11
Invierno, 1932
Angelo y Pudge esperaban en el oscuro vestíbulo, junto a la puerta trasera, en la parte posterior del almacén. Seguían temblando después del largo paseo por la ciudad, las ráfagas de gélido aire polar procedentes del río atravesaban los abrigos como cuchillos. Habían aparcado el coche cerca del extremo del muelle, prefiriendo utilizar las calles vacías a modo de escudo de seguridad contra cualquiera que pudiera seguirles.
Angelo cojeaba ligeramente; la pierna derecha seguía entumecida de rodilla para abajo debido a la lesión nerviosa provocada por la bala. Pero, haciendo caso omiso del dolor, trataba de seguir el paso acelerado de Pudge. Angelo había pasado el verano entero y buena parte del otoño recuperándose de las heridas y de la pérdida de Isabella, viviendo en el piso superior de un apartamento escuetamente amueblado del Upper West Side. No aceptaba compañía alguna, exceptuando la visita diaria de Pudge. Pasaba la mayor parte del día sentado en un sillón de piel y con la mirada fija en la hilera de pisos que se perdían en dirección al río Hudson. Una vez por semana, le acompañaban en coche hasta el cementerio de St. Charles, situado en el extremo occidental de Long Island, donde pasaba una hora en silencio delante de la tumba de su esposa. Había insistido en que el funeral fuera completamente íntimo, restringido únicamente a amigos y familiares. Ni Jack Wells ni Spider MacKenzie se tomaron la molestia de aparecer en el funeral y las coronas de flores que enviaron no pasaron del cubo de basura de un pasillo lateral. Angelo había ordenado a todos los miembros de su banda que siguieran trabajando como de costumbre y que permitieran cualquier avance que Wells pudiera realizar en su territorio sin temor a ningún tipo de represalias. Por su parte, Wells se movía lentamente, contentándose hasta el momento con sólo mordisquear pequeñas partes del dominio de Angelo. Wells iba mostrándose más atrevido a medida que pasaban los meses, convencido de que el asesinato accidental de Isabella había acabado con las ansias de lucha de Angelo y con su deseo de seguir controlando los bajos fondos de Nueva York.
—De haber sabido que el chico iba a doblegarse tan fácilmente con la muerte de su esposa, lo habría hecho mucho antes —le comentó Wells a Spider MacKenzie después de enterarse de que su banda acababa de apoderarse de otro de los negocios que Angelo poseía en Manhattan—. Por su forma de actuar, parece estar tan muerto como ella.
Spider asintió con la cabeza y, como era normal en él, no dijo nada Se había vendido a Wells por un porcentaje de beneficios mayor al que obtenía antes y por la sensación de gozar de más poder entre sus filas; había logrado ambas cosas, pero deseaba en silencio no haber realizado aquella maniobra. Spider MacKenzie no estaba hecho para ser un líder en aquel nuevo statu quo. Carecía de la brutalidad y de la frialdad de la que un jefe de banda debía hacer gala y era incapaz de simplemente encogerse de hombros ante el asesinato de la esposa de un antiguo amigo. Sabía que sus errores podían conducirle directamente a la muerte, pero parecía no importarle. Angus le había dicho en una ocasión que, para la mayoría de los hombres, el precio a pagar por una traición era excesivo. Que tenían que vivir con ella el resto de su vida y que muy pocos eran capaces de sobrevivir con esa carga. Spider MacKenzie sabía que no era de esos pocos.
