CUATRO

En el número 50 de Pike Street hay un sótano que no tiene ni diez metros cuadrados de superficie y dos y pico de altura, con sólo una diminuta ventana, aparte de la antigua e inclinada puerta de entrada. En ese pequeño espacio residían últimamente dos familias, formadas por diez personas, de todas las edades.

SANITARY CONDITION OF THE LABORING POPULATION OF NEW YORK[14], enero de 1845 •

El muy tempranero, por razones obvias, horario de horneado de la señora Boehm había resultado ser ya un regalo del cielo, porque mi casera llamaba de buena gana a mi puerta a las tres y media, antes del alba. Apenas se hacía visible la tenue mancha de la luz de su vela, y yo ya gritaba «¡Buenos días!» antes de darme la vuelta de lado con un gruñido. Esa era mi nueva vida. El silencioso hilillo de luz color miel desaparecía por las escaleras mientras yo me cambiaba el vendaje de la cara en la penumbra que anunciaba el amanecer, disfrutando de la media hora de aire fresco antes de que lo contaminara el sol.

«Me miraré la cara», pensaba todas las mañanas, aunque la verdad era que ni siquiera tenía un espejo. Y, ya por la tarde, me recriminaba: «¿Por qué no te has echado un vistazo a la cara en cualquier escaparate?». Luego, cada noche sin falta, al apagar la vela que tenía al lado de la cama, resonaban en mí las palabras «Eres un sensiblero», en la voz de mi hermano, y seguidamente me sumía exhausto en el sueño. Me repetía a todas horas que, tal como estaban las cosas, mi cara en realidad no importaba demasiado. Al fin y al cabo, las costillas se me habían curado con bastante rapidez, ¿y no era más inteligente pensar en lo bueno? Había recuperado las fuerzas de siempre, aunque aún no me había acostumbrado del todo a la fatiga que tiraba de mis huesos cuando me despertaba antes de que el sol hubiera acariciado siquiera el borde del mundo. «El aspecto no cuenta», pensaba. O me decía: «No soy una persona vanidosa».

Pero yo sabía muy bien que no era así, ¿verdad que no? «Tuvo suerte —oía que me decía el médico encorvado y de voz nasal el día antes de dejar la casa de Valentine— de no perder el ojo. Tal como ha ido, el daño probablemente no afectará el alcance del movimiento facial en la regio orbitalis, la cicatriz será muy amplia, pero los músculos del músculo frontalis y del orbicularis oculi funcionarán con normalidad». Así aprendí la jerga médica, y supe por qué notaba toda la piel, desde mi ojo derecho hacia arriba, abarcando la sien, un tercio de la frente e incluso un trocito del cuero cabelludo, como si la tuviera en carne viva, y también entendí la expresión que asomó en el rostro de mi hermano cuando pensó que yo no me daba cuenta de que estaba mirándome. Todo eso era mucha información, ¿no?

A decir verdad, mi estoicismo no era más que una farsa; la simple idea de verme me revolvía el estómago. Lo evitaba por cobardía, no por la resignación y el autodominio que se le suponen a un superviviente. Pero nadie con quien me cruzara me conocía lo bastante para fijarse ni para mencionar ese molesto detalle, y volví a evitar sistemáticamente a Val, así que la cosa iba bien. Sí, «todo iba bien».

La mañana del 21 de agosto, por primera vez, mi cuerpo se despertó por sí solo y con un suave respingo recuperó la conciencia a eso de las tres. Debía de tratarse de un aviso, pero no le presté atención. Me puse a mirar por la ventana el velo de nubes que sofocaba la ciudad hasta que estallara la tormenta. Una atmósfera que ahogaba.

En la planta de abajo dejé un penique en el limpio mostrador y cogí un bollo de pan del cesto con los restos del día anterior. Ventajas. Tras ajustarme el sombrero de ala ancha en la cabeza y meterme el bollo en el bolsillo me encaminé hacia las Tombs, donde comenzaría mi larga jornada. Durante las dos semanas anteriores, mi ronda había resultado ser un trabajo fascinante y un tanto turbio, aunque era reacio a admitirlo. Pero seamos francos: patrullaba un recorrido muy, pero que muy interesante. En cuanto a qué hace un policía durante la ronda, pues eso, rondar: dar vueltas en círculo hasta que alguien quería que lo detuvieran. Tan simple como eso, pero a la vez qué interesante, eso de pasear tranquilamente y en silencio entre decenas de personas, escrutándolos con aire indiferente, asegurándome de que nadie necesitara ayuda o pretendiera hacer daño.

