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Verano, 1923

Era una época muy movida.

El vendedor de seguros Juan Terry Trippe, de veinticuatro años de edad, abandonaba su trabajo para unirse a su amigo John Hambleton e iniciar un servicio de taxi por avión que llamaron Pan American World Airways. Se abría en San Francisco el primer supermercado del país y Frank C. Mars, un fabricante de caramelos de Minnesota, ganaba 72 800 dólares en menos de un año gradas a una nueva chocolatina que denominó Milky Way. Se publicaba el primer ejemplar de Tune y había más de trece millones de automóviles colapsando las carreteras. Adolf Hitler y Benito Mussolini iniciaban maniobras para apoderarse de Europa. En los Estados Unidos, trabajadores y ejecutivos aflojaban al gobierno enormes sumas de dinero en forma del impuesto por ingresos federales creado por John D. Rockefeller Jr., quien pagó 7,4 millones de dólares con las tarifas vigentes.

Y en la ciudad de Nueva York, los gánsteres eran cada vez más ricos.

Era un período de expansión y agitación y todo ello iba en favor de los intereses del gánster. No hubo ley en la historia que les aportara mayores ganancias personales que la, en principio denominada, ley prohibicionista, conocida posteriormente como la ley Volstead, que convertía en crimen la venta de bebidas alcohólicas en cualquier punto de los Estados Unidos. La ley, publicada el 20 de octubre de 1920, fue algo así como la comadrona que colaboró en el nacimiento del crimen organizado del siglo XX. Abrió la válvula y ofreció al gánster con iniciativa la posibilidad de convertirse en rey de docenas de mercados sin explotar, incluyendo el transporte por carretera, la distribución y las salas de fiesta… todo lo que ayudaba a conseguir la jarra de cerveza por cinco centavos que deseaba el público.

El gánster organizaba sus recursos adecuadamente siempre que aparecía la oportunidad de ganar dinero.

Angus McQueen y todos los de su calaña estaban perfectamente preparados para ganar dinero cuando en 1919 explotaron los disturbios raciales en veintiséis ciudades, dejando los bolsillos de los negros urbanos más pobres de lo que ya eran. Triplicaron el número de locales de apuestas en los barrios más pobres, colocando la apuesta al número del día al irrisorio precio de un penique. Las bandas empezaron rápidamente a disfrutar de beneficios que rondaban los diez mil dólares semanales en lo que en las calles recibió el nombre de «los números de los negros».

El juicio circense de Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, arrestados por robo y asesinato en Massachusetts, convenció a una minoría silenciosa de italoamericanos de que la justicia no existiría nunca en su patria adoptiva, haciéndolos más que receptivos a las propuestas de reclutamiento de gánsteres italianos. Además de esos sacrificados trabajadores, había tres millones y medio más de americanos sin trabajo, veinte mil negocios cerrando anualmente y unas perspectivas cada vez más negras. Los gánsteres, una vez más, fueron los primeros que capitalizaron rápidamente esa disponibilidad de mano de obra barata, ofreciendo buenos sueldos libres de impuestos a cambio de un disparo de pistola o un atraco nocturno.

En 1922, salió a la calle el New York Daily Mirror que, junto con el también recién nacido New York Daily News y otras publicaciones, dedicaban reportajes completos y detallados a los matones más famosos, convirtiéndolos así en nombres y caras reconocibles por todos y colaborando con ello a que la imagen pública del gánster fuera la de una celebridad.

—No se me ocurre otro momento mejor para empezar nuestra carrera —me comentó Pudge en una ocasión—. Era casi como si la gente quisiera que pasáramos, compráramos y nos hiciéramos los dueños del lugar. Donde quiera que miraras, las cosas se ponían a nuestra disposición. Prohibiciones, la Depresión, los problemas en Europa, lo que quieras. Y siempre encontrábamos la manera de transformar la miseria en dinero. Nos acostábamos pobres y nos despertábamos ricos. En aquellos tiempos, los matones eran los únicos capaces de conseguir que eso sucediera lo más rápidamente posible.

Angelo Vestieri y Pudge Nichols paseaban el uno junto al otro por West Side Street dando buena cuenta de un bocadillo de carne asada.

—¿Quieres un café antes? —preguntó Pudge—. Tenemos tiempo.

Angelo dijo que no con la cabeza.

—Acabemos de una vez con esto —dijo.

Angelo tenía ya diecisiete años. Durante el tiempo que llevaba con Angus McQueen había crecido y sus facciones se habían tomado más angulosas.

Los ojos oscuros y vivos y unos pómulos de marfil resaltaban en su bronceado rostro; iba peinado siempre hacia atrás y nunca podía evitar que un par de rizos le cayeran sobre la frente. Apenas sonreía y ocultaba su personalidad, alerta en todo momento, detrás de un manto de indiferencia perfectamente estudiado. Siempre elegía camisas y jerséis varias tallas más grandes de lo que le correspondía pretendiendo, con ello, ocultar su delgadez. Parecía algo más robusto, aunque aquella costumbre perpetuó en él su aspecto desangelado.

