VEINTITRES
Ésta es la vía: haced que los americanos conozcan la simple verdad sobre la religión romana, y ellos la rechazarán de buena gana, e incluso sus partidarios renegarán de sus afirmaciones y práctica, por pura vergüenza.
• AMERICAN PROTESTANT IN DEFENSE OF CIVIL AND RELIGIOUS LIBERTY AGAINST INROADS OF PAPACY, 1843 •
Al final, no fui a ver a Matsell.
No, volví a casa, a Elizabeth Street. Sumido en el delirio, y hasta tuve que agradecer la fortuna de haber podido conservar la cartera durante todo el trayecto. La casa estaba vacía cuando llegué. No había nadie amasando pan, nadie dibujaba.
Saqué tanta agua del Croton como podía cargar y encendí un fuego en la parrilla. Calenté el agua en teteras y en ollas. En todo lo que podía encontrar. Llenar el polibán que había sacado de detrás de los sacos de harina apilados fue uno de los trabajos más agotadores de esa noche, y ni siquiera era en realidad de noche, ya no, sino que ya se acercaba el alba calcárea de finales de verano. Pero no tenía otra opción. El pequeño orificio de la puñalada en mi espalda me dolía con cada latido, el tajo a lo largo del brazo no estaba mucho mejor, y no es agradable morir de una infección en la sangre.
Y tampoco es agradable morir sin haber acabado el trabajo. Y yo tenía trabajo para dar y vender. Tres prioridades básicas.
«Mantén a salvo a Mercy Underhill. Trae de vuelta a tu hermano. Para al cabrón que ha hecho todo esto».
No tenía muy claro cuál era el orden de importancia, así que no le di más vueltas y decidí hacer las tres cosas a la vez, lo mejor que pudiera.
Meterme en el agua caliente fue tan doloroso como caer en el infierno. Pero no tanto como cuando eché unas cucharadas de sal alcalina de carbonato potásico en uno de los trapos limpios de la señora Boehm y empecé a frotarme cada zona por donde todavía sangraba. El polvo claro chisporroteó y siseó en cuanto entró en contacto con el agua, y yo no estaba siendo suave precisamente. Lo hacía adrede. No es fácil quedarse inconsciente cuando el dolor es tan intenso.
Después de restregarme con el carbonato potásico en todos los cortes que encontré, prestando rigurosa atención al diminuto orificio que palpitaba en mi espalda, el agua adquirió un matiz rosáceo y me sentía fresco y despierto como nunca en mi vida. Me sequé rápidamente en otro trapo, y apagué el fuego con el agua rosa del polibán, cogí más retales limpios y me vendé los cortes, que escocían. Ahora dolían de verdad. Otras veces había tenido peores heridas. Cuando me miré a la cara en el cristal de la ventana, y me pareció reluciente y con textura líquida —espantosa pero razonablemente saludable— supe de repente lo que tenía que hacer.
Lo que tocaba ahora. Y no eran ni Piest ni Matsell.
Con la sábana alrededor de la cintura, corrí al piso de arriba y cogí papel de estraza, un trozo de carboncillo y mis únicos pantalones y camisa limpios. Mientras lo hacía me asaltaron unas dudas vertiginosas, pero me las quité de la cabeza, más impaciente e irritado que otra cosa. Bajé rápidamente, desplegué la hoja marrón sobre la superficie de la mesa. Me serví un chorrito de brandy. No mucho, consciente de que un poco de dolor me mantendría alerta. Luego me volví a la silla en la que había colgado mi ropa sucia y busqué en el bolsillo interior de mi chaqueta. Finalmente me senté a la mesa, con la carta de Palsgrave en la mano, la única que parecía que había sido escrita por un loco y no por un malvado salido del teatro, y la estiré sobre la madera granulosa.
Sólo puedo ver eso.
Lo veo y no veo más que eso una y otra vez, amén, solo el cuerpo muy pequeño y muy destrozado.
Dejé de leer esa parte. Era una manifestación de locura, sin ningún indicio que apuntara a nada, ningún hecho que mereciera ese nombre. Pero esa carta, combinada con la forma como había muerto Marcas…
Me carcomía. «Algo está mal». Claro que lo estaba. Eso lo había aprendido con el pobre Aidan Rafferty, hacía mucho. Pero si pensaba en todo lo sucedido como si fuera una historia, si me centraba en cómo la gente hace las cosas, como si alguien sentado en la barra de mi bar con la lengua desatada me lo contara…
Algo estaba mal.
