19
Verano, 1971
Caminaba por la larga playa de arena blanca, con Nico a mi lado. El cálido sol italiano nos calentaba la espalda, bronceándonos más si cabe. Contemplaba las tranquilas olas acariciando suavemente la orilla, mientras que un ejército de veleros blancos brillaba en la distancia. Llevábamos dos semanas de estancia en la pequeña isla de Procida, alojados en el piso superior del edificio de estuco rosa de tres plantas propiedad de Frederico y Donatella Di Stefano, situado a veinticinco kilómetros de la boca del puerto. Al principio, me horrorizaba la idea de abandonar los Estados Unidos y mi vida de Nueva York pero, en aquellos momentos, paseando junto a Nico, ambos con toallas blancas colgando del cuello, pensaba de verdad que no existía lugar en el mundo mejor que aquél. Era una isla de paz, con gente agradable que disfrutaba de la sencillez de los pequeños momentos diarios. La principal industria ere la pesca, seguida por los autobuses locales. Las casas eran de piedra, reseguían la costa por completo y estaban rodeadas de pinos y montes. Las mujeres solían lucir vestidos de algodón estampados de alegres colores y zuecos de madera, chales tejidos a mano arrugados en los cestos de paja para prevenir el frío de las caminatas a primera hora de la mañana. Los hombres llevaban pantalones sencillos, sandalias y camisas de manga corta abiertas hasta el estómago, brazos y cuello aparecían bronceados por el sol y el resto del cuerpo solía ser tan blanco como las sábanas recién almidonadas. Los chicos de la isla, que aparecían siempre en alegres paquetes de seis, dedicaban sus días a nadar y a sestear bajo un sol tan caliente que permitía incluso asar carne, para rematarlos con una parada en el cine al aire libre que cada noche programaba una película distinta, normalmente una cinta americana de importación doblada al italiano. Todos fumaban y mascaban chicle y les chiflaba cualquier producto procedente de los Estados Unidos. Y, naturalmente, estaban obsesionados por las mujeres, su sangre del sur de Italia trabajaba a un punto de ebullición hormonal tan elevado que dejaba en nada los momentos más inoportunos de mis años de adolescencia.
—Esos chavales se tirarían hasta un árbol podrido —me dijo una tarde Nico. Estaba sentado en la terraza de un bar tomando un granizado de café—. Regalarles una mujer y un plato de pasta fresca es como regalarles un millón de dólares. En lo único en que yo pensaba cuando tenía su edad era en que los Dodgers ganaran la liga.
Las mujeres que capturaban la atención de los chicos se dividían en dos categorías. Las stranieri, de interés inmediato, bellezas de fuera que llegaban a Procida en verano dispuestas a huir de la vida de las ciudades del norte. Aquellas mujeres, sin importar edad ni estado civil, eran presas valiosísimas perseguidas por los jóvenes de la isla como sí de tesoros extraños y únicos se tratara. Un romance de verano era el premio más soñado y cualquier adolescente que corriera la suerte de entrar a formar parte de una situación de ese tipo, ganaba el respeto y el orgullo de toda su camarilla. La conquista sexual de una mujer mayor estaba considerada para cualquier chico de la isla como un importante primer paso hacia la virilidad.
Las chicas de la isla se consideraban de forma distinta. Eran adolescentes risueñas que en escasos años se convertirían en jóvenes esposas y madres. Eran tratadas con respeto y su belleza quedaba reconocida mediante susurros y miradas. La mayoría de las chicas de la isla quedaban comprometidas antes de cumplir los dieciséis años de edad y se casaban antes de los veinte.
—Cuidado con las chicas del lugar —me dijo Nico una calurosa noche—. Lo que para ti podría ser un acto inocente, puede ser aquí una bola de fuego. En esta isla se educan por su cuenta y luego puedes atenerte a las consecuencias. Piénsatelo dos veces si te gusta una chica. De lo contrario, puedes convertirte en un hombre casado antes del fin de semana.
Vivir en Procida era como regresar a principios del siglo. El código moral era rígido, inflexible y totalmente a la defensiva. Se suponía que la mujer debía permanecer virgen hasta el día de su matrimonio y necesitaba demostrarlo no sólo a su esposo, sino también a la gente del lugar. A tal efecto, las sábanas de la noche de bodas manchadas de sangre se colgaban en el balcón de la casa al día siguiente. En caso de que el esposo no pudiera completar dicha tarea, el matrimonio podía ser declarado nulo y, de no ser así, colgaba un nubarrón oscuro sobre la pareja capaz de prolongarse durante décadas. La Iglesia católica tenía muchísimo poder, aunque los curas parecían menos formales y mucho más amistosos que sus colegas del otro lado del océano y sus sermones dominicales eran más cuestión de alegría y buen humor que de pesimismo. El párroco y el jefe de la banda eran las dos personas que más confianza despertaban en toda la isla, aquéllos a quienes se recurría para resolver los problemas o cuando debía tomarse una decisión complicada.
—El otro día, el chofer de Frederico, Silvio, me explicó la siguiente historia —me dijo Nico, cerrando los ojos y dejando que el sol le diera en la cara—. Sucedió durante la guerra. Uno de los habitantes de la isla marchó a luchar contra los alemanes, o tal vez serían los ingleses. Es igual contra quien fuera, el caso es que marchó. La isla fue muy castigada durante la guerra, de hecho toda Italia, y era muy difícil conseguir dinero. Su esposa se encontró con tres hijos y sin ingresos y, según sus informaciones, el marido había muerto en algún campo de batalla. Empezó entonces a buscarse la vida para dar de comer a sus hijos.
—¿Se hizo prostituta? —pregunté. El sol me cegó, impidiendo mi intento de mirarle a la cara.
—¿Cómo iba a conseguir dinero, si no? —preguntó—. ¿Convirtiéndose en un matón? Hizo lo que debía para alimentar a su familia. Luego terminó la guerra e ¿imaginas quién apareció de nuevo en casa?
—¿El marido?
—Bingo —dijo Nico—. Estaba a unos quince minutos de la isla cuando un centenar de sus amigos le explicaron a lo que se había dedicado su esposa por las noches durante su ausencia. Comprensiblemente, el tipo quería verla muerta, quería el divorcio. La quería fuera de su vida. ¿Sabes una cosa? Estaba tan cabreado que no sabía ni lo que quería.
—¿Y qué hizo? —pregunté, ansioso por escuchar el resto de la historia.
—Fue a ver al cura del pueblo —dijo Nico, mirándome, evitando con la sombra de la espalda que el sol me diera en los ojos—. Repasaron toda la historia y, cuando hubieron terminado, el cura se recostó en su asiento, encendió un cigarrillo y le puso por el buen camino.
—¿Cómo le puso por el buen camino?
—Le explicó que si abandonaba a su esposa y se dedicaba a buscar otra, ¿cómo demonios iba a saber que la nueva no era también una prostituta? Así que el cura le dijo: «Al menos, en casa ya sabes que tienes una prostituta. ¿Por qué darle la oportunidad a otra que ni conoces?». El chico siguió cabreado durante unos cuantos años más pero se quedó con su mujer.
—¿Siguen juntos? —Había reemprendido el paseo y sentía en los pies el frescor de las olas del mar.
