20
Verano, 1980
Cuando ella hizo su entrada, me encontraba en una sala de reuniones, escuchando como mis compañeros de trabajo reían comentando el fin de semana. Llevaba un traje de chaqueta de color gris con la falda varios centímetros por encima de la rodilla, blusa blanca con volantes y zapatos marrones de diez centímetros de tacón. Tenía el cabello castaño claro y ondulado y una encantadora cara de adolescente acompañando un contorneado cuerpo de mujer. Cargaba con un maletín de piel marrón en una mano y una taza de café en la otra, parte del líquido manchando una bolsa de papel de color blanco. Se dirigió directamente hacia mí con cierto aire engreído.
—Soy Janet Wallace —dijo, extendiendo una mano para saludarme.
Le di la mano y señalé en dirección a una de las sillas con tapicería de piel que rodeaban la mesa.
—Toma asiento. Estábamos a punto de empezar. Te presentaré a medida que vayamos avanzando. No somos el grupo de tipos más guapos de la ciudad, pero pagamos el alquiler, lo pasamos bien y, de vez en cuando, sacamos una campaña que gusta y que además recuerda la gente.
Jeff Magnuson, mi director creativo de treinta y un años de edad, tomó asiento a su derecha y le cogió la taza de café.
—¿Qué tal si lo compartimos? —preguntó.
—¿Y qué tal si no? —dijo Janet, cogiendo de nuevo su taza—. Es mi primera taza del día.
Yo estaba sentado delante de los dos y procedí a la presentación del resto de mi equipo.
—Jack Sampson es mi director de arte —dije, señalando en dirección a un hombre obeso y calvo, que había superado los cuarenta con creces y se dedicaba a engullir un panecillo con queso fresco de cebollinos—. Empieza un nuevo régimen… mañana.
—Te ofrecería la mitad del panecillo —dijo Jack—. Pero me parece que no eres del tipo de personas a las que les gusta compartir.
—Tienes razón. —Janet sonrió.
—Y esta rata de gimnasio musculosa que tengo a mis espaldas es Tim Carlin —proseguí—. Se encarga de escribir casi todos los materiales, normalmente mientras hace pesas en el West Side Gym.
Tim levantó una gran botella de plástico de zumo de papaya en dirección a donde ella estaba y Janet hizo un ademán con la cabeza para devolverle el saludo.
—Y conmigo ya has hablado por teléfono —continué—. Soy Gabe y todos ellos son lo suficientemente amables como para permitirme dirigir este lugar.
—De aquí a dos semanas habrá un cambio de dirección —le dijo Jeff—. Seguramente, yo acabaré encargándome de la agencia. Lo que aún te da tiempo para volver a pensarte lo del café.
—Ya tendré otras oportunidades —dijo Janet, acercándose la taza de café a los labios.
—Debo haberme perdido algún memo —dijo Tim, entrometiéndose—. ¿Qué hace ella aquí?
—Nunca lees los memos —dijo Jack—. Si lo hicieras, sabrías que esta joven señorita es la nueva pringada que Gabe ha sido tan amable de contratar para amenazar nuestro puesto de trabajo.
—Siempre se muestran un poco mal educados antes de comer —expliqué, mirando a Janet—. Andamos un tanto retrasados con Bradshaw. Además, General Motors acaba de pasamos un trabajo que debemos entregar en menos de dos meses y tenemos que dar un empujón a los anuncios de prensa de Compaq.
—¿Y tú te harás cargo de todo? —preguntó Jeff.
—De todo lo que sea capaz de absorber —respondió Janet.
Me puse cómodo para deleitarme con la marcha acelerada que iban adquiriendo los comentarios burlones entre mi grupo y Janet. Era su forma de darle la bienvenida al equipo. Yo le había ofrecido un trabajo a tiempo completo que había rechazado. Prefería seguir colaborando como freelance, saltar de empresa en empresa y decidir libremente cuándo y dónde quería trabajar. Había firmado un contrato de colaboración de tres meses de duración, tiempo suficiente para descargamos de la comprimida agenda con la que nos enfrentábamos. Era inteligente, poseía un currículo sobresaliente y parecía encajar perfectamente en el espacio limitado de una agencia muy ocupada.