Cogí el carboncillo, me levanté de la mesa y vacié el brandy. Todavía estaba un poco mareado. Llevaba casi dos días despierto, tenía unas cuchilladas más que feas, vestía sólo unos pantalones y una camisa a medio abotonar, y encima de aquel gran pedazo de papel de estraza escribí en una esquina:
COSAS POR LAS QUE MATARÍA UNA PERSONA:
Dios.
Política.
Seguridad.
Dinero.
Locura.
Amor.
Las repasé. Tal vez podría defenderse que el dinero y el narcisismo son lo mismo, o que la política y Dios son parecidos, pero me gustaba bastante. Así que seguí, esta vez abarcando más papel. Escribí las siguientes palabras en zonas separadas en el centro, rodeando cada una con un círculo trazado con una gruesa línea negra, como si fuera una cerca:
19 enterrados (anónimos… ¿El repartidor de periódicos Jack Be Nimble entre ellos?).
1 cubo de basura (Liam).
1 huido (Bird).
9 rescatados (Neill, Sophia, Peter, Ryan, Eamann, Magpie, Jem, Tabby, John).
1 profanado públicamente (Marcas).
1 confundido con una rata (Aiden).
No estoy seguro de por qué añadí el último nombre. Aquello había pasado hacía mucho y no guardaba la menor relación. Pero quería tenerlo ahí. Era importante para mí.
Bien.
Veintidós muertos y Bird durmiendo tranquilamente y bien tapada en una granja con un extenso huerto en Harlem. O eso esperaba.
Pero entonces empecé a reparar en algo. Me serví otro poco de brandy, sólo para tener las manos ocupadas cuando me paré a pensar. Por extraño que parezca, mis manos, al escribir, trazar los círculos y moverse, se sentían vivas. «Sí, esto funciona, no pares —pensé—, todo lo que se te ocurra pertenece a este trozo de papel de estraza. Todos dependen de él».
Me incliné y empecé a dibujar. Dibujé un boceto rápido de Silkie Marsh. Dibujé a Mercy tal como la había visto en San Patricio, con los ojos abiertos de par en par y el pelo suelto y caído. Dibujé uno de los cadáveres enterrados, rajado y con los huesos al descubierto. Dibujé a Marcas, con líneas cruelmente gruesas y toscas, porque eso era lo que me había parecido su muerte. Dibujé el vestido nuevo de Bird. Eran dibujos pequeños en los espacios en blanco, que trazaba tirando de las telarañas de mi cabeza.
Pero funcionaba. Cuando acabé de sacar las imágenes de mi interior, empecé a recordar las palabras.
Y esta vez eran las palabras pertinentes.
La gente me cuenta cosas que no debería contarme. Cosas que tendrían que estar cubriendo con tierra, a paladas, enterrándolas, hechos que deberían meterse en una bolsa de viaje antes de tirarla al río para que se hunda poco a poco. Escribí la sucesión de declaraciones en otra parte, y pensé que DECLARACIONES era un término bastante apropiado como título. Pequeñas frases sueltas de Mercy, de Palsgrave, comentarios que a mi juicio no guardaban relación entre sí.
Cuando acabé de garabatearlos, no me parecieron ya frases que se hubieran pronunciado en voz alta. Parecían un mapa. Un mapa del infierno, tal vez, pero mapa al fin y al cabo, y me atraganté al respirar.
Saqué la carta —la única carta que me quedaba— de donde estaba, medio tapada por el papel de estraza. La leí otra vez. Nada tenía sentido, pero todo encajaba.
Me entraron ganas de reír, pero eso habría sido espantoso. Y, además, tenía que haber alguna diferencia entre Val y yo. Así que me concentré en acabar mi papel.
Primero tracé un círculo alrededor de «Amor», debajo de «Cosas por las que mataría una persona». Y luego también alrededor de «Dios», porque eso formaba parte del conjunto. Y luego de «Dinero».
Entonces escribí las siguientes preguntas:
¿Qué encontró Piest en el bosque y le contó al jefe?