—No sólo siguen juntos, sino que tuvieron otro hijo. Una hermosa chica que ahora tiene tu edad. Ya ves, dos personas que se querían siguieron juntas gracias a que un viejo e inteligente cura supo cuál era la forma más adecuada de pensar. Busca un consejo así en Nueva York, de parte de alguno de esos borrachos irlandeses.
—Y a cambio de nada —dije.
Las mañanas transcurrían en compañía de Frederico Di Stefano. Era un hombre fornido que se acercaba a los setenta, con abundante cabello canoso, bigote blanco daliniano y una cara de cuero, arrugada y envejecida debido a los muchos años de exposición al sol italiano. Nos sentábamos ambos en una mesa a la sombra de las parras. Su villa estaba situada en la cuna de una colina y disfrutaba de una vista impresionante sobre el mar y la bocana del puerto. Detrás de nosotros, una docena de acres, densamente poblados por viñas que descendían alineadas ladera abajo, una tierra trabajada por un silencioso ejército de campesinos. Fue en aquel escenario tranquilo, encantador y majestuoso donde Frederico inició una serie de lecciones cuyo objetivo era prepararme más aún para la vida en los bajos fondos. Llegaba siempre procedente de la puerta trasera de la cocina, cargado con una bandeja de plata llena de tazas, platos, una gran cafetera con café caliente y una cesta de pan recién hecho. Servía una taza de café para los dos, siempre sin azúcar, y tomaba asiento delante de mí en una silla de madera trabajada a mano. Su inglés tenía mucho acento, pero lo hablaba fluido, principalmente gracias a una estancia de dos años en Londres donde libró una temprana batalla con el cáncer a los diez años de edad. Los vestigios que quedaron fueron un riñón enfermo y un profundo cariño hacia todo lo inglés, exceptuando el té.
—La gente suele decir que los ingleses son muy fríos —me comentó—. Nada que ver con mi experiencia. Aman la vida, la aceptan, la comprenden como muy pocas culturas son capaces de hacerlo. Pero a diferencia de nosotros, los italianos, guardan las distancias y sólo te permiten saber lo que necesitas saber. Y eso es lo que debes aprender a hacer.
—¿Era así la vida de tu padre? —le pregunté, cogiendo la taza con ambas manos y bebiendo el café expreso tal y como me había enseñado, es decir, rápidamente y en menos de cinco sorbos.
—De mi padre y de su padre y, antes que él, de su padre —dijo Frederico, encogiéndose de hombros—. Es la única vida que hemos conocido. La forma de ser de esta isla y la forma de ser de la camorra son la forma de ser de mi familia.
—¿Has deseado alguna vez que eso no fuera verdad? —pregunté, cogiendo un trozo de pan y la mermelada para untar—. ¿Que no te vieras limitado a esta forma de vida?
—Cuando era joven, tendría más o menos tu edad, me sentaba en la orilla del mar y miraba como pasaban los barcos en dirección a Alemania, Francia, América, incluso —dijo, contemplando el azul del mar en el puerto, colina abajo—. En aquellos momentos me preguntaba qué debía sentirse siendo lo bastante libre como para subir a uno de esos barcos y viajar hasta tierras que sólo conocía por lo que había oído contar a los demás.
—¿Por qué no te marchaste? —pregunté—. Ya sabes, cuando fuiste lo bastante mayor como para no tener que pedirle permiso a nadie.
—Esos pensamientos son propiedad exclusiva de los jóvenes —dijo, sirviéndonos una segunda taza de café—. No deben interferir en la forma de vida del hombre. Volver la espalda a eso habría sido traicionar tanto a mi familia como a mí mismo.
—¿Cómo sabré que esta forma de vida es la mía? —Me acerqué a él, mis ojos buscaban la tranquilidad de los suyos, esperando hallar respuestas a mis preguntas, tanto a partir de sus expresiones como de sus palabras—. Desconozco la historia de mi familia. Por lo que sé, soy el primer miembro que ha entrado a formar parte de este tipo de vida y he llegado a él con las manos vacías.
—El momento te encontrará —dijo Frederico, poniéndome en la rodilla su musculosa mano—. Te señalará la dirección que va a tomar tu vida y entonces será cuando debas elegir. Puede que tomes la decisión adecuada o que te equivoques. Eso no lo sabrás nunca, ni cuando tu cabeza descanse sobre tu lecho de muerte.
Reposé la espalda sobre el asiento de madera y eché un vistazo al tranquilo paisaje que nos rodeaba.
—Desde el mismo momento que llegué aquí me siento como en casa —le dije—. No únicamente en tu casa, sino también paseando por las calles, viendo la gente, oyéndoles hablar en otro idioma. Todo me resulta familiar. Es casi como si ya hubiera estado antes aquí.
Frederico levantó la vista hacia el sol, su rostro y su cuello eran una masa entrelazada de curvas y arrugas.
—Eso sólo debería servirte ya para aclarar las dudas que pudieras tener —dijo, levantándose para ir en busca de un pesado palo curvo que utilizaba para caminar mejor y que había dejado colgado de una parra—. Y tal vez las conversaciones que mantenemos a diario sirvan para solucionar el resto.
Deposité de nuevo las tazas y los platos en la bandeja y acompañé a Frederico a pasear por el viñedo, dispuesto a seguir escuchando las lecciones diseñadas con el objetivo de prepararme para una vida de crimen.
—Pensé que estaba enganchado —le dije a Mary, sin apartar la vista de Angelo—. Me olvidé de todo y empecé a pensar que tal vez aquél era el modo de vida que me estaba destinado. Frederico lo pintaba todo tan romántico, era como leer un libro antiguo de historias de aventuras. En esas historias, siempre estaban los buenos, obligados a entrar en acción por culpa de alguna injusticia. Nunca se refería a ello como a un negocio. Sólo lo mencionaba como una forma de vida.
—Todo estaba preparado para mostrarte la imagen que ellos pretendían que vieras. —Mary hablaba con voz dulce, como si cada una de sus palabras fuera envuelta entre algodones—. Era el único objetivo del viaje.
—A menudo me pregunto si lo que ocurrió ese verano fue un acto de traición o una clara señal para mí de que debía buscar otro camino —le dije—. ¿O fue realmente una traición? Podía, simplemente, tratarse de Angelo trabajando detrás del escenario para que todo ocurriera como ocurrió.
—Me gustaría tener una respuesta a tu pregunta —dijo Mary. Pero se trata de un secreto que no compartió con nadie. Ni conmigo.
Nos encontrábamos en una pequeña habitación desprovista de ventanas, con una lámpara colgando del techo, congregados alrededor de una gran mesa de billar con patas de roble. En una esquina, una mesita circular con dos sillas. Nico se inclinó hacia delante y golpeó con el taco las tres bolas, enviándolas rodando hacia un agujero lateral. Se dirigió entonces hacia la mesita, cogió el vaso de Sambuca Romana y lo acabó de un trago.
—Un gran golpe —dijo—. Ya sé que no está bien decirlo.
—Puedes decir todo lo que quieras —dije—. Nadie se llevará las manos a la cabeza por ello.
—Mi dólar contra tus cinco centavos a que meto los próximos tres golpes —dijo Nico, cogiendo de nuevo su taco—. ¿De acuerdo?
