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Verano, 1965

Estaba sentado en la pequeña mesa de la cocina, flanqueado a ambos lados por John y Virginia Webster, cenando los tres un bistec con tomate. Comíamos en silencio, con la mirada fija en las noticias de la noche que aparecían en el nuevo televisor portátil de color negro situado en una esquina de la estancia. La sección de los Watts de Los Angeles había irrumpido en un tumulto a gran escala mientras diez mil afroamericanos quemaban y saqueaban varios barrios y provocaban daños valorados en más de cuarenta millones de dólares. Se destinaron quince mil policías y guardias nacionales a atajar la revuelta y cuando pudo controlarse, habían muerto ya treinta y cuatro personas, cuatrocientas habían sido arrestadas y doscientos negocios habían cerrado sus puertas para siempre.

Las escenas que se representaban ante nosotros parecían pertenecer a una escalofriante película de terror mientras que las cámaras de televisión mostraban vistas panorámicas de caras negras rabiosas vociferando eslóganes o lanzando piedras y ladrillos a edificios en llamas. En el lado opuesto, caras blancas, estoicas y desesperadas, dispuestas a hacer lo necesario para detener el asesinato de todo un barrio. Yo observaba sentado, con la vista clavada en un retrato en movimiento de una América que nunca habría sido capaz de imaginarme, escuchando el comentario mudo de los reporteros tras la cámara, preguntándome qué era lo que podía llevar a un sector entero de una ciudad a experimentar tanto odio.

—Sólo un maldito negro sería capaz de salir y prender fuego a su propia casa —murmuraba John, mascando un pedazo de bistec y con la mirada fija en la pantalla del televisor—. Y luego se dedican a los almacenes y las tiendas que hay junto a sus casas. No les importa, ni nunca les importó. A la mínima oportunidad que les diéramos, quemarían todo este condenado país y encima nos echarían a nosotros la culpa de ello.

—¿A quién te refieres con «nosotros»? —pregunté, apartando la vista de la televisión para mirar a mi padre adoptivo, sentado en el extremo opuesto de la mesa. John Webster era un hombre voluminoso, casi cien kilos de peso repartidos en algo más de un metro y medio de altura, callado y perpetuamente malhumorado. Su visión de la vida era mayoritariamente negativa y consideraba que la culpa de su situación económica no radicaba en su falta de estudios o de iniciativa, sino en la usurpación, por parte de distintas grupos étnicos, de lo que en su día fue una mano de obra completamente formada por blancos.

—¿Quién te crees que somos «nosotros»? —dijo—. Los blancos. Ellos lo queman todo y nos culpan a nosotros. Igual que yo tengo la culpa de que nacieran como son.

—Tal vez tengan sus motivos para enfadarse de esta manera —dije. Observaba en la pequeña pantalla un supermercado siendo pasto de las llamas mientras un grupo de chicos negros vestidos con camisetas y pantalones vaqueros escapaba de la policía con sonrisa victoriosa en la cara—. Lo que están haciendo no se hace, a no ser que tengas mucho odio acumulado.

—No quiero oír ninguna defensa de esta gente en mi mesa —dijo, con rabia y exaltación—. Nacieron malos y así morirán. Y si quieres buscarles excusas, hazlo en otro lugar. No pienso permitirlo bajo mi techo.

Aparté la vista del televisor para mirar a mi madre adoptiva que, como de costumbre, permanecía callada y distante, encerrando los pensamientos y sentimientos que pudiera tener en lo más profundo de su triste y marchitado cuerpo. Eché la silla hacia atrás, me levanté y empecé a retirar las cosas de mi sitio. John cogió su jarra de cerveza y tragó toda la espuma, me miró luego sonriendo.

—Si tan orgulloso te sientes de ellos, quizá pueda llamar a los servicios sociales para ver si tienen una familia de negros dispuesta a quedarse con una basura de niño blanco que pasa su tiempo libre haciendo recados para los gánsteres. Te apuesto lo que quieras a que incluso un negro tonto posee el suficiente sentido común como para mantenerse alejado de algo tan venenoso como eso.

