DOS

La explosión se oyó en Flushing, donde se atribuyó al estruendo de un terremoto. Cayeron cenizas sobre Staten Island y, a millas de distancia, en Nueva Jersey, el sol quedó oscurecido por el humo durante toda la mañana.

• NEW YORK HERALD, julio de 1845 •

La tercera planta de la fachada del edificio al otro lado de la calle parecía haber encarcelado un sol ambarino. Feroces lenguas amarillas devoraban las ventanas que daban al exterior; el fuego ya se estaba apoderando de lo que debía de haber sido un inmenso almacén. Por estos lares, los incendios son tan frecuentes como los disturbios, y también tan fatales, pero éste estaba propagándose a la vista de todos sin que nadie hubiera dado la alarma. Así que, fuera cual fuese la causa, había sido muy rápido: una lámpara encendida cerca de una pila de algodón, la colilla de un puro en un cubo de basura. Cualquier leve, tonto y letal desliz bastaba. Se trataba de un almacén muy grande enfrente de la bodega de Nick, que ocupaba buena parte de la pequeña manzana, y el corazón se me encogió por segunda vez cuando me di cuenta de que un resplandor tan intenso debía de haber arrasado la planta baja entera y seguramente se propagaba ya por la pared del edificio contiguo.

Julius y yo corríamos hacia las llamas. En Nueva York uno corre hacia los incendios todavía no descubiertos, no huye de ellos, y ofrece su ayuda hasta que las compañías de bomberos voluntarios llegan al escenario. Ha habido gente que se ha abrasado por no encontrar una mano tendida por una ventana. Miré a nuestras espaldas, anhelando oír el ruido de la alarma de incendios por mucho que aborreciera ese sonido.

—¿Cómo es posible que no lo haya visto nadie todavía? —pregunté jadeando.

—No es normal. —Julius se paró y gritó de nuevo hacia los cielos—: ¡Fuego! —Y siguió corriendo detrás de mí.

Los vecinos iban saliendo poco a poco a la calle bajo el cielo ennegrecido y contemplaban asustados, con esa extraña mezcla de emoción y escalofrío del urbanita que busca diversión, la cinta de llamas que se extendía por la planta de arriba. A nuestras espaldas, por fin la alarma de incendios más cercana rasgó el aire con sus repiques estremecedores, toques solitarios para pedir ayuda en el Distrito Primero. En pocos instantes, el eco de respuesta surgió de la cúpula del ayuntamiento más allá del parque.

—Espera —dije, tirando con fuerza del hombro de Julius.

Las ventanas que quedaban del almacén empezaron a encenderse como una serie de cerillas, las chispas habían invadido claramente todas las plantas y el fuego devoraba el interior, como si el inmenso edificio fuera de papel. Los cristales saltaban como si los hubieran hecho añicos con repentinos disparos de pistola que yo no acababa de entender.

Pero entonces lo entendí todo, y fue mucho peor.

—Es el almacén de Max Hendrickson —susurré.

Los ojos marrones de Julius se abrieron como platos.

—Dios nos asista —dijo—, si las llamas alcanzan sus existencias de aceite de ballena…

Una mancha de franela roja nos adelantó cuando un bombero voluntario con los tirantes sueltos y su curioso casco de cuero caído sobre la cara dobló la esquina de Exchange Place. «Corre como un demonio para hacerse con la boca de incendios más próxima para su propia compañía de bomberos —pensé con mi habitual destello de desdén—. Y de ese modo llevarse toda la gloria».

Mientras tanto, se me pasó por la cabeza que mi futuro era de repente menos seguro que antes.

—Ve y recoge tus objetos de valor —me mandó Julius antes de que yo dijera nada—. Y reza por conservar tu casa desde ya.

Yo vivía en Stone Street, dos manzanas más abajo del final de New Street, por Broad, y eché a correr a toda prisa, doblé la esquina alejándome del edificio condenado, sin pensar en otra cosa que en Mercy, en mi piso y en los cuatrocientos dólares en plata. Recuperaría ese dinero aunque me matara. Las fachadas de las tiendas por delante de las que había pasado un millar de veces quedaron atrás en un abrir y cerrar de ojos: sillas hechas a mano, libros encuadernados en cuero y rollos de tejidos apenas visibles detrás de los escaparates oscurecidos…, mis botas volaban sobre los adoquines erosionados, corriendo como si me persiguiera el infierno mismo.

Ése fue mi primer error. El infierno resultó estar delante de mí, a una manzana del incendio de New Street.