—Digamos mejor mil liras contra cien —dije—. No veo una moneda de cinco centavos desde que salimos de ese avión en Roma.
—Bien, vayamos a por la apuesta —dijo Nico, inclinándose sobre la mesa de billar dispuesto a preparar el siguiente golpe.
Me senté detrás de él, apoyando la espalda contra la fría pared aunque percibiendo en la piel la diferencia de temperatura del papel floreado. Cogí el paquete de cigarrillos Lord de Nico, extraje uno y lo encendí. Él apartó entonces la mirada de la mesa de billar.
—¿Cuándo lo has cogido? —preguntó.
Di una calada larga al cigarrillo inglés.
—Aquí resulta muy difícil no fumar. Todo el mundo anda con el agarro en la mano y un paquete abierto en el bolsillo. ¿Debería habértelo pedido antes?
—No necesitas que te de permiso, Gabe —dijo Nico, frotando la punta del taco con tiza—. Estoy aquí para vigilar y hacer por ti todo lo que necesites. Si alguno de los dos tuviera que pedir permiso para algo, ése sería yo.
—Tú eres mi amigo, Nico —dije, dejando el cigarrillo en un pequeño cenicero de Martini and Rossi—. Debes considerarme bajo ese punto de vista.
—No me mal interpretes —dijo Nico—. Te quiero como si fueras mi hermano pequeño. Pero también conozco mi lugar y mi papel. Y ése no es otro que ser tu sombra y tu guía, garantizar que vuelves a casa igual que cuando saliste de ella. Y así seguirá, hasta que el jefe me diga lo contrario.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dije, observando la seriedad que empezaba a invadir sus hermosas facciones debido al giro que estaba tomando la conversación—. Si no quieres responder, no tienes por qué hacerlo.
—Pregunta —dijo Nico.
—Imaginemos que esto no funciona —dije, rodeando la mesa de billar—. Que después de tantas lecciones y tantos años con Angelo decido que este tipo de vida no está hecho para mí y le doy la espalda. ¿Qué sucederá si entonces te llama Angelo y te pide que te deshagas de mí? ¿Lo harías?
Nico respiró hondo y soltó el aire lentamente, con la mirada fija en el suelo de madera.
—Sí, lo haría —respondió.
—¿Sin importar lo que pudieras sentir por mí? —dije.
—Lo único que importa son los deseos del jefe —dijo Nico—. El jefe manda hasta que el jefe muere.
Alargué el brazo para coger el taco de Nico y se lo pasé.
—Te toca a ti —dije—. Si lo fallas, pierdes.
Cogió el taco e hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. Se inclinó sobre la mesa para preparar la jugada. Yo me dirigí hacia una de las esquinas, me senté y observé el tiro de Nico.
Salía del agua, una última ola me salpicaba la espalda en el mismo momento en que la vi. Estaba a la sombra de un amplio parasol de playa de color azul, bebiendo una Orangina y riendo con una amiga por algún chiste. Llevaba un bikini de color amarillo brillante, su piel estaba tan bronceada como el carbón y la melena castaña le superaba con creces la altura de los hombros. Tenía dieciséis años, ojos claros como la montaña y una sonrisa capaz de iluminar un estadio. Volvió la cabeza para mirarme. Jamás en mi vida había visto una chica tan bonita. Era tímido, me faltaban aún unos meses para cumplir los diecisiete y la mejor palabra para describir mi comportamiento con las chicas era cobardía. En comparación con las avanzadas actividades sexuales de los chicos de la isla, yo era tan inexperto como inepto. Permanecí junto a la orilla del mar, secándome la cara con las manos y sin apartar los ojos de la chica que seguía bajo el parasol.
Entonces, ella abandonó su lugar en la sombra para acercarse a donde yo estaba, sus largas piernas centelleaban sobre la abundante arena caliente. Se plantó delante de mí y extendió la mano a modo de saludo.
—Me llamo Annarella —dijo en un vacilante y lento inglés. Su voz sonaba tan dulce como el canto de los pájaros que me despertaban por las mañanas—. ¿Cómo lo decís vosotros? ¿Anna? ¿Es así?
—Sí, es así —dije, intentando no tartamudear con mi italiano—. Yo me llamo Gabe. Soy americano.
Ella asintió con la cabeza y sonrió; las manos seguían sin soltarse.
—Lo sé —dijo—. Estás en casa de Don Frederico. Te he visto muchas veces.
—¿Vives cerca de allí? —pregunté, soltándole la mano. De cerca, su cabello castaño estaba recorrido por mechas doradas, resultado de los meses de exposición al sol.
—No muy lejos —respondió—. De mi casa a la suya hay menos de cinque minutos andando.
—Abrió los dedos de la mano derecha y me los mostró.
—Cinco —dije—. Cinque es cinco.
—Sí sí, cinco —dijo, mordiéndose un poco el labio inferior—. A veces me olvido. No tengo muchas oportunidades de hablar inglés. Casi todos los turistas que vienen a la isla son alemanes.
—No he visto muchos turistas desde que llegué —dije—. Debe ser un mal año.
Anna ladeó la cabeza y se echó a reír, una risa más característica de una mujer joven que de una adolescente.
—En Procida, todos los años son malos años —dijo.
Me sentía cómodo en su compañía. Poseía la habilidad de Pudge de convertir una persona desconocida cinco minutos antes en un amigo de cinco horas.
—Iba a dar un paseo por la playa —le dije—. ¿Quieres venir conmigo? Si quiere, tu amiga también puede venir.
—Señalé por encima del hombro de Anna en dirección a la chica con la que estaba hablando cuando yo salía del agua.
Anna se volvió y se despidió de su amiga. Luego volvió a mirarme.
—Se llama Claudia —dijo—. Tiene que regresar a trabajar a la panadería, a prepararlo todo para comer. Pero yo sí que puedo acompañarte.
Pasamos casi la mañana entera paseando arriba y abajo de la playa de Procida, con las olas refrescándonos los pies, hablando y riendo, llenando la cálida brisa con la charla inocente de la juventud. Y fue durante aquel largo y lento paseo donde nació mi primer amor de verano.
Después de aquel día, nos veíamos a diario con Anna. Íbamos al cine al aire libre, donde descubrí que le gustaban tanto como a mí las películas del oeste de Clint Eastwood. Íbamos a nadar después de mis lecciones matutinas con Frederico y hacíamos carreras para ver quien llegaba antes a la barca anclada más lejos. Su velocidad me maravillaba; cada vez que levantaba un brazo y daba una patada con la pierna, añadía longitud a su marcha insuperable. Descansábamos junto a la barca, Anna retirándose el pelo de los ojos y yo tratando de llenar de aire fresco mis pulmones vacíos.
—No pienso abandonar la isla hasta que te gane una carrera —le dije una mañana, agarrándome al extremo de un remo como si de un salvavidas se tratara.
—Eso significa que morirás aquí viejo y feliz —dijo Anna.
Nuestra primera cena fue en un restaurante en la playa donde sólo servían pescado. Aquella noche ella llevaba un vestido blanco, por la altura de la rodilla y sin mangas, zapatos oscuros con un centímetro de tacón y una chaqueta azul con botones de punto que su abuela le había tejido para la ocasión. El cabello suelto por encima de los hombros como suaves hebras de hilo. Iba sin maquillar y sus facciones resplandecían a la luz de las dos velas situadas en el centro de la mesa.
