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Verano, 1918

Angelo y Pudge alcanzaron el último peldaño de la escalera de incendios situada en la parte trasera de la fábrica y miraron hacia el callejón, cuatro pisos más abajo. Llovía a raudales, los pantalones y las camisas estaban empapados y la barandilla oxidada había teñido sus manos de color marrón.

—Como si llegar hasta aquí no fuera lo bastante jodido —dijo Pudge atisbando en la oscuridad. Había cumplido ya los quince y estaba a medio camino entre hombre y niño—. Bajar será el doble de complicado. Debemos encontrar la manera de salir por la parte delantera.

—Spider está en el callejón —dijo Angelo, que tenía doce años por aquel entonces—. Y no va a esperamos mucho rato.

—Iremos de delante hacia atrás —dijo Pudge—. No le veo el problema.

—No forma parte del plan —dijo Angelo, observando el interior de la fábrica a través de los cristales de una ventana cerrada.

—La lluvia tampoco formaba parte del plan —dijo Pudge—. Pero aquí está y debemos salir de ésta.

—Entremos y hagamos lo que hemos venido a hacer —dijo Angelo, tirando de una pequeña tubería de plomo que llevaba en el pantalón—. Cuando acabemos ya pensaremos qué es lo mejor que podemos hacer.

Pudge miró hacia abajo, la sábana de lluvia desaparecía en el vacío.

—Me gusta más cuando no hablas tanto —dijo, observando como Angelo rompía el cristal con la tubería.

Angelo pasó la mano entre los fragmentos de cristal y abrió la ventana.

—Y a mí también —dijo.

—Aquí hay cerca de un centenar de cajas —dijo Pudge, portando una vela encendida en la mano derecha y paseando entre las cajas de madera que se apilaban desde el suelo hasta el techo—. ¿Cómo se supone que debemos adivinar las que contienen relojes de bolsillo en su interior?

—Mira las que llevan un sello azul en el lateral —dijo Angelo. Estaba en el otro extremo del almacén, su voz resonó en toda la sala y su sombra formaba una cadena de formas misteriosas moviéndose al resplandor de la vela—. Y todas tienen cosas escritas en francés.

—No sé leer francés —gritó Pudge.

—Entonces coge las cajas que no estén escritas en inglés —dijo Angelo—. Aunque no tengan relojes, algo tendrán dentro que valga algún dinero.

—Ahora resulta que hay que hablar idiomas para cometer un robo —murmuró Pudge, encaramándose al montón de cajas para intentar leer las etiquetas en la oscuridad.

Repasaron el almacén entero en silencio, realizando su tarea como dos profesionales debidamente entrenados, que era en lo que se habían convertido después de los cinco años que llevaban bajo las alas de Angus McQueen e Ida el Cisne. McQueen los introdujo en sus filas a paso lento. Pasó meses trabajando con ellos el arte de la estafa y, a altas horas de la noche, les daba lecciones verbales sobre las múltiples formas de convertir el dinero de un hombre honrado en el propio beneficio ilegal. McQueen eligió miembros selectos de su equipo de rateros, carteristas que rondaban el barrio de los negocios, para que enseñaran a los chicos la mejor manera de extraer una abultada cartera de unos pantalones con buen corte. Aprendida la lección, les dejó trabajar en asaltos en serie a media noche, ocultándolos en las sombras hasta que recibían la señal de que podían ayudar a trasladar la mercancía robada de un furgón a otro.

Tanto Angelo como Pudge abandonaron la escuela después del tercer curso y sustituyeron oficialmente la educación convencional por las demandas más reglamentadas de las lecciones diarias de gánster. Angelo mejoró su lectura porque seguía todos los crímenes publicados en los periódicos sensacionalistas de Nueva York. Pudge pasaba sus ratos libres trabajando en el Maryland, ayudando a Ida a mantener el local limpio de clientes indeseables.

—Fueron sus años de inocencia —me dijo Mary, mientras caminábamos por el pasillo del hospital—. Sé que suena extraño, dado lo que hacían y lo que les enseñaban, pero fue una buena época para ambos. Tal vez su época más feliz.