Después de firmar a la hora convenida en las Tombs, mi ruta me llevaba por Centre Street. Los trenes, tirados por enormes caballos, traqueteaban al pasar por delante mí, y sus ruedas lanzaban gruesos trozos de ceniza machacada al polvo de las aceras para que los limpiabotas los limpiaran. Una vez llegaba al imponente edificio de la fábrica de gas en la esquina de Canal y Centre, giraba a la izquierda. Canal me parecía una calle bulliciosa y caótica: verdulerías pegadas a mercerías, escaparates llenos de zapatos relucientes, otros desbordados de rollos de sedas azul turquesa, escarlata y violeta. Encima de aquel derroche de relojes y sombreros de paja vivían los dependientes, los trabajadores y sus familias; los codos de los hombres se apoyaban en los altos alféizares mientras bebían su café matutino. En el lado norte, ya tocando Broadway, había un puesto de coches de alquiler, con los techos de los carruajes de cuatro ruedas abiertos al cielo cada vez más rosáceo, mientras los cocheros fumaban puros grandes como bolos y cotilleaban en espera de las primeras carreras de la jornada.

Broadway era el punto donde giraba hacia el sur. Si hay en el mundo una calle más diversa, una calle más turbulenta, una calle con un péndulo que oscile más vertiginosamente entre adictos al opio muertos de hambre enfundados en harapos que se les pudren encima y damas con vestidos de paseo engalanadas como pequeños barcos de vapor, no se me ocurre o no quiero imaginármela. Lacayos negros sentados en faetones, luciendo sombreros de paja veraniegos y chaquetas de lino verde claras, pasaban chirriando a mi lado aquella mañana, y uno casi choca con una vendedora judía de cintas, que llevaba en una amplia caja con bisagras colgada del cuello. Los repartidores de hielo de la Knickerbocker Company, de hombros tan musculados que dolía sólo verlos, se tensaban al forzar las tenazas de hierro con las que levantaban los bloques helados para subirlos a los carros que luego conducirían a los hoteles opulentos antes de que los huéspedes se despertaran. Y, entrando y saliendo por todas partes, cubiertos de costras de barro, lujuriosos e increíblemente ágiles, correteaban los cerdos moteados, cuyos hocicos elásticos hozaban entre las hojas de remolacha pisoteadas. Todo estaba mugriento, salvo los escaparates de las tiendas; todo estaba en venta, salvo los adoquines; todo el mundo vibraba rebosando energía, pero nunca te miraban a los ojos.

Desde Broadway giraba al este, por Chambers Street. A mi izquierda se levantaban los elegantes despachos con fachadas de piedra de los abogados y las ventanas cerradas para conservar el fresco de las consultas de los médicos. A mi derecha se agazapaba el City Hall Park, donde se encontraba no sólo el ayuntamiento sino también el Registro Civil[15]. Todo allí era sórdido o de piedra. Cuando llegaba a la punta de aquella úlcera sin hierba, me encontraba de nuevo en Centre Street y me encaminaba otra vez a las Tombs.

Fue en el cruce de Centre Street con Anthony, a sólo una manzana de las Tombs, donde las cosas se pusieron feas.

En las dos semanas que llevaba siendo policía, había realizado siete detenciones. Todas a un paso del cruce de Centre y Anthony. Dos tipos de una pandilla dando un masaje, que así es como mi hermano y los demás estafadores llaman a «timar», vendiendo certificados de acciones falsos a emigrantes. Tres hombres a los que detuve por embriaguez y alteración del orden público, una detención que me resultó complicada sólo porque que me vi obligado a explicárselo a ellos: «Sí, la ley os obliga a acompañarme; no, no me importa que le rompa el corazón a tu santa madre; no, no te tengo ni una pizca de miedo; y sí, estoy dispuesto a arrastrarte a hasta las Tombs tirándote de la oreja, si no me queda más remedio». Por último intervine en un par de agresiones leves en las que había exceso de licor, trabajadores cansados y putas que habían tenido la mala suerte de andar por allí. En la misma Anthony Street, a ambos lados de la línea de ferrocarril que la cruza, las casas son franjas de negro carbón trazadas por una mano nerviosa arrastrada por el cielo, y así han salido, demasiado baratas. Son edificios hambrientos. Devoradores de hombres, listos para tragarse al emigrante más cercano por el hueco de una escalera rota o un suelo podrido. Atestados hasta casi reventar de irlandeses, claro. Y esa mañana, en el momento en que hacía mi octava y pausada ronda y el sol ya ardía amarillento, empezaron a gritar mi nombre.