Me di cuenta de que Virginia hacia una mueca tras escuchar las duras palabras de su esposo, pero permanecía en silencio. Deposité mis platos en el fregadero y los aclaré con agua fría, dando la espalda a la ira a punto de explotar de John Webster y a la violencia inexorable que seguía estallando en la pequeña pantalla del televisor. Pensé que lo mejor, al menos de momento, era tratar de ignorar ambas cosas ya que tampoco es que pudiera hacer mucho al respecto. John Webster no me inspiraba ningún tipo de respeto y, en los meses que llevaba viviendo en su casa como hijo adoptivo, nunca me había dado motivos para sentirlo. Era un hombre amargado y malhumorado que utilizaba los infortunios de su vida para justificar un odio en ebullición que en escasas ocasiones permitía que aflorase a la superficie. Jamás presencié ese tipo de emociones en Angelo o Pudge. Parecían satisfechos con quienes eran y únicamente buscaban en ellos mismos las soluciones a los problemas con los que debían enfrentarse. A diferencia de John Webster, Angelo y Pudge no tenían tiempo ni ganas de dividir el mundo y convertirlo en una confrontación entre blancos y negros. Todo lo contrario, lo observaban desde una distancia considerable, permitiendo el acceso sólo a los pocos en los que podían confiar y estableciendo barreras para impedir el paso de extraños. No consideraban nunca el color de la piel para decidir si podían o no confiar en alguien, sino el matiz de sus intenciones antes incluso de reconocer su existencia.

—Ser racista es de tontos, especialmente en los bajos fondos —me explicó Pudge en una ocasión—. De hecho, es todo lo contrario. Cuando Angelo y yo empezamos, el grueso del crimen organizado estaba formado por italianos, irlandeses, judíos y negros. Cuatro grupos que en un momento u otro se vieron obligados a pasar por el tubo de este país. Y todavía hay mucha gente que desea que desaparezcamos para siempre. Sabemos lo que es que nadie te quiera, que te hagan de lado. La diferencia estriba en que, cuando se es gánster la gente sigue odiándote y desearía verte muerto, pero no se atreve a decirlo en voz alta. Callan porque tienen miedo a lo que podamos hacerles. Créeme, hombrecito, si buscas un racista búscalo en el banquero de la esquina o en el tipo que gana los millones en Wall Street. No en nosotros. En este terreno sí que no nos confesamos culpables.

Mientras fregaba los platos pensaba en que me gustaría comprender mejor las razones causantes de los disturbios, encontrar una justificación para las acciones destructivas que tenían lugar aquellos días, pero apenas si sabía expresar en palabras lo que sentía mi corazón. Comprendía lo que era sentirse agobiado por cantidades excesivas de odio y rencor y ser considerado como algo insignificante por todos los que me rodeaban. No sabía si algún día todos mis odios internos acabarían llevándome por el mismo camino que habían decidido seguir los amotinados, pero lo que sí sabía era que si no conseguía librarme de la custodia de los Webster, era muy capaz de explotar de forma violenta.

—¿Has terminado de comer? —le pregunté a John Webster, dispuesto a retirarle el plato. Mientras yo lavaba mis platos y las cazuelas, él había terminado otra cerveza y cambiado el canal de la tele, pasando de los alborotos callejeros a Godzilla, protagonizada por Raymond Burr.

Me acercó el plato, mirándome con rabia y desprecio.

—Esos rufianes con los que pierdes el tiempo —dijo, dejando que un estómago lleno de cerveza le ayudara a liberar su deseo de hablar—, ya me dirás, ésos son tan malos como los negros. —Utilizó el abrelatas para empezar a dar cuenta de una nueva cerveza fría, la espuma blanca cubriendo el borde del recipiente—. Viven una vida fácil a costa de los que trabajan duro como yo. Quieren algo y van y lo cogen. Sólo saben vivir así. Si no vas con cuidado te convertirás en uno de ellos antes de que te des cuenta. Si es que no lo has hecho ya.

—¿Desde cuándo te importa en lo que me convierta? —Cogí su plato y lo metí en el fregadero.

—Desde nunca. —John Webster se encogió de hombros y llenó la jarra con cerveza—. Nunca he mantenido en secreto que te adoptamos porque siempre va bien tener un poco de dinero extra. Ninguno de los dos quería niños y seguimos sin quererlos.