—¿Por qué soy siempre el último en enterarme de las nuevas adquisiciones? —Era Henry Jacobs, el director de operaciones de la empresa, con las manos en las caderas y solicitando una respuesta.
—Porque siempre dices que no podemos contratar a nadie más —dije.
—Y es porque no podemos. —Henry sacudió la cabeza, frustrado—. Pero tú ni caso y contratas igualmente. ¿Por qué molestarse en tener un director de operaciones si siempre actúas así?
—Eres el único que sabe la sopa del día que toca en Bun’n’Burger —dije—. Y sin esta habilidad me resultaría imposible dirigir la empresa.
Angelo había mantenido su palabra. Me había devuelto mi vida. Salí de la habitación situada encima del bar y me vi obligado a aprender a toda prisa las lecciones relacionadas con la vida en el mundo real: préstamos para estudios, trabajos de media jornada, pequeños apartamentos con alquileres astronómicos, coches baratos y comidas más baratas aún. No había elegido el mejor momento para iniciar la vida por mi cuenta. El país se encontraba en plena recesión. Las tasas de interés alcanzarían muy pronto un alucinante 21,5%, la inflación alcanzaba el 12,4% y el presidente Jimmy Carter parecía incapaz de detener cualquiera de las dos cosas. Era una lucha, pero una lucha que me gustaba. A pesar de que de vez en cuando echaba de menos la excitación y la sensación de poder de mi existencia anterior ahora podía pasar mis días y mis noches libre de ese mundo de sombras oscuras. Desde muy temprana edad, me habían enseñado a odiar el mundo de los civiles. Me habían explicado que se trataba de un ambiente traidor cuyas reglas no debían seguirse nunca y que la única forma de alcanzar el éxito en aquel lugar era utilizando métodos y medios que echarían atrás al más duro de los criminales.
—Tienes que vigilar todos y cada uno de tus movimientos —me repetía Angelo una y otra vez—. Aquél a quien consideras como amigo es quien salta a la primera para quitarte un puesto de ascenso. Entonces vas tú y te partes la espalda trabajando y llega el pelota besaculos de turno que conquista al jefe y se lleva todos los honores.
—Me parece muy similar a lo que tú haces —dije—. No veo tanta diferencia.
—La diferencia estriba en que con nosotros siempre estás a la expectativa. Es lo que se supone que debemos hacer. Pero fuera de aquí, con los diplomas colgados de las paredes y esas preciosas oficinas, se supone que el juego debe desarrollarse de forma distinta. Pero no. Créeme, no hay ninguno mejor que cualquiera de nuestros matones. Y no me importa que venga nadie e intente explicarte todo lo contrario.
Me sentía muy feliz viviendo por mi cuenta, pero echaba en falta a Angelo. Añoraba su compañía y sus palabras de consejo, pero todas las puertas que pudieran abrir de nuevo ese camino permanecían cerradas. Durante el tiempo que permanecí alejado de él intenté verle en distintas ocasiones, pero siempre hubo alguien de su banda que me cerró el paso. Me trataban igual que a cualquier otro civil.
Sabía también que nunca sería completamente libre. Nunca mientras Angelo siguiera con vida. Había vivido en su compañía el tiempo suficiente como para saber que aún le quedaba un movimiento pendiente de realizar. No sabía cuándo llegaría, ni qué dirección tomaría, pero sabía que debía estar preparado para su llegada. No podía permitirme dormirme en los laureles por el hecho de que estuviera envejeciendo o cegarme porque permaneciera en silencio. Jamás debía perder de vista una de las lecciones más importantes que aprendí a lo largo de los años que pasamos juntos: vigila al gánster que quiere hacerte creer que se encuentra debilitado. Es entonces cuando más peligroso es.