Con motivo del doce cumpleaños de Angelo Vestieri, McQueen e Ida le entregaron una gran caja envuelta en papel marrón y coronada por un lazo de color azul. Angelo cogió el paquete y lo apretó contra su pecho, observando las sonrisas, tanto de Ida como de Angus. Pudge, a su lado, irradiaba felicidad.

—Feliz cumpleaños, chaval —dijo Angus.

—Te lo has ganado —dijo Ida el Cisne, besando a Angelo en la mejilla.

—Hagas lo que hagas, no lo utilices contra mí —dijo Pudge, dándole a Angelo un amigable puñetazo en las costillas.

Angelo deshizo el lazo y depositó el paquete encima de la barra. Luego sacó el papel de regalo y lo dejó caer en el suelo. Recorrió con los dedos la cálida superficie de una caja de terciopelo rojo y sonrió al abrir la tapa. En el interior había un revolver de pequeño calibre expuesto en medio de un círculo formado por doce balas.

—Muchas gracias —dijo Angelo, con una voz que indicaba que estaba a años luz de ser un hombre—. Nunca olvidaré que habéis hecho esto por mí.

Angus McQueen le pasó un brazo por encima del hombro.

—Utilízalo de la mejor manera —dijo.

Pudge lanzó la caja contra el suelo para abrirla. Aparecieron a sus pies media docena de relojes de bolsillo.

—Aquí —gritó, analizando las cajas que tenía por encima de la altura de la cabeza—. En esta esquina hay como ocho cajas apiladas.

—Nos llevará tiempo —dijo Angelo, que ya estaba junto a Pudge y observaba como éste volvía a guardar los relojes en la caja abierta.

—Por la pinta que tiene, diría que la noche entera —dijo Pudge—. Y eso contando con que Spider dejara el coche y subiera a ayudamos.

—Déjalo donde está —dijo Angelo—. Seguiremos el plan de Angus. No hay cambios.

—Angus no se ha imaginado que encontraríamos ocho cajas llenas —dijo Pudge—. Si no habría enviado a mucha más gente. Con el tiempo que tardaremos en cogerlo todo es arriesgado. En algún lado de este edificio debe haber un vigilante que nos oirá y nos buscará.

Angelo se inclinó y cogió la caja por un extremo.

—Pues cuando llegue ya nos apañaremos —dijo, mirando a Pudge.

Angelo y Pudge habían trasladado ya tres de las ocho cajas al vehículo de Spider MacKenzie. Seguía lloviendo a cántaros y el ambiente estaba fresco, un ligero de alivio en una noche sofocante de verano. Regresaron al almacén, pasando sin problemas por la puerta delantera que habían forzado y confiados al cien por cien.

—Esto va a acabar convirtiéndose en un verdadero botín —dijo Pudge, subiendo las escaleras de dos en dos—. Igual hasta nos promocionan por un trabajo así.

—Si no recuerdo mal, tú sólo querías llevarte tres cajas —dijo Angelo.

—Era sólo un examen, como los que solían ponemos aquellas monjas —dijo Pudge—. Quería ver tu reacción.

—Creo que he superado el examen —dijo Angelo.

—Te lo diré cuando acabemos —dijo Pudge.

Estaban en el rellano del cuarto piso cuando vieron la sombra de una linterna reflejada en la pared. Se echaron al suelo, sujetándose a los extremos de los peldaños de hierro.

—No digas nada ni te muevas —susurró Pudge—. Debe de estar haciendo la ronda.

Angelo miró hacia el rellano, la luz de la linterna se movía de un lado a otro, como un columpio.

—Viene hacia aquí —dijo Angelo.

Pudge descendió tres peldaños hasta situarse junto a Angelo, lo suficientemente cerca como para oler los aromas del pan de cebolla que habían compartido antes.

—Podemos librarnos de él fácilmente —dijo Pudge—. Es probable que sea un viejo y que su trabajo le importe una mierda. Nos iremos con lo que ya tenemos.

—Pero aún nos quedan cinco cajas —musitó Angelo—. Y si el trabajo no le importa, tampoco le importarán cinco cajas más.

