacían los puntos. El tipo de trabajo que deja ciegos a sus creadores.

El 1 de agosto, a las seis de la mañana, tras haber visitado una tienda de ropa barata con más fondos de Val y haberme comprado un atuendo de segunda mano entero, que incluía pantalones negros y medias, una levita negra sencilla con chaleco azul y un pañuelo blanco, y otro pañuelo de tono escarlata revolucionario para el pecho como un guiño temporal a la política, me presenté en los juzgados de Centre Street. También llevaba un sombrero de ala redondeada, más ancho de los que solía lucir. En cuanto me lo puse, llamativo como era, me sentí agradablemente invisible.

El aire que envolvía la recién elegida sede policial procedía de una tormenta de arena que se había levantado esa mañana temprano; entre esa arenilla que lo impregnaba todo y el calor aplastante que hacía, un hombre no podía pensar con claridad, lo que al menos encajaba con la arquitectura. Una vez terminado el edificio, habían tardado dos semanas, según tenía entendido, en bautizar la combinación de prisión y juzgados con el apodo de «Tombs». Las losas de granito negro abruman a cualquiera en cuanto pone los ojos en ellas, dejándole sin respiración. Las ventanas ciegas se alzan a lo largo de dos plantas, pero estaban encerradas en marcos de hierro, tan grandes que podrían servir de parrilla de la chimenea de un gigante. Grabado en piedra de un color grisáceo y enfermizo encima de cada ventana hay un globo con un par de alas delirantes y un grupo de serpientes que empujan al planeta de vuelta a su órbita.

Si la pretensión era lograr que pareciera un lugar ideal para que te enterrasen vivo, la verdad es que habían hecho un trabajo muy pulcro con un cuarto de millón de dólares.

Me estaba acercando a la entrada cuando apareció un pequeño grupo de diez o doce manifestantes, todos con fulares espantosamente chillones y anudados con cuidado, y todos con narices que habían sido rotas más de una vez. Algunos llevaban brazaletes de luto, pero no el resto de la vestimenta, lo que interpreté como un acto simbólico de protesta, y uno sostenía una pancarta que rezaba «ABAJO LA TIRANÍA DE LOS CERDOS / POLIS TENÉIS LOS DÍAS CONTADOS». Un tipo, de ojos chispeantes, escupió justo delante de mí cuando pasé.

—¿Cuál es el motivo del duelo? —pregunté, curioso.

—La libertad, el derecho, la justicia y el espíritu del patriota americano —respondió arrastrando las palabras un matón con media oreja.

—Pues en ese caso hasta me pondría un pañuelo negro —sugerí mientras entraba en la prisión.

Lo único que puede verse del exterior de las Tombs es un grueso muro en el que se alinean ventanas del doble de altura de las normales encajonadas en hierros. Pero tras subir los ocho peldaños que se extendían bajo las implacables columnas, me di cuenta de que el interior era un cuadrángulo, y al instante me sentí intrigado sin que fuera ésa mi intención. Hay espacios abiertos, y galerías de celdas, separadas por sexo, a lo largo de cuatro plantas, y una profusión de juzgados para decidir la duración del confinamiento de los presos. Un matón con marcas de viruela y un sucio pañuelo blanco me encaminó al juzgado más grande, donde supuse que informarían a los policías de sus obligaciones.

Mientras cruzaba el patio al aire libre donde se colocaban los patíbulos los días de ahorcamiento, una extraña criatura se puso a caminar a mi lado. No pude evitar mirarle. Iba vestido con andrajos, un hilillo de huevo le manchaba la raída chaqueta negra de arpillera, y tenía las piernas ligeramente arqueadas. Parecía un cangrejo. El andar descompensado menguaba su altura hasta el punto de que era tan bajo como yo. Por su cara, demacrada y sin barbilla, con unos ojos saltones de color avellana, colegí que había salido arrastrándose del océano esa misma mañana. Le habría echado unos sesenta años. Pero llevaba unas botas cuadradas, holandesas, de un estilo todavía más añejo, y su pelo ralo gris se agitaba revuelto bajo un viento que no parecía tocar nada más.