Ascendí por los distintos rangos de las agencias y, cuatro años después de salir de la universidad, me había convertido en director de una exitosa agencia compuesta por diez empleados. El dinero inicial no fue un gran problema. La puerta financiera de Angelo permanecía cerrada a cal y canto, pero Pudge me había dejado en herencia un fondo de activos considerable del que podía disponer siempre y cuando demostrara el fin al que destinaba el dinero. Me sentí muy satisfecho de que fuera Pudge, desde el silencio de su tumba, quien me proporcionara el dinero que me ayudó a mantenerme alejado del alcance de Angelo. El resto del dinero lo conseguí con la ayuda de un préstamo procedente de un banco que por tradición solía a ayudar a las pequeñas empresas en sus inicios. Me atraía la idea de construir un equipo, de perseguir una idea, de crear un concepto a su alrededor, de darle vida, bien fuera en forma de anuncio publicitario de treinta segundos de duración o de página a todo color en una revista de altos vuelos. Contraté hombres y mujeres que no sólo eran buenos en su trabajo, sino que además disfrutaban con él. Quería que los esfuerzos de mis trabajadores fueran sinceros y luché siempre por mantener al mínimo el politiqueo y la rumorología en el entorno laboral. Me sentía orgulloso de mi grupo y evolucionamos rápidamente de pequeñas cuentas de ámbito local a contratos de seis cifras con grandes empresas. Era un entorno de trabajo genial y un refugio donde sentirse a salvo de la mirada inquisitiva de Angelo.
Pero siempre sentía su presencia. Hacía años que no le veía y durante aquel espacio de tiempo había pasado de niño a hombre, pero seguía sintiendo su poder, su mirada en todos y cada uno de mis movimientos. Nadie del trabajo conocía nuestra relación. De sonarles de algo, su nombre podría despertar, como mucho, algún vago recuerdo de alguien de quien habían leído algo en los periódicos o en algún documental antiguo. Para ellos no representaba ninguna amenaza, aunque sí para mí. Jamás podría sacarme de encima la sensación de que mis acciones eran controladas, mis actividades registradas, todos mis movimientos documentados y de que él permanecía siempre debidamente informado de todo. Sabía que muy probablemente se trataba más de paranoia que de realidad, pero me habían educado para que lo tuviera todo en cuenta. Cuando iba a un restaurante o a un teatro, recordaba siempre quien se sentaba detrás de mí. En todo momento controlaba la gente que pasaba por mi lado en la calle, mi número de teléfono no aparecía en el listín y jamás decía nada en público que no quisiese escuchar en privado. Eran mis únicas concesiones al mundo que había dejado atrás.
Tenía veintiséis años de edad y había conseguido construir una vida con una estructura segura. Leía constantemente y llenaba los huecos de mi educación con libros que debiera haber leído en mis años de juventud. Iba al teatro una vez al mes y cada semana asistía al estreno de una nueva película, normalmente con algún compañero de trabajo. Empecé a frecuentar galerías de arte e inauguraciones, a comprar cuadros y a colgarlos en las paredes de mi apartamento. Tenía pases de temporada para el Metropolitan y, en ocasiones excepcionales, me aventuraba a asistir a la opera y al ballet. Era una vida plena y, lo que es más importante, una vida honesta.
Mantenía mi fascinación por el negocio del crimen organizado, una fascinación que, temía, nunca desaparecería por completo. Leía todo lo que podía sobre esa vida, siendo siempre capaz de separar los hechos de la paja que acompañaba la propaganda de venta de los titulares. Los bajos fondos habían cambiado desde los tiempos en que Angelo y Pudge apuntaron por vez primera a una víctima con un arma. Actualmente, había aún más dinero que ganar y más actividades que realizar. El más listo de los jóvenes gánsteres empezaba a planear plantar las armas y trabajar con ordenadores. Estaban abandonando el juego del asesinato en manos de las nuevas etnias que invadían su universo, desde los matones rusos hasta los asesinos callejeros, ninguno de los cuales comprendía las complejidades del negocio moderno. Esos jóvenes jefes de banda sabían que las agencias de bolsa se dirigían de forma muy similar a las operaciones de préstamos con intereses extorsionadores. Intentaban comprar sin hacer mucho ruido, dejando que otros dieran la cara por ellos, mientras se quedaban con todos los beneficios procedentes de las comisiones y las inversiones. Era una forma mucho más limpia de hacer negocios sin el espectro de tener que pasar treinta años detrás de los barrotes.
La nueva fórmula aceptaba también la teoría de Angelo de que pasar una temporada en la cárcel no resultaba un elemento esencial en la educación de un gánster.