Pudge buscó en la parte trasera de su cinturón y extrajo un revolver de color tostado. Lo colocó junto a su mejilla. Esperaron, tranquilos y en silencio, mientras el vigilante subía por las escaleras, iluminaba las esquinas con la linterna sin ver otra cosa que sombras y ratas. Angelo se apretó el pecho con la mano, el dolor punzante en los pulmones le atacaba en los momentos de mayor tensión. Todavía no se sentía cómodo con los enfrentamientos y aún no dominaba la serenidad y la calma que sabía necesitaba no sólo para sobrevivir, sino también para triunfar. Disfrutaba con los planes y con todo el trabajo, minucioso y detallado, que implicaba llevar a cabo un robo, pero cuando miraba a Pudge, preparado y listo para la acción, era cuando adquiría conciencia de que le faltaban años para ser capaz de coger un arma y acabar con una vida. Sin embargo, Angelo compensaba la falta de violencia requerida en los gánsteres con una mente ágil y rápida como una bala. En este sentido, él y Pudge formaban el equipo perfecto, uno propenso a la violencia y el otro, veloz para enfrentarse con la cabeza.

El vigilante era una oficial de policía retirado quince años atrás y con una pensión exigua. Balanceaba la porra de madera con la mano derecha y sujetaba la linterna con la izquierda. Se llamaba Seamus Connor, padre por dos veces y abuelo por tres. No iba armado y había apurado su buen cuarto de litro de whisky antes de iniciar la ronda nocturna. Se volvió hacia la escalerilla, respiraba con dificultad y sus soplidos recordaban una balada infantil.

Seamus se quedó de piedra al ver a los dos chicos sentados, con la espalda apoyada en la escalera, las piernas abiertas y apuntándole al pecho con dos pistolas.

—¿Le gustan los relojes a tu esposa? —preguntó el más joven de los dos.

—¿De qué tipo de relojes me hablas? —preguntó Seamus. Dejó la porra en el escalón donde tenía el pie y se secó la frente con la mano que acababa de quedarle libre.

Angelo y Pudge bajaron las armas y las guardaron de nuevo en el cinturón. Pudge descendió por la escalera en dirección a Seamus y le puso una mano en el hombro.

—Del tipo que nos ayudarás a sacar de aquí —dijo Pudge.

—Ésos son los que le encantan a mi mujer —dijo Seamus.

Pasó junto a Angelo y Pudge y, alumbrando con la linterna, les guió hacia el área del almacén para ayudarles a terminar una noche de pillaje.

—¿Crees que queda alguien limpio? —preguntó Pudge a Angelo en voz baja.

—No lo sé —respondió Angelo—. Pero creo que la respuesta es no.

—¿Y qué te dice esto? —preguntó Pudge.

—Que moriremos ricos —dijo Angelo.

Paolino Vestieri miraba fijamente el arma que tema entre las manos. Estaba en la habitación de Angelo, una zona en la que cabían una pequeña cama y una mesa de despacho rota arrimadas contra la pared trasera del piso que compartían junto a la vía del tren. Acababa de encontrar la pistola oculta bajo el delgado colchón de plumas. Estaba sentado en un extremo de la cama, temblando de rabia. Paolino ya había superado la fase de derramar lágrimas por su hijo. Apenas se hablaban y cuando lo hacían, la conversación desembocaba siempre en pelea. Paolino se sentía abrumado y vencido. La corrupción era una forma de vida en Nueva York, había penetrado en su hogar y manchado a su hijo, sin que él pudiera hacer nada para evitarlo. Atacar a Angelo con violencia física o verbal servía únicamente para que el chico se reafirmara más en su postura. Los intentos de razonar con él eran descargas de palabras inútiles. Tenía la batalla perdida y aquello estaba envejeciéndole más que las interminables y duras horas de trabajo y las noches sin dormir. Paolino Vestieri era un hombre derrotado buscando un final indoloro para una batalla vana.

—Devuelve la pistola a su sitio, Papa.

Paolino no había oído entrar a Angelo. El chico caminaba como un fantasma, algo imprescindible en su profesión. Angelo se encontraba en el umbral de la puerta, con los brazos colgando a ambos lados de su cuerpo.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó tranquilamente Paolino.

—Es un regalo —respondió Angelo—. De un amigo.

