10
Verano, 1931
La paz entre Angelo, Pudge y Jack Wells se prolongó más de tres años. Durante este tiempo, ambos equipos obtuvieron enormes beneficios y se situaron en la posición adecuada para cosechar todavía más. Los bajos fondos prosperaban mientras el resto del país estaba en garras de la Gran Depresión, con más de ocho millones de norteamericanos sin trabajo y desesperados por obtener algún ingreso. En el ámbito nacional cerraron 2. 294 bancos, pero los jefes de las bandas aumentaban en un tres por ciento semanal los intereses que cargaban por prestar dinero. La masa laboral perdía un promedio de tres trabajadores diarios y los locales de espectáculos realizaban dos funciones diarias para proporcionar un refugio de fantasía a los desempleados. Mientras tanto, los gánsteres más poderosos del país habían desarrollado un plan que ampliaría sus negocios hasta convertirlos en un sindicato nacional del crimen, estructurado con el objetivo de obtener los máximos beneficios en cualquier lugar, fuera legal o no. Mientras Dick Tracy hacia su primera aparición en el Chicago Tribune anhelando luchar contra los bajos fondos, los gánsteres de verdad dominaban despóticamente un reino democrático cuyas bases parecían estar al borde del colapso.
—Fue nuestro momento —solía decir Pudge, refiriéndose a aquellos años—. Tal vez la mejor época que haya existido para vivir de eso. Había dinero donde pisáramos. Y ésa fue la razón por la cual realizamos la maniobra para expandir el negocio en el ámbito nacional. Dicha maniobra nos proporcionó una estructura e hizo mucho más fácil, con la ayuda del transporte y de la banca, convertir el dinero que ganábamos ilegalmente con el juego y el alcohol en dinero de curso legal. En aquellos años, por jóvenes que fuésemos, cualquiera del mundillo que tuviera una pizca de cerebro sabía que si seguíamos manejándolo todo como hasta aquel momento, tarde o temprano seríamos los dueños de todo el país. Pero se necesitaba mucha paciencia para conseguirlo. Y había demasiados gánsteres que carecían de ella. Supongo que eso sucede en cualquier sitio, sea el negocio que sea. Siempre hay alguien que no puede esperar.
Angelo e Isabella paseaban por la parte sur de Broadway cogidos de la mano, deteniéndose cada tres pasos para mirar escaparates. Los últimos tres años habían sido excelentes para Angelo. Él y Pudge habían solidificado su poder respecto a los chicos de Angus y habían ampliado el grupo hasta llegar a más de mil componentes asalariados. A diferencia de otros líderes de bandas, Angelo y Pudge no eran gánsteres exclusivistas. Fueron los primeros en aceptar la entrada de judíos en sus filas y se aventuraron en Manhattan norte y suburbios del extrarradio para reclutar miembros seleccionados de las bandas negras mejor organizadas. Ambas acciones se realizaron únicamente por motivos de negocios, no sociales.
—Los gánsteres negros deseaban una parte del pastel en un momento en que nadie quería saber nada de ellos —decía Angelo—. Para entrar en el mundillo, estaban dispuestos a trabajar el doble por mucho menos dinero, lo cual significaba para nosotros tener los bolsillos más llenos. Y si decidimos aceptar a los judíos fue por un motivo aún mejor. Eran asesinos de primera categoría. Iban a cualquier parte, en cualquier momento, y no les importaba a quien tuvieran que matar. E igual que los negros, lo hacían principalmente por llamar la atención sabedores de que, en nuestro negocio, es la reputación y no la raza o la religión lo que acaba proporcionando el mayor botín. Muchos de esos matones judíos que contratamos al principio, acabaron con su propia empresa del crimen. Fue en ese momento cuando se hicieron mucho más caros aunque, incluso así, seguían mereciendo la pena.
