Prólogo
«Tres mantienen un secreto, siempre y cuando dos de ellos hayan muerto.»
BENJAMIN FRANKLIN
Verano, 1996
Vine a verle morir.
La cabeza hundida en la almohada, la cara de un tono siniestramente amarillo, los párpados cerrados, finos como el papel. Su frágil cuerpo permanecía conectado a distintas vías intravenosas y a un monitor de control cardíaco, las venas de ambos brazos estaban amoratadas. Una fina sábana de color azul le cubría el pecho; y sus largas manos, más huesos que piel, reposaban sobre ella. Respiraba lentamente, un gorgoteo viajaba desde la garganta hasta la nariz; el rancio olor de la muerte, como la niebla a orillas del mar, flotaba en la habitación.
Coloqué una horrorosa silla metálica junto al frío radiador y tomé asiento, dando la espalda al oscuro cielo de la ciudad. Era tarde, las horas de visita habían finalizado hacia un buen rato, pero las enfermeras de la sala me dejaban permanecer allí saltándose las normas para aquel viejo moribundo de la habitación 617B, adoptando el ademán de indiferencia que él había utilizado durante la mayor parte de su vida cuando ignoraba las demandas de la sociedad. Entraban a intervalos regulares, después de abrirse paso entre los dos guardias que custodiaban la puerta, vestidos con uniformes blancos almidonados algo ceñidos a la altura de la cintura. Comprobaban la tensión, monitorizaban las vías intravenosas y administraban dosis adicionales de calmantes mediante finas agujas que ocultaban en los bolsillos delanteros del uniforme.
Llevaba cuatro semanas ingresado en el hospital y habían llamado ya dos veces a un sacerdote para que le administrara los últimos sacramentos.
—En caso de que siguiera adelante y volvieran a necesitarme, sólo tienen que llamarme a la parroquia —dijo el sacerdote, con un tono áspero que reflejaba su anhelo de trabajar por Dios—. Está justo aquí al lado.
—Ya ha venido dos veces —respondí de la forma más amable de la que fui capaz—. Es más que suficiente.
—Debe morir en estado de gracia. —El sacerdote miraba la cama, sus dedos con manchas del color del hígado temblaban al doblar una vestidura morada—. Es lo que él habría querido.
—No —repliqué, con la mirada fija en el moribundo—. No creo que sea lo que habría querido.
Iba cada noche al hospital. Salía del trabajo a las seis, pasaba por casa para ducharme y cambiarme, y echaba a andar diez manzanas en dirección norte, deteniéndome únicamente para comprar una buena ensalada y dos tazas de café en un restaurante griego situado frente a la sala de urgencias. Me sentaba junto a la cama, el televisor tenía el volumen apagado y su luz parpadeaba en nuestras caras; los ruidos procedentes de las calles de la ciudad se mezclaban con los pitidos y los zumbidos que despedían los monitores conectados a su cuerpo. Había noches en que, contemplando cómo la vida abandonaba aquella figura que en su día fue tan fuerte, sentía, inevitablemente, rodar las lágrimas por mis mejillas. Otras eran noches de rabia, tensos recuerdos de los demonios que él había amontonado sobre aquellos que osaron desafiarle.
Que yo supiera, era el único a quien le importaba que estuviera vivo o muerto. Yacía en esa cama sufriendo uno de los azotes más crueles del destino: sobrevivir tanto a los enemigos como a los amigos. Sus hijos le visitaban de vez en cuando, más preocupados por el dinero que les deparara el futuro que por los últimos días de su padre. Todos ellos me observaban desconfiados, recelosos del vínculo que me unía a él, envidiando el tiempo que habíamos disfrutado juntos, preguntándose por qué me había escogido a mí para compartir sus secretos. Eran dos hijas y un hijo, mayores y todos ellos con su propia familia. Educados sin la carga de las preocupaciones financieras, aunque la mano firme y el amor de su padre hubieran sido sustituidos mucho tiempo atrás por la comodidad de un buen barrio en las afueras de la ciudad, la educación en escuelas privadas, viajes a Europa e importantes pagas. Los recuerdos capaces de unirles en estos momentos eran escasos y poco más podían hacer que sentarse, mirar y marchar tan silenciosamente como habían llegado.