¿Quién asistió a la reunión del padre Sheehy sobre la propuesta de una escuela católica?
Sonó una llamada al otro lado del expositor de pan.
Me acerqué a la puerta de la señora Boehm, aunque me detuve a medio camino para coger un cuchillo de cocina. Absolutamente exhausto, desolado, abrumado por las ideas inquietantes y descabelladas del papel. Aferré el pomo y alcé el cuchillo que ella utilizaba para despedazar pollos.
Y, de todos los que podían aparecer, allí estaba nada menos que Gentle Jim, con el fibroso bíceps de mi hermano sobre sus hombros. La primera vez que había visto a Jim con su cabeza acunada en el hueco del brazo de mi hermano en el Liberty’s Blood, habría llamado mentiroso a cualquiera que asegurara que aquel hombrecillo era capaz de sostener su exiguo peso, mucho menos el de Val. Pero me habría equivocado por entero, y en ese momento Valentine no parecía en condiciones de andar por sí mismo. Se me ocurrían docenas de razones para su estado, y acabé optando por una que las abarcaba todas, que era que su hermano Tim es un gallina cegato.
—Dios bendito —acerté a decir—. Gracias. Entre, por el amor de Dios. Le cogeré de las piernas.
—Eso haría que me cayera muy simpático —respondió Jim, exhausto.
Eso no acabó sucediendo. Lo que sí pareció funcionar fue echarme los dos brazos de Val sobre los hombros y subir con él colgado a mi espalda, mientras Jim me seguía cogiendo los tobillos de mi hermano para que los pies no arrastraran golpeándose en cada peldaño. Aunque, en el estado en que se encontraba, no se hubiera dado cuenta. Lo he visto centenares de veces.
Al llegar a mi habitación, lo dejé caer de golpe sobre mi colchón de paja. Por una vez, no lo hice por rencor sino porque pesaba una tonelada.
—Joder, cómo pesa —solté.
—Sí, bueno. —Gentle Jim se estiró con gesto cansado el cuello de papel de su camisa lavada y planchada—. Nunca pretendí valorar su perfección. Sólo su tremendo atractivo.
—Él dice que no es sodomita —comenté como un estúpido.
—¿Y con eso qué pretende insinuar sobre mí, si es tan amable de explicármelo?
Me cayó bien después de ese comentario. Puestos a medir réplicas pertinentes, ésta era un repóquer. Y, si la sodomía acababa salvar el pellejo de Val, ahora era sin duda el que prefería de sus vicios.
—¿Qué estaba haciendo?
—El pobre canalla conoció a un capitán de barco en el Liberty’s Blood y se enroló para un viaje a Turquía —dijo gimoteando—. Sin embargo, todo hijo de vecino que bebe allí le debe demasiado dinero y demasiados favores a Valentine para consentirle… un error así en su carrera. Nos opusimos. Por la fuerza. Nada de mariconadas —añadió y puso los ojos en blanco antes de que yo pudiera decir palabra—. Me atrevo a conjeturar que soy su único conocido íntimo entre la pandilla del City Hall Park, en realidad, o… por favor, espero que sea así. Qué idea más espantosa, Timothy. En cualquier caso a los trabajadores de los muelles tampoco les hacía gracia verlo embarcado, por el puesto que ocupa en el partido y todo lo demás. Así que me encargaron que lo acompañara a casa. De camino, Val se mostró bastante maleducado conmigo, como si, por así decir, estuviera soñando con el mar abierto y viera cómo le frustraban sus propósitos, y tiró la llave de su casa a una alcantarilla. Yo no me rebajo a recuperarla de un sitio así. Y aquí estamos.
Yo intentaba averiguar si mi hermano respiraba todavía. Las probabilidades apuntaban a que sí. Yo le había puesto un ojo a la funerala, pero alguien le había limpiado cuidadosamente la zona donde la piel se había desgarrado.
«Sí, me cae bastante bien este tipo», concluí.
—Entonces ¿le he traído a casa o no? —preguntó Gentle Jim, sinceramente preocupado.
—Considérese un buen amigo de los dos —respondí. A modo de disculpa.