—¿Puedes tomar vino? —pregunté. Estaba sentado frente a ella y la carta reposaba sobre la mesa a un lado.
—Estamos en Italia —dijo, con una sonrisa capaz de iluminar una noche sin luna—. Aquí sólo bebemos vino y agua. Bebo vino para cenar desde que llevaba pañales.
—Bien —dije, pasándole la carta de vinos—. Entonces sabrás cuál tenemos que pedir.
A menudo pasábamos el día fuera de la isla, visitando las playas vecinas de Capri e Ischia. Cogíamos el coche e íbamos a la costa de Amalfi, con Nico como guía acompañante. Nos deteníamos a comer sardinas asadas en un pequeño café situado en las afueras de Salerno y pasábamos unas cuantas horas agradables mezclándonos con los turistas alemanes que visitaban las ruinas de la antigua ciudad de Herculano. Subíamos a la cima de Monte Casino, un monumento que los italianos consideraban como lugar sagrado. Era también el escenario de una de las batallas más sangrientas de la Segunda Guerra Mundial.
—Aquí donde nos encontramos murió mucha gente —dijo Anna, sus bellos ojos color aceituna vidriosos—. La mayoría de ellos no mucho mayores que nosotros.
—Eran soldados y tenían que luchar —dije, poniéndole la mano en el hombro.
—Ésa es una razón estúpida para morir —dijo ella, caminando cabizbaja, con el sol dándole en la nuca.
—La verdad es que nunca he oído una razón que no sea estúpida para que muera una persona joven —dije—. Ni aquí ni en América.
Anna se detuvo y se volvió para mirarme.
—¿Cuándo volverás a tu país? —preguntó.
—La primera semana de septiembre —respondí.
—¿Regresarás alguna vez? —Anna no levantaba la cabeza, descansándola sobre mi pecho. Su cuerpo caliente parecía formar tanta parte del mío como mi propio corazón.
—No puedo prometer nada —susurré, acariciándole su melena de seda—. Lo único que puedo hacer es intentarlo.
Anna levantó la cabeza y acercó sus labios a los míos. Fue nuestro primer beso, allí sobre lo que en su día fue un campo de batalla donde murieron tantos jóvenes valientes.
Nico estaba en la cama, tendido a sus anchas, con las manos detrás de la cabeza, contemplando como me vestía para atender a mi primera cena con los padres de Anna.
—¿Estás seguro de que ir de negro es lo más acertado? —pregunté, mirando su imagen reflejada en el espejo.
—La mayoría de la gente de esta isla se viste de negro —dijo Nico—. Cada día de su vida.
—Son todo viudas —dije.
Saltó de la cama, se dirigió hacia mí y me arregló el cuello de la camisa.
—Relájate, se trata sólo de una cena.
—Se trata de una cena con los padres de Anna y quiero que salga bien.
Nico se sentó de nuevo en la cama.
—Mira, no sabía qué esperar cuando llegamos aquí. No tenía ni idea de cómo te llevarías con la gente y cómo aceptarías su forma de vida. Estar en esta isla es como vivir hace varios siglos. Y ahora mira, dos semanas después y eres casi como de aquí. Y además, vas a la playa y acabas con la chica más guapa de la isla en tus brazos. Admítelo, es mejor que trabajar como conductor de autobús en Catskills.
—Es como estar en medio de un sueño que no querrías que acabase nunca.
—Esos que siempre recuerdas.
—Necesito que hagas una cosa —dije—. Antes de la cena.
—Ya he pedido flores para su madre, si me ibas a pedir eso —dijo Nico, enfundándose una chaqueta de color marrón.
—Está relacionado con Angelo —dije.
—¿Qué pasa con él?
—He intentado contactar con él a través del teléfono de seguridad —dije—. Pero nadie lo coge. Es la primera vez que me pasa. Siempre hay alguien encargado de responder.
—Tal vez el encargado haya ido a tomarse un café —dijo Nico, encaminándose hacia las puertas de madera que daban acceso al exterior.
—No tienen permiso para abandonar su puesto. Son las reglas de Angelo y tus chicos son los que se ocupan del teléfono.
Nico se quedó ante la puerta abierta.
—No te preocupes por esto, Gabe —dijo—. Haré que lo verifiquen.
—Encárgate de que sea esta noche —le dije.
—Considéralo hecho. —Nic o me puso una mano en el hombro—. No te preocupes por nada ¡sólo de mamá y papá!
Anna estaba sentada delante de mí, con un vestido azul y blanco, el cabello apartado de la cara mediante dos pasadores con forma de ángel, sus facciones hermosas y resplandecientes. Su padre, Eduardo Pasqua, estaba a mi derecha, dirigiendo la gran mesa del comedor. Era un hombre alto, calvo, con barba oscura y tupida, que se comportaba como el exitoso comerciante de vinos en que se había convertido desde que heredó de manos de su padre, Giovann Giuseppe el negocio de la familia. La otra cabeza de mesa estaba reservada para Frederico, que estaba allí en calidad de amigo y para presentarme formalmente al clan Pasqua, del que además formaban parte un tímido hermano mayor, Roberto, y Carla, una precoz niña de seis años de edad que reía siempre que me miraba. Donatella, la esposa de Frederico, se sentaba a mi lado e iba vestida con un sencillo vestido azul que destacaba una belleza envejeciendo a pasos agigantados, su mano caliente rozando mis húmedos y pegajosos nudillos cada vez que yo titubeaba buscando una palabra o chapuceaba una frase en italiano. Nico estaba sentado frente a la madre de Anna, una mujer alta y estupenda, con el cabello negro muy corto y risa fácil. El encanto irresistible de Nico la había hecho sentirse cómoda al instante.
Tal y como dictaban las costumbres, me había presentado ante el padre de Anna con un regalo cuyo objetivo era simbolizar mis buenas intenciones. Tenía que ser un regalo que pudiera utilizar toda la familia; como no tenía ni la más remota idea de qué regalar, dejé una elección tan delicada en manos de Frederico.
—Eduardo es un hombre orgulloso —me explicó una mañana, pocos días antes de la fecha de la cena— y necesitará un regalo que refleje ese orgullo. Por la misma razón, tampoco podemos pasarnos porque sería un insulto para él. Debe ser, por lo tanto, algo que le llegue al corazón.
—Me imagino que de este modo descartamos una docena de rosas y una botella de vino —dije, encogiéndome de hombros.
—El vino le sale por las orejas —dijo Frederico, encendiendo un puro y caminando a mi lado en dirección a sus arboledas—. Su signora puede coger todas las flores que le venga en gana de su jardín. Ambas cosas serían todo un detalle, pero ninguna de las dos les dejaría sin respiración por la alegría de recibirlas a modo de obsequio.
—¿Tengo que entregarles el regalo sólo llegar? —pregunté, algo superado por la cantidad de reglas que debían seguirse.
—No, tienes que esperar —dijo Frederico, descansando una mano sobre mi hombro—. Hasta después del secondo piante, come si dice?
—El segundo plato —dije.
—Sí, el segundo plato —dijo Frederico—. Es entonces cuando deberás mencionar el regalo.
—¿Y si no les gusta? —pregunté.