En cuanto puse el pie en Broad Street, una detonación que pareció una erupción volcánica hizo saltar por los aires el número 38 de la calle, convirtiéndolo en una columna de humo cargada de piedras, con misiles de granito del tamaño de un hombre adulto volando por encima de mi cabeza. Cuando por fin pude frenar resbalando, el edificio había lanzado una cantera entera de piedra a los edificios de enfrente.

En un primer momento pensé «Dios bendito, alguien ha puesto una bomba en medio». Pero el 38 de Broad, recordé en el fondo de mi mente aturdida por el fuego mientras el descomunal edificio se hacía añicos ante mis ojos, era en la actualidad un almacén de nitro. Guardaba los cargamentos de pólvora que pertenecían al muy popular dúo de mercaderes Crocker y Warren. Lo que era una lástima para Nueva York, sin duda. Mientras el estruendo casi me reventaba los tímpanos, pensé: «Mala suerte. Debía de haber alguna ventana abierta», porque las cenizas del veloz incendio de New Street habían sido obviamente arrastradas por el viento a través de la calle hasta una sala donde estaban los barriles de pólvora. En medio del fragor, livianas florituras de ceniza colgaban totalmente inmóviles muy por encima de los adoquines. Quizá fue torpe por mi parte plantearme siquiera el papel de la suerte en aquel momento, pero los almacenes de nitro que explotan al parecer ejercen un efecto ralentizador en mis entendederas.

Con retraso, empecé a correr. Había dado dos pasos cuando vi a una mujer que pasaba volando a mi lado, con la boca abierta y la cara petrificada por la sorpresa, el pelo ondulándose por detrás en un arco perezoso. Había perdido un zapato y el pie tenía una mancha de sangre en el empeine. Fue entonces cuando todo empezó a parecerme muy raro, porque me di cuenta de que yo también volaba. Y en ese momento oí, no, sentí, porque el mundo se había quedado en silencio, que la tierra entera se desgarraba por la mitad con la misma facilidad que un viejo jirón de algodón.

Cuando volví a abrir los ojos, el planeta se había puesto boca abajo. Y seguía explotando sin parar.

Mi cabeza se apoyaba en una puerta que todavía se mantenía dentro de su marco, pero se supone que las puertas no son horizontales. Me pregunté por qué ésta lo era. Y también por qué parecía haber enormes cascotes rodeándome por todas partes.

Una llama apenas mayor que la de una diminuta cerilla ardía rozando el zapato de piel de becerro de la mujer a quince centímetros de mi mano. Esa simple chispa me sacaba de quicio, con su aproximación prepotente y artera. Quería salvar el zapato, devolvérselo a la mujer voladora, pero no podía mover los brazos. El índice de mi mano derecha se retorció, con un movimiento similar al de un animalillo torpe e impetuoso. Atisbé el cielo a través de una grieta y me pregunté cómo podía haber amanecido del todo tan rápido.

—¡Tim! ¡Timothy!

Reconocí la voz. Sentí que me dominaba la cólera, pero también un miedo simple y estúpido por debajo de la conmoción. No iba tan cargado de morfina como para no poder mantenerse en pie, parecía. Claro que no. Eso habría sido demasiado fácil. Así que ahí estaba, avanzando a zancadas hacia el centro de la diana, mientras la metralla y el azufre llovían abundantemente sobre su persona. Típico de él.

—¡Timothy, dime dónde estás! Por el amor de Dios, Tim, ¡responde!

La lengua se me pegaba testaruda a la parte de atrás de los dientes. No quería que esa voz me viera despatarrado por el suelo en una pose de bailarina china, incapaz siquiera de levantar un zapato suelto. Tampoco quería que esa voz se acercara ni remotamente a un almacén que se comportaba como el cañón más grande del mundo. Pero lo único que podía articular mi pensamiento era una sensación algodonosa, que simplemente decía: «No».

Sentía que algo pegajoso y metálico me corría por la mejilla.

«Luz. Demasiada luz».

Una llamarada amarilla y titilante como la de una chimenea inmensa, digna de Dios, me dio directamente en los ojos cuando alguien empezó a apartar las piedras. Sólo había quedado enterrada la parte superior de mi cuerpo. Mis piernas estaban al aire y al poco también lo estaba mi cara, cuando una figura recién afeitada pero inmensa como un oso apartó una pesada contraventana de hierro.

—Dios, Tim. Julius Carpenter acaba de salvarte el pellejo al decirme en qué dirección habías ido. En esta calle no queda nadie que respire.