—Un amigo nunca regalaría una pistola.

Angelo entró en la habitación y tomó asiento junto a su padre.

—Éste sí —dijo.

—¿Y qué harás con este regalo?

—Me servirá para recordar —dijo Angelo, casi un murmullo.

—¿Qué? —Los ojos de Paolino escudriñaban la cara del chico.

—Lo que soy sin ti, Papa.

Paolino empujó el arma hacia el centro de la cama. Apretó las manos en un puño.

—Esto es lo que cualquier hombre necesita para ir por la vida —dijo—. Las manos alimentan a los que dependen de él y protegen a los seres queridos. Una pistola jamás podrá hacer esto.

—Una pistola sirve para que te respeten los demás —dijo Angelo, con la mirada fija en las manos llenas de cicatrices de su padre.

—No, Angelo —le explicó—. Lo único que te aportará es una muerte temprana.

Angelo levantó la cabeza para mirar a su padre, su cara era una máscara de frialdad.

—Como la que le diste a mi hermano —dijo.

Las palabras hirieron a Paolino como una bofetada y le cortaron la respiración. Cerró los ojos e intentó deshacerse de la imagen de la bala atravesando el cuerpo de Carlo, una imagen tan vivida y real que era como si pudiera alargar la mano y tocar la piel caliente y ensangrentada de su primer hijo. Había luchado con todas sus fuerzas para enterrar esas imágenes, para olvidarlas, igual que había olvidado tantos otros recuerdos menos dolorosos. Pero ahora, animada por las sorprendentes palabras de Angelo, la imagen regresaba de su pasado fantasmagórico y se arrojaba sobre él más vigorosa que nunca. Olía el humo de la lupara caliente, sentía el calor de la pequeña habitación, veía la vida alejándose de la cara angelical de su hijo. Y todo acercándose con una fuerza brutal, capaz de sacudirle y enviarle rodando hacia un oscuro vacío sin fondo.

—Disparaste a tu propio hijo —dijo Angelo, en pie ahora y cerniéndose sobre su padre—. Con tu propia arma. Y no fue un acto de amor. Fue un acto de cobardía.

—Ese momento me acompañará hasta la tumba —dijo Paolino, luchando con las palabras—. Me atormenta cada día. No existe el perdón.

Angelo cogió la pistola que seguía sobre la cama. La situó junto a su pierna y empezó a juguetear con el gatillo.

—Vivo con un padre que ha matado a su propio hijo —dijo Angelo—. ¿Necesitas aún saber por qué quiero este regalo?

—Nunca te haría daño, Angelo —dijo Paolino—. Mi acto de locura contra tu hermano tuvo su razón de ser. Y es un dolor que no deseo repetir jamás.

—No querías perderle en manos de la camorra —dijo Angelo—. Así que lo perdiste gracias a una bala.

—Y ahora te he perdido en manos de los americanos —dijo Paolino—. El precio de mi pecado es cada vez más elevado.

—Lo siento, Papa —dijo Angelo con tristeza—. Pero no me has perdido. Estaré contigo para lo que me necesites.

—Lo que necesito es un hijo a mi lado —dijo Paolino, con lágrimas en los ojos—. No un gánster.

—Un hijo puede ser ambas cosas.

—No para mí —dijo Paolino.

Angelo sacudió la cabeza, guardó la pistola en la parte trasera del pantalón y salió de la casa. El ruido provocado por el portazo se transformó en un eco resonando por las habitaciones vacías.

Los gánsteres raramente se entienden con sus padres. Y la razón es que, de niños, buscan fuera del hogar los modelos a seguir, hombres del barrio de quienes obtienen consejo y atención. Pero esos hombres son más reclutadores que padres y su objetivo final es sumar un miembro más a sus filas. Es frecuente que los gánsteres crezcan en hogares sin padre, una ausencia provocada por la muerte, la cárcel o el abandono. En los casos en que existe la figura del padre, el gánster en ciernes le compara con su mentor callejero en un concurso que nunca ganará.