Se abrió la puerta delantera del almacén, permitiendo la entrada del aire frío y los rayos de luz. Spider palpó la pared hasta dar con el interruptor que encendió una larga hilera de bombillas colgando del techo. Cerró la puerta a sus espaldas de un portazo y se volvió para cerrarla con llave. Echó un vistazo a la nave, atiborrada de cajas de whisky reden llegadas de la frontera canadiense y listas para ser distribuidas. MacKenzie se dirigió hacia el fondo del almacén, cabizbajo y con las manos en los bolsillos. Angelo y Pudge seguían de pie, con la espalda pegada a la helada pared, pistola en mano y observando como la sombra de Spider se acercaba cada vez más hacia donde estaban. Al llegar a la esquina de la nave, Spider se detuvo para extraer un llavero del bolsillo del pantalón. Se dirigió hacia la puerta metálica que daba acceso al sótano del almacén e introdujo la llave en la cerradura. La cerradura hizo el sonido de abrirse y Spider abrió la puerta. Empezó a descender por la oscura escalera, quedándose petrificado al sentir el frío cañón de una pistola presionándole el cogote.
—Debes estar muy bien posicionado con Wells —dijo Pudge, metiendo la mano en el cinturón de Spider para despojarle de su arma—. Me refiero a que debe confiar mucho en ti para entregarte las llaves de su escondite.
—¿Vais escasos de whisky, chicos? —preguntó Spider. Iba con cuidado de no moverse y de mantener los brazos colgando a ambos lados de su cuerpo y las manos abiertas—. Sólo teníais que pedirlo. Os habríamos vendido unas cuantas cajas.
—Siempre es mejor tomar que recibir —dijo Pudge.
—Enciende la luz del sótano —dijo Angelo, detrás de Spider—. Y luego empieza a bajar.
—Ahí no hay nada, sólo una pequeña oficina y un horno —dijo Spider—. Todo el whisky lo guardamos arriba.
—No pretendemos hacer el inventario —dijo Pudge, hundiendo aún más el cañón de la pistola en el cuello de Spider—. Así que haz lo que Angelo dice.
Spider hizo un movimiento de afirmación con la cabeza y Angelo y Pudge le siguieron escaleras abajo en dirección al sótano.
—Nuestros camiones llegarán en pocos minutos para empezar a sacar el whisky —dijo Pudge—. Por el tamaño del botín, creo que necesitarán unas buenas dos horas para limpiar el local.
—Lo quiero todo vacío —dijo Angelo—. Y que rompan las cajas que no quepan en los camiones.
—Exceptuando una botella —dijo Pudge—. La que envolveremos para regalo y enviaremos a Wells. Necesitará un buen trago cuando se entere de esto.
Angelo entró en el pequeño despacho situado junto al caliente horno. Echó un vistazo a los archivadores y a las enormes pilas de libros de cuentas amontonadas junto a las paredes.
—Aquí es donde Wells guarda sus archivos de distribución —dijo Pudge—. Los archivadores que hay en esos armarios contienen todos los nombres y fechas, el coste de cada botín y los beneficios obtenidos.
Angelo cogió uno de los libros para hojearlo.
—¿Quién te lo ha chivado?
—Un estúpido jugador propietario de Sam’s Deli, a unas tres manzanas de distancia de aquí. Wells lleva comiendo allí bocadillos de pechuga de pollo asada desde que ganó su primer dinero. No se queda con nada de las ganancias de Sam porque sabe que es un muerto de hambre. Sam lleva aproximadamente un año apostando con un tipo de nuestra banda. La semana pasada descubrí que Sam nos debía casi novecientos dólares. Recorté la diferencia a cambio de que soltara todo lo que sabía de este lugar.
—En estas cajas hay como mínimo treinta mil en whisky —dijo Angelo—. Tal vez más. No está bien tener secretos de este tipo con los socios.
—Wells empezó a trabajar en este edificio cuando entró en el hampa —dijo Pudge—. Al principio de los tiempos, probablemente antes incluso de que oyera hablar de Angus. El almacén de distribución principal lo tiene en Gun Hill Road. Vamos, el que se supone que debemos conocer. Éste pretende mantenerlo en secreto. Le gusta considerarlo como su lugar de la buena suerte.
—Pues su suerte acaba de cambiar —dijo Angelo, depositando uno de los libros sobre la pequeña mesa de despacho situada en el centro de la oficina—. Y no para mejor.