Entramos en el juzgado en el mismo paso. Él se escabulló para buscar asiento y yo le imité; me hice una idea del escenario mientras me acomodaba en el banco que suele reservarse a los abogados en los juicios. Las paredes estaban pulcramente encaladas, y el altar elevado del juez permanecía vacío ante nosotros. Repasé con la mirada a mis nuevos colegas.

La chaqueta multicolor de un payaso habría parecido un uniforme al lado de los atuendos del grupo allí congregado. Debían de ser una cincuentena y, una vez más, me sentí como un hueco de silencio embobado en medio de un tumulto. Muchos irlandeses, con sus manos de trabajadores hinchadas por las venas y sus barbillas prominentes con patillas pelirrojas a los lados, todos con pinta de cansados y pendencieros en sus sucias levitas azules, de largos faldones y viejos botones de latón. También irlandeses morenos[11], de tez blanquecina y hombros anchos, que miraban con ojos entrecerrados y astutos. Algunos alemanes dispersos, de expresiones pacientes y lapidarias, con los brazos cruzados delante del pecho mientras hablaban. Americanos con los cuellos de las camisas doblados, silbando las melodías de los music halls del Bowery y dándose codazos con sus risueños amigos.

Por último, yo, y el viejo cangrejo con botas holandesas, esperando órdenes. Él con un entusiasmo considerablemente más visible que el mío.

—¡Bienvenidos, caballeros! Me siento orgulloso de dirigirme a la policía del Distrito Sexto de la Primera Demarcación de la gran ciudad de Nueva York.

Aplausos dispersos. Pero yo estaba demasiado impresionado por el hombre que acababa de irrumpir por la pequeña puerta de los jueces a la izquierda del tribunal para molestarme. Después de todo, la última vez que lo había visto fue en medio de un incendio, así que dediqué un momento a examinarlo con más atención. Si había un solo nuevo policía al que no fascinara el juez George Washington Matsell, admito que allí no lo vi.

Matsell, como supe más tarde, tenía sólo treinta y cuatro años cuando fue escogido por la mayoría demócrata del ayuntamiento para ejercer de primer jefe de policía de la ciudad de Nueva York. Pero el hombre que estaba ante nosotros, pesado como una morsa y de piel más curtida, parecía mucho mayor. Su doble reputación de santidad y depravación debía de haberle precedido, pero —aparte de darnos cuenta de que era inolvidable visto en persona— no creo que ese día nadie se hiciera una idea clara de quién era en realidad ese hombre. Ahora puedo asegurar con certeza que es tan inteligente como vehementemente enérgico. Y no anda lejos de marcar los ciento cuarenta kilos en la balanza. Su cara carnosa tiene la forma de una A mayúscula: pequeñas cejas que caen tensas hacia la nariz, pliegues profundos que van desde las alas de ésta hasta sus labios finos y alicaídos y arrugas menos marcadas que descienden desde la boca a los carrillos.

—Ese hatajo de arenques inútiles conocidos como policía de Harper o casacas azules ha sido disuelta para siempre, gracias a Dios. Felicitaciones por sus nuevos cargos, cuyos contratos terminarán dentro de un año —explicó Matsell con una voz monótona de barítono mientras sacaba un trozo de hoja de papel de carta de entre los metros de su chaqueta gris y lo miraba a través de unas gafas redondas—. Después de los resultados de las elecciones, y si el equilibrio en el ayuntamiento y el concejal encargado no varían, naturalmente se aceptarán gustosamente sus solicitudes de readmisión.

Acababa de describir por qué hombres como Valentine están tan ocupados: una derrota política lo bastante grave implica que todos tus amigos se han quedado sin empleo y viven en vagones de tren abandonados y destartalados al norte de los porosos límites de la civilización, cerca de la calle Veintiocho. Las elecciones deciden qué horda de ratas se pone a roer los huesos. Yo también me sentía un poco como una rata, sabiendo cómo había llegado hasta allí, porque si entre los presentes había algún votante que no fuera demócrata, lo disimulaba muy bien.