—¡Timothy Wilde! Señor Wilde, ¿es usted?

Me encogí ligeramente bajo mi sombrero de ala ancha. El gesto mandó una oleada de dolor a lo largo del borde de mi frente.

—Reverendo Underhill —respondí encaminándome hacia él.

—Así que, en efecto, es usted. Perdóneme, pero… No sé muy bien qué decir. Desde el incendio, todos hemos perdido el contacto.

El reverendo Thomas Underhill me tendió la mano, y su rostro de una viva inteligencia me pareció extrañamente pálido. El reverendo tiene los mismos ojos azules y delicados de Mercy, pero su pelo es más castaño que negro, encanecido ya en las sienes, y su rostro, que sobresale por encima del sencillo atuendo de clérigo, es más estrecho. La señora Olivia Underhill había sido una auténtica belleza inglesa, fallecida en una de las epidemias de cólera que por aquí suelen cebarse en los extranjeros; ella tenía ojos grandes y separados, como los de Mercy, y el mismo hoyuelo en la barbilla. El reverendo la adoraba. Cuando murió Olivia, traspasó todos sus cálidos sentimientos a la congregación presbiteriana de Pine Street y a Mercy, y no puedo criticar su decisión. Es un hombre capaz y hábil, sus ojos irradian concentración y sus manos son expresivas. Pero algo le había asustado mucho. Me pareció más joven, como perdido en medio de una multitud enfadada, mientras se estiraba el chaleco amarillo, que ya estaba liso.

—Estoy bien —dije en un tono cordial. Me sentía como un actor que había salido al escenario equivocado—. ¿Y cómo está…?

«Su hija», habría dicho antes, pues no quería otra cosa que sustituir su apellido para siempre.

—¿… la señorita Underhill? —pregunté.

No sé cómo pude. Algo que me apretaba se desató en mi caja torácica y se deslizó espeso a través de mis venas como plomo frío.

—Está bien. Señor Wilde, estaba buscando ayuda cuando le vi. ¿Sería tan amable de acompañarme y…? —Se detuvo, su mirada había captado el destello apagado de mi estrella de cobre—. Dios mío. Esa insignia en su pecho… ¿se ha hecho policía?

—Sí, me temo que sí.

—Oh, gracias al cielo, qué azar tan providencial. Había acudido a visitar a un pobre hombre que había recurrido a nosotros en busca de caridad y cuando salía de la vivienda oí llorar a un bebé dentro de otro piso. Llamé varias veces a la puerta, pero estaba cerrada. Luego arremetí con el hombro, con fuerza, pero…

—Los bebés lloran a menudo —observé.

Pero yo jamás lo había visto asustado desde la muerte de su esposa, gotas de sudor frío le perlaban las sienes, así que corrí a Anthony Street. El reverendo me adelantó, para indicarme. En diez segundos, llegamos a un viejo edificio de ladrillo. El reverendo no se detuvo en la entrada, y se introdujo en el callejón que se extendía entre la residencia en cuestión y el edificio contiguo.

El edificio de viviendas que daba a la calle tenía cuatro plantas de altura; sobre nuestras cabezas, había montones de tendederos de los que colgaban con pinzas, como banderolas, harapos beis. Un niño pequeño, con la cara pálida e inexpresiva, vigilaba la colada. Pero nosotros nos dirigíamos al edificio de atrás. En su infinito deseo de dar acogida a potenciales americanos, los propietarios de los inmuebles últimamente habían empezado a construir viviendas en los patios traseros de los edificios de ladrillo ya existentes. Normalmente, se deja un solar despejado detrás de cada edificio de viviendas para permitir la entrada de luz, aire y otros lujos similares. Pero los astutos caseros levantaban ahora nuevas edificaciones en la parte de atrás de las originales, a las que se accedía por las rendijas laterales de las callejuelas que separaban las construcciones, con ventanas que ya no daban más que a paredes. Bordeé con agilidad los trozos de una rueda de carruaje rota y después un enmohecido depósito de agua de lluvia. El suelo se volvía más húmedo y oscuro por momentos a medida que avanzábamos por la grieta. Al final, estábamos pisando diez centímetros de agua procedente de la artesa desbordada que había entre el pozo negro de la letrina exterior y la alcantarilla superficial.