—Paolino nació asustado —me dijo Pudge en una ocasión—. En Italia le daba miedo levantar la voz y, cuando llegó aquí le daba el doble de miedo. El único instante de valentía en toda su vida fue el día en que mató a su hijo. Por extraño que resulte, era la acción de un gánster. La única que realizó. Y le costó Angelo, su esposa y todo aquello que significaba algo para él.

Angus McQueen vislumbró una brecha emocional en Angelo Vestieri y se aprovechó de ella desde el mismo día en que se conocieron. Alimentaba la necesidad del pequeño de pertenecer a alguien y le criaba de una forma a la que ningún chico podía resistirse. McQueen era un buen gánster y un experto en aprovecharse de cualquier debilidad perceptible. Sabía que el carácter silencioso de Angelo representaba un llanto por la figura de un padre, alguien a quien admirar y emular. Algo que el chico jamás conseguiría en su casa. Pero que sí podía conseguir fácilmente de Angus McQueen.

A cambio, McQueen ganó la lealtad de un joven hecho y definido por él mismo. Los actos de amabilidad no existen en los bajos fondos. Los favores tienen precio y se devuelven con venganza. La educación de Angelo Vestieri como gánster fue como un préstamo a largo plazo de Angus McQueen. Un préstamo que Angelo debería devolver algún día.

Los tres tomaron asiento en la primera fila de una arena abarrotada de gente y de humo, Angus en el medio, cómodamente sentado entre Pudge y Angelo. Estaban a mitad de un espectáculo semiprofesional de boxeo que constaba de diez combates y el trío ya era setenta y cinco dólares más rico gracias a las apuestas infalibles de Angus.

—¿Cómo puedes saber siempre quien va a ganar? —preguntó Pudge.

—Hago caso a mis instintos —respondió Angus, sonriendo—. Lo cual resulta más fácil cuando sabes el ganador.

—¿Así que todos los combates están amañados? —preguntó Pudge.

—Exceptuando el último combate —dijo Angus—, que es completamente legal. Sólo un tonto apostaría su dinero allí.

—¿Y todo el mundo sabe que los combates están amañados? —preguntó Angelo. No apartaba los ojos del ring, donde dos pesos medios seguían la rutina anterior al combate.

—Únicamente quien debe saberlo —dijo Angus—. Como nosotros.

—Si todo está amañado, ¿a qué vienen las apuestas? —preguntó Pudge.

—La apuesta está en las artimañas —dijo Angus—. Como en todo lo que hacemos, antes de ir sabemos donde nos metemos. Nunca apuestes si no puedes ganar y nunca te arriesgues a menos que sepas lo que conseguirás.

—¿Y si no puedes enterarte? —dijo Angelo, ignorando el dolor que las nubes de humo de los cigarros y los puros le provocaba en los pulmones.

—Entonces asegúrate de que los periódicos escriben tu nombre correctamente —dijo Angus—. Porque serás hombre muerto antes de que consigas ser rico.

Sonó la campana del primer asalto. Los dos púgiles giraban lentamente, con los puños en alto, los pies firmemente pegados al suelo, respirando y resoplando entre los protectores de la boca de caucho.

—Me gusta el bajito con calzón negro —comentó Pudge—. Ya le vi luchar otra vez. El tío que peleaba contra él pegaba como una mula, pero él no se rendía nunca.

—Que te guste todo lo que quieras —dijo Angus—. Pero nuestro dinero esta invertido en el señor alto con un tatuaje en el brazo. Ése ganará.

Angelo observaba la arena, las caras excitadas de los obreros apostando dinero que no podían permitirse perder en peleas cuyo resultado estaba determinado con anterioridad. Buscaban placeres sencillos y unas pocas horas durante las cuales olvidarse de su triste vida y, por ello, eran las víctimas ideales de ladrones experimentados. Incluso su escaso tiempo libre estaba controlado por otros, por hombres que nunca soltarían las riendas del poder. Angelo se sorprendió contemplando la multitud, esos hombres que eran como la imagen de su padre Paolino reflejada en el espejo, almas obstinadas que creían que su voluntad por trabajar duro les ofrecería a cambio el derecho a vivir bien.