—Entonces mio caro amico, piensa que como mínimo nos habremos obsequiado con una buena comilona —dijo Frederico—. Tomaremos el café, fumaremos unos puros y marcharemos. Y habremos pasado una noche agradable.
—Me parece que para ser una isla tan pequeña tenéis muchas normas que seguir —dije.
—Tienes razón, tenemos nuestras propias normas de comportamiento —dijo Frederico, mirándome y agitando el dedo para subrayar sus palabras—. Pero el resultado de ello es una vida más fácil. Siempre sabes qué esperar, sea una boda, un funeral o una simple comida veraniega.
—Entonces, mejor que nos aseguremos que el regalo es el adecuado —dije, mirando a Frederico—. Nada que no sea, como mínimo, perfecto.
Frederico se echó a reír, sacudió la cabeza y recuperó el ritmo del paseo.
—Lo es —dijo, caminando algo adelantado—. Confía en mí, mio caro, es verdaderamente perfecto.
Corté un grueso trozo de lasaña, intentando comer y digerir varias conversaciones simultáneas a la vez. Eduardo se ocupaba de que mi copa de vino nunca quedara vacía y sonreía cuando hablábamos. Yo miraba a Anna de reojo siempre que me era posible y, de vez en cuando, capturaba una mirada por su parte. Observaba como se acercaba a la mesa con grandes bandejas de comida y regresaba a la cocina con las que ya estaban vacías. El ambiente era festivo y Frederico era, de lejos, el más feliz de la mesa. El severo viejo Don comió hasta quedar saciado y bebió superando con creces la sobriedad, consciente de haber colaborado en conseguir ese regalo tan maravilloso que dejaría a Anna y a su familia mudos de alegría.
Les habíamos regalado un caballo.
Un palomino de primera calidad de dos años de edad al que habíamos bautizado como Annarella. Tenía un brillante pelaje de color dorado, las patas y la cola blancas y una marca piramidal también blanca en la cara. El regalo era tan oportuno para la madre de Anna como para su padre, ya que a ambos les encantaba montar y un animal como aquél era muy difícil de encontrar en esa parte del planeta. Frederico había necesitado una semana para adquirir el caballo, subirlo a un barco y proceder a la entrega, a pesar de haber trabajado silenciosamente, sin necesidad de utilizar el teléfono o el télex, para acelerar el encargo.
—¿Estás seguro de que es lo que quiere su padre? —le pregunté a Frederico estando ambos en el establo, observando como el palomino comía una manzana que yo sostenía en la mano—. Tiene los establos llenos de caballos. ¿Por qué querría uno más?
—Lo que tiene son caballos de trabajo que le sirven para arrastrar hasta la ciudad los carros cargados de vino —dijo Frederico, acariciando con cariño la crin de Annarella—. Ésta es una campeona que le dará toda una familia de campeones. Todos podrán montarla con orgullo.
—Don Frederico entiende de dinero —dijo Nico, admirando el caballo a lo lejos, observando las patas y lo musculoso de su aspecto—. Si por mí fuese, me habría quedado con dos. Uno para aquí y otro para los Estados Unidos.
—No sabía que te gustase montar —le dije a Nico, dejando que Annarella siguiera frotándome la espalda con el hocico.
—No he montado un caballo en mi vida —dijo Nico—. Dejo que lo hagan los demás. Como los jockeys en las carreras. Un caballo como éste puede darte millones.
—En este caso, ganará los millones dando felicidad a los Pasqua —dijo Frederico—. Has aprendido mucho en el poco tiempo que llevas aquí. Te has tomado las lecciones en serio y has aprendido a respetar nuestra forma de vida. Rezo para que sigan contigo durante toda tu vida. Y si es así, me sentiré feliz de haber completado mi labor.
Me acerqué hacia Don Frederico y le abracé y le besé respetuosamente en ambas mejillas.
—Nunca te olvidaré —dije—. Ni olvidaré este lugar. Siempre recordaré los días que he pasado en tu compañía.
—Entonces los dos hemos tenido el honor de hacer lo que hemos hecho —dijo Don Frederico, bajando la cabeza, cogiendo las riendas de Annarella y tirando de ella para que entrara en el establo.
La cena llegaba a su fin cuando se sirvió en la mesa la última copa de Strega.
—Adelante, joven —me dijo Eduardo, después de que yo acabara con aquella amarga bebida—. Tu tiempo entre los viejos se acaba. Estoy seguro de que Anna está esperándote y, si realmente es hija de su padre, me imagino que no demostrará ni un gramo de paciencia.
—Gracias. —Me dispuse a salir de la estancia y acercarme al vestíbulo.
—Non ce di che —dijo Eduardo Pasqua, inclinando levemente la cabeza.
—¿Puedo pedir otro pequeño favor? —dije, sujetando el pomo de la puerta—. Si me dijera que sí, sería estupendo para mí.
—Pues pide —dijo Eduardo—. Y haré todo lo que esté en mis manos para que se haga realidad.
—¿Da usted su permiso a Anna para dar su primer paseo con el palomino?
Eduardo Pasqua me miró durante unos instantes que me parecieron interminables y luego sacudió la cabeza lentamente.
—Le gustará —dijo. Casi se le quebraba la voz—. Y a mí todavía más.
Aquella noche, bajo el sonriente resplandor de la luna llena, Anna Pasqua cabalgó sobre el palomino por la arena de una playa solitaria de una pequeña isla de vacaciones situada en pleno mar Mediterráneo. Yo tomé asiento en la arena fresca, sujetándome las rodillas con las manos, y contemplé como pasaba sonriendo y feliz junto a mí. El viento jugaba con su larga melena como lo haría con las velas de un barco, las manos sujetaban las riendas sin tensión alguna, el agua del mar le salpicaba, mojándole el vestido y las piernas desnudas. Montaba a pelo y se inclinaba de vez en cuando para susurrar palabras al oído del caballo. En aquellos momentos, no importaba nada más ni existía otro lugar en el mundo. A pesar del frío aire de la noche, notaba calor en la cara y los brazos y una sensación de tranquilidad me invadía el cuerpo.
Fue una noche que me habría gustado que no acabara jamás.
Pero la paz se vio sacudida bruscamente a la mañana siguiente. Me revolví en la cama, la luz del sol me calentaba la cara. Abrí los ojos y vi a Don Frederico sentado en una silla de madera, dándome la espalda, contemplando el mar mojando la arena de la playa.
—Vístete y sal a la terraza —dijo, tan pronto como se dio cuenta de que estaba desperezándome.
Salió en silencio del dormitorio en dirección al patio. Me apresuré a hacer lo que acababa de ordenarme, enfundándome un polo y unos pantalones vaqueros limpios.
—¿Qué sucede? —Me situé frente a él. El sol se levantaba y bañaba con su luz las frías tejas de la terracita de mi dormitorio.
—Angelo ha sufrido un atentado —dijo Frederico. Su mirada subrayaba la ira que sentía—. Ha sido traicionado por uno de los suyos.
—¿Está bien? —Notaba como me temblaban las manos y las piernas.
—Angelo tiene muchas vidas. Le dispararon dos veces y ambas balas fallaron su objetivo.
—¿Quién estaba detrás de todo? —pregunté, acercándome al anciano.