Parpadeé ante mi hermano seis años mayor que yo, aquel corpachón de un bombero, ennegrecido de hollín, con el hacha oscilando en el cinturón y el rostro oscurecido por el infierno desatado a sus espaldas. La rabia que sentía en el pecho se aguó al mezclarse con un repentino alivio. Cuando me alzó tirando de mis brazos, reprimí un grito mordiéndome los labios y me las apañé milagrosamente para mantener el equilibrio al verme en pie. Él echó uno de mis brazos sobre su áspera camisa roja antes de salir de allí tan rápido como yo podía seguir su paso, de vuelta por donde yo había venido, los dos tambaleándonos entre los escombros como si fueran arena que nos cubriera los tobillos en una playa.

—Hay una chica, Val —dije con voz ronca—. Cayó muy cerca de mí. Tenemos que…

—Con cuidado, con cuidado —gruñó Valentine Wilde. No habría podido oírle por encima del ensordecedor pitido que resonaba en mi cabeza de no haber estado a cinco centímetros de mi oreja—. Estás más que medio atontado, ¿no? Espera a que salgamos de aquí y pueda verte mejor.

—Ella…

—Vi un trozo de la chica, Timothy. Hoy la acostarán con una pala. Apaga tu cabeza siquiera por un momento.

No me acuerdo de gran cosa hasta que Valentine llegó a un muro de ladrillo bajo una farola de gas en New Street y me recostó contra él. Lo que había sido una calle comercial de piedra semivacía se había convertido en un avispero volcado. Ya habían llegado tres compañías de bomberos voluntarios, al menos, y se respiraba una malsana atmósfera de tensión bien visible entre todos y cada uno de aquellos hombres de camisa roja. Ni uno solo gritaba o reñía por las bocas de incendios ni blandía puños americanos. Cada vez que un bombero cruzaba la mirada con otro lo único que se leía en sus ojos era: «¿Y ahora qué? ¿Y ahora qué?». La mitad de ellos miraba a mi hermano, sus ojos le buscaban y se clavaban en él. «Wilde. Wilde no le teme a nada. Wilde siempre sabe qué hacer. Wilde se mete en las llamas como si fueran rosales. Muy bien, Wilde, ¿ahora qué?». Yo quería acallarlos a todos tapándoles las bocas con mis manos desnudas, impedirles que siguieran llamándole.

«¿Qué es lo que esperan que haga él con una ciudad que está reventando?».

—Estás hecho una verdadera piltrafa, chaval. Anda, ve a la botica más cercana —ordenó Valentine—. Te llevaría al hospital, pero está demasiado lejos y los chicos me necesitan. El estado entero se quemará si no…

—Pues anda, ve —dije tosiendo con amargura. A lo mejor, si le daba la razón por una vez, él cambiaría de opinión sólo por llevarme la contraria. Nada me enfurece tanto como la obsesión de mi hermano por las llamas—. Tengo que pasarme por casa y luego…

—No te hagas el tonto conmigo —me espetó mi hermano—. Ve a un médico. Estás más malherido de lo que crees, Tim.

—¡Wilde! ¡Échanos una mano, se está propagando!

Mi hermano se vio tragado por un torbellino de camisas que se gritaban órdenes unas a otras y lanzaban penachos de agua pulverizada desde las puntas de mangueras que atravesaban el aire entre los perezosos rulos de humo. Aparté la mirada de Val intencionadamente, volviendo con brusquedad el cuello y vi la figura abotargada del juez George Washington Matsell guiando a un grupo de mujeres gimoteantes lejos de las viviendas en llamas, hacia las escaleras del edificio de las aduanas. Matsell es algo más que un político, es casi una leyenda para los vecinos, una persona muy visible, en parte porque abulta casi como un bisonte. Seguir a un líder cívico tan digno de confianza como el juez Matsell parecía una opción razonable para ponerse a salvo.

Pero yo, fuera porque estaba furioso o porque había recibido un golpe en la cabeza, me encaminé tambaleándome hacia mi casa. El mundo que conocía hasta ese momento había enloquecido. No es raro que yo me hubiera desquiciado también.

Caminé hacia el sur a través de una nevisca cuyos copos eran del color del plomo; me sentía temerario e imparable. En Bowling Green hay una fuente en el centro: un surtidor alegre y torrencial, con ríos de agua que se desbordan por el filo. La fuente burbujeaba, pero nadie podía oírla a causa de los edificios de ladrillo de los alrededores cuyas llamas se derramaban como cascadas de sus ventanas. El fuego rojizo ardía con violencia hacia las alturas y el agua rojiza transparente caía mientras yo avanzaba, tambaleándome, entre los árboles, con los brazos alrededor del estómago, preguntándome por qué sentía la cara como si acabara de salir del agua salada de Coney Island y me hubiera topado de frente con un gélido viento de marzo.