—Ni lo sueñe —se rio Jim mientras se dirigía hacia las escaleras—. Cuando se despierte…, no sé qué problemas habrán tenido últimamente los dos, él siempre decía que eran íntimos…, sin duda me tendrá por un completo cabrón. Cuando Val se despierta después de tanta morfina es genial y glorioso. Le deseo toda la suerte del mundo, porque es exactamente la cantidad que necesitará.
Estaba demasiado angustiado por Val para ir a las Tombs. No porque creyera que él se hubiera pasado de la raya, sino porque no había ninguna garantía de que, si me iba y él se despertaba, el granuja toca pelotas no fuera a zarpar con destino a Brasil. Así que encontré un poco de menta seca, que calmaba el estómago, y preparé una tetera. Mi hermano soporta los sudores y los escalofríos con notable tranquilidad, y la fase en la que el ritmo de su corazón se parece al de un colibrí no suele irritarle demasiado. Pero esta vez era como si se hubiera ido del todo. Eso significaba que necesitaba una infusión de menta y, en el caso de que ésta no funcionara, un cubo. Los fui a buscar.
Por suerte, sólo tuve que esperar unos veinte minutos. Estaba sentado con la espalda apoyada en la pared junto al colchón de paja en mi relativamente poco amueblada habitación cuando Valentine se incorporó, con todo el aspecto de un salvaje que acabase de salir arrastrándose de una cueva y le ha robado la ropa a un pulcro hombre del partido.
—¿Qué —empezó a decir con una voz que tenía la textura de la corteza de un árbol— estoy haciendo aquí?
—Durmiendo la morfina que te has metido —dije en un tono afable—. Gentle Jim te ha traído.
—Ese caballito saltarín.
—A mí me cae bien.
Val se pasó la mano por la cara y se la frotó varias veces.
—No querías volver a verme en tu vida.
—He cambiado de opinión.
—¿Por qué? —quiso saber, metiéndose el índice y el pulgar con fuerza en las cuencas de los ojos.
—Porque no soy muy buen hermano, pero me gustaría practicar un poco.
Val escupió tosiendo algo que procedía del suelo de Five Points y se sacó de un tirón el pañuelo de seda roja que llevaba en el bolsillo.
—¿Y cómo tienes pensado aprender esa especialidad, Tim?
—Te vigilaré, supongo. Ese es mi plan.
—Entonces —dijo Val con voz áspera bajo la tela— es que eres tonto del culo.
—Lo sé.
Me había pasado media vida larga creyendo que los peores crímenes de mi hermano contra mí eran dedicarse a apagar incendios, utilizar morfina y la depravación moral, por ese orden, y nunca había tenido la menor intención de perdonarle por ninguno de ellos. Tampoco es que él lo pidiera. Pero el descubrir que su mayor crimen era en realidad una mancha de sangre tan oscura que podía destrozar a cualquier hombre… Milagrosamente, eso me resultaba más fácil de aceptar. La noche anterior había pasado un fugaz instante, cuando volvía tambaleándome a casa, en el que me di cuenta de que podía deshacerme de la persona que me había arrebatado a mis padres. Que simplemente podía dejar que Valentine se fuera. Y entonces recordé la precisión con que el torbellino que tenía por hermano rellenaba pichones con mantequilla, sebo y orégano antes de asarlos, y cómo siempre que habíamos tenido una ventana ésta había estado inmaculadamente limpia, y aquella vez en que nos quedamos sin pañuelos y él había cortado un viejo chaleco en retales cuadrados a los que luego había cosido el dobladillo. Pensé en el tipo de valor que se requería para meterse en un incendio en el que hay gente quemándose. Y pensé en las razones que le llevaban a hacer eso. Había sido lo único que se me había ocurrido para no empezar a gritar su nombre por Elizabeth Street.
—¿Es eso té de menta? —gruñó Val vacilante, abriendo un ojo.
—Sí.
—¿Tan mal está la cosa?
—Sí.
Y lo estaba. Pero sólo suele alargarse durante una media hora, la fase del cubo, me refiero, y cuando se acabaron las náuseas, Val metió la cabeza en mi palangana, se lavó y bajamos. No tardé en encontrar el pan de un día que la señora Boehm había envuelto y dejado en el aparador, un trozo de queso y un poco de cerveza casera. El alba había dejado ya de ser gris, y el aire había refrescado a causa de la tormenta que se estaba formando en el cielo. Una mañana silenciosa y atenta. Cuando acabé de preparar el café me senté enfrente de mi hermano. Val estaba mirando fijamente mi papel de estraza, y alzó las cejas resiguiendo la curva del nacimiento del pelo.