Angelo y Pudge aceptaron rápidamente la idea de una comisión nacional del crimen y contribuyeron a su implementación con un amplio abanico de propuestas al respecto. Formaban parte de una nueva generación de gánsteres americanos, moviéndose al paso acelerado de un siglo marcado por el dinero y aprovechando totalmente cualquier oportunidad que se presentase. Mientras que los gánsteres del pasado se conformaban con sobornar a una buena cantidad de oficiales de la policía, ellos eran capaces de presentar sus propios candidatos políticos y de sentar en los juzgados a sus propios letrados. Los bajos fondos gobernaban tribunales y bancos y controlaban la importación y la exportación de cualquier producto que cruzara el océano o las fronteras del estado.
—Era como la revolución industrial de los criminales —me explicaría Pudge—. Por las razones que fuesen, durante todos esos años actuamos por libre. Los federales estaban tan sólo empezando y no se enteraban de nada. Lo único que preocupaba a la policía local era el aumento de sueldo. Y John Q. ponía la mano dispuesto a recibir cualquier cosa que pudiéramos darle. Lo teníamos todo y lo dirigíamos todo y parecía como si nadie jamás pudiera ser capaz de cambiarlo.
La relación con Jack Wells se desarrollaba también sin problemas. Gracias a la guerra librada contra McQueen, Wells había consolidado sus bases y ganado cierto respeto entre sus colegas. Había ampliado su red de distribución de cerveza hasta más allá del Bronx, alcanzando por el norte hasta Toronto y por el oeste hasta Scranton, Pennsylvania, poniendo voluntariamente a disposición de Angelo y Pudge una pequeña parte de sus abundantes beneficios. Los dos bandos seguían sin confiar plenamente el uno en el otro pero, mientras el dinero fuera entrando, no había razón alguna para temer un resurgir de las hostilidades. Angelo era consciente de que una nueva confrontación con Wells era inevitable a la larga. Existía demasiada sangre entre ellos como para no librar una batalla final. Por el momento, sin embargo, Angelo se conformaba con permitir que la falsa paz que existía entre ellos siguiera su curso.
Isabella se detuvo al ver que Pudge se acercaba con un enorme oso de peluche debajo del brazo.
—Para el bebé —dijo—. Quería ser el primero en regalárselo al niño.
—Gracias. —Cogió el oso—. Lo pondré en un lugar donde pueda verlo bien. —Isabella se ponía nerviosa en presencia de Pudge. Saboreaba su papel de gánster, disfrutaba mucho más de él que su esposo.
Cuando estaba con Angelo, siempre le resultaba sencillo olvidarse de quién era y de cómo se ganaba la vida. Pero con Pudge era imposible.
—Ya sé que no te importo mucho —dijo Pudge—. Y no te culpo por ello. Eres una mujer lista y nunca he conseguido atraer a ese tipo de mujeres.
—Eres un buen amigo de Angelo —dijo Isabella—. Algo que siempre respetaré.
—Nunca permitiré que le suceda nada malo —dijo Pudge—. Lo juro por mi vida. Y lo mismo digo por lo que respecta a ti y al bebé.
—Si tu objetivo es mantener con vida a mi esposo, serás siempre mi amigo.
—A medida que se hace mayor mi trabajo va resultando más fácil —le explicó Pudge—. Es muy bueno en lo suyo.
—Mejor sería que no lo fuese tanto —dijo Isabella—. Así empezaría a buscar otro tipo de trabajo.
—Siempre es agradable pensar en cosas así —dijo Pudge—. Nunca tiene nada que ver con la verdad.
—¿Y qué es la verdad? —preguntó ella.
—Que ninguno de los dos tiene otra elección.
—¿Por qué me cuentas todo esto?
—Para que nunca le odies —dijo Pudge—. No quiero que mires a tu marido y veas a un gánster. Como te sucede cuando me miras a mí.
—A él le conozco en aspectos que tú desconoces —dijo Isabella—. Y jamás podré odiar lo que conozco.
Pudge hizo un ademán con la cabeza.
—Entonces es un hombre afortunado —dijo.