Cuando llegué a Stone Street ésta era una muralla de fuego, y mi propia casa se desmoronaba sobre la tierra aunque las corrientes de calor ascendentes la empujaran hacia arriba. Verla así hizo que yo me desmoronara también. Mientras el exceso de agua desperdiciada de los vehículos de bomberos se escurría entre mis pies, por donde no tardaron en flotar huesos de pollo y trozos pisoteados de lechuga, me imaginé mi plata fundida fluyendo entre las grietas de los adoquines. Diez años de ahorros se me aparecieron como un río de mercurio que pintaba espejos en las suelas de mis botas.

—Sólo las sillas —sollozaba una mujer—. Teníamos una mesa, y él podía haber cogido la mantelería. Pero sólo cogió las sillas, sólo las sillas, las sillas.

Abrí los ojos. Había estado caminando, eso lo sabía, pero con los ojos cerrados. Me encontraba en el extremo más al sur de la isla, en medio de Battery Gardens. Pero ya no era como lo había visto toda mi vida.

El Battery es un paseo para aquellos que disponen de tiempo para dar paseos por placer. Está alfombrado de colillas de cigarrillos y cáscaras de cacahuetes, pero el viento que procede del océano se lleva las preocupaciones de mis entrañas y los sicómoros no me impiden ver los bosques de Nueva Jersey en la otra orilla del Hudson. Es un lugar espléndido, y tanto vecinos como turistas se apoyan en las barandillas de hierro por las tardes a contemplar en compañía el paisaje por encima de las aguas.

Pero el Battery se había convertido en un almacén de muebles. La mujer que se balanceaba sobre sus sillas tenía cuatro; a mi izquierda, se levantaba una pequeña colina de balas de algodón rescatadas del fuego. Cofres de té amontonados como una vertiginosa Torre de Babel sobre una pila gigantesca de palos de escoba. El aire viciado del verano de hacía apenas media hora humeaba ahora con el polvo ceniciento del aceite de ballena quemado.

—Oh, Dios bendito —dijo una mujer que llevaba un saco de azúcar de unos veinticinco kilos con el rótulo que lo identificaba limpiamente estampado, mirándome a la cara—. Tiene que ir a un médico, señor.

Apenas la oí. Me había derrumbado sobre la hierba, entre las mecedoras y los sacos de harina, mientras le daba vueltas al único pensamiento que un tipo ambicioso de Nueva York se habría permitido tener mientras perdía la conciencia y la ciudad explotaba.

«Si tengo que pasarme otros diez años ahorrando, ella escogerá a otro».

Cuando me desperté, convertido en indigente, con náuseas y desorientado, mi hermano ya me había buscado una nueva profesión por su cuenta. Por desgracia, Valentine es ese tipo de hombre.

—Vaya, te has despertado, chaval —dijo arrastrando las palabras desde la silla que había acercado al lado de mi cama, sentado de cara al respaldo, con su grueso brazo rubio oscilando por delante y sosteniendo un puro a medio mascar por encima del cedro lijado—. A propósito, una parte de Nueva York sigue en pie. Aunque no tu casa ni el bar donde trabajas; lo he comprobado. Han quedado como el interior de mi chimenea.

Pero los dos estábamos vivos, lo que, bien mirado, parecía una noticia bastante buena. Aunque, ¿dónde? El alféizar que había a unos metros de mí contenía una serie de frascos de hierbas y un cuenco con espárragos alegremente erguidos, ya fuera como ornamentación o para un futuro ágape. Entonces atisbé un inmenso y glorioso cuadro de un águila americana con flechas en sus garras, colgado en la pared del fondo, e hice una mueca para mis adentros.

La casa de Val, en Spring Street. Hacía meses que no me pasaba por ahí. Es la segunda planta de un edificio elegante y acogedor, con carteles políticos histriónicos y los habituales y enfáticos cuadros patrióticos con George Washington y Thomas Jefferson cubriendo las paredes. Los bomberos son los héroes de Nueva York, y los héroes se ganan la vida mediante la política porque no les pagan un céntimo por precipitarse de cabeza a infiernos en llamas. Así que sus jornadas se desarrollan como sigue: como diversión, apagan incendios, se parten la cara con sus rivales de otras compañías de bomberos en peleas de bandas organizadas, y se recorren el Bowery bebiendo y yendo de putas; y, como trabajo, consiguen que sus amigos sean elegidos o designados para los cargos públicos de la ciudad, de manera que todos acaban eligiéndose o designándose entre sí. La gente se opondría más ruidosamente a este apaño si no adorara a los bomberos. ¿Vas a cuestionar a un tipo vestido de algodón rojo, por más bravucón que sea, cuando está sacando a tu bebé por una ventana y depositándolo en tus brazos?