La puerta del horno estaba abierta y la habitación llena de nubes de humo de color blanco. Angelo estaba sentado en la silla de madera, dando la espalda a las escaleras y a Spider, echando tranquilamente al fuego libros de cuentas y archivadores. Un piso más arriba, se escuchaban las voces apagadas y los pasos de Pudge y sus hombres cargando cajas de whisky en las partes traseras de los camiones. Angelo tenía la cara y la camisa empapadas de sudor pero, a pesar de ello, seguía adelante con la tarea de destruir los archivos y recibos del negocio de cerveza y whisky de Jack Wells, tan cuidadosamente conservados hasta aquel momento.
—Mejor que reflexiones bien sobre lo que estás haciendo, Angelo —dijo Spider, con voz ronca y cansada—. Estoy seguro de que Jack empezará una nueva guerra cuando se entere de todo esto.
—Nunca terminamos la última —dijo Angelo. Lanzó otro archivador a las llamas y se acercó a Spider, tendido en el suelo y con la cabeza junto al último escalón—. Y empezaremos hoy mismo.
—¿Haciendo qué? ¿Quemándole los archivos y robándole el whisky? —preguntó Spider—. No es una forma inteligente de herir a Wells.
—Eres su hombre número uno, Spider —dijo Angelo, agachándose y mirando a los ojos del que antes fuera su amigo—. Te escucha. Te pide consejo. Este tipo de influencias pesan mucho, es lo que nunca le gustaría perder al jefe de una banda. Matarte sí que haría daño a Jack Wells ¿verdad? ¿Le haría mucho daño?
MacKenzie miró a Angelo, una cara henchida de arrepentimiento y consuelo.
—Estás haciéndome un favor —dijo—. Nunca debería haberme apartado de lo que tenía con Angus. Siempre pertenecí a allí.
Angelo se puso en pie y contempló a Spider MacKenzie, el fuego del horno les quemaba y convertía la estancia en una misteriosa escena de sombras danzantes. Apretó con fuerza la pistola y la alejó de su cuerpo. Respiró hondo, en silencio, y disparó tres balas en el pecho de Spider sin alterarse. Angelo guardó de nuevo el arma, dio media vuelta y volvió al horno dispuesto a quemar el último archivo.
Un gánster debe estar siempre preparado para matar a un amigo. Es uno de los muchos secretos a voces del negocio, ya que es la prueba más certera de su capacidad de gobernar y mantener el respeto de sus hombres. Eliminar a un enemigo implacable requiere poco más que tener la oportunidad, la suerte y la voluntad de apretar un gatillo. Pero acabar con la vida de alguien considerado íntimo, a pesar de una traición previa, requiere una determinación que muy pocos poseen.
—Nunca hablamos sobre esto, Ang y yo —me explicó una vez Pudge—. Me imagino que no queríamos tener que llegar a pensar nunca en ello. Nos queríamos más que si fuéramos hermanos. Pero en caso de que el negocio lo hubiera requerido, no me cabe la menor duda de que me habría disparado, igual que yo le habría disparado a él. No quiero decir con esto que nos hubiéramos sentido felices haciéndolo o que no hubiéramos llorado cuando todo hubiera acabado, pero lo habríamos hecho. No hay otra alternativa. Ningún gánster tiene otra alternativa.
Yo sabía que eran asesinos, pero jamás me sentí en peligro estando en su compañía. Cuando era pequeño, disfrutaba escuchando sus historias y apreciaba la sensación de misterio y aventura que les rodeaba. Ya de adulto, jamás me permití el lujo de juzgarles, aunque a veces me cuestionara mi propia falta de inquietud ante su habilidad por acabar con la vida de alguien. No resulta sencillo amar a gente dispuesta a matar con tanta facilidad. Cuando, por ejemplo, los hijos de Angelo se enteraron de la verdad sobre su padre, no quisieron acercársele más. Fue una puerta que se negaron a abrir. Pero para mí era distinto. Me educaron con ellos y estaba completamente al corriente de sus reglas asesinas. Tomar otra actitud habría significado dar la espalda a los dos hombres que más quise en mi vida.