—¿Por qué debemos elegir la cuna con tanta antelación? —le preguntó Angelo a Isabella mientras miraban un escaparate donde se exponía un extenso surtido de alfombras hechas a mano.
Ella le miró, le sonrió y le acarició la cara con dulzura.
—Angelo, la habitación tiene que estar lista antes de que nazca el bebé —dijo—. A menos que pretendas que duerma con nosotros.
—¿Por qué te refieres siempre a él y no a ella? —La cogió de la mano.
—Porque sé que llevo dentro a tu hijo. —Bajó la vista y acarició su vientre, ligeramente abultado—. Es demasiado tranquilo para no serlo.
Las otras madres me explican que sus hijos les dan patadas y puñetazos. El mío no. Está ahí, tranquilamente sentado y pensando. Igual que su padre.
Dejaron el escaparate atrás y siguieron paseando, uniendo las manos automáticamente al empezar a andar.
—Aún no hemos hablado del nombre que recibirá el bebé que tendrá todo ese nuevo mobiliario —dijo Angelo.
—No será complicado —dijo Isabella—. Si tengo razón y es un niño, le llamaremos Carlo, en recuerdo de tu hermano.
Angelo se detuvo para mirar a su esposa. La rodeó con los brazos y se fundieron muy juntos bajo el implacable sol de la tarde. Angelo hundió la cabeza en su cuello, vencido por la emoción.
—Te quiero —fue lo único que logró decir.
—Deberíamos seguir —le susurró ella al oído—. Le he dicho al hombre de la casa de los muebles que no llegaríamos más tarde de la una.
Caminaron en silencio varias manzanas, con las manos unidas. Cuando estaba con Isabella, Angelo lo era todo menos un gánster. Ella conseguía que afloraran a la superficie los sentimientos de cariño y dulzura que había aprendido a anular tanto tiempo antes. Cuando estaba a su lado, Angelo no pensaba nunca en temas relacionados con los negocios ni en los motivos que pudieran ocultar las acciones de sus enemigos. Se rendía a la fachada de padre feliz esperando ansioso el nacimiento de su primer hijo y encontraba cierto consuelo en la naturaleza relajada que comportaba esa actitud.
—¿Cómo descubriste esta tienda? —preguntó Angelo.
—Me la dijo un amigo de mi pruna Graziella —respondió Isabella—. Se dedica a fabricar cunas a mano que duran toda la vida. Por muchos niños que se acaben teniendo.
—Jamás pensé que me gustaría tener un hijo —dijo Angelo—. Era algo que me daba miedo sólo de pensarlo.
—¿Y qué te da miedo? —preguntó Isabella.
—No sé qué tipo de padre voy a ser —dijo Angelo—. Pero lo que sí sé es el tipo de padre que no quiero ser.
—No serás como tu padre. Eso no te ocurrirá. —Había presenciado las muchas pesadillas que sufría de madrugada y sabía hasta que punto el miedo le impedía conciliar el sueño y le atormentaba el alma—. No eres el mismo tipo de hombre.
—Soy peor en muchos aspectos —dijo Angelo—. ¿Qué pensará mi hijo de lo que hago?
—No lo sé.
—No quiero que sea lo que yo soy —dijo Angelo, convencido—. Quiero que sea un buen hombre.
—Lo será —dijo Isabella con resolución—. Te lo prometo.
La miró, hizo un movimiento de afirmación con la cabeza y le sonrió, acabando con ello su mal humor.
—En ese caso —dijo—, tendremos todos los hijos que quieras.
Ella recostó la cabeza en su hombro.
—¿Sabes que nunca he tenido un recién nacido en brazos? Estaré muy nerviosa cuando regresemos a casa procedentes del hospital.
—Le diremos a Pudge que lo coja. Nunca se pone nervioso por nada.
Isabella separó la cabeza del hombro de Angelo y se echó a reír.
—¿Por qué le gusta que le llamen Pudge? —preguntó—. ¿Qué pasa con su autentico nombre?
