Hogar destruido

José y María llevaban 20 años de casados y eran muy felices el uno con el otro. Tan felices que un día, en la cena, la hija mayor les reclamó:

—¿Ustedes nunca pelean?

José y María se entremiraron. José le respondió:

—No hija mía, tu mamá y yo no peleamos.

—¿Nunca pelearon? —quiso saber Víctor, el hijo del , medio.

—Claros que hemos peleado. Pero siempre hicimos las pases.

—En realidad peleas, lo que se dice peleas, nunca tuvimos. Desentendimientos, como todo el mundo. Pero siempre nos hemos llevado muy bien...

—Cosa más aburrida —dijo Venancinho, el menor.

Vera, la hijas mayor, tenía una amiga, Nora, que la fascinaba con las historias de su casa. Los padres de Nora vivían peleando. Un drama. Nora le contaba todo a Vera. A veces lloraba. Vera consolaba a su amiga. Pero en el fondo le tenía cierta envidia. Nora era infeliz. Debía ser genial ser así de infeliz. El sueño de Vera era tener un problema en casa para poder ser rebelde como Nora. Tener ojeras como Nora.

Víctor, el hijo del medio, frecuentaba mucho la casa de Sergio, su mejor amigo. Los padres de Sergio estaban separados. El padre de Sergio tenían un día determinado para salir con él. Domingo. Iban al parque de diversiones, al cine, al fútbol, El padre de Sergio estaba saliendo con una muchacha que hacía teatro. Y la madre de Sergio estaba saliendo con un señor muy amable que siempre le llevaba regalos a Sergio. El sueño de Víctor era ser hermano de Sergio.

Venancinho, el hijo menor, también tenía amigos con problemas en casa. La madre de Haroldo, por ejemplo, se había divorciado del padre de Haroldo y se había casado con un tipo divorciado. El padrastro de Haroldo tenía una hija de 11 años que podía tocar el Danubio Azul exprimiéndose una mano en la axila, lo cual enloquecía a la madre de Haroldo. La madre de Haroldo le gritaba mucho al marido.

Genial.

—No aguanto más esta situación —dijo Vera, en la mesa, dramática.

—¿Qué situación, hija mía?

—¡Esta felicidad de ustedes!

—Por lo menos deberían tomarse el cuidado de no hacerlo delante nuestro —dijo Víctor.

—Pero si nosotros no hacemos nada.

—Precisamente.

Venancinho golpeaba con el tenedor en la mesa y reivindicaba:

—Pelea. Pelea. Pelea.

José y María concordaron que aquello no podía continuar. Tenían que pensar en los niños. Antes que en cualquier otra cosa, en los niños. Mantendrían una fachada de desacuerdo, odio y desconfianza en frente de ellos, para esconder la armonía. No sería fácil. Inventarían cosas. Intercambiarían acusaciones ficticias e insultos.

Lo que sea con tal de no traumatizar a los hijos.

—¡Víbora no! —gritó María, parándose de su lugar en la mesa con el cuchillo de parrilla en la mano.

José también se puso de pie y empuño una silla.

—¡Víbora sí! ¡Acércate y te reviento!

María avanzó. Vera se agarro de su brazo.

—¡Mamá, no!

Víctor contuvo al padre. Venancinho, que estaba con la boca abierta y con los ojos muy abiertos desde el inicio de la discusión —la peor hasta entonces— decidió que lo mejor era saltar de su puesto y buscar un lugar neutro en el comedor.

Después de aquella escena, no había nada más que hacer. La pareja tendría que separarse. Los abogados se encargarían de todo. Ellos no podían volver a verse.

Ahora era Nora quien consolaba a Vera. Los padres eran así. Ella tenía experiencia. La familia era una institución podrida. Sola, frente al espejo, Vera imitaba la boca de desdén de Nora.

—Podrido. Todo podrido.

Y se pasaba los dedos con fuerza por los ojos, para que se pusiesen colorados. Todavía no tenía ojeras, pero vendrían con el tiempo. Sería amarga y agresiva. La pálida hija de un hogar destruido. Un toque de polvo de arroz podría ayudar.

Víctor y Venancinho salían los domingos con su padre. Una vez fueron al Maracaná con Sergio, el padre de Sergio y la novia del padre de Sergio, la joven que hacia teatro. El padre de Sergio le preguntó a José si no le gustaría conocer a una amiga de su novia. Así podrían hacer más programas juntos. José dijo que le parecía que no. Necesitaba tiempo para acostumbrarse a la situación. Sabes como es.

María no tenía novio. Sin embargo dos veces por semana, como mínimo, desaparecía de la casa, luego regresaba menos nerviosa. Los hijos estaban seguros de que iba a encontrarse con un hombre.

—¿Desconfían de algo? —preguntó José.

—Me parece que no —respondió María.

Estaban en el hotel donde se encontraban, como mínimo, dos veces por semana, escondidos.

—¿Habremos hecho lo correcto?

—Creo que sí. Los niños ya no se sienten desubicados con sus amigos. Hicimos lo que había que hacer.

—¿Crees que algún día podamos volver a vivir juntos?

—Cuando los niños se vayan de casa. Entonces estaremos libres de las convenciones sociales. Ya no necesitamos mantener las apariencias. Ahora bésame.