Mary llevaba varios minutos sentada en silencio observando a Angelo, con la cabeza tambaleándose a causa de la cantidad de recuerdos que había estado conjurando durante la larga noche que llevábamos juntos. A mis espaldas, el sol del amanecer daba vida a la ciudad y, fuera de la habitación, las enfermeras andaban ocupadas con el cambio de turno.
—Le daba tanto miedo encariñarse de alguien —dijo finalmente, volviendo a mirarme—. Todas las personas que quería acabaron muriendo.
—También sentía cariño por usted —dije—. Al menos, por la forma en que usted habla de él, creo que también lo sentía. Y usted sigue viva.
—Hay formas muy distintas de morir —dijo Mary—. A veces, las palabras hacen mucho más daño que una bala. Y Angelo lo veía así.
—¿Es lo que hizo con usted?
—Y contigo —dijo ella.
—¿Entonces por qué estamos aquí? —pregunté—. ¿Por qué somos los únicos que aún nos preocupamos por él?
—Quizá no sacó de nosotros todo el amor que sentíamos por él —dijo Mary. De repente, su preciosa cara se llenó de tristeza.
—¿Por qué no? —Un ataque de ira añadió cierto sentido a mis palabras—. Si era tan inteligente, tan despiadado, ¿por qué no logró que llegáramos a odiarle tanto como para desear verlo muerto?
Mary echó su silla hacia atrás y se encaminó hacia la puerta situada en una esquina de la habitación. Caminaba cabizbaja, con las manos balanceándose a ambos lados de su cuerpo, digna, sin perder la compostura.
—Tal vez no lo quería así —dijo, dándome la espalda—. La respuesta podría ser tan sencilla como ésta.
Entonces salió al pasillo, la puerta cerrándose tranquilamente a sus espaldas, dejándome a solas con Angelo en el silencio de la habitación del moribundo.
El perro lobo albino aprisionó con la mandíbula el musculoso cuello del pitbull. La multitud humana situada en torno al foso gritaba entusiasmada y lanzaba más dinero en la enorme caja situada junto a Jack Wells.
—Dobla mi apuesta, Big Jack —gritó un tipo barbudo vestido con mono de trabajo y un abrigo de cazador—. Y prepárate para ver morir a tu pitbull favorito.
—Será un placer aceptar tu dinero —gritó Wells a modo de respuesta—. Si pierde ante un perro albino, la verdad es que mi viejo Grover no merece otra cosa que la muerte.
El pequeño granero estaba lleno de humo y de gente. Unos sesenta hombres se amontonaban formando círculo en torno a una valla divisoria, contemplando el sangriento deporte de las peleas de perros y apostando en ello. Una vez al mes, fuera cual fuera la época del año o lo que sucediera en su vida, Jack Wells se dejaba caer por una granja vacía situada en Yonkers con el objetivo de dirigir una serie de encuentros entre los perros más fieros de los tres estados colindantes. Junto a las paredes había hileras de barriles de cerveza y jarras vacías y era posible obtener botellas de whisky a precio de descuento; las apuestas podían alcanzar fácilmente los cinco mil dólares por pelea.