El patio húmedo al que conducía el pasadizo resultó estar cubierto de tablones. Un perro gris moteado yacía tumbado de lado junto a la letrina de madera, roncando al sol. Justo detrás se alzaba el segundo edificio. Este era de madera, de tres plantas, y ya se estaba desmoronando. Mientras nos apresurábamos por el patio entablado, los residuos que se filtraban por las grietas presionaban hacia arriba y lamían nuestras botas.

El reverendo se detuvo nada más entrar en el portal en penumbra. A nuestra izquierda, una escalera daba cobijo a un par de borrachos, apenas unos bultos de ropa que respiraban débilmente apestando a whisky.

—Es por este pasillo —y señaló con la cabeza hacia el fondo de la planta baja.

La puerta en cuestión era en verdad más robusta de lo que parecía. Pero entre los dos no tardamos en conseguir que cediera, y las tablillas se abrieron con un estallido amortiguado. Y esto es lo que vimos.

No era una habitación, sino un espacio apenas mayor que un armario con un catre a un lado. Si mi hermano hubiera desplegado ambos brazos seguramente habría tocado las dos paredes. Extraordinariamente limpio. Una mujer que llevaba una deshilachada cofia de encaje que podría haber pasado por una telaraña se sentaba en una silla, cosiendo una manga en un vestido de algodón. Había veinte o treinta piezas de algodón burdo y barato plegadas a sus pies. Tenía el pelo del tono rojo claro propio del interior de los pomelos maduros; el rostro pecoso estaba sereno, aunque apretaba los labios. No levantó la mirada cuando su puerta se abrió de golpe y dos hombres casi se le echan encima del regazo. Y por eso supe que algo iba mal, muy mal.

—¿Dónde está su bebé? —preguntó el reverendo, intentando con todas sus fuerzas controlar sus prisas—. Le oí llorar en esta habitación. Parecía… ¿Dónde está?

La aguja se ralentizó pero no dejó de moverse mientras las pestañas rojizas de la mujer se alzaban. Calculé que rondaría los veinticinco, y no debía de llevar mucho tiempo en el país: pequeños arañazos habían brotado por las puntas de todos sus dedos por la labor de aguja a la que no estaba acostumbrada, y las heridas no habían cicatrizado como era debido. Su sangre seguramente seguía diluida por no haber comido nada más que galletas y carne en mal estado durante el trayecto hasta aquí. Tenía aspecto de no haber visto fruta fresca desde hacía seis meses, o tal vez más, y su cuerpo entero parecía tan frágil como una ampolla reventada. Mientras tanto, seguía sentada, como si no nos entendiera.

—¿Cómo se llama, señora? —probé.

—Eliza Rafferty —respondió en un inglés con fuerte acento.

—Y usted tiene un bebé, si no me equivoco. ¿Dónde está?

Los ojos pardos se desorientaron y volvieron a la aguja.

—Pero si yo no tengo ningún bebé. Están cometiendo un error.

—¿No? —repliqué haciéndole un gesto al reverendo para que no perdiera la paciencia.

Había algo extraño en la mirada de la mujer. Desconcertada y vacilante, como un pájaro que no tiene dónde posarse. Yo nunca había visto nada parecido, y eso que he visto mil miradas diferentes en mil caras distintas.

—Entonces ¿de quién son esas ropas de bebé que hay en la cesta? —pregunté señalando a un rincón.

Bajó la barbilla, se estremeció, pero su rostro seguía siendo una máscara. Y ni siquiera se trataba de una máscara que se pusiera intencionadamente. Ni una palabra de lo que decíamos tenía sentido para ella.

—Son del trabajo a destajo que hago —susurró—. No tengo ningún bebé, ya se lo he dicho. Ahora tengo que acabar piezas de vestidos. A tres centavos la pieza. El señor Prendergast debió de mandar ésos por error.