Pero yo no tenía estómago para ninguna de las dos cosas. Ni para la política ni para una exposición prolongada a Val.

Valentine es miembro del Partido Demócrata, de la misma manera que otros hombres son médicos, estibadores o cerveceros, y su objetivo profesional en la vida es hacer picadillo a los odiados whigs[6]. A los demócratas no les preocupan demasiado los pocos antimasones dispersos cuyo único propósito es convencer a América de que los francmasones pretenden asesinarnos a todos en las camas. Tampoco les quitan el sueño los antiesclavistas del Liberty Party porque, por más que los neoyorquinos se alegren de que aquí la esclavitud se aboliera por completo en 1827, unirse a una organización política dedicada al bienestar de los negros está totalmente pasado de moda. Lo que irrita la fina piel de Val son las intrigas de los whigs: suelen ser comerciantes, médicos y abogados, la mayoría acaudalados o, todos, al menos, con pretensiones de serlo, caballeros con las manos limpias que arman un follón tremendo con lo de subir aranceles y modernizar los bancos. La respuesta demócrata habitual a los argumentos de los whigs es ensalzar las virtudes naturales del campesino y luego arrojar las urnas con votos procedentes de distritos whigs al Hudson.

No obstante, en mi opinión, la principal diferencia entre ellos no es política. Tal como yo lo veo, a los demócratas les gustaría que hasta el último contribuyente irlandés les votara, mientras que los whighs preferirían que hasta el último contribuyente irlandés fuera deportado a Canadá.

Todo eso me repugna. Pero concedo que mi hermano vive más que confortablemente. Y para tratarse de un hombre que se olvida de para qué sirven los dos botones de arriba de su camisa de bombero y tiene por la morfina la misma consideración que la mayoría de la gente tiene por el agua tónica, resulta risiblemente pulcro en sus hábitos domésticos. Barre el suelo todas las mañanas y pule los morillos con ron en meses alternos.

—¿Tienes sed?, ¿agua, ron, ginebra o un poco de cerveza? —Mi hermano fue a revolver por la cocina y cuando volvió dejó dos jarras en la mesita que yo tenía al lado—. Ten, elige entre la primera pareja. ¿Puedes creerte que en el treinta y ocho de Broad Street, aparte de la nitro, había un sótano lleno de coñac? Barriles y barriles de brandy, Tim. La peor racha de mala suerte que he visto en mi vida…

Mientras seguía hablando, entrecerré los ojos, enfocando la visión. Val vestía una versión desangelada de su típico atuendo de gala de macarra del Bowery: llevaba una elegante camisa blanca y pantalones negros con un chaleco de seda estampado de peonías no muy desgastado. Limpio y saludable, pero a todas luces exhausto. Mi hermano es mi vivo retrato, sólo que a una escala un treinta por ciento mayor, con una cara juvenil y hoyuelos, pelo rubio oscuro con un pico marcado en la frente y unas ojeras reflexivas bajo sus brillantes ojos verdes. Pero las ojeras no tienen mucho que ver con la profundidad de pensamiento en ninguno de los dos. En especial en el caso de Val. No, él es más bien el tipo de hombre que sale tambaleándose de un burdel después de haber apuñalado a alguien, con una fulana embelesada bajo cada brazo nudoso, exultante por la ginebra y carcajeándose como la clave de fa de un órgano, la encarnación misma de un genuino broncas americano[7]. Cuando se ríe, mi hermano se encoge, como si no debiera reírse. Y no, no debería. Nunca pateó las calles putrefactas de la ciudad un caballero de mente más oscura con su cepillada levita negra.

—Fue todo un espectáculo, Tim —concluyó Val con una sonrisa torcida—. Y los amigos de lo ajeno se pusieron a trabajar en cuestión de segundos. Que me parta un rayo si no vi a un espabilado muerto de hambre de setenta años que había birlado tantos puros que tenía que cargarlos en su propia ropa. Se ató la lona de los pantalones con dos cordones a la altura de los tobillos y se los llenó.