A lo largo de los años que pasamos juntos, escuché muchas veces a Angelo repetir las palabras «dinero mamón». Para un gánster, se refiere a cualquier cosa que vaya desde una paga semanal ganada con el sudor de la frente hasta una apuesta del tipo que sea realizada con dudosos resultados. Dinero que pasa fácilmente de un jefe de gánsteres a un trabajador para volver de nuevo al gánster. Es la sangre que sustenta los bajos fondos.

—Sólo hay dos formas de ir por la vida —me explicó Angelo en una ocasión—. La de los mamones y la nuestra. Siempre eres libre de elegir la que prefieras. Y no permitas que nadie te diga lo contrarío. No caigas en ello, y no caerá sobre tus espaldas. Yo he elegido ser lo que soy. No quería vivir en la oscuridad y dejar que otros decidieran a qué hora debía levantarme, el dinero que tenía que ganar o el tipo de casa en el que debía vivir. Elegí mi camino y nunca volví la vista atrás. Nada de arrepentimientos.

La pelea terminó en mitad del tercer asalto, cuando el boxeador delgado de los tatuajes lanzó media docena de golpes blandos en el torso de su oponente. El boxeador más bajo se desplomó sobre la lona, agitando los guantes, cerrando los ojos y escuchando como el árbitro contaba hasta diez.

—Mi madre me pegaba mucho más fuerte que eso y nunca estuve ni a punto de caerme —dijo Pudge.

—Nunca te dijeron que debías caerte —dijo Angus—. Vamos a buscar a Hawk y a recoger nuestras ganancias. Luego iremos a dar un paseo.

—Está lloviznando —comentó Pudge.

Angus se detuvo para mirar al chico.

—¿Te asusta el agua? —preguntó con cierta frialdad.

—No me asusta nada —respondió Pudge.

—Entonces pasearemos —dijo Angus, abriéndose paso por el pasillo y abandonando la arena.

Se detuvieron debajo de la marquesina de un restaurante cerrado, la lluvia golpeaba las calles con auténtica furia. Estaban empapados y sus prendas goteaban sobre la alfombra roja que seguía tapizando la entrada. Angus metió la mano en el bolsillo de la camisa y extrajo de él una hoja de papel, un poco de tabaco y lió un cigarrillo. Encendió la punta mojada y dio una calada profunda, tragando la mayor parte del humo.

—Éste es el mejor lugar que encontraremos esta noche —dijo.

—¿Para hacer qué? —preguntó Pudge, observando con preocupación a Angelo, que temblaba en el interior de su fina chaqueta y su pantalón corto.

—Algo de negocio —dijo Angus, intentando proteger el cigarrillo del viento y la lluvia—. Ambos os estáis saliendo muy bien de las tareas que os he estado encomendando. Todos los trabajos acaban sin problemas y con buenos resultados.

—Eso está bien ¿no? —dijo Pudge, acercándose al umbral de la puerta.

—Sí, está muy bien —dijo Angus—. Pero ahora ha llegado el momento de hacerlo aún mejor.

Angelo lo miró fijamente mientras terminaba el cigarrillo y arrojaba la colilla a un charco. Le gustaba Angus McQueen y le respetaba como jefe. Pero también sabía, por sus muchas conversaciones con Josephina e Ida el Cisne, que no debía concederle toda su confianza. Pudge y él serían respetados mientras mantuvieran su valor y siguieran aportando beneficios. Pero en el instante en que dieran un resbalón, Angus los dejaría de lado con la misma tranquilidad con que acababa de tirar la colilla de aquel cigarro.

—Voy a hacerme cargo de uno de los muelles de la ciudad —dijo Angus—. Curran y Eastman me entregan su parte a cambio de una pequeña tajada. Yo me llevo mi parte de la paga de los trabajadores y el botín que podamos sacar de los barcos.

—¿Qué muelle? —preguntó Angelo, acercándose a Angus.

—Uno de los que conoces muy bien —dijo—. El muelle sesenta y dos. Donde trabaja tu viejo.

—Carl Banyon es el encargado de ese muelle —dijo Angelo, recordando el nombre con tanta facilidad como recordaba el corte que le hizo sobre el ojo—. ¿Seguirás con él?