—Señora, es un pecado muy grave mentir sobre…

—No creo que esté mintiendo —dije en voz baja. No es más que un truco que se aprende cuanto te ganas la vida hablando con gente. Pero las mentiras tienen un regusto especial, algo suave y azucarado, y ésta no lo tenía—. Señora Rafferty, ¿oyó llamar a su puerta al reverendo? Estaba muy preocupado por usted.

—Lo oí. Reconocí su voz. No llamaré mentiroso al Papa, ni lo criticaré, ya se lo digo. Ni siquiera a cambio de nata de la buena como me prometió la última vez; y no me duelen prendas si tengo que arrodillarme y suplicar.

Miré al reverendo Underhill y él esbozó una mueca, con la mirada dolida.

—Mis recursos para caridad son sumamente limitados. Me avergüenza, cada día. Pero no tenemos tiempo para esto. Tenemos que…

—¿Para qué hubiera utilizado la nata, señora Rafferty? —pregunté.

—Para Aidan.

Sus ojos moteados se abrieron ligeramente al oír sus propias palabras. El reverendo y yo intercambiamos miradas sombrías. Así que sí había un bebé, y en aquella celda no había sitio para ocultar ni un penique de cobre doblado. Me agaché apoyándome en una rodilla para que la señora Rafferty me viera mejor. Su mirada ya estaba bastante deteriorada por el cosido de piezas de ropa con una luz pésima. Al ritmo al que cosía, las puntadas la dejarían ciega en diez años, o puede que antes.

—Después de que el reverendo llamara a la puerta, pero antes de que entráramos los dos, usted sacó algo de aquí, ¿no? —pregunté con suavidad—. No sé qué sería.

—Sólo era una rata —dijo susurrando—. Me muerden espantosamente por las noches. Entran por los tablones del suelo. Eché ésa al lavadero que hay allá, al final del pasillo.

—¿Y no le dio miedo —le pregunté sintiendo un agujero cada vez mayor en el estómago— cogerla y llevarla hasta allí?

—No —respondió y los labios le temblaban como las alas de una polilla—. Ya estaba muerta.

Con desesperación, volví la mirada hacia el reverendo. Pero sus botas ya corrían por el pasillo.

«Estaba asustada —pensé con aturdida insistencia mientras me ponía en pie y salía a toda prisa por la puerta—, y se olvidó del bebé cuando fue a deshacerse de la rata. Sí. Sí, la rata está en el lavadero y el bebé está sin duda en una cesta al lado, y ella volvió confusa a la habitación sin… Se llamaba Aidan. Aidan Rafferty está en una cesta al final del pasillo».

El reverendo ahogó un grito contra la manga oscura de su levita. Su silueta se recortaba al final del pasillo desconchado, perfilada por la luz de la única ventana que había encima del mugriento lavadero público. Me miré los pies que avanzaban entre los excrementos de las gallinas que vagaban sueltas y habían entrado por la puerta. Me di cuenta de que volvía a ver las cosas fragmentadas. El lavadero no era más que una palangana de madera barata que se había transformado en el mohoso hogar de varias moscas ruidosas, a las que el reverendo Underhill había molestado.

—Traeremos a un médico —dije estúpidamente, antes incluso de mirar. Podía solucionar esto, tenía que solucionarlo—. Lo traeremos enseguida.

—De nada sirve ya un médico —respondió el reverendo, que había recuperado un poco el control. Se le había quedado la cara lívida, de un blanco puro. Blanca pero incandescente, un blanco como la gloria de Dios—. Ella querrá un cura.

Desde aquel día, mil veces me he preguntado por qué me desgarró tanto aquella muerte en particular. La muerte, se dice, es muy frecuente. Y la de los niños todavía más. Son víctimas de tantas crueldades que no creería que su supervivencia fuera ni remotamente posible de no haber sido niño yo también. ¿Qué sus padres los quieren? No por eso dejan de ser juguetes en manos de los caprichos de las enfermedades y los accidentes peligrosos, un brillo sagrado en las vidas de su familia con un resplandor tan volátil como el de la Bolsa. ¿Qué sus padres no los quieren? En ese caso salen al mundo demasiado pronto, se ven obligados a vender humeantes mazorcas de maíz por unos céntimos a quien se las compre en Broadway, o se ven atraídos a vocaciones mucho peores a causa de la insistencia de la voraz supervivencia. O bien desaparecen por completo. Se desvanecen como una fragancia en el viento.