—Desconozco el nombre de quien le disparó —dijo Frederico—. Sólo sé quién le ordenó hacerlo.
Sujeté a Don Frederico por las muñecas, tratando de mantenerme en pie ante la avalancha de emociones que sentía en aquellos momentos.
—¿Quién?
—Nico —dijo Frederico.
—No tenía ningún sentido —le expliqué a Mary, mientras paseaba a su lado por los pasillos del hospital—. Estaba pasando unas semanas aprendiendo lecciones sobre honor y lealtad y amistad para descubrir que alguien en quien tanto Angelo como yo confiábamos intenta matarle.
—Para un hombre adulto resultaría también muy difícil de comprender —dijo Mary—. Imagínate para un chico de diecisiete años.
—Yo vivía en un mundo en el que no se permitía ser joven durante mucho tiempo —dije—. Era un niño en pleno primer amor de verano y me vi obligado a tornar una decisión de adulto; se trataba de decidir si Nico debía seguir con vida o morir.
—Podrías haber esperado hasta que Nico y tú estuvierais de regreso en América —dijo Mary—. Y que Angelo decidiera.
—Eso no formaba parte del plan —dije—. Me vi obligado a encargarme de lo de Nico. Se trataba de una lección más que aprender.
—Podrías haberte negado, Gabe —dijo Mary, deteniéndose junto a una fuente de agua e inclinándose para beber un buen trago—. Siempre podías haberte negado.
—Creía no tener otra alternativa que decir que sí. Me habían enseñado así. Me habían educado así. No tenía alternativa.
—La alternativa siempre existe —dijo Mary, desafiante—. Especialmente cuando se trata de decidir sobre la vida de alguien. ¿Pensaste alguna vez, por un momento, que te equivocabas? ¿Que Nico sólo formaba parte de un plan mayor incluso destinado a mantenerte donde ellos querían que siguieras?
—Sí —dije, volviéndome para mirarla—. Pero no estaba seguro del todo, al menos no lo suficiente como para negarme a hacer lo que me pedían que hiciera.
—Era la decisión de un gánster, Gabe —dijo Mary—. No de un chico.
—Yo tenía que ser ambas cosas —dije y di media vuelta y me encaminé lentamente hacia la habitación de Angelo.
Nico salió de la trattoria y se adentró en la mañana lluviosa. Llevaba un café en una mano y un panini en la otra. En el callejón situado junto a la trattoria había un Fiat rojo aparcado en batería de espaldas, con las ruedas traseras aplastadas contra el bordillo. Don Frederico se hallaba sentado junto a dos de sus hombres en un bote de remos amarrado, justo cruzar la calle.
—En una ocasión me dijiste que no habías nacido para jefe —le dije apareciendo frente a la trattoria—. ¿Qué es lo que ha cambiado?
—No veo que haya cambiado nada —dijo Nico, lanzando el pan a la calle—. Tú y yo seguirnos los dos en Italia y Angelo sigue siendo el jefe en casa. Me parece que no ha cambiado nada.
Introduje la mano en el bolsillo del impermeable negro y sentí el tacto de la pistola.
—Podrías haberlo hecho personalmente —dije—. Haberte enfrentado a él por tu propia cuenta, en lugar de quedarte aquí sentado y enviar a alguien a hacer una chapuza. Eso es lo que habría hecho un jefe de verdad.
—¿Te hacen creer que acabas de convertirte en eso? —preguntó Nico, encendiendo un cigarrillo—. ¿En jefe? ¿O se trata de una conclusión a la que has llegado por ti mismo?
—Creía que éramos buenos amigos, Nico —dije.
—Trabajo en un negocio donde no hay lugar para los amigos —dijo Nico, cortante—. Súmaselo a las lecciones que te ha enseñado el viejo. Cuando te metes en esto y lo adoptas como una forma de vida, nadie es tu amigo. Y cuando digo nadie, es nadie.
Respiré hondo y tragué saliva. Sujetaba con dedos sudorosos el arma que llevaba en el bolsillo. Nico dejó que el cigarrillo le cayera de la boca y deslizó una mano en el interior de la chaqueta. Me decidí a extraer el arma del bolsillo, me temblaba la mano y en mi cara se mezclaban las gruesas gotas de sudor con las de la lluvia. Nico podía haber acabado conmigo en cualquier momento, no cabía la menor duda, pero dudaba. No me sacaba los ojos de encima y su pistola de calibre treinta y ocho hizo su aparición mucho más lentamente de lo que debía haberlo hecho. Escuché la primera bala, vi a Nico caer de rodillas y supe enseguida que estaba temblando demasiado como pan haber sido yo. Miré a mi derecha y vi uno de los hombres del bote de Don Frederico, armado con un rifle, y disparando ráfaga tras ráfaga contra el cuerpo de Nico.
Me dirigí hacia Nico y le levanté la cabeza. Tenía los ojos vidriosos y un hilillo de sangre brotando de la comisura de los labios. No fue necesario preguntárselo. Con mirarle tenía la respuesta.
—Soy demasiado mayor como para empezar ahora a matar niños —fueron sus últimas palabras.
Me separé de su cuerpo, di media vuelta y crucé la calle. Regresé al bote de remos y tomé asiento junto a Don Frederico. Observé como el hombre armado arrastraba el cuerpo de Nico para retirarlo de la puerta de la trattoria y meterlo en el callejón, lo levantaba y lo depositaba en el asiento delantero del Fiat rojo. Don Frederico se volvió hacia el hombre encargado de los remos y le hizo un ademán con la cabeza. El hombre dejó descansar los remos sobre sus rodillas y cogió un artefacto casero de color negro con un botón verde en el centro. Presionó el botón y volvió la cabeza.
La explosión hizo tambalear el callejón. El Fiat rojo voló por los aires para caer de nuevo al suelo con un ruido sordo y envuelto en llamas. Los cristales de la trattoria se estremecieron y cayeron sobre la acera en mil pedazos. Estábamos a unos cinco metros de la orilla y cerré los ojos ante el calor de la onda expansiva. Tiré el arma al suelo de la barca y permanecí sentado en silencio junto a Don Frederico.
—Gennaro te llevará al aeropuerto —me dijo por fin, cuando ya casi llegábamos a nuestro destino—. Deberías tener tiempo más que suficiente. —Señaló entonces en dirección al Mercedes azul oscuro que nos esperaba—. Tienes la maleta en el maletero. Los billetes en el asiento trasero. Vuelo siete dieciocho, sale al mediodía.
—Te echaré de menos —dije.
—Seguiremos presentes en los recuerdos de los dos. —Don Frederico me abrazó con cariño—. Tanto en los felices como en los tristes.
Me froté la cara con las manos, tenía la camisa mojada por la lluvia y el agua del mar, los dedos me olían a sangre seca. Me separé del anciano y contemplé el paisaje napolitano, un lugar y una gente que había llegado a amar en un mínimo espacio de tiempo.
Jamás volvería a verlos.
Estaba preparado para convertirme en un criminal profesional. Me habían entrenado adecuadamente y poseía un sentido innato para los negocios. Respetaba a los componentes de la vieja guardia, como Angelo y Don Frederico. Había sido testigo tanto de asesinatos como de traiciones y me estimulaba la venganza.
Pero carecía de las suficientes agallas para todo ello.