—Había gente que creía que pasar allí una temporada te convertía en mejor criminal —me contó en una ocasión—. Nunca he estado de acuerdo con ello. Pudge y yo éramos matones de categoría y siempre intentábamos no tropezar con la cara de ningún policía y no quemarlos con todo lo que hacíamos. Trabajábamos bajo el radar lo mejor que podíamos. En mi negocio, es mejor ser submarino que destructor. Lo mejor es dejar que los demás capten toda la atención, que hagan ruido, que hablen en los periódicos y ante las cámaras de televisión. Eso sólo conduce a críticas. Y a mí lo único que me importa es obtener beneficios y hacer crecer el negocio.
Muchos días me preguntaba cómo lo habría hecho, si habría tenido éxito haciéndome cargo de la sólida fundación criminal de Angelo y expandiéndola en el nuevo campo de juego. Pero entonces, trataba de volver rápidamente mi atención a la campaña publicitaria que me ocupaba, sabedor de que lo único que debía temer desde mi sillón era perder el momento de mi negocio y equivocarme o que una empresa grande tratara de absorberme. Y encontraba muy gratificante saber que ninguna de las dos cosas podría acabar costándome la vida.
Janet Wallace tenía treinta años y había crecido en un tranquilo barrio de clase alta de Michigan. Había estudiado en Brown University, obtenido excelentes calificaciones y conseguido su primer trabajo en Pittsburg, en una empresa de publicidad que aún seguía pasándole trabajos. Los que no la conocían bien, podían confundir su timidez con frialdad, ya que a causa de ella solía mantener un aire distante. Rápidamente dejó muy claro a todos sus compañeros de trabajo que pasaba totalmente de los líos en la oficina y que estaba allí únicamente para trabajar. Yo desconocía por completo su vida personal, exceptuando los detalles incluidos en su currículo y en su carta de presentación, y tampoco me molesté en preguntarle nada al respecto. Se integró en mi equipo sin problemas y resultó ser una trabajadora tenaz, de palabras claras y conceptos creativos. En las reuniones defendía sus propias posturas, decía lo que pensaba y demostraba un agudo sentido del humor.
Por lo que decía y, lo que es más importante, por lo que no decía, intuía que había una parte de ella que prefería mantener oculta y completamente ajena al público. Por esa razón la envolvía una sensación de misterio que servía para equilibrar su timidez. En todo el tiempo que llevaba trabajando en la agencia, apenas si habíamos cruzado tres palabras, pero sentía como si la conociera tan bien como a algunos de los empleados que llevaban trabajando conmigo desde el día en que la agencia abrió sus puertas. Cuanto más la veía, más me gustaba, haciéndome acercar a un lugar que creía que nunca iba a encontrar.
Llamé a la pared de su cubículo, medio asustándola. Me miró a mí y luego al reloj.
—Faltan todavía diez minutos para la reunión —dijo—. Pretendía terminar el diseño antes de empezar. Quería conocer la opinión de los chicos.
—Me gusta el pescado a la plancha —le dije—. El sushi no me gusta tanto. ¿Y tú?
—Odio cualquier cosa que no esté cocinada —dijo.
—¿Conoces el restaurante donde hacen el mejor pescado a la plancha de la ciudad?
—No —respondió ella.
—Perfecto —dije—. Porque yo sí. Comeremos allí. Quedamos a la una frente al ascensor.
—Me he traído la comida de casa —dijo—. Pensaba comer en la mesa y seguir trabajando.
—Dásela a Jeff —dije—. Se la comerá, sea lo que sea.
—¿Tengo la oportunidad de responder que sí o que no? —preguntó.
—¿Existe la posibilidad de que digas que no?
—Sí —dijo.
—Entonces, no —dije, dando media vuelta.
Pasé las tres semanas siguientes trabajando codo con codo con Janet, ayudando, tanto a ella como a mi equipo, a hacer realidad las tres campañas que tan urgentemente debíamos entregar. Empezábamos a trabajar mientras los demás dormían, viviendo bajo las luces de su mesa de despacho a base de café y pan con mantequilla. Al mediodía comíamos juntos entre las carpetas con diseños y pruebas publicitarias que abarrotaban nuestras mesas. Salíamos de la oficina pasada la medianoche y siempre nos deteníamos a tomar una copa en el primer bar que encontrábamos abierto para seguir hablando de estrategias y buscando las palabras adecuadas que nos ayudaran a vender un viejo producto a nuevos clientes. El trabajo nos consumía.