—Algunos de ustedes —prosiguió el jefe— parecen tener muchas ganas de saber cuál va a ser su cometido exactamente. —Hubo unas cuantas risas cavernosas y el ruido de botas moviéndose—. Sus turnos son de dieciséis horas. Durante esas dieciséis horas del día, o de la noche, ni que decir tiene, serán los responsables de la prevención del delito; si ven a un hombre irrumpiendo en una casa ajena, deténganle. Si ven a un niño vagabundo, recójanlo. Si ven a una mujer robándole la cartera a un turista, échenle el guante.

—¿Y si es sólo una furcia paseando por los callejones en busca de algún caballero amigable? —preguntó un matón desgarbado—, ¿la detenemos?, ¿no es un delito la prostitución?

Una docena de hombres se rieron abiertamente ante la pregunta. Dos o tres silbaron. En silencio, yo estaba de acuerdo con los últimos.

—Sin duda —respondió tranquilamente Matsell—. Aunque, bien pensado, ella tendría que estar dispuesta a acompañarle por las buenas y usted necesitará que los hombres que compraban sus servicios declaren en el tribunal, así que, ¿por qué no empieza primero por construir la celda de retención más grande del mundo y nos lo hace saber cuando la haya acabado?

Otra oleada de risas, y por segunda vez sentí una incisiva punzada de interés. A todas luces éste iba a ser un empleo que requeriría replantearse las cosas de un día para otro, no uno de esos trabajos que convierten a un hombre en un asno pretencioso.

—Volvamos a la cuestión: si empiezan a traer a cada pájara que vean a comisaría con cargos por prostitución, yo mismo les enviaré al infierno. Nadie puede perder tanto tiempo en cosas así. La ciudad ha suprimido el cobro de comisiones, pero si ustedes aceptan recompensas de ciudadanos agradecidos es asunto suyo —anunció nuestro jefe leyendo por encima de su larga nariz las notas que llevaba garabateadas—. Hemos eliminado los siguientes departamentos de inspección: calles, parques, salud pública, muelles, bocas de incendios, prestamistas, mercadillos, coches de alquiler, postas, carros, carreteras y parcelas y solares. Todos esos hombres son ahora ustedes. Los vigilantes de la abstinencia dominical y los campaneros ya no están. Esos hombres son también ustedes. Los cincuenta y cuatro vigilantes de incendios ya no trabajan. ¿Quiénes son ahora, señor Piest?

El viejo sinvergüenza con cara de cangrejo y botas holandesas se puso en pie de un salto y alzó su puño arrugado al aire gritando:

—¡Nosotros! Somos los vigilantes de incendios, somos el escudo del pueblo, ¡y que Dios bendiga las viejas calles de Gotham!

Estalló una ovación acompañada de rudos vítores, a medio camino entre la burla y la aprobación.

—El señor Piest aquí presente es uno de los de la vieja guardia —dijo el jefe Matsell tosiendo mientras se subía las gafas por la nariz—. Si quieren saber cómo encontrar artículos robados, pregúntenle a él.

Dudé para mis adentros que el señor Piest, que había descubierto la mancha de huevo en su chaleco y la estaba raspando con la uña del pulgar, fuera capaz de encontrar su propio culo. Pero me callé lo que pensaba.

—A la mayoría dé ustedes se les asignarán funciones de ronda hoy, pero todavía quedan por fijar algunos puestos especiales. Veo aquí a muchos bomberos. Donnell, Brick, Walsh y Doyle, ustedes serán los enlaces de incendios y ya nombraré a algunos más. ¿Alguno habla flash, la jerga de las calles[12]?

Casi me asombró la reacción: docenas de manos se alzaron al aire, sobre todo de los broncas americanos con peores pintas, los británicos con tatuajes y los irlandeses con más cicatrices. Los alemanes, en su inmensa mayoría, se quedaron quietos. Mientras tanto, el aire se había vuelto dulzón y se había cargado de electricidad, presagio de tormenta. Fueran cuales fuesen los puestos que quedaran por asignar, se trataba obviamente del camino más corto para relacionarse con los bajos fondos de Nueva York.