—Ya está bien, John —dijo Virginia. Eran sus primeras palabras en toda la noche, su cara arrugada estaba sofocada—. No es necesario ser cruel. Quizá deberías acabar la cerveza y ver lo que queda de película.

John se quedó mirando fijamente a su esposa, bebiendo cerveza, a punto de estallar.

—Sólo intentaba ser franco con el chico. Intentaba ayudarle a que se haga una idea de cuál es su lugar en el mundo real. Fuera y dentro de aquí.

—Por lo que he oído hasta el momento, creo que ya has conseguido tu propósito. —Extrajo un Marlboro de su cajetilla y se lo puso entre los labios, cambió de posición en la silla, se inclinó hacia delante y encendió uno de los quemadores de gas de la cocina para prender con él el cigarrillo—. Creo que sería buena idea dejar correr el asunto.

—Parece que la dama está de tu bando —me dijo John, señalando con la cabeza a su mujer—. Lo cual no me sorprende demasiado, ya que lo de traerte a casa fue idea suya. Eran los días en los que quería ver qué era eso de ser madre. En lo que no pensó fue en que pudiera llegarlo a odiar tanto como lo odia. ¿Digo la verdad o no?

—Lo que estás haciendo es hablar más de la cuenta —dijo Virginia, lanzando un hilillo de humo blanco hacia el otro extremo de la mesa—. Y te pido que lo dejes ya. Es algo de lo que no deberíamos hablar delante del chico.

Me sequé las manos con un trapo y me apoyé al fregadero.

—No he oído nada que no supiera —les dije, dejando el trapo sobre el montón de platos limpios—. Lo que no entiendo es por qué estáis aguantándome tanto tiempo.

—No soy yo quien debe responder esta pregunta —dijo John, poniéndose en pie y dirigiéndose a su dormitorio—. Es algo que deberías preguntar a tus amigos los gánsteres. Tal vez sean sinceros y te digan la verdad. Pero no apostaría mi paga.

Mis emociones se habían convertido en una mezcla de rabia, confusión y alivio. No sabía a qué se refería exactamente pero Angelo y Pudge tenían algo que ver con el hecho de que yo estuviera con ellos; lo que sí sabía era que había sobrepasado con creces mi tibia bienvenida. Ambos éramos plenamente conscientes de lo que sentíamos el uno por el otro y, a pesar de ello, el silencio que se cernía sobre nosotros en aquella habitación del piso junto a la vía del tren, era muy violento. Me alejé del fregadero, pasé junto a mis padres adoptivos, cogí mi sudadera de los Yankees del perchero y abrí la resquebrajada puerta de madera.

—Podéis quedaros con la ropa —dije, mientras abría la puerta y marchaba.

Descendí lentamente la escalera del edificio, dando mi espalda a una vieja vida y dispuesto a emprender una nueva.

Por fin había encontrado un hogar. Era un lugar al que pertenecía, donde nadie controlaba ni cuestionaba diariamente mis acciones, donde nunca era considerado como un extraño obligado a existir bajo el cuidado de un pretendido padre. Disponía de mi propio dormitorio, de la libertad de entrar y salir cuando me diera la gana y de saber que era el responsable de mis propias acciones. Era un niño viviendo en una tierra de adultos que aceptaba sin problemas todas las implicaciones de una aventura así asimismo, tenía acceso privilegiado a un pedazo de mundo que muy poca gente de mi edad podía ver y su influencia matizaría para siempre mi punto de vista respecto a la sociedad y el lugar que en ella ocuparía.

Aquella noche, caminado desde el edificio donde vivían los Webster hasta el bar de Angelo y Pudge, supe que el curso de mi vida necesitaba desesperadamente un cambio. También fui consciente de lo limitado de las opciones que tenía ante mí. Si ellos me rechazaban, las autoridades estatales acabarían encontrándome y enviándome a un orfanato por un período mínimo de siete años. Pocos, si alguno, habían salido cuerdos de ese tipo de lugares y yo, muy probablemente, no iba a ser uno de ellos. No estaba mentalmente preparado para la vida callejera y los chicos que conocía que habían llevado esta vida habían acabado enganchados en las drogas o muertos en un callejón. Consciente de ello, era evidente que mi única esperanza descansaba en los caprichos de los dos gánsteres más peligrosos de la ciudad de Nueva York.