Fue entonces cuando me di cuenta de qué estaba mal, aparte de las heridas: me había puesto hasta las cejas de láudano. Mi hermano me había cargado tanto después de que el médico (esperaba que hubiera sido un médico) se marchara, que la imagen de los pantalones de un hombre desbordados de puros me pareció salida de una pesadilla. Valentine es muy cuidadoso con la cantidad de vinagre que se le echa a su salsa de pescado, y también con que se hierva la leche para su café, pero un hombre con tanta droga en sus venas es propenso a errar el cálculo cuando se trata de la dosis de opiáceos. Mientras tanto, un dolor misterioso me roía un lado de la cabeza con unos colmillos de reptil al rojo vivo. Yo quería sentirlo. Identificarlo si era posible.

—Olvídate de los puros. ¿Cómo llegué hasta aquí? —le pregunté con una lengua pastosa.

—Te encontré en el Battery, en una fortaleza de Sagradas Escrituras. Uno de los bomberos te había visto en compañía de los de la Bible Society, boca arriba, con todas las luces apagadas, y eso que te había dicho que buscaras a un matasanos, pedazo de enano; aunque, por suerte, cualquier hombre del partido sabía que eras mi hermano, y me avisaron al instante. Esos bocazas de sacristía hacían guardia encima de tu pellejo inerte y de sus mil doscientas sesenta y una Biblias rescatadas de Nassau Street.

«Bocazas de sacristía». Quería decir religiosos. Me asaltó la imagen de tres tipos con ropas clericales de tweed de color apagado recortándose contra la tenebrosa luz de las estrellas. Discutían sobre si era seguro dejar allí a un hombre, conmigo y las pilas de Biblias, y enviar a dos a recoger piezas de su imprenta. Entonces uno sugirió que en lugar de eso fueran a buscar a un médico, y los otros le respondieron que no dijera tonterías. Dios me daría fuerzas siempre que ellos se ocuparan de que sus imprentas estuvieran intactas. Yo no estaba en condiciones de discutir en ese momento.

—Cuando llegué, te entregaron —prosiguió Val distraídamente mientras se sacaba un trozo perdido de tabaco de la lengua—. Tienes dos costillas muy magulladas y…, bueno, nada más que te mantenga tumbado por mucho tiempo.

—Siento que te hayas perdido parte del incendio.

—En cualquier caso, nos he colocado bien a los dos —anunció Val como si retomara un tema que habíamos dejado de lado sin querer—. Ambos tenemos un nuevo empleo, mi querido Tim. Uno al que te acostumbrarás, como un pájaro al aire.

No le hacía caso.

Estaba toqueteando con la punta de los dedos el algodón aceitoso que me vendaba el cuadrante superior derecho de la cara. Mi ojo estaba bien, lo sabía, porque veía con la claridad de una vidriera de iglesia, aunque las drogas lo velaban un poco todo. Y, por lo que explicaba el propio Val, había sido un milagro que las peores heridas que había sufrido fueran sólo un par de costillas magulladas. Así que no podía haber recibido ningún golpe demasiado fuerte en la cabeza, ¿no?

Pero seguía oyendo las palabras de mi hermano, pronunciadas con pesar pero con rapidez, relatando cómo había vuelto a sacar a la gente de las casas que se venían abajo. Sonaba áspero como un papel de lija. Una voz que no oía desde hacía años. Y así, al imaginarme a mí mismo, de golpe mi sangre fluyó resbaladiza y viscosa como una anguila.

«Estás más malherido de lo que crees, Tim».

—No quiero formar parte de ninguno de tus tinglados. Ni presentarme al senado del estado ni trabajar de inspector de bocas de incendios —dije con voz crispada sin hacer caso a mis propios pensamientos.

—Se le saca más jugo que al pastel de ostras, que lo sepas. —Ya de pie, Valentine empezó a abotonarse la camisa, con la punta húmeda del puro en la comisura de su elocuente boca—. Acabo de conseguir los dos empleos esta misma mañana, por mediación del partido. Por descontado, el mío es…, un poco más importante. Y en este distrito. A ti sólo logré colocarte en el Distrito Sexto. Tendrás que vivir allí, buscarte una casa, porque se exige que los agentes vivan en el mismo distrito en el que patrullan. Pero a ti tanto te da. A estas alturas tu casa está siendo arrastrada a manguerazos hasta el río.

—Sea lo que sea, la respuesta es no.

—No te me pongas tan susceptible, Timothy. Tiene que haber una policía.

—Eso todo el mundo lo sabe. Además, he visto tu cartel, y no es que se hayan ganado mi simpatía.