—No sea tan modesto, señor Wilde —añadió en voz baja Matsell.

Pasmado, miré a nuestro jefe desde debajo del ala de mi sombrero. Me había sentido absolutamente invisible y transparente hacía un momento, pero al parecer me había equivocado.

El flash es la peculiar jerga dialectal que hablan los falsificadores, los carteristas, los matones, los jugadores de dados, los timadores, los pilluelos que viven en las calles, los vendedores de periódicos, los adictos…, y Valentine. Tengo entendido que se basa en la jerga de los ladrones británicos pero, la verdad, no he podido compararlas, ni siquiera de oídas. No se trata exactamente de un idioma, es más bien una especie de código. Las palabras son términos de argot que sustituyen al habla normal, y se utilizan cuando un tipo que ya las conoce prefiere que el contable con gafas que tiene sentado a su vera se siga ocupando de sus propios asuntos. La misma palabra flash, sin ir más lejos, significa que algo no podría ser más pulcro y elegante. Ni que decir tiene, la mayoría de los hombres y mujeres que lo hablan son pobres. Así que parte de nuestros jóvenes que se crían en las calles crecen farfullando sólo flash. Y cada día que pasa, más trabajadores decentes utilizan de vez en cuando palabras de la jerga como «colega» y «palmarla[13]», pero se trata de simples corrupciones del lenguaje cotidiano en boca de aficionados. Matsell se refería a un nivel más elevado de dominio lingüístico.

Y en ese momento no sólo estaban mirándome todos los granujas y broncas presentes, sino que no entendía cómo Matsell había adivinado quién era yo si sólo dejaba ver la parte inferior de mi rostro.

—No soy nada modesto, señor —respondí sinceramente.

—¿Me está diciendo que es incapaz de entender a su propio hermano cuando habla o acaso es que el capitán Valentine Wilde del Distrito Octavo mentía cuando afirmó que usted era el más preparado de los nuevos reclutas?

Capitán Wilde. Claro. Los mismos rasgos juveniles, la misma línea marcada del nacimiento del pelo, el mismo tono de rubio fangoso…, las únicas diferencias radicaban en que yo abultaba la mitad y sólo se me veían tres cuartos de la cara. Apreté la mandíbula con tanta fuerza que el trozo que tenía en carne viva empezó a latirme bajo la fina capa del vendaje. Típico de Val. No le bastaba con conseguirme un cargo para el que no estaba preparado y que ni siquiera quería. Todo el mundo tenía que estar mirándome cuando, como se suele decir en estos ambientes, la palmara.

—Tampoco soy un hacha —respondí con esfuerzo—, pero puedo mejorar.

Ésa era mi manera de decir en flash: «No sirvo para esto». Pero que tenía la intención de hacer todo lo posible.

El brazo del señor Piest se alzó como un cohete en los fuegos artificiales del Cuatro de Julio:

—¿Recibiremos, nosotros y los nuevos, alguna formación antes de empezar nuestra tarea, jefe?

Nunca he visto resoplar a George Washington Matsell, pero en aquel momento hizo lo que más se parecía, al menos en mi presencia.

—Señor Piest, esto es cuanto he podido hacer para que la iniciativa saliera adelante sin que nuestro noble populacho empiece a gritar «ejército permanente» y acabe con nosotros por puro patriotismo. No considero necesario añadir que nuestros patriotas más ruidosos son en la actualidad unos villanos integrales. No hay un momento que perder: los capitanes comprobarán sus aptitudes y les asignaran los puestos previstos según mis directrices, situando a los que hablan flash donde más se requieran sus servicios, y empezarán mañana mismo. Buenos días, y buena suerte.