Hablé con ambos a la vez, y lo hice a todas prisas.

—Haré lo que me pidáis —dije, sin haberme sacado de encima el cortavientos y a pesar de que el local disponía de aire acondicionado.

Angelo y Pudge estaban sentados, sus caras iluminadas por el resplandor de las velas y de un televisor situado en un lugar elevado, mirándome, con las manos cruzadas sobre la mesa.

—Y nunca seré una molestia para vosotros. De hecho, casi nunca estoy y puedo hacer recados para pagarme la manutención.

Angelo se acercó un vaso de leche a los labios para beber de él. Sus ojos color aceituna brillaban a la luz de la vela y su anguloso rostro, exento de arrugas, no transparentaba emoción alguna. Depositó el vaso sobre un posavasos y se secó la boca con una servilleta doblada.

—Tengo esposa y dos hijos —dijo Angelo, con su acostumbrado tono de voz, grave y suave a la vez—. Sólo les veo cuando debo hacerlo. ¿Por qué tendría que verte a ti a diario?

—No sabía que tuvieras familia. —Intenté que mis palabras no transparentaran la sorpresa que acababa de recibir—. Nunca me habías hablado de ellos.

—Tampoco habías mencionado nunca la posibilidad de vivir aquí —dijo Angelo—. A mí no, por lo menos.

—Los dos habéis sido buenos de verdad conmigo —les dije—. Ya sé que os pido mucho. Y aunque me digáis que no, seguiré pensando lo mismo de vosotros y de este lugar.

—¿Dónde irías? —preguntó Pudge. Su voz mucho más cariñosa que la Angelo, su cuerpo menos rígido—. Si no es aquí.

—Por mi cuenta, mientras pudiera aguantar —dije, encogiéndome de hombros—. Y luego, seguramente a un orfanato.

—¿Y no te da miedo lo de tener que vivir en un sitio de ésos? —preguntó Pudge, inclinándose sobre la mesa.

—Intento no pensar mucho en ello —admití—. Porque si lo hago, sí que me da miedo.

—Espero que no te den miedo los perros —dijo Angelo, terminando el vaso de leche y mirando el pitbull blanco tumbado en el suelo a sus pies—. Porque si nos queda alguna habitación libre, tendrás que compartirla con Ida. Y a ella aún le gusta menos la gente que a mí.

Miré la perra, tenía unos ojos tan oscuros y distantes como su amo, y luego miré a Angelo.

—¿Muerde? —pregunté.

—Si ve la oportunidad, la aprovecha —dijo Angelo, orgulloso de ella.

—También está acostumbrada a quitarse de encima lo que le estorba —dijo Pudge—. No me sorprendería ver que te quita el sitio en la cama y te manda a dormir al suelo.

—Entonces yo también le robaría su sitio en el suelo a cambio de la cama —dije.

Angelo se puso en pie y se dirigió a la perra, dándome la espalda.

—Necesitarás una correa —dijo, mirándome por encima del hombro—. Cuando la paseo yo no la necesito, pero no creo que sea igual contigo. Podría perderse y si eso ocurriera, podrías ir perdiéndote tú también.

Pudge observó como Angelo abría la puerta trasera y desaparecía en la oscuridad de su pequeña oficina, luego se volvió hacia mí.

—¿Has traído ropa o algo que quieras dejar en la habitación? —preguntó.

—Sólo lo que llevo encima —dije, tratando de disimular la sensación de alivio que sentía al ver que me quedaba con ellos.

—Entonces el traslado es coser y cantar —dijo Pudge, sirviéndose una copa de grappa.

—Me imagino que los Webster llamarán a los servicios sociales mañana por la mañana —le dije.

—No llamarán a nadie. —Pudge sacudió la mano como no queriendo tomarse la cosa en serio—. Sobre el papel, y por lo que a todo el mundo se refiere, sigues viviendo con ellos. Angelo y yo es como si no existiéramos. Y para ti lo único que podría significar es que tuvieras que salir volando para allí de vez en cuando, siempre que apareciera algún encargado de bienestar social. Conservarán tu habitación tal y como está y harán ver que sigues viviendo allí.