¿Qué sus padres mueren cuando ellos son todavía muy pequeños?

En ese caso yo sabía qué pasaba. Y podrían haberme ido mucho peor las cosas, eso también lo sé, aunque me cueste reconocerlo. Si Val no hubiera estado a mi lado durante nuestra infancia de huérfanos, posiblemente me habría visto menos perseguido, aunque muy probablemente habría acabado depositado en una tumba poco profunda cualquiera de aquellos inviernos. He asimilado ese regalo muy adentro, y los días en los que ya he decidido marcharme a México, donde no hay ningún Valentine Wilde a la vista, me lo recuerdo a mí mismo. Y me quedo. A pesar de los pesares.

No, no es que me conmueva la idea de que un niño pequeño muera. Y, desgraciadamente, el concepto de niños víctimas de asesinatos tampoco es nuevo. Imagínense una barbaridad casi inimaginable: pues bien, se interpreta en el escenario de Nueva York con ovaciones y peticiones de bises más veces de las que ustedes creerían posibles.

Lo que importaba de esa muerte, como acabé descubriendo, era que la semana anterior, la señora Rafferty, según parecía, había estado suplicándole al reverendo que le diera nata para Aidan. Quería, necesitaba, aliviar el hambre de su hijo. Ella compartía el sufrimiento del pequeño en cada aliento, en cada débil latido del corazón del niño. Se había arrodillado suplicando por su bienestar, y sólo dejó de hacerlo cuando creyó que hasta su vida en la otra vida corría peligro. Supuso que una eternidad con su hijo importaba más que tres días de productos lácteos frescos.

Hasta que ese día —sin la nata, seguramente sin zumo de limón para recuperar la sensatez y posiblemente hasta sin una puñetera ventana; sólo Dios sabe cuál era la causa de su desesperación— había imaginado que aquel mismo pequeño era una rata. La señora Rafferty apareció a nuestras espaldas, asomándose desde la puerta de su armario, con la aguja aún en la mano. Los dedos se le habían paralizado.

—Está muerta —dijo—. A mí también me dan miedo, pero ésta ya está muerta, y ustedes son hombres hechos y derechos. ¿Por qué están tan asustados? Es una vergüenza, que lo sepan. Era sólo una rata.

—Que Dios se apiade de usted —susurró el reverendo con una voz afilada con fuego.

Y así realicé mi octava detención en mi nueva profesión.

Doce horas más tarde, sentado a una mesa rayada en las Tombs, en una de las salas de oficinas, sostenía en la mano una pluma con la punta coronada de un tono de negro letal. Me limitaba a mirar fijamente la hoja que tenía ante mí. No escribía. En ese momento, lo único que quería era vomitar en un rincón. Al menos habría cambiado las cosas, habría demostrado que era capaz de moverme todavía, tal vez habría aliviado las náuseas, pero el caso es que no podía dejar de mirar la hoja ni empezar a escribir por más que quisiera.

En vez de eso, pensaba en el reverendo, en si él lo estaría sobrellevando mejor. El reverendo, que a los once años había dejado atrás una sombría cabaña en los bosques de Massachusetts con una porra de nogal apoyada en un rincón, para ganarse el pan en un barco. Era un hombre meticuloso y viajado, conocido en toda la ciudad como un intrépido protestante con una inteligencia insaciable y exigente. Sus fieles lo tienen por el pastor que mantiene sus vidas por el buen camino, según el orden divino, y eso exactamente es lo que es; fue abolicionista en sus primeros tiempos de predicador porque la simple idea de la esclavitud repugnaba a su sentido de la lógica. Cuando habla al respecto, utiliza la palabra «justicia», pero en realidad quiere decir «lógica». A veces creo que combate la pobreza simplemente porque el desequilibrio que implica ofende a su sentido de la estética. Tal vez les parezca una razón de poco peso, pero sólo si no lo han visto nunca pelando una naranja con el mismo esmero de quien corta las facetas de un diamante en bruto.