—Tu café —dijo Valentine— huele como la suela de una bota irlandesa.
—Debo decirte que ya no volverás a ver a Scales ni a Moses Dainty. No fue por mi mano, pero están… en mala situación para que nadie los encuentre. Eran secuaces de Silkie Marsh y se toparon con alguien que les impidió que me asesinaran.
Mi hermano estaba en demasiado mal estado a causa de las drogas para apenarse como era debido. Pero sí que percibí un leve bajón.
—Bueno, ése es un problema resuelto. ¿Sabes?, pensaba que ese par de cabronazos empezaban a oler como ratas. Pero llevaban conmigo mucho tiempo, así que me costaba digerirlo.
—Tengo que saber qué te contaron Matsell y Piest. Podría averiguarlo yo, pero…
—Pero ellos ya me han informado a mí. Te has convertido en un artista del asesinato —añadió con los ojos fijos en el papel marrón.
—Me ayudó. ¿Qué descubrió Piest en el bosque y qué le contó al jefe?
—Ese viejo holandés es listo como él solo —dijo Val suspirando mientras apoyaba los codos en la mesa y miraba sombríamente el pan—. Supongo que ya sabrás que desenterró un montón de fundas hechas con tripas de borrego al lado de la tumba. Bueno, pues encontró a la chica en la que habían estado, y tenía ganas de contárselo todo. Se llama Maddy Sample.
Maddy Sample era una encantadora y joven granjera de mejillas de manzana de diecisiete años que vivía en medio de un huerto de cerezos junto al bosque donde se habían encontrado las fundas. El señor Piest, bendito sea el pirado canalla, la descubrió cuando fue al pub más cercano a la fosa, una cantina llamada The Fairhaven, suponiendo que la chica debía de vivir muy cerca; allí fingió que babeaba detrás de todas las jóvenes que aceptaban hablar con él. Su éxito, como era de esperar, fue nulo. Pero su comportamiento indujo a los parroquianos a pensar que buscaba desesperadamente algo que era de su propiedad. Y al poco un tipo llamado Ben Withers, que era más caballeroso que espabilado, le advirtió que ni se le ocurriera mirar a Maddy si no quería que le diera un puñetazo en el ojo.
—Lo que habría sido lógico —explicó Val— si no fuera porque Maddy Sample no está casada con Ben Withers. El hombre vive en una destilería a medio kilómetro de ella. También en las lindes del bosque. Lo cual hizo que nuestro señor Piest se preguntara qué es lo que preocupaba tanto al pequeño demonio de Ben.
El señor Piest aún no había encontrado a Maddy Sample. Pero no tardó en dar con ella en el huerto de cerezos cuando le contó a sus padres que su esposa estaba enferma y necesitaba una acompañante a tiempo parcial, alguien de ánimo alegre. Por una generosa suma de dinero, parte del cual les adelantó en gesto de buena fe. Los Sample desearon una pronta recuperación a su mujer y lo mandaron directamente al huerto para que hablara con Maddy. Cuando él le explicó con amabilidad lo que había descubierto, lo que quería y lo que le pagaría por fingir que iba a visitar a su mujer, Maddy se lavó las manos y le acompañó a las Tombs.
—Matsell y Piest la interrogaron, y los dos saben perfectamente cómo hacer que una chica se sienta cómoda. —Val mojó un trozo de pan en su cerveza y se aventuró a darle un mordisco—. La mujerzuela empezó a largar sin parar en cuanto le pusieron un vaso de brandy en las manos. Ben Withers es un verdadero buen partido, pero todavía no ha acabado el aprendizaje en la destilería. Ben Withers se pone un poco pesado por saber con quién habla o deja de hablar ella. Ben Withers tiene buenas piernas para el baile. Cuando por fin consiguieron que dejara el tema de su novio, admitió que van al bosque a jugar a los médicos, y cuando le preguntaron si alguna vez había visto algo raro, ella dijo que un carruaje se acercaba por allí. Lo había visto dos veces.
—Dios mío —dije en voz baja—. ¿Y vio lo que se traían entre manos?