Entregamos el primer borrador de nuestra cuenta más importante un jueves y concedí al personal un descanso de tres días mientras esperábamos la decisión para seguir adelante.
—¿Tienes algún plan? —me preguntó, mientras caminábamos por Third Avenue después de salir de un pequeño restaurante lleno de humo que se había convertido rápidamente en nuestra guarida particular—. Para los tres días, me refiero.
—No, no me gusta hacer planes con tanta antelación.
—Sería una buena oportunidad para ponerte al día con tu novia. Para tratar de explicarle por qué pasas tanto tiempo con otra mujer y un puñado de hombres.
—Sería una idea magnifica —le dije—. Si tuviera una novia a quien poder explicárselo.
—Lo siento —dijo—. Apuesto lo que quieras a que serías un buen novio.
—¿Y tú? —pregunté—. ¿A quién le darás explicaciones?
—Voy a Pittsburg. Tengo que terminar los trámites de mi divorcio. Llevo retrasándolo desde que empezamos con el primer borrador.
—No tenía ni idea de que estuvieras casada. —Fui incapaz de disimular la sorpresa—. Es decir, nunca habías mencionado a tu marido.
—Técnicamente, no soy esposa de nadie —dijo—. Y tampoco fue lo que puede considerarse un matrimonio de verdad. Duró menos de seis meses. Pronto nos dimos cuenta los dos de que habíamos cometido un error y decidimos salir de ello tan rápidamente como nos habíamos metido.
—Me imagino que no es fácil —dije, rozándole el codo, notando su piel suave y cálida.
—Como cualquier mujer, pensé que todo sería perfecto —dijo, con la tristeza reflejada en la mirada—. Pero no lo fue. Ni de lejos.
—Encontrarás otra persona, Janet —dije, intentando consolar su evidente dolor—. Enamorarse de alguien como tú es facilísimo.
—Me gusta que lo digas. Porque estoy empezando a pensar que esto no ocurrirá jamás. Tengo la mala costumbre de elegir siempre al chico menos indicado por todos los motivos erróneos que puedas imaginarte. Ya sería hora de romper con esa mala racha.
—Tal vez sea cuestión de los restaurantes donde te gusta comer. —Sujeté la puerta de entrada de la hamburguesería para cederle el paso—. No parece que te pirre la cocina exquisita.
—¿Y qué hay de malo en eso? —preguntó, fingiendo enfadarse—. Aquí se puede fumar, te sirven el vino en jarra y las hamburguesas con queso vienen acompañadas de beicon aunque no lo pidas. Además, los camareros me hacen reír.
—¿Te refieres a los tipos como Frank? —La seguí en dirección a una mesa situada en un rincón, señalando por el camino a un camarero con camisa blanca almidonada—. ¿Le oíste el otro día? ¿Oíste lo que le decía a una mujer sentada en una de las mesas de atrás?
—No, ¿qué le dijo? —Se acerca a la mesa y la mujer le pregunta por qué está sujetando el bistec que le trae con el dedo. A lo que Frank le responde: «Para no volver a tirarlo al suelo». Debo admitir que se trata de un comentario impensable en Twenty-one.
Janet echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. En aquel instante me descubrí contemplándola como nunca antes había mirado a una mujer. Ella se percató de cómo estaba observándola y me miró también, alargando el brazo por encima de la mesa y rozándome la mano.
—Gracias —dijo con un tono de voz muy cálido—. Me has ayudado a que estas últimas semanas se hayan convertido en algo muy especial para mí.
—¿Y qué sucederá a partir de ahora? —Luchaba contra la necesidad de enlazar mi mano con la suya—. ¿Cuándo acabemos los dos proyectos que nos quedan?
—Eso depende en gran parte de ti —dijo Janet.
Hice un movimiento afirmativo con la cabeza y permanecí en silencio mientras Frank nos servía dos hamburguesas con queso y beicon y me guiñaba el ojo, todo a la vez.
—Sigo sin querer un trabajo a tiempo completo —anunció ella, tan pronto como el camarero hubo desaparecido—. Y creo que no puedo seguir trabajando para ti.