—Lo odia —dijo Angelo—. Lo odia desde que lo conozco. Por suerte para él, hay muy poca gente que recuerde su nombre. Así que dejemos que siga feliz y que sea un buen tío Pudge para nuestro hijo.
—Pero tú sabes como se llama ¿verdad? —preguntó Isabella, mirando sonriente a su esposo.
—Sí —dijo Angelo, devolviéndole la sonrisa—. Lo sé.
—¿Me lo dirás? —le preguntó, acariciándole la cara—. Por favor.
—Llevo casi veinte años guardándole el secreto. —Empujó con cariño a su esposa hacia la entrada de la tienda que tantas ganas tenía de ver—. Creo que podemos esperar como mínimo hasta que hayamos elegido la cuna para que duerma el bebé.
El vendedor era bajo, calvo y con una enorme tripa colgándole por encima del cinturón. Tenía las manos pequeñas, como las de un niño, y su voz amanerada rozaba la feminidad. Sonrió inmediatamente al ver a Angelo e Isabella y se secó con delicadeza el sudor de la frente con un pañuelo doblado. La tienda disponía de una gran variedad de muebles, desde armarios y mesas de despacho hasta camas y comedores. Era un local con poca luz, unas gruesas cortinas impedían la visión de la calle y sólo había unas lamparitas alumbrando en las esquinas. Angelo necesitó varios minutos para acostumbrar sus ojos del resplandor del sol del exterior a la penumbra reinante en el establecimiento. Y cuando fue capaz de ver debidamente, se dio cuenta de que no había nadie más en la tienda, exceptuando ellos dos y el vendedor.
—Es casi hora de comer —dijo el vendedor, interpretando la preocupación que denotaba la cara de Angelo—. Si hubieran venido a primera hora de la mañana no habría podido atenderles de lo llena que estaba la tienda.
—¿Es usted el señor que construye las cunas? —preguntó Isabela, buscando en la tienda los muebles que quería.
—No, señora —dijo el hombre, negando con la cabeza y con mucha educación—. Hoy no ha venido a trabajar. Pero, por suerte, tenemos aquí una buena muestra de sus cunas. Las guardo en la trastienda. ¿Quieren acompañarme a verlas?
—Me encantaría. —Isabella sonrió a Angelo indicándole que la siguiera—. Y también a mi esposo.
El hombre hizo una pequeña reverencia y les condujo hacia la parte trasera del establecimiento. Angelo observaba su andar agitado y el círculo de sudor que estaba formándose alrededor del cuello almidonado de la camisa. Observó asimismo como el hombre miraba nervioso hacia la penumbra, medio esperando que surgiera alguien de ahí para sorprenderle. Angelo apretó la mano a Isabella, desenfundó la pistola que llevaba en la cintura y la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Se detuvo y tiró de su mujer hacia él.
—Debemos salir de aquí —le susurró—. Y debemos hacerlo ahora mismo.
—Pero si aún no hemos visto ninguna cuna.
—¡Ahora, Isabella! —dijo Angelo, en voz alta y decidida.
Los dos hombres salieron de detrás de un gran aparador de madera oscura, pistola en ristre y apuntando a Angelo por la espalda. El vendedor se esfumó por una esquina, oculto entre mesas de despacho y muebles sofisticados, cabizbajo y con un único propósito. Angelo escuchó el ruido de las pisadas sobre el suelo alfombrado y el clic de la recámara girando lentamente en el interior del cañón de una pistola. Se volvió hacia Isabella para ver una mirada de terror sin esperanza apoderándose de sus facciones. En aquel breve instante de horripilante silencio, la cabeza de Angelo se concentró en un día lluvioso, cuando entregó una fruta a una joven de sonrisa magnética.
—¡Detrás de ti! —gritó Isabella.
Angelo dejó de mirarla y, pistola en mano, se volvió dispuesto a enfrentarse a los hombres que se acercaban. Echaron a correr hacia él, disparando constantemente, las balas se acercaban una tras otra, con gran estrépito y velocidad. Angelo permanecía en pie, vaciando la pistola sobre esos hombres que alguien había enviado para que le mataran.