Intercambiábamos gestos y miradas, nunca palabras, nuestro terreno en común dormía en la cama interpuesta entre nosotros. Un espacio que parecía tan ancho y frío como un río, habíamos estado expuestos a variaciones completamente distintas del mismo hombre. Me preguntaba cómo sería estar en su lugar saber lo que sabían y sentir lo que sentían. Temían tocarlo o abrazarlo, incapaces de derramar una lágrima ante la inminencia de su muerte. Parecía una forma muy dura de pasar por la vida y la tensión quedaba reflejada en sus caras mientras permanecían allí sentados, inmóviles como piedras, ante un padre al que nunca tuvieron la oportunidad de querer.
Para ellos, su muerte no llegaba lo suficientemente rápido.
Fue hacia finales de la cuarta semana. Yo caminaba por el pasillo del hospital con una taza de café caliente en la mano, los sonidos de las pisadas habían llegado a resultarme familiares y se fundían en la noche como un ruido blanco. Escuché a mis espaldas el timbre que anunciaba la llegada del ascensor. Me volví, era David, el hijo del anciano, salía corriendo y llevaba el cuello y los hombros empapados por la fuerte lluvia que caía fuera.
—Me imaginé que seguirías aquí —dijo con una voz suave y débil, a años luz del tono profundo de su padre. Tenía cuarenta y dos años, era socio de una empresa financiera de la ciudad y había hecho todo lo posible para distanciar su nombre del de el hombre que se encontraba en el lado opuesto del vestíbulo. Era varios centímetros más bajo y pesaría unos diez kilos más de lo que pesaba su padre a su edad, y siempre parecía estar resfriado.
Bebí un poco de café e hice un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Mis hermanas y yo hemos estado hablándolo esta tarde —dijo, acercándose tanto a mí que no tuve otro remedio que aspirar el aroma de su colonia Geoffrey Beene.
—¿Hablando el qué?
—Si debíamos tomamos la molestia de venir. —Miró por encima del hombro para asegurarse de que no le escuchaba ninguna enfermera.
Me encogí de hombros.
—Optad por lo que os resulte más cómodo.
—Mira, ¿quién engaña a quién? Nunca nos quiso a su lado. De poder hablar, nos mandaría al infierno y nos diría que nos alejáramos de su vista. No hay razón alguna para cambiar ahora.
—No es necesario que me aclares nada —dije—. Tal y como está en estos momentos, no sabe quién está aquí y quién no.
—Sabe que tú estás aquí —dijo David, subiendo ligeramente el tono de voz.
—Ya mandaré a alguien para que os avise cuando muera —le dije y di media vuelta.
—Eres igual que él —dijo David, en cuanto empecé a caminar en dirección a la habitación de su padre—. Tal vez por eso te quería de esa manera. Los dos sois un par de bastardos sin corazón.
Eran casi las once de una noche de bochorno en Nueva York, acababa de empezar el partido de los Yankees que retransmitían desde Anaheim, cuando se abrió la puerta de la habitación 617B. Aparté los ojos de la tele esperando encontrarme con una enfermera. En su lugar, apareció una anciana bien vestida dirigiéndose lentamente hacia la cama. Estaría a punto de cumplir los setenta años y llevaba su abundante cabellera gris peinada hacia atrás y recogida en un moño pasado de moda. Estaba algo acalorada, las arrugas desafiantes. Tenía los ojos oscuros y una mirada penetrante, llevaba las uñas pintadas de rojo y vestía un traje pantalón azul marino bajo un abrigo también azul. Se sacó el abrigo, lo dobló con cuidado y lo depositó a los pies de la cama.
—¿Hay una silla para mí? —preguntó, sin apartar la vista del hombre postrado en la cama.
Me levanté y le acerqué la mía. Mientras tanto, ella se aproximó al anciano, se inclinó y le besó la frente. Acariciándole las manos, bajó la cabeza y le susurró al oído algo que no pude escuchar. No la había visto jamás y desconocía su nombre. Por la espontaneidad de sus movimientos, me di cuenta enseguida de que le quería.