—Depende de vosotros —dijo Angus—. Vuestro trabajo consistirá en vigilar ese muelle. En asegurarse de que el dinero fluye en la dirección correcta, es decir, hacia mí. Recogeréis el dinero de los trabajadores el día de pago y me lo traeréis al Maryland.

—¿También el de mi padre?

—¿Y por qué tendría que hacerle un favor? No significa nada para mí. Si tú quieres hacérselo, es tu problema. Ninguna queja, mientras el dinero que llegue a mis manos sea el dinero que espero recibir.

—¿Cuándo empezamos? —preguntó Pudge.

Angus consultó la hora en el reloj de bolsillo que llevaba en el traje.

—El muelle abre de aquí a tres horas. Debéis estar allí entonces. No queda nada bien que el jefe llegue tarde el primer día. —Volvió a guardar el reloj en su lugar y levantó el cuello del abrigo de lana—. Si surgen problemas, espero que los solucionéis —dijo—. Es posible que para esos tipos sigáis siendo unos niños. Pero vosotros sois mis niños, y eso os da todo el margen que necesitáis.

Angus dio media vuelta para perderse en la tormenta, dejando a Angelo y Pudge al abrigo de la marquesina y viéndole desaparecer.

—Parece que nos han dado un muelle para jugar con él —dijo Pudge.

Angelo miraba al frente y sacudió la cabeza, tenía la mano derecha dentro del bolsillo de la chaqueta y acariciaba con los dedos el frío cañón de un revolver.

Carl Banyon estaba de pie en el centro de un círculo formado por cuarenta hombres, con una toma de tabaco de mascar aprisionada en la comisura de la boca. A sus espaldas, las puertas del muelle cerradas con candado. El Tunisia, un carguero de gran tonelaje, permanecía atracado junto al espigón esperando recibir su carga de madera recién cortada y partir hacia su destino.

—Angus McQueen se ha hecho cargo de este muelle —anunció Banyon a los hombres—. Para mí no significa nada en absoluto y estoy seguro de que también significa una mierda para vosotros. Seguiréis trabajando, seguiréis recibiendo la paga. Y la persona que os pague seré siempre yo.

Banyon se dio cuenta de que todas las miradas se apartaban de él y se dirigían a sus espaldas. Dio media vuelta y vio a Angelo y Pudge, vestidos con ropa seca y limpia, acercándose al grupo y esquivando los charcos del suelo. La lluvia se había convertido en un rodo matutino y el calor generaba un vapor que se elevaba del suelo en forma de delgadas fumarolas.

Angelo miró a Banyon y sonrió al darse cuenta de que le reconocía. Echó un vistazo a los hombres que formaban el círculo y se detuvo en cuanto vio entre ellos a su padre, Paolino. Pudge fue el primero que se aproximó al grupo, con las manos hundidas en el bolsillo de los pantalones y una ligera sonrisa iluminando su rostro.

—Si buscáis la escuela, está arriba, en la otra calle —dijo Banyon, adelantándose al grupo, observando a Pudge de arriba abajo y escupiendo tabaco mascado a escasos centímetros de sus pies.

—Nos envía McQueen —dijo Pudge, en voz alta y para que todo el mundo le oyera.

—¿Cómo está ese inglés? —gritó Banyon, soltando una risotada—. ¿Sacando a su gente de la cuna? —Se inclinó y escupió un pedazo más de tabaco, apuntando mucho más cerca de Pudge.

—Una mala costumbre —dijo Pudge, abriendo la chaqueta para mostrar la pistola que llevaba en el cinto.

Banyon fijó la vista primero en el arma y luego en los ojos del chico. Llevaba suficiente tiempo en el puesto como para saber cuando las cosas iban en serio. Cualquier temor que sintiera Pudge Nichols, si es que lo sentía, vivía enterrado en lo más hondo de su persona y él mostraba un exterior duro e impenetrable a cualquier mirada. Banyon tragó saliva y dio un paso hacia atrás.

—No cambia nada —dijo Angelo—. En lugar de pagaros a vosotros cada semana, nos pagan a nosotros.

—¿Es así como lo quiere McQueen? —dijo Banyon, dirigiéndose hacia Angelo, sin prisas, apretando las manos, frustrado.

—Así es como lo queremos nosotros —dijo Angelo, acariciando la cicatriz que lucía encima del ojo.