No deseaba una vida solitaria y siniestra en la que incluso el amigo más íntimo pudiera convertirse de la noche a la mañana en un enemigo a quien tener que eliminar. De seguir el camino marcado por Angelo, me convertiría en millonario, pero jamás me estaría permitido saborear la felicidad y la alegría que suele acarrear consigo la riqueza. Reinaría sobre un mundo oscuro, un lugar donde siempre tendría a mi lado la traición y el engaño, y nunca llegaría a conocer los placeres sencillos de una vida normal.
Fue durante las nueve horas de vuelo de regreso a Nueva York cuando decidí que quería vivir mi vida alejado del diabólico reino del crimen. Tenía que apartarme tanto de aquel tipo de vida como de Angelo. No sabía cómo él reaccionaría o si yo sería capaz de reunir el coraje suficiente como para enfrentarme a él y explicarle como me sentía. Era lo bastante bueno como para convertirme en gánster, eso lo sabía. Pero lo que no sabía era si era lo bastante duro como para explicarle a Angelo que no quería serlo.
Intenté dormir, pero me sentía demasiado intranquilo. No toqué la comida. Miraba fijamente por la ventanilla el ancho océano desfilando bajo las alas, prometiéndome que no me dejaría engullir por la enérgica personalidad de Angelo y que seguiría convencido de llevar mi decisión hasta el final. Sabía que él me daría todo el tiempo que necesitara para recuperarme de lo sucedido en Italia. Pero también sabía que cada día que dejara pasar serviría para caer sin remedio en la profundidad de su trampa y haría que la huida me resultara luego mucho más difícil.
En medio de mis pensamientos, recordé aquella ocasión en la que, con once años de edad, sufrí una grave infección respiratoria. La fiebre superaba los cuarenta grados y no había mantas suficientes para mantener el calor de mi cuerpo. Una de aquellas noches. Angelo entró en mi habitación, colocó una esterilla eléctrica sobre el montón de mantas y se tendió a mi lado. Me lavó la frente con una toalla empapada en agua fría y me puso una botella de agua caliente sobre el pecho. Me susurró al oído una vieja balada italiana, Parle me d’amore, Mariu, hasta que caí dormido. Permaneció a mi lado hasta que la fiebre desapareció.
Aquél era el Angelo que muy pocos gozaban del permiso de conocer. El Angelo que nunca temería y que amaría siempre. El Angelo que yo debía encontrar para explicarle todo lo que sentía mi corazón. Me recosté en el asiento y cerré los ojos, esperando el lento descenso hacia JFK y el regreso a lo que en su día había aceptado como una vida normal.
Angelo se hallaba sentado en la punta de una silla de jardín sosteniendo la caña de pescar con la mano izquierda. El sol de primera hora de la mañana le calentaba la cara y el cuello. Yo estaba de pie detrás de él con la espalda apoyada al mástil de madera. La barca flotaba libremente por las aguas de Long Island Sound. Habían transcurrido tres semanas desde mi regreso y eran los primeros momentos que pasábamos los dos juntos. La ansiedad y el malestar que sentí después de la muerte de Nico y de mi precipitada salida de Italia seguían sin desaparecer. Se suponía que debía volver a los estudios en menos de un mes, entrar en una universidad a la que podía ir caminando desde el bar. Deseaba que llegara aquel día, pues lo consideraba como mi primer gran paso en dirección a un distanciamiento definitivo del mundo criminal. Angelo se mostraba indiferente respecto a mi decisión de proseguir los estudios. Hubiera preferido no tener que esperar cuatro años más antes de que pudiera empezar a trabajar para él a tiempo completo. Aunque era también consciente de que un jefe del crimen poseedor de una combinación de conocimiento de la calle y un título universitario podía llegar a convertirse en el arma letal más poderosa de la que jamás hubiera soñado disponer. En consecuencia, mantenía la boca callada al respecto.
Permanecí solo a lo largo de aquellas semanas, daba largos paseos después de cenar y rechazaba las ofertas para salir e ir al cine, a jugar a bolos o al teatro. Me encontraba en un período de transición y hallaba consuelo en los momentos de silencio que un período de este tipo me permitía. Angelo mantenía las distancias ofreciéndome, con ello, el •campo libre que yo necesitaba. Sentía que no me quitaba los ojos de encima siempre que entraba en el bar. Nos mirábamos de vez en cuando y nos saludábamos con un movimiento de cabeza, miradas rápidas y furtivas destinadas a expresar tanto comprensión como preocupación. Sabía lo que me había afectado la muerte de Nico y que aquellas semanas en Italia me habían cambiado, aunque no precisamente de la forma que él esperaba. Iniciaba un nuevo camino que necesitaba encontrar por mis propios medios. Los años de adolescencia suelen ser complicados. Y los míos lo fueron más, aun teniendo en cuenta la limitación adicional de intentar liberarme de mi adicción a la vida de gánster.
Entró en mi habitación y se quedó a poca distancia de mi mesa de despacho, con las manos en los bolsillos, oculto entre las sombras. Como era habitual, le vi mucho antes que oírle, me miró y comprobó la hora en el reloj situado junto a la lámpara.
—¿Va todo bien? —pregunté. Mis ojos querían dormir más, cansados de tantas horas de lectura y televisión.
—Bien como siempre —dijo Angelo.
—Son casi las dos —dije—. Ni Ida se alegraría de ir a pasear a estas horas.
—Te he dejado algo de ropa en la mesa. Lávate y vístete. Te espero fuera, en el coche.
—¿Dónde vamos? —pregunté, viendo que se disponía a abandonar la habitación.
—Pensé en ir a buscar algo para cenar —dijo.
—No sabía que te gustaba pescar. —Miraba el vacío de Long Island Sound—. Nunca lo habías comentado.
—Nunca había pescado. Y, de hecho, odio lo poco que lo he intentado.
—¿Entonces qué hacemos aquí? Esta barca está llena de cañas de pescar nuevas, aparejos y cebo para un año entero.
—Necesitamos tiempo para hablar —dijo Angelo, tirando la caña a sus pies—. Y lo poco que sé de pesca es que se trata de una actividad tranquila.
—¿Hablar sobre qué? —De pronto me puse a la defensiva.
—Sobre ti —dijo Angelo—. Y sobre lo que paso contigo y Nico en Nápoles.
—Sabes todo lo que hay que saber.
—Pero tú no. O al menos, no estás seguro. Y no me apetece que tengas todo esto hirviendo en tu interior como parece estarlo.
—No necesito saber nada más —dije, encogiéndome de hombros.
—Necesitas aprender a vivir con lo ocurrido.
Metí la mano en la nevera portátil y extraje de ella una lata de Coca-Cola y un botellín de leche. Le pasé la leche a Angelo y tomé asiento en el bancal de madera para abrir el refresco.
—Quería matarme a mí —dijo Angelo—. No a ti.
—No pude matarle —respondí—. Incluso sabiendo lo que dicen que intentó hacer. Ni aun así.
—Eso es porque no creíste que lo de mi atentado fuera cierto. Y sigues sin creerlo.
—¿Cómo sobrevives? —pregunté de repente, acercándome a él—. ¿Cómo sobrevives solo cada día, sabiendo que no puedes hablar con nadie, sabiendo que nunca podrás confiar en nadie? ¿Cómo lo consigues sin volverte loco?