A pesar de mis recelos, o tal vez debido a ellos, la polémica sobre la policía había sido la primera historia política que había seguido de cerca desde hacía años. Inofensivos ciudadanos solicitaban a gritos un cuerpo de policía, patriotas menos inofensivos vociferaban que los hombres libres de Nueva York nunca tolerarían la creación de un ejército permanente. La legislación se había aprobado en junio, una victoria del Partido Demócrata, y los ciudadanos inofensivos ganaron por fin gracias a infatigables matones como mi hermano, hombres a los que les gustaba por igual el peligro, el poder y los sobornos.

—Pronto cambiarás de opinión, ahora eres un policía.

—¡Ja! —ladré con amargura y un doloroso latigazo restalló en mi cabeza—. Me parece muy bonito. ¿Me quieres ver atado en una camisa de fuerza azul para que los hombres de verdad me tiren huevos podridos?

Valentine resopló y consiguió que me sintiera más pequeño de lo que suelo sentirme en su presencia. No es un truco fácil; pero él es un verdadero experto.

—¿Crees que a un republicano libre como yo van a pillarlo andando por ahí embutido en una librea azul? Ni lo sueñes, Tim. Ahora somos una policía de verdad, sin uniformes, y con George Washington Matsell en persona al frente. Para siempre, dicen.

Parpadeé, medio aturdido. El juez Matsell, el prohombre con tan mala fama como exceso de peso que había visto en medio del incendio, ahuyentando a los mirones embobados hacia el oasis del juzgado. Por diversas fuentes, también sabía que era un pedazo de grasa rancia, la rigurosa mano del Señor que iba a imponer el orden en las calles, un gnomo sediento de poder y un filósofo benevolente que había regentado una librería donde se vendían las sórdidas obras de Robert Dale Owen y Thomas Paine, sin mencionar que era un sucio inglés de mierda. Yo había asentido a todas las versiones como si su veracidad evangélica fuera irrefutable. Sobre todo porque me importaba un pimiento. Después de todo ¿qué sabía yo del gobierno?

Y en cuanto a formar parte de la nueva fuerza policial, estaba claro que se trataba de un plan de Val para hacerme quedar en ridículo.

—No me hace falta tu ayuda —dije.

—No —se burló Valentine e hizo chasquear uno de sus tirantes.

Con mucha cautela, me incorporé para sentarme en su cama. La habitación dio vueltas a mi alrededor como si yo fuera un mayo, y un destello candente me recorrió la sien.

«Nada es tan malo como parece», pensé con los últimos restos de mi estúpido optimismo. No podía ser. Ya lo había perdido todo una vez, tenía entonces diez años, como tantos otros que conocía, y todos se habían rehecho y habían salido adelante. O se habían rehecho y habían tomado una dirección levemente distinta.

—Volveré a servir en un bar —concluí.

—¿Tienes la menor idea de cuánta gente se ha quedado sin trabajo esta mañana?

—En un hotel o en otra de las mejores bodegas de ostras.

—¿Qué tal la cara, Tim? —espetó Valentine.

Algo corrosivo flotaba en el aire. Una rabia cálida y grumosa se me acumuló en la garganta.

—Como si me hubieran abofeteado con una plancha de lavandería —respondí.

—¿Y crees que la herida tiene mejor aspecto? —se burló en voz más baja—. Tienes problemas, mi pequeño Timothy. Te salpicó aceite caliente en un sitio visible. Si quieres servir en una barra de pino de un metro al fondo de una verdulería, brindaré por tu suerte. Pero es más probable que te contraten para exhibirte en el Barnum’s American Museum como una atracción de feria más, «El Hombre que Perdió Parte de su Careto», antes que para servir en el bar de un hotel[8].

Me mordí la punta de la lengua con fuerza y noté un regusto de bronce.

Yo ya no estaba pensando en formas de ganar dinero para no tener que comer el puñetero estofado de pollo de Valentine. Mi hermano cocina tan bien como limpia. Ni siquiera estaba sopesando la posibilidad de ser capaz de mantenerme en pie el tiempo suficiente para darle un puñetazo en la mandíbula.

«No —cavilaba—, parece que hace dos días tenías un montón de plata y una cara entera».

Necesitaba a Mercy Underhill como el aire que respiraba, pero en el mismo latido deseé que no volviera a verme nunca más. Mercy podía elegir. Y yo había pasado de ser un hombre con mucho que ofrecer a ser un tipo de aspecto impresentable cuyas únicas posesiones eran una cicatriz que no podía imaginar mirarme sin que se me revolviera el estómago, además de un hermano igual de deshonroso que se ganaba el pan dando palizas a sombríos whigs con frac.