—Hace casi diez años que dirijo este muelle —dijo Banyon, con cierta resignación—. Y lo he dirigido bien. Mis hombres siempre han tenido los barcos a punto en el momento requerido.

—Lo has dirigido con tu boca —dijo Angelo con desdén, captando la mirada de su padre más allá de la cabeza de Banyon—. Te has limitado a repantigarte y a contemplar como tus hombres sudaban trabajando. Pero incluso esto no era suficiente para ti.

—Puedo dirigirlo para vosotros del mismo modo —dijo Banyon, mirando ahora a Angelo, ahora a Pudge. Las gotas de sudor descendían por su cara—. O de la forma que más os guste.

—No lo creo —dijo Pudge, acariciando con la mano derecha el cañón del revolver que asomaba del bolsillo del pantalón.

—Trabajarás como todos —dijo Angelo, acercándose a Banyon—. Con el resto de los hombres.

—No puedes ponerme con los italianos —dijo Banyon, bajando la voz. Sus ojos iban de la cara de Angelo a la mano con la cual Pudge acariciaba la pistola—. Me odian. Me dejarán morir a la primera oportunidad que se les presente.

—Y nosotros también —dijo Angelo, con una voz ronca y distante que le situaba mucho más allá de su tierna edad.

—¿Dónde guardas las llaves de las puertas? —le preguntó Pudge a Banyon.

—En mi bolsillo —respondió Banyon, tocándose la camisa. Respiraba arrogancia por los cuatro costados.

—Entonces, mejor que las abras y dejes que los hombres vayan a trabajar —dijo Angelo—. Y tú, o los sigues o nos vemos ahora mismo fuera de aquí.

—Hagas lo que hagas, hazlo ya —dijo Pudge—. Ese barco tiene que cargarse y me imagino que no lo hará solo.

Angelo y Pudge se quedaron plantados en su terreno contemplando a un derrotado Banyon. El achicado jefe del muelle respiró hondo, se secó el sudor de la frente, asintió con la cabeza y dio media vuelta, encabezando el grupo de trabajadores que atravesaba las puertas y se disponía a cumplir un día completo de trabajo. Le seguían en un grupo compacto, deseosos de vengarse de una década entera de tormento.

Todos, exceptuando a Paolino que seguía sin moverse y miraba fijamente a su hijo.

—¿Algo va mal, Papa? —preguntó Angelo.

—¿También te llevarás mi dinero? —preguntó Paolino—. ¿Como el de todos los demás?

—Puedes quedarte con tu sueldo. Papa —dijo Angelo. La voz había vuelto a la normalidad—. Tu parte está cubierta.

—¿Cubierta por quién? —preguntó Paolino—. ¿Por ti?

—Sí —dijo Angelo—. Por mí.

Paolino hundió la mano en el bolsillo del pantalón y extrajo dos billetes de un dólar arrugados. Los arrojó a un charco, a los pies de Angelo.

—¡Ahora mismo pago mi sucio dinero! —dijo Paolino con rabia y odio—. ¡Y te lo pago a ti! ¡Mi hijo!

Paolino dio media vuelta y se alejó de Pudge y Angelo, cabizbajo y con lágrimas en los ojos.

—Aún pienso que deberíamos haber echado a Banyon al agua —dijo Pudge, dándole la espalda a Paolino y al muelle—. Dejar que las ratas hicieran su trabajo.

—Pertenece a los trabajadores —dijo Angelo—. Lo harán mejor que las ratas. Créeme. Banyon no vivirá lo suficiente como para ganar el sueldo de esta semana.

—¿Y tu padre? —preguntó Pudge.

Angelo miró a Pudge y se encogió de hombros.

—Cuando trabaja está feliz —dijo—. Es lo que quiere y es lo que tendrá.

Angelo se apretó el estómago, dio media vuelta y se alejó del muelle rápidamente. Pudge, sorprendido ante una marcha tan precipitada, corrió tras él.

—¿Dónde vas? —preguntó.

—Necesito encontrar un lugar donde no me vea nadie —dijo Angelo.

—¿Que no te vea hacer qué?

—Vomitar —dijo Angelo.