—¿Y por qué lo harían? —pregunté—. Seguro que esperan librarse de mí.

—Pueden vivir perfectamente sin ti —dijo Pudge—. Pero necesitan dinero y si quieren seguir recibiéndolo, estarán de acuerdo con todo lo que les digamos.

—John Webster dijo que si seguían teniéndome en su casa era por vosotros dos.

—Los borrachos nunca mienten —dijo Pudge.

—¿Cuándo puedo instalarme? —Eché un vistazo al bar, luchando contra la necesidad tanto de llorar de felicidad, como de reír por el consuelo de sentir que mis deseos estaban a punto de convertirse en realidad.

Pudge se levantó, vino hacia mí y me pasó un brazo por los hombros.

—Tan pronto como salgas y puedas ponerle la correa —dijo, señalando al adormilado pitbull blanco de Angelo—. Cuanto antes te hagas amigo de Ida, mejor para ti. No te será fácil. No confía en quien no conoce. Igual que nosotros.

—Nunca supe por qué me aceptó de la forma en que lo hizo —le dije a Mary. Ella estaba en una esquina de la habitación, mirando la calle llena de gente y de coches, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Probablemente te consideró igual que Ida el Cisne le considero a él en su día —dijo, sin apartar la vista de las sacudidas y empujones del tráfico torrencial—. Necesitabas que alguien se ocupara de ti, igual que le sucedió a él. No creo que fuera más complicado que eso.

—Puedo imaginarme por qué lo hizo Ida —dije, acercándome a Mary—. No tenía a nadie más en su vida. Angelo tenía esposa y dos hijos y, por su forma de actuar, no parecía importarle mucho verles o no.

—Su familia no era la familia que siempre quiso tener. Su esposa vivía en una mansión de Long Island y los niños asistían a los mejores colegios. Tenían muchos amigos y actividades en las que ocupar el tiempo. Y con eso eran felices. Angelo tenía a Pudge, a esos perros horribles que tanto le gustaban y, luego, te añadió a ti. Y con eso era feliz.

—Nunca hablaba de su esposa —dije—. La vi unas cuantas veces antes de su muerte. Era una persona agradable y no parecía molestarle que no estuviera mucho con ella. Entre ellos no había nada. Ella podría haber sido perfectamente como un cliente más del bar.

—Era lo que se llamaba un matrimonio de conveniencia —dijo Mary, en un tono resignado—. Un acuerdo de negocios. El padre de ella era un irlandés, jefe de una banda de Nassau County, y Angelo y Pudge querían expandirse por esa área.

—Así que llegaron a un acuerdo, eso es fácil de comprender —dije—. Lo que no comprendo es que si uno de los dos debía casarse ¿por qué lo hizo Angelo y no Pudge?

Mary me puso una mano en el brazo y sonrió.

—Pudge nunca habría aceptado —dijo—. Amaba demasiado la vida como para resignarse a aceptar un trato así, fueran cuales fueran las circunstancias. Angelo lo consideraba simplemente como lo que era y así lo consideró siempre.

—¿Y los niños? ¿Por qué preocuparse por tener hijos?

—Todo formaba parte del trato —dijo Mary—. El padre de ella le entregaba a Angelo la mitad de su negocio y era normal que a cambio pretendiera algo más que casar una hija. Quería nietos que jugaran en su jardín.

—No recuerdo cómo se llamaba —dije—. Hace tanto que no pienso en ella.

—Gail —dijo Mary—. Gail Malory y era una buena mujer, que se merecía algo más que un padre que se aprovechara de ella y le diera un esposo que nunca la quiso.

—Después de Isabella, me imagino que habría resultado muy complicado que Angelo llegara a enamorarse de otra mujer —dije—. Le habría costado mucho aceptarlo.

—Estuvo a punto en otra ocasión —dijo Mary, dándome la espalda, conformándose de nuevo con observar el tráfico que circulaba por la avenida—. Al menos, muy cerca de lo que Angelo podía considerar como amor.

—¿Quién fue? —pregunté, acercándome a Mary. El sol matutino nos calentaba las caras.

—Yo —respondió Mary, apoyando sus delicadas manos sobre el radiador.