—No pienso en ello. —Angelo miraba a lo lejos—. En nada de ello.
—¿Y en qué piensas si no es en eso?
—Pienso en Isabella —dijo. Era la primera vez que le oía mencionar su nombre—. Ella sigue viva para mí, incluso después de tantos años. Ella es quien me mantiene feliz, en mi interior, en lugares que nadie puede ver.
—Si hubiera vivido… —empecé. Él había abierto la puerta y yo estaba ansioso por entrar y preguntar todo lo que él me permitiera. Pero en el momento en que tuve ante mí la oportunidad de hacerlo, no estaba seguro de lo que deseaba preguntar. Sin embargo, como siempre, Angelo sí, lo sabía.
—Si hubiera vivido, yo habría sido un hombre mejor —dijo Angelo, con la voz rota—, aunque nunca un gánster tan bueno.
—¿Cuánto tiempo tardaste en llegar a esta solución? —pregunté.
—Sigo trabajando en ella. Ella es la única parte de mí que sigue con vida. Nadie lo ve. Nadie lo sabe. Pero yo lo veo y lo siento. Cada día soy capaz de acariciar esa parte de ella que vive en mí. Hay días en que es más evidente que en otros. Llevas el tiempo suficiente conmigo como para discernir cuando tengo un mal día.
Hice un movimiento afirmativo con la cabeza y miré las olas chocando contra los laterales de la barca.
—¿Te sirvió para algo encargarte de los que le dispararon?
—No —dijo, sacudiendo la cabeza—. Te sientes bien porque están muertos, pero no son más que gatillos sin cabeza. Y lo que se busca no es matar. Sino mantener con vida lo que en su día tuviste entre tus brazos.
—¿La has visto alguna vez? A Isabella. No me refiero a si la has visto como un fantasma, sino como si fuese real, como si estuviese viva.
—Muchísimas veces. En distintos lugares. La veo en una cara cruzando la calle o en una cabeza cuando voy en coche. A veces la veo en un programa de la tele, entre el público. Y todas esas mujeres tienen exactamente el aspecto que Isabella hubiera tenido de seguir con vida. Bajo mi punto de vista, evidentemente.
—Lo siento —dije, cogiéndole la mano, como si me encontrara agarrado a una barandilla.
—Tienes que tomar una decisión difícil —me dijo Angelo, colocando su otra mano sobre la mía—. Tómate todo el tiempo que necesites hasta encontrar tu equilibrio y el lugar que te corresponde. Acaba los estudios, si lo consideras importante. Con el tiempo, vendrás y me dirás qué quieres hacer.
—Ya lo sé —dije.
Levantó la cabeza hacia, el sol, se secó la frente con un pañuelo de seda e ignoró mi última afirmación.
—Creo que ya es hora de volver a la orilla.
—Dije que ya sé lo que quiero hacer —repetí—. Y tal vez ha llegado el momento de que lo escuches.
Angelo dio un buen trago al botellín de leche y asintió.
—Dímelo entonces —dijo.
—Te quiero por todo lo que has hecho por mí. —Las palabras salían despacio, amortiguadas por el viento reinante—. Por todo lo que me has enseñado. Angelo tiró el botellín vacío en el suelo de la barca y se puso en pie, sus ojos oscuros brillaban reflejados en los míos.
—Dime —dijo, con una voz invadida de peligro.
—Quiero salir —conseguí decir finalmente. Un reguero de sudor me recorría la espalda y me vi obligado a sujetarme al mástil con las manos para no caer—. No puedo ser lo que tú quieres que sea. No quiero pasarme el resto de mi vida vigilando por encima del hombro, esperando una bala que sé a ciencia cierta que acabará llegando. No quiero dirigir ninguna banda sin saber en quien confiar ni quien está planificando alguna maniobra contra mí. Y no quiero acabar convirtiéndome en un viejo sentado en una barca sin nadie en el mundo a quien poder llamar amigo.
—Pensé que eras mi amigo —dijo Angelo, sus palabras impregnadas de veneno.
—Lo soy —dije—. Pero siempre seré también más que eso.
—No si te marchas —soltó—. Tú eliges lo que quieras hacer con tu vida. Pero recuerda, toda elección implica un riesgo. Todos estos años has estado bajo mi protección. Ahora me das la espalda, te marchas solo. Algo que no has probado nunca antes.
—No tengo ni la menor idea de lo que significa vivir en el mundo real —dije—. Lo que sí sé es lo que sería vivir en tu mundo. Y no quiero formar parte de ello.
—Entonces no quieres formar parte de mí. —Estaba titubeando porque me miraba con odio por primera vez en mi vida—. Cuando lleguemos a la orilla, se ha terminado todo entre nosotros.
De repente me sentí embargado por la necesidad de llorar, percatándome de lo crueles e hirientes que debían haber sonado mis palabras.
—Nunca te traicionaré.
—Acabas de hacerlo —dijo Angelo.
—Acabo de elegir llevar mi propia vida. —Notaba como mi voz estaba recuperando el tono desafiante—. No he hecho otra cosa.
—Y yo voy a permitirte que lo hagas —dijo Angelo—. Ése será tu castigo. Quedarás libre y solo. El mundo que has conocido desde niño va a desaparecer tan fácilmente como apareció.
—No pretendía que acabara así —le dije.
—Pero así ha sido —dijo, dándome la espalda.
Ninguno de los dos abrió la boca durante el recorrido de cinco millas que nos separaba de la costa. Sabía que ninguno de los dos olvidaría jamás lo que había sucedido aquella mañana. Él me acababa de permitir la entrada en una parte de su vida que había mantenido cerrada a cal y canto durante todos esos años y yo le había devuelto su gentileza haciendo trizas su mayor deseo. Después de aquel día, ninguno de los dos volvería a confiar plenamente en el otro. Era consciente de que tendrían que pasar muchos años antes de que volviera a verle, si es que volvía a verle alguna vez, y seguía preguntándome si, a pesar de ello, conseguiría permanecer totalmente fuera de mi vida.
El gánster más peligroso es el que está dispuesto a matar lo que más quiere y no hubo nunca otro más peligroso que Angelo. No tenía otra elección. Era la única forma de vivir que conocía.
—Tal vez no le conociera usted tan bien como cree —le dije a Mary—. Tal vez nunca se diera cuenta de lo que era capaz de llegar a hacer. Y todo en nombre del amor.
Mary soltó el palo que sujetaba el suero intravenoso y se acercó hacia donde yo estaba.
—Te equivocas en eso, Gabe. No hay nada que él hiciera que yo no sepa. Especialmente en lo que a ti respecta.
—¿Qué derecho tiene a saberlo todo sobre mí?
—Todo el derecho del mundo. Eso fue algo que Angelo jamás pudo negarme.
—¿Por qué? —pregunté.
—Una de las razones por las que he venido ha sido para verte y no sólo para explicarte mi historia, sino también para escuchar la tuya. Aún quedan más cosas que contar y necesito oírlas de tu boca. Cuando acabemos con esto, te explicaré el final de la mía.
—Espero que merezca la pena —le dije, obligándome a permanecer tranquilo.
—Lo merecerá —dijo Mary—. Eso te lo prometo.