—¿Por qué no? Has contribuido enormemente en el equipo. Por muy buenos que sean mis chicos, ninguno de ellos sería capaz de ofrecer la calidad de trabajo que tú has aportado en un período de tiempo tan limitado.
—No me refiero al trabajo. Eso ha sido estupendo. Pero… me gustas, Gabe. Me gustas mucho. Y si seguimos trabajando juntos, viéndonos tantas horas al día como hasta ahora, no será bueno para ninguno de los dos.
—Eres demasiado mayor para mí, Janet —le dije.
—Y lo único que traen los hombres jóvenes son problemas —dijo ella, sin preocuparse por ocultar su sonrisa.
—Siento algo muy fuerte por ti. —Me quedé sorprendido ante mis propias palabras—. Para serte franco, apenas sé cómo controlarlo. Jamás me había sentido así con nadie.
«Al menos con nadie que no llevara una pistola», pensé para mis adentros.
Janet se limpió la boca con la servilleta, se inclinó sobre la mesa y me cogió ambas manos.
—Este tiempo que hemos pasado juntos también ha sido muy especial para mí, mucho más de lo que te imaginas. Pero hay demasiados obstáculos en el camino.
—Dame un ejemplo —dije.
—La diferencia de edad, por ejemplo.
—Un obstáculo menor —comenté.
—De acuerdo, ¿y qué me dices del hecho de que, a pesar de que yo sea mucho mejor que tú, tú sigas siendo mi jefe?
—Pensé que marchabas.
—De acuerdo, entonces no olvidemos otro pequeño detalle. Aún estoy casada. Al menos ante los ojos de la ley.
Miré por la ventana, caras de prisas volviendo apresuradamente a sus puestos de trabajo o corriendo para dar alcance a un taxi o un autobús que se escapa.
—La verdad es que los ojos de la ley nunca me han preocupado lo más mínimo —dije.
El tiempo que pasábamos juntos era mágico. En Janet encontré alguien que me hacía sentir completo, que me amaba de buena gana a pesar de todas mis aparentes limitaciones en cuanto a dominar la vida en un mundo que ella conocía mucho mejor que yo. Me amaba sin condiciones, pidiendo poco a cambio y dando por sentado que yo seguiría con ella únicamente mientras durara nuestra aventura emocional. Habíamos sido amigos antes que amantes y ello proporcionaba una base sólida a la relación. Nunca antes había conocido a alguien como ella y me daba cuenta de que a ella le sucedía exactamente lo mismo. Confiábamos el uno en el otro y sabía que ninguno de los dos haría nunca nada que pudiera traicionar conscientemente ese vínculo.
Todos luchamos en la vida tratando de hallar en algún lugar la persona que encaje perfectamente con nosotros y la mayoría fracasa en su propósito. Pero en aquel momento, rozando los treinta, encontré esa persona en Janet y decidí no perderla jamás.
La consideraba también como la pieza final de un complicado rompecabezas que rompería por completo los lazos emocionales que pudiera aún seguir manteniendo con la vida de gánster. Había dado la espalda a un poder que tal vez nunca llegara a conocer en el mundo civil y me había adaptado bien a ello. Tampoco consideraba lo hecho como un gran sacrificio por mi parte, sino más bien como una ruptura con algo que reprimía mi vida y que me había permitido sentirme libre y enamorarme de una mujer que hasta aquel momento sólo había vivido en mis sueños. Pero seguía mostrándome cauteloso; había pasado demasiados años en compañía de matones para actuar de otro modo. Me preocupaba, y llevaba años preocupándome, el hecho de que Angelo no se hubiera rendido completamente en su búsqueda. Que las sombras cuya mirada yo sospechaba vislumbrar, controlando cualquiera de mis movimientos, emergieran muy pronto de su escondite, bajo la dirección de su batuta, y cayeran sobre mí en un intento final de unirme a él.
Pero por el momento, yo proseguía mi andadura hacia una vida real, con una mujer en cuya compañía me sentía a gusto, feliz y a salvo. En esos embriagadores primeros días entre los cálidos brazos de Janet y oculto en el útero en que se había convertido su pequeño apartamento, descubrí el secreto que me llevaría hacia una vida completa. Descubrí mi vía de escape en alguien con quien poder compartir mi viaje.
Descubrí a Janet Wallace.
Y descubrí el amor.