Todo acabó en menos de treinta segundos, pero para Angelo Vestieri, cada movimiento pareció prolongarse una vida entera.
Angelo entornó los ojos cuando se encendieron las luces del techo. Miró hacia la derecha y vio a Pudge sentado en una silla, con las manos cerradas en puños, mirándole fijamente.
—No hables —dijo Pudge tan pronto como vio que su amigo abría los ojos—. Sólo escucha lo que tengo que decirte. Te han dado tres veces, nada grave. Una de las balas te ha pasado rozando la cabeza y te ha dejado varias horas sin conocimiento. Por eso llevas el vendaje. Otra te ha atravesado el hombro. Y la última ha ido a parar a la pierna. Saldrás de aquí en una semana, quizá menos.
—¿Dónde está Isabella?
—¡Te he dicho que no hables, maldita sea! Al menos hasta que termine con todo lo que tengo que decirte. —La voz de Pudge empezaba a debilitarse—. Hazme un gesto con la cabeza si es que me entiendes.
Angelo hizo un gesto afirmativo con la cabeza y cerró los ojos.
—Estaban contratados por Jack Wells —dijo Pudge—. Se trataba de llevarte allí. Pagaron a alguien del barrio para que le explicara a Isabella todo lo que había en la tienda y la convenciera para ir. Wells es el propietario del edificio y todo el mundo que trabaja en él le tiene tanto miedo que jamás se negaría a hacer lo que Wells ordenara.
Angelo abrió los ojos y alargó una mano. Pudge se la apretó con fuerza.
—Te saliste muy bien con la pistola, Ang —dijo—. Uno de los matones murió allí mismo. El otro está dos pisos más abajo que nosotros en estado crítico. Se suponía que tenían que dispararte únicamente a ti. No se imaginaban que Isabella fuera a interponerse y tratara de salvarte.
Pudge apenas si podía hablar, su fuerte cuerpo temblaba de los pies a la cabeza.
—Lo siento mucho —logró decir—. Juré ante la tumba de Ida que jamás permitiría que te pasara nada. Ni a Isabella, ni al bebé. Tendría que haber estado allí contigo. Tendría que haberlo olido, pero no fue así.
Angelo seguía sin decir nada. No era necesario. Preguntaba con su mirada la única pregunta que debía hacerse.
—Ha muerto —dijo Pudge—. Isabella ha muerto.
El horizonte de la ciudad había oscurecido a sus espaldas, la noche llegaba para terminar con lo que, sólo unas cuantas horas antes, había sido un precioso día de verano.
—Llévame a verla —dijo Angelo.
Pudge levantó la cabeza y la sacudió de un lado a otro.
—Las heridas son muy recientes. Si te mueves, volverán a abrirse.
—Quiero ver a mi esposa —susurró Angelo—. Llévame allí.
Pudge se secó la cara con la manga de la chaqueta, respiró hondo y asintió.
—Tendrás que moverte tan rápido como yo, si nos ven intentarán detenernos.
—Mátales si lo hacen —dijo Angelo.
—La vida le dio a Angelo muchas razones para ser una persona fría —me comentó Pudge en una ocasión—. Pero el asesinato de Isabella fue la gota que colmó el vaso. Pasó la noche entera llorando junto a su cadáver. Demonios, los dos lo hicimos. Hasta que, de repente, él dejó de hacerlo. Y a partir de aquel momento, sólo vivió para hacer sufrir a sus enemigos. Había perdido a demasiados seres queridos y lo mejor que supo hacer para que eso no volviera a ocurrirle, fue no querer nunca a nadie más. Se dedicó a que los demás perdieran lo que amaban y a quienes amaban. Ya no se trataba de negocios o venganza. Era odio y eso fue, con toda probabilidad, lo que le ayudó a convertirse en una leyenda de los bajos fondos. Pero ser leyenda y hombre a la vez resulta muy duro. El Angelo enamorado, feliz y esperando el nacimiento de su hijo, desapareció para siempre.