Recordé la última vez que lo había visto tan pálido, poco después de la muerte de Olivia Underhill. El reverendo adoraba a su esposa, y yo entiendo muy bien ese tipo de adoración. Después de darle sepultura el día de su fallecimiento, con el cuerpo ya marchito, apenas reconocible, no había salido de su estudio, cerrado a cal y canto, durante tres días seguidos. Ninguna súplica, ni siquiera las de Mercy, que por aquel entonces contaba catorce años, le persuadió de que saliera. Finalmente, segundos antes de que Val estrenara sus nuevas ganzúas, la puerta se había abierto, y Thomas Underhill había besado a su hija llorosa, la había abrazado y le había acariciado el pelo; luego anunció que la pequeña dependencia exterior de la iglesia de Pine Street necesitaba un tejado nuevo desde hacía mucho, y se proponía solucionarlo. Salió de la habitación sin volver la mirada atrás, mientras mi hermano, Mercy y yo lo mirábamos aturdidos. Mercy no encontró nada en el estudio que indicara qué había estado haciendo todo ese tiempo hasta meses más tarde, cuando descubrió que cada página de todos los libros de la amplia biblioteca de su madre había sido meticulosamente marcada al margen con una franja de tinta negra, a mano. Miles y miles de fajas de luto negras que bordeaban silenciosamente el pergamino.

No, el reverendo no podía sobrellevarlo mejor que yo, ni remotamente. Y menos cuando se tenía en cuenta la cuestión de la nata.

Oí unos pasos que se acercaban. Levanté la mirada por debajo del ala de mi sombrero. Era el señor Piest, que hacía un único descanso para tomarse un café en toda la jornada. Lo olí. Pero esta vez traía un par de tazas de latón en las manos, no una. Sus rizos grises sueltos se agitaron saludándome alborotados cuando dejó una de las tazas sobre la mesa.

—Patriota, saludos —declaró con solemnidad.

Cuando se alejaba, con las botas holandesas resonando sobre el suelo, añadió:

—Se acostumbrará, señor Wilde.

«Y una mierda», repliqué vengativo mentalmente.

Pero cuando di un sorbo del café espeso —que era mucho más denso, mucho mejor de lo que debería haber sido—, me las apañé para poner la pluma sobre el papel.

Informe redactado por el agente T. Wilde, Distrito 6, Demarcación I, Estrella 107. Entré en el n.° 12 de Anthony Street a las ocho de la mañana a raíz de las sospechas que me comunicó el reverendo Thomas Underhill, con domicilio en el n.° 3 de Pine Street. Me dirigí al edificio de atrás, planta baja, y descubrí a la vecina, señora Eliza Rafferty, en un estado de gran confusión. El pequeño Aidan Rafferty había desaparecido de la habitación. La madre, afirmando que la había atacado una rata, nos condujo al lavadero del mismo edificio trasero, donde habían dejado al bebé.

Detuve a la señora Rafferty, que siguió demostrando incomprensión por lo sucedido, aunque a esas alturas estaba más alterada emocionalmente. Solicité de inmediato ayuda mediante el reverendo Underhill, y los primeros que llegaron fueron los agentes York y Patterson, que avisaron al forense. Llevé a la señora Rafferty al ala de mujeres de las Tombs, donde fue encarcelada con el número de reclusa 23.398 y está a la espera del interrogatorio.

Dejé de escribir y me maravillé de mi letra. Perfectamente clara. Qué abominable me resultaba. Insensible, de una manera que me revolvía las entrañas, asqueado por las letras uniformes. Razonablemente, supuse que era necesario que fueran legibles, y a continuación pensé que quien fuese capaz de escribir eso con una letra tan limpia era un infame.

A la espera del informe del agente forense sobre el cuerpo de Aidan Rafferty, que debía de rondar los seis meses de edad, las marcas en el cuello apuntan claramente al estrangulamiento como causa más probable de la muerte.

El texto, con mi letra, me devolvía la mirada, un prodigio de dominio de la mano. Repugnante. Cuando me di cuenta de lo fría, lo ajena, que parecía aquella frase, me arranqué la maldita insignia de la estrella y la lancé contra la pared encalada con todas mis fuerzas.

Mientras regresaba a casa bajo las relucientes estrellas de agosto, con la insignia de cobre en el bolsillo, me preguntaba de qué modo podría hacerle pagar a mi hermano por haber propiciado un día como el que acababa de vivir. Iba muy concentrado, pensaba: «Maldito Valentine Wilde», una y otra vez, cuando llegué a Elizabeth Street y a la panadería de la señora Boehm.