Para ser declarado perdedor era imprescindible que el perro acabara muriendo. Grover, el pitbull de Jack Wells, cuyo nombre debía a Grover Cleveland, el presidente americano favorito del gánster llevaba dos años en el ruedo y seguía sin perder un encuentro, saboreando sólo… y literalmente, la caliente sangre de la victoria. Entre combate y combate, el perro era alimentado con los mejores cortes de buey crudo. Le bañaban diariamente con una mezcla de lejía pura, jabón de manos e hielo para que la piel se mantuviera áspera al tacto y resultara difícil de cortar. A diario, le afilaban artificialmente los incisivos. A Grover no le estaban permitidas las muestras de cariño, su vena debía mantenerse a punto para las peleas mensuales en el circo de arena. Los días en que no había pelea programada, permanecía encerrado en una gran jaula de malla situada en la parte trasera del granero y los encargados de cuidarle, le pinchaban regularmente con unos palos largos y puntiagudos. Cada noche, antes de la cena, le ponían una larga correa de cuero alrededor del cuello y lo sacaban a pasear por los campos de los alrededores donde podía perseguir hasta matarlos a diez conejos vivos puestos expresamente a su disposición. Aquel trato inhumano tenía un claro propósito. Grover era el perro más mezquino de la arena y todos los propietarios temían ponerle frente a su mejor animal.
—Si los chicos de mi banda fueran la mitad de listos que ese perro —solía despotricar Wells—, tendría en mis manos muchos más territorios. Sería dueño de la mitad de este maldito país.
Wells sostenía una cerilla encendida junto al extremo del puro, contemplando como Grover se escabullía del ataque del perro lobo y abrazaba con los potentes músculos de la mandíbula una de sus patas traseras. Grover hundió los dientes con todas sus fuerzas y el sonido del hueso roto pudo oírse aun a pesar de la algarabía de la multitud. Wells apagó la cerilla soltando un hilillo de humo blanco por la boca y sonrió, presintiendo una victoria más de aquel perro sin rival. Se volvió hacia la derecha, donde estaba el propietario del perro lobo.
—Hazle un favor a tu perro —gritó—, pégale un tiro y mátale antes de que mi Grover empiece a despedazarlo. Un par de minutos más y no podrás ni vender su esqueleto a los que compran comida para perros.
El hombre, vestido con un traje de tres piezas y sombrero hongo, lanzó al suelo un puñado de dinero, dio media vuelta y salió del granero. La multitud se apiñaba, silenciosa, observando la carnicería que tenía lugar a sus pies. En aquellos momentos, el perro lobo estaba tendido en el suelo, el pelaje blanco manchado de sangre, la mitad de su tórax abierta. A Grover le salía espuma por la boca, mordía y masticaba frenéticamente, destripando carne y huesos.
—La partida ha terminado, Wells —gritó un hombre desde el lado opuesto de la valla—. Ordénalo y deja que la pobre bestia muera en paz.
—Ha terminado cuando yo diga que ha terminado —replicó a gritos un enfurecido Wells—. Y esto no sucederá hasta que no vea a mi perro de pie sobre el otro muerto.
Angelo Vestieri aguardaba detrás del gentío, con la espalda apoyada contra un montón de heno fresco, observando como Wells batallaba contra una curiosa mezcla de granjeros, cazadores y matones. Llevaba toda la tarde allí, resguardado por las amplias espaldas y los brazos levantados de los hombres ansiosos por disfrutar de una visión más cercana y de apuestas mayores, con los pulmones ardiendo debido al humo que inhalaba constantemente sin poder remediarlo. Sabía que aquélla sería la última pelea de la noche y que pronto empezaría a dispersarse la multitud, rumbo a casa con lo que quedara de su dinero y sus perros. También sabía, según lo que le había explicado Ida el Cisne años atrás, que Jack Wells sería el último en abandonar el granero.
Estaba casi amaneciendo y Jack Wells seguía en el foso ensangrentado del granero contando las ganancias obtenidas. Grover estaba a su lado, agotado y herido, bebiendo agua fresca de un recipiente; la espuma blanca, densa como la manteca, seguía resbalándole por las comisuras de la boca. Wells dobló los billetes y despidió con un movimiento de cabeza al último rezagado, un granjero de mediana edad que salía del recinto por una puerta lateral con un rotweiler envuelto en vendajes. Se inclinó y acarició lentamente el lomo de Grover para comprobar la gravedad de las heridas.