El jefe Matsell se mueve con notable agilidad para su corpulencia, como un toro que embiste, y desapareció de escena en un abrir y cerrar de ojos. Una oleada de murmullos recorrió a los presentes, y su energía reverberaba en mi pecho. El par de capitanes, que parecían ser un irlandés moreno alto con bombín y un nativo del Bowery con patillas grasientas y ojos calcificados sentado a su lado, intercambiaron miradas perplejas. «¿Qué ha querido decir con lo de “aptitudes”?». Vi dibujarse esas palabras en los labios del americano. Es una habilidad sencilla, que aprendí en dos meses sirviendo en un bar de ostras donde el ruido resonaba como una revuelta. Es difícil servir una copa si no sabes lo que quiere el cliente.

«Deberían saber cómo desfilar y cargar en caso de disturbios, que podrían poner en peligro a toda la ciudad —respondió el irlandés, asintiendo con sensatez—. Una fuerza policial en formación, que desfile como es debido, con eso se tendría mucho ganado para acabar con cualquier disturbio».

«Caramba, sí, debe de ser eso».

Así que nos pasamos las tres horas siguientes bañados en sudor, aprendiendo a desfilar en formación en el patio de las Tombs. No nos sirvió de gran cosa a efectos de nuestro trabajo como policías, pero sin duda hizo pasar un buen rato a los presos que trasladaban del juzgado a las galerías de celdas.

Yo era el que estaba más cerca de la puerta que daba al juzgado cuando acabamos la ridícula instrucción de desfile, y por eso fui el primero al que asignaron destino. Cuando me senté en un taburete de pino ante un arrugado oficinista y éste me preguntó por mis méritos, me encogí para mis adentros, pero jugué la carta que me habían regalado:

—Hablo un poco de flash —dije.

«Que Dios me asista», pensé.

—En ese caso, le enviaremos al otro lado del cruce de Centre con Anthony. Su turno es de cuatro de la mañana a ocho de la noche —dijo el oficinista. Sacó un plano de entre varias pilas amontonadas—. Ésta es su ruta de ronda. Nada de beber ni de juergas mientras trabaja. Su número será el uno-cero-siete. Preséntese para empezar mañana, aquí en las Tombs, a las cuatro.

Me levanté.

—Espere un momento.

El oficinista metió la mano en un maletín de cuero y sacó una insignia de cobre con forma de estrella. Me la puso en la mano diciendo en voz baja:

—Cuando esté de servicio no puede quitársela, acuérdese.

Pasé los dedos por el metal. Era un objeto sencillo, un poco deforme. Una estrella confeccionada a martillazos, con el lustre apagado de las hojas marchitas que alfombran el City Hall Park en otoño. Nada que llamara la atención, aunque, bien mirado, las habían hecho a toda prisa, pensé. Me toqué la copa del sombrero para despedirme del oficinista y fui el primero que salió por la amplia puerta de granito.

Un agente del Departamento de Policía de la ciudad de Nueva York.

En el Distrito Sexto somos cincuenta y cuatro, y nadie encontraría un surtido más variopinto de sinvergüenzas puros y mestizos. Sin embargo, todos compartimos algo, y, dándole vueltas, lo identifiqué mientras volvía andando a mi casa de Elizabeth Street y a una jarra de lager bávara.

Según he descubierto, hasta el último de nosotros, los policías de la estrella de cobre de 1845, está tocado. Peor aún, perforado. Hay algo que la ciudad no nos ha dado aún, o algo que nos ha arrebatado, una carencia que adopta formas un poco distintas en cada caso. Todos somos fragmentos rotos. Cada uno de nosotros tiene una grieta que nadie puede pasar por alto.

Tres semanas después de aquel día, yo todavía estaba intentando averiguar cómo ocultar y olvidar a la vez mis antiestéticos desgarrones cuando apareció la niña cubierta de sangre. Se mesaba los cabellos como una viuda irlandesa de medio siglo de edad, mientras la luz de la luna pintaba su vestido de un rígido gris mortecino.

Se llama Aibhilin ó Dálaigh, que significa «Pajarito», Bird Daly. Y estaba a punto de poner la ciudad patas arriba. Casualmente, el día que encontramos a aquella pobre criatura era 21 de agosto. Pero no quiero adelantarme a los acontecimientos.