Se colocó de espaldas al anciano y me miró por vez primera desde que había entrado en la habitación, tenía los ojos llorosos.
—Debes de ser Gabe —dijo—. Siempre hablaba de ti. Desde que eras un chiquillo.
—Pensaba que a él no le gustaba hablar —dije, sintiéndome extrañamente cómodo en su compañía.
—Es cierto. —Una leve sonrisa le iluminó la cara—. Sobre la mayoría de las cosas y con la mayoría de la gente. —La sonrisa se hizo más amplia—. Soy Mary —dijo—. Soy Mary para todo el mundo, excepto para él.
—¿Y cómo la llamaba él? —Le devolví la sonrisa. Resultaba imposible no devolverle esa sonrisa.
Su voz adquirió el tono de una mujer más joven.
—Capitán.
—¿Por qué?
—El día en que le conocí, mi padre nos llevó a pasear en su barco. En cuanto salimos del puerto me puse al timón para que los dos pudieran charlar tranquilamente. Pero él no se enteró de nada de lo que le explicaba mi padre. No podía apartar la vista de esa niña al mando de un barco de cuarenta y tres pies de eslora. Se imaginaba que jamás volveríamos a tierra firme.
—Él nació en un barco —dije, inclinándome sobre la barandilla de la cama—. Aunque hablar de aquel viaje no le hacía ninguna gracia.
Ella asintió con la cabeza y siguió hablando.
—Yo había patroneado el barco infinidad de veces. Me crié prácticamente en el agua. Cuando vi cómo me miraba y lo nervioso que se sentía, decidí divertirme un poco. Así, de vez en cuando le miraba asustada o actuaba como si no supiera lo que debía hacer poniéndolo más nervioso si cabe.
—¿Y no cayó en la cuenta?
—Al cabo de veinte minutos de viaje, se imaginó que o bien yo tenía mucha suerte, o bien era muy buena. Fuera lo que fuese, regresamos a puerto. Cuando volvió a mirarme, me guiñó el ojo. Y así fue todo. Nació Capitán y yo me enamoré.
—¿Estaba enamorada de él? —Inmediatamente me arrepentí del tono de sorpresa que acababa de emplear para realizar la pregunta.
—Desde ese día hasta hoy —respondió, volviendo su mirada hacia el hombre que yacía en la cama—. No ha cambiado nada, sólo el tiempo.
—Lo siento. No pretendía preguntárselo de esta manera.
—No te disculpes —me dijo.
—Creía saberlo todo sobre él. Todos sus lugares, toda su gente.
—Conoces los lugares que él te explicó —dijo Mary, con la espalda perfectamente erguida—. Las partes sobre las que has oído hablar y las partes que has vivido.
—¿Qué es lo que no sé? —Miré a Mary directamente a los ojos, buscando la cara de la jovencita descarada a la que el hombre postrado en la cama había entregado su corazón. A pesar de la calma externa, el interior era el de una mujer acostumbrada a las reglas del peligro. Había aparecido como la niebla, invisible y desconocida para mí hasta aquel momento, y armada de secretos que muy pronto se perderían para siempre.
—Faltan unas cuantas partes —dijo Mary—. Te ayudarán a comprender todo lo ocurrido. Supongo que te lo habría explicado igualmente. Ahora, queda en mis manos. ¿Estás preparado?
—No puedo imaginarme que existan cosas peores que las que ya me explicó —dije.
Mary estudió mi expresión, tranquila y pacífica. Observó una vez más al anciano acostado en la cama y cruzó los brazos.
—Tal vez quieras más café.
A nuestras espaldas, en la pantalla silenciosa; los Yankees llevaban una ventaja de un one-run sobre Los Ángeles, gracias a un home run de Tino Martinez.
Junto a mí, un anciano, en su día fuerte, sin temor y temido, avanzaba hacia su destino.
Frente a mí, una mujer que conocía desde hacía quince minutos, estaba a punto de cambiar el curso de mi vida mediante el poder absoluto de sus palabras.