—Te odio —le espeté a Valentine con estudiada claridad.

El hecho de decirlo me consoló, como un whisky malo que me quemara la garganta. Amargo y familiar.

—Entonces acepta el trabajo de marras, y así no tendrás que dormir en mi casa —sugirió.

Valentine se pasó los gruesos dedos por el pelo leonado y se acercó sin prisa a su mesa para servirse una copa de ron. Total y absolutamente impasible, un rasgo que me resulta el más irritante de mi ya de por sí irritante hermano mayor. Si es cierto que le importa un comino que le odie, me gustaría mucho que lo demostrara más visiblemente.

—El Distrito Sexto es la letrina del infierno —señalé.

—El uno de agosto. —Valentine vació la copa y luego se ajustó los tirantes con un segundo chasquido de impaciencia. Sus ojos verdes me repasaron mientras recogía su perfectamente lustrosa chaqueta negra—. Tienes diez días para encontrar una casa en el Distrito Sexto. Si estuvieras metido en política, podría haberte conseguido algo mejor, colocarte aquí, en el Octavo, pero la política no te va, ¿verdad que no?

Alzó las cejas mientras yo intentaba mirarle con actitud desafiante para mostrar lo poco que me importaba mi desinterés político. Pero me dolía la cabeza, así que me dejé caer entre las almohadas.

—Son quinientos dólares al año, más lo que puedas sacar con recompensas o dejando que los broncas con más pasta que detengas te unten. O siempre puedes apretar las clavijas a los burdeles. Me importa un bledo.

—Ya lo sé —convine.

—Como te decía, lo he arreglado todo con Matsell. Tú y yo empezamos el uno de agosto. Yo seré capitán —añadió con algo más que una pizca de jactancia—. Una figura metropolitana respetada, y también podré hacer un poco de caja, y dispondré de un montón de tiempo libre para apagar incendios con los muchachos. ¿Qué te parece?

—Me parece que nos veremos en el infierno.

—Bueno, es muy posible —replicó Valentine con una sonrisa que habría parecido gélida en la cara del empleado de una funeraria—. Al fin y al cabo, estarás viviendo en él.

A la mañana siguiente, cuando ya estaba lo bastante sobrio para ver bien, me despertaron los ronquidos de mi hermano, tumbado en un simple jergón delante de su chimenea, despidiendo un fuerte hedor a absenta, con un ejemplar del Herald a mi alcance en la mesita que había al lado de la cama. Val, si quería, podía leerse el expediente legal de un abogado y luego enterrarlo vivo con sus argumentos, pero estaba más acostumbrado a ser él fuente de noticias que a reflexionar sobre ellas al leerlas. Así que sabía que el periódico era mío. Y esto es lo que leí, después de respirar con tal sensación abrasadora que creí que mi cara había sido de nuevo presa de las llamas:

EXTRA NEW YORK HERALD.

TRES DE LA TARDE: TERRIBLE INCENDIO.

El mayor y más pavoroso incendio ocurrido en esta ciudad desde el gran desastre de diciembre de 1835 ha propagado la destrucción por toda la zona baja de la ciudad. Trescientos edificios, según los cálculos más precisos, han sido pasto de las llamas…

Me fallaba la vista, porque no quería seguir leyendo.

Según un cálculo estimado las pérdidas ascenderían a unos cinco o seis millones de dólares…

Bien, ése era un dato que yo ya conocía, casi por instinto, y que no se me había pasado por alto pese a mi lamentable estado físico. Una gran cantidad de dinero se había esfumado, literalmente, sobre el Hudson. Eso era evidente. Pero no eran los dólares ni los edificios los que atormentaban a mi inconsciente hermano, dibujando una arruga entre sus cejas aunque todavía estuviera borracho como una cuba. La única cualidad destacable que puede atribuírsele a Val es su método para calcular las pérdidas producidas por los incendios. Y ese código está grabado profundamente en sus entrañas, fijado y permanente. Por eso me atenazó un dolor más intenso que el que me producían mis propias heridas físicas, una sensación cruda y empática, cuando leí:

Se cree que se han perdido muchas vidas en la terrible explosión.

El número, gracias a Dios, fue de treinta a fin de cuentas, una cifra de víctimas baja, visto el tremendo caos desatado.

Pero no era lo bastante baja para Valentine. Ni para mí. Ni de lejos.