Entonces algo blando y agitado chocó con mis piernas.

Mis manos cogieron los brazos de la niña antes de que mi cerebro se diera siquiera cuenta de que había chocado con una pequeña. Hice bien, porque ella se estaba tirando del pelo, tocándose un mechón que se le había soltado de una maraña enredada, y se habría caído contra los adoquines sucios. Cuando pude erguirla, me miró como desde la cubierta de un remoto barco en el centro del río. No estaba ahí. En realidad, no estaba en ninguna parte, todavía. Ni aquí ni allí.

Entonces me fijé en que llevaba un camisón, que estaba empapado en algo que podía ser alquitrán o sangre. Iba calada de pies a cabeza.

—Dios mío —murmuré—, ¿estás herida?

No me respondió, pero su cara cuadrada se esforzaba por expresar algo sin palabras. Creo que intentaba no gritar.

Es posible que un policía profesional, como los de Londres, hubiera regresado inmediatamente a las Tombs y la hubiera dejado allí para que la interrogaran, aunque ya no estuviera de servicio. Sí, es posible. A lo mejor un policía profesional la habría llevado a un médico. No lo sé. A estas alturas ya debería haber quedado claro que no había muchos policías profesionales en la ciudad de Nueva York. Pero incluso si los hubiera, yo había roto con ellos para siempre. Aidan Rafferty ya estaba enterrado, como, en otro sentido, también lo estaba su madre en las Tombs; yo era alguien acostumbrado a servir ginebra en una copa por el doble de su precio, y por lo que a mí respectaba, los estrellas de cobre podían irse a paseo.

—Ven conmigo —dije—. No pasa nada.

La levanté con cuidado. No podía sacar la llave del bolsillo con la niña en los brazos. Pero, por casualidad, la señora Boehm me había visto por la ventana y me esperaba con la puerta abierta. Llevaba la bata muy ceñida alrededor del cuerpo enjuto, y su cara parecía un expresivo retrato de la sorpresa.

—Dios bendito —dijo en voz baja a través de sus labios muy abiertos.

La señora Boehm corrió a la chimenea que había junto a los hornos y la avivó con fuerza mientras yo entraba con la pequeña criatura herida, y con la otra mano cogió un cubo para sacar agua de la bomba.

—Hay trapos en el rincón —dijo corriendo hacia la puerta—; están limpios, son para el pan.

Deposité a la niña sobre un escabel manchado de harina. La señora Boehm había dejado la lámpara sobre la ancha mesa de amasar, porque la luna estaba alta y la bomba de agua justo delante de la casa. Bajo aquella luz, era evidente que la inmensa mancha en el camisón de la niña no podía ser más que de sangre.

Sus ojos grises miraron alrededor tan asustados que retrocedí un poco tras dejarla sobre el escabel. Fui a buscar los trapos limpios al rincón y cogí varios de algodón suave.

—¿Sabes dónde te has hecho daño? —pregunté en voz baja.

No respondió. Se me ocurrió una idea.

—¿Hablas inglés?

La pregunta hizo que se removiera inquieta y su mandíbula se ladeó inquisitivamente.

—¿Y qué voy a hablar si no?

Inglés sin acento. No, sin acento para mis oídos, me corregí. Lo que hablaba era inglés de Nueva York.

Los brazos empezaron a temblarle. La señora Boehm volvió a grandes zancadas y empezó a calentar agua. Murmurando para sí, encendió otras dos lámparas, bañando la panadería con una luz de caramelo. Cuando lo hizo y al examinar con más atención a la niña, me fijé en algo extraño.

—Señora Boehm —la llamé.

Con cuidado y procediendo todo lo despacio que pudimos, le quitamos el camisón a la pequeña. No se resistió. No movió un solo músculo, salvo para ayudarnos. Cuando la señora Boehm cogió un trapo mojado y caliente y lo pasó por la piel levemente pecosa de la niña, mi intuición resultó correcta.

—No está herida —dije asombrado—. Fíjese. Todo es del camisón. Está cubierto de sangre, pero ella no tiene ni un rasguño.

—Ellos harán pedazos a mi amigo —susurró la pequeña, con los ojos llenos de lágrimas.

Y entonces tuve que cogerla por segunda vez, enredando mis brazos con los de la señora Boehm, porque la niña se había desmayado del todo.