—Eres un tipo duro, se necesitan más de un par de mordiscos para dejarte fuera de combate —le dijo al perro. Hablaba con el orgullo de un padre—. Te curaremos y volveremos aquí de nuevo pero por última vez. Después, te doy permiso para dimitir y tirarte a todas las putas que puedas.
Grover gruñó y siguió bebiendo agua con total indiferencia. El perro tenía la mirada perdida, la nariz hinchada llena de mocos y sangre y respiraba todavía acaloradamente. Debajo de las cuatro patas se habían formado pequeños charcos de sangre.
—Me ha costado cierto tiempo, pero finalmente lo he entendido —dijo Angelo, apareciendo por sorpresa por la parte trasera del granero, Iluminado por las bombillas que colgaban del techo y mirando a Wells y a su perro—. Eres de los que ordenan matar pero nunca se manchan las manos con sangre. De los que disfrutan viendo como los demás pelean por ellos. Incluso su propio perro.
Wells alzó la vista al oír las palabras de Angelo. Grover mostró una hilera de dientes y ladró flojito, más una cuestión de rutina que una verdadera amenaza.
—No sabía que te gustaban las peleas de perros —dijo Wells—. Espero que no hayas perdido mucho dinero en las apuestas por culpa de mi chico.
—No —dijo Angelo—. No perdí nada.
—Me encantaría poder ofrecerte algo de beber —dijo Wells, encogiéndose de hombros—. Pero este mes voy de baja en cuanto a bebida. No sé si te has enterado, pero hace muy poco saquearon uno de mis almacenes del Bronx.
—No bebo —dijo Angelo—. Y jamás actuó contra un socio a menos que éste me dé un buen motivo para hacerlo.
Jack Wells dio una patada a una piedra y se acercó a Angelo. El perro ensangrentado estaba tendido en el suelo, apoyando la cabeza contra el recipiente del agua y con los ojos adormilados.
—Te diré una cosa —dijo—. Voy a darte la oportunidad de salirte de ésta. Todavía eres joven y probablemente tienes una buena tajada ahorrada de todo lo que llevas ganado. Es tu oportunidad para salir de este mundo, para salir con lo que tienes y salir con vida. Es el mejor trato que jamás he ofrecido a nadie.
—Me encanta mi trabajo —dijo Angelo. Hablaba con tono tranquilo y firme, tenía las manos en los bolsillos del pantalón y la mirada fija en Wells—. Y soy demasiado joven como para pensar en retirarme.
—Y también demasiado joven para morir —dijo Wells—. Y tan seguro como que las monedas de cinco centavos llevan un búfalo dibujado, que te veo muerto un día de éstos.
Angelo echó un vistazo al granero, con toda la tranquilidad del mundo, observando los bloques de heno amontonados en pilas de tres y los establos de los caballos, cerrados y limpios. Se volvió a su izquierda y miró de soslayo la valla, las barandillas aún goteando sangre, la tierra parduzca mezclada con los restos de huesos y carne.
—¿Qué mejor momento que ahora? —dijo.
Wells flexionó la cintura y se precipitó contra Angelo, que se preparó para el golpe, con los brazos extendidos, las piernas separadas y los zapatos negros hundidos en la tierra. Angelo soltó un gruñido al rodear a Wells con sus brazos y atizarle un rodillazo en el estómago. Cayeron al suelo, chocando contra la puerta abierta de un establo de caballos. Wells se debatía tratando de apartarse de la cabeza y el pecho de Angelo, mientras una lluvia de puños se desplomaba sobre sus costillas y su cara y le hacían buscar aire desesperadamente. Angelo agarró un puñado de tierra y lo lanzó a los ojos de Wells, cegándole por un instante, luego le dio un puñetazo en el estómago y se puso en pie. El pecho le quemaba y la sangre resbalaba por la comisura de sus labios.