—No quería que la pillaran, ¿no? Así que se mantuvo a distancia. Cada vez que aparecía el carruaje, Ben y ella salían por piernas.
—¿Qué más?
—Sólo una cosa. El carruaje llevaba algo pintado a un lado. Ella dijo que era un ángel.
—¿Un ángel?
—Lo que oyes, un ángel. Por eso nos quería ver Matsell. Está claro que de verdad se trata de un pirado religioso, Tim. Lo que significa que lo de anoche sólo fue una prueba. La cagamos si lo encontramos y la cagamos si no lo encontramos.
—No —dije con una vocecita apenas audible—. No es así. Sé lo que ha pasado. Lo sé todo, hasta el final.
Menos mal que Valentine aborrece mi café y se lo toma con remilgo, porque si no lo habría escupido de golpe. Mientras tanto, yo me sentía como si estuviera volando y cayendo en picado a la vez. No es una sensación en absoluto agradable.
—¿Cómo? —preguntó mi hermano.
Señalé aturdido la hoja de papel de estraza.
—Madre de Dios. Entonces ¿qué hacemos aquí, mi joven estrella de cobre?, ¿y vas a contármelo o qué?
—¿Te pondrás borde si no te lo cuento por el momento? —pregunté levantándome.
—Sí. No. Dios, Tim.
—Tengo que ver a alguien. —Me abotoné el chaleco, mientras buscaba mis botas, luego me até la delgada venda sobre la cicatriz—. ¿Puedes hacer una cosa por mí? Por favor.
—Cuando sea capaz de mantenerme en pie —respondió Val juiciosamente—, y cuando me hayas servido un whisky. Mira que eres poco hospitalario, la madre que te trajo…
Fui a buscar el licor.
—¿Puedes acercarte ahora mismo a Harlem y buscar la granja de Boehm? Marthe Boehm. Mi casera está allí, con Bird Daly. Tienen pensado volver hoy a la ciudad, pero necesitan escolta. Si te encargas tú, sé que no pasará nada.
—¿Es mucho pedir saber adónde vas tú? —preguntó sin rodeos.
—No es peligroso, Val, créeme —le dije, tranquilizándole sobre mi seguridad—. Sólo tengo que hablar con un par de personas.
—He cumplido órdenes de peores pringados que tú, supongo.
Mi hermano ladeó la cabeza de una manera controlada y se sirvió un segundo vaso de whisky. Más lleno que el primero. Me había puesto la chaqueta y estaba a punto de salir por la puerta cuando me di la vuelta.
—¿Por qué no me contaste por las buenas que no tenías nada que ver con que se llevaran a Bird a la Casa de Acogida?
—Porque cada vez que hablo haces oídos sordos, Tim.
Lo dijo en el mismo tono que habría dicho: «¿Por qué no?, hace buen día» o «Porque no puedes añadir limón a la leche de esa manera, cabeza de chorlito, o cortarás la salsa». Tampoco buscó mi mirada, se limitó a sacar su pequeña agenda de citas y empezó a apuntar «Boehm» con un trozo de lápiz que se había sacado de la levita. No me había gustado precisamente que, por un cruel azar, me partieran el corazón la noche anterior. Sin embargo, este nuevo golpe parecía merecido, porque yo había sido un inconsciente y despiadado instrumento de castigo durante diecisiete años para él y porque Valentine Wilde nunca —a pesar de sus costumbres no le hace falta— se apunta nada para acordarse. Lo que significaba que, en ese momento, le parecía muy peligroso arriesgar una mirada en mi dirección.
—Eso pensaba —dije cuando recuperé el habla—. Val, lo siento. Por favor, no te vayas a Turquía. Prométemelo.
No me miró, y su ceja se retorció en un gesto de tenebrosa diversión.
—La vida de cangrejo de mar ha perdido todo su atractivo. —Calló un momento mientras se guardaba el cuaderno—. No se te ocurrirá acercarte por el partido sin preparártelo bien, ¿verdad? Son peligrosos. Llevo intentando explicártelo desde hace mucho.
—Resulta que no voy contra ellos —grité mientras lo dejaba en casa ajustándome el sombrero de ala ancha sobre la frente—. Soy tonto del culo, como bien has dicho. A quien combato es a todos los demás, sin excepción.