—No eres lo suficientemente bueno como para derrotarme —dijo Wells, respirando a bocanadas—. Y nunca lo fuiste. Si quieres saber la verdad, tu esposa habría peleado mucho mejor que tú.
Angelo se puso en pie de un brinco y se abalanzó de nuevo contra Jack Wells, chocando con la espalda contra una vara de madera. Empezó a dar puñetazos cegado por la furia, atacando a Wells desde todos los ángulos posibles, lanzándole derechas e izquierdas a la cabeza, hundiéndole repetidamente la rodilla derecha en el estómago y la entrepierna. No necesitó mucho tiempo. Wells se derrumbó lentamente en el suelo, las piernas hechas un nudo, con la cabeza cayendo hacia un lado. Angelo siguió golpeándole y atizándole puntapiés; sus zapatos, con las puntas manchadas de sangre, se movían del suelo de tierra hacia la cara de Wells a ritmo lento. Las bodones angulosas de Angelo estaban empapadas de sudor. Tenía los nudillos pelados y completamente enrojecidos.
Un brazo musculoso surgió de repente por detrás de Angelo y dio fin a la pelea.
—Ya ha recibido su merecido —le dijo Pudge a Angelo al oído, tirando de él con fuerza.
Angelo respiraba con dificultad, el aire salía de su boca con un silbido, tenía el pelo alborotado y la cara colorada. Miró a Pudge por encima del hombro y asintió con la cabeza.
—Ayúdame a arrastrarlo hasta el foso —dijo.
Angelo agarró a Wells por debajo de los hombros, Pudge lo cogió por las piernas y sacaron su cuerpo del establo. Se detuvieron frente a la valla divisoria y Pudge abrió el pestillo de una patada. Empujaron a Jack Wells hasta el centro del campo de batalla de los perros, dejándolo caer de espaldas al suelo pero con la cabeza aplastada contra la tierra. Quedó allí con los miembros completamente extendidos y aturdido, descansando sobre los restos de huesos, charcos de sangre y cuerpos partidos en dos de animales muertos. Pudge extrajo dos pistolas de sus cartucheras y entregó una de ellas a Angelo. No esperaron a que Wells hablara. Ni dijeron ellos palabra. Ni Angelo ni Pudge tenían interés alguno por oír súplicas o sentimentalismos o declaraciones de venganza. Sólo les interesaba una cosa, así que subieron a la parte alta del foso y vaciaron sus armas sobre Jack Wells, doce balas en total. Y en cuanto acabaron, lanzaron las armas al foso y desaparecieron.
La guerra había terminado.
—En esa esquina hay alguna manta para los caballos —le dijo Pudge a Angelo. Estaba junto a Grover, el perro sangraba todavía y gemía de dolor.
—¿Para qué necesitamos un perro? —preguntó Angelo, saltando por encima de los montones de heno y palpando en la oscuridad una manta gruesa de color marrón—. Y más concretamente uno que nos mordería a la primera oportunidad que se le presentase.
—Siempre podríamos utilizarlo como un amigo más —explicó Pudge. Cogió la manta que le pasaba Angelo, se arrodilló, y envolvió con ella al perro. Se puso en pie, con Grover pegado a su pecho—. Y si alguna vez nos metemos en apuros, sabemos que es capaz de defendernos.
Pudge empezó a caminar en dirección a la puerta doble que daba al exterior.
—Lo llevaremos al médico que cuidaba del perro de Angus. Si alguien es capaz de curarlo, es él.
—Este perro es un asesino —dijo Angelo, siguiendo la sombra de Pudge y volviéndose un instante para mirar a Jack Wells por última vez—. Creo que debía recordártelo por si acaso se te ha olvidado.
—Y nosotros también —dijo Pudge, deteniéndose y dando media vuelta para mirar a Angelo a la cara—. Por si acaso se te ha olvidado.