Pudge, con veinte años, seguía teniendo cara de niño. Era de sonrisa fácil aunque también fácilmente irritable y las pecas que en su día poblaron su cara habían sido sustituidas por una incipiente barba masculina. Su torso era duro como una piedra y sus brazos, con bíceps parecidos a los de Popeye, le habían proporcionado unas cuantas victorias en combates de lucha libre. Le gustaban los jerséis gruesos y las camisetas, dependiendo del tiempo, y su pelo rubio y rizado estaba siempre alborotado. Caminaba con el paso confiado de un gamberro callejero… pecho hinchado, brazos cruzados, cada paso que daba tenía su razón de ser.

—¿Qué sabes de este tipo? —preguntó Angelo, empujando el último pedazo de bocadillo hacia el interior de su boca.

—Sólo lo que Angus me contó —dijo Pudge—. Más alguna cosilla que me han contado en la calle. Se llama Gavin Rainey, pero responde por Gapper, al menos allá abajo en los muelles. Dicen que es tan feo como asqueroso.

—Me suena este nombre —dijo Angelo—. Tiene una cuadrilla trabajando cerca de los túneles.

—El mismo —dijo Pudge—. Se dedican a asuntos de poca monta. Chantajes a tenderos, transportes baratos, el dos por ciento de los atracos callejeros, ese tipo de cosas.

—Asaltar uno de nuestros clubes no entra dentro de esa categoría —dijo Angelo.

—Entrar en un antro significa tomarse muchas molestias, a no ser que esperes obtener un gran botín —dijo Pudge, que al ver el tráfico que se acercaba cruzó la calle arrastrando a Angelo con él.

—¿Qué se llevaron?

—Quinientos en billetes y algunos abrigos y chaquetas —dijo Pudge, despachando el asunto—. Además de eso, montaron un número en la barra. Creo que eso cabreó más a Angus que el asalto.

—El club sólo lleva tres semanas abierto —dijo Angelo—. Y ha costado arrancarlo.

—Probablemente ésta es la razón por la cual ese imbécil lo eligió. Fue allí esperando un pequeño botín, imaginándose que no nos importaría.

Angelo se detuvo y se volvió hacia Pudge.

—Pues imaginó mal —dijo Angelo.

Una hora más tarde, el Ford sedán se detenía de repente. Spider MacKenzie iba al volante. Miró a Angelo y Pudge, cogió su sombrero y salió del coche.

—¿Qué haces? ¿Parar en Jersey a comprar un bistec? —preguntó Pudge, irritado por tener que esperar.

—Tráfico —dijo MacKenzie.

Timothy «Spider» MacKenzie rozaba la treintena, acicalado, buenos modales y ciegamente leal a Angus McQueen. Nunca hablaba a menos que fuera absolutamente necesario, tratando la pronunciación de cada palabra como si fueran trabajos forzados. Estaba con McQueen desde los inicios, desde la época de los Gophers, y había pasado de recadero a guardaespaldas y chofer en menos de una década. Era también el que hacia cumplir la ley del jefe de la banda y utilizaba indistintamente porras, llaves inglesas de latón o armas para silenciar a cualquier víctima.

—¿Te imaginas que estará solo? —preguntó Pudge.

—Es un gran bebedor —explicó Spider—. Espero que esté durmiendo la mona.

Angelo observó el bloque de pisos situado en el lado opuesto de la avenida.

—No importa que esté solo o acompañado por una multitud, debemos entrar igualmente.

Pudge contempló como Angelo echaba a andar. Con los años, desde que Ida el Cisne forjó su alianza, se habían convertido en inseparables. En aquel tiempo, Angelo se dedicó a escuchar y aprender las lecciones que le prepararían para la vida de gánster. De hecho, poseía de entrada muchos de los atributos necesarios para alcanzar el éxito: no conocía el miedo, nunca se negaba a cumplir una orden y estaba preparado para que incluso el mejor plan se torciera. Tenía ansia de luchar, aunque era reacio a utilizar la fuerza. Angelo poseía una habilidad innata para convertir un enemigo en amigo con la ayuda de una frase adecuada en el momento adecuado o de una buena tajada en un nuevo negocio. Era ese rasgo, más que ningún otro, el que le permitiría sobrevivir mucho más tiempo que los otros gánsteres. Pudge estaba siempre dispuesto a apretar el gatillo. Pero Angelo sabía que, a la larga, aquél era el camino equivocado. La supervivencia de un gánster no dependía de la destrucción de sus enemigos, sino de la fuerza de sus aliados. La habilidad para conservar socios prósperos en el campo de los negocios era, a fin de cuentas, lo que mantenía con vida a un gánster de éxito. Y en ese aspecto. Angelo Vestieri no necesitaba recibir lecciones de nadie.

Gavin Rainey estaba sentado en una silla de madera de respaldo rígido esperando morir.

Era un hombre alto y los mechones de pelo le caían inevitablemente sobre una cara marcada por los granos. Las gotas de sudor resbalaban y le entraban en los ojos. Parecía mucho más joven de lo que Angelo y Pudge se habían imaginado y la mala reputación que tenía en la calle no se le veía por ningún sitio. El porte de tipo duro le abandonó en el mismo instante en que vio a los tres hombres entrar en el vestíbulo del edificio sin ascensor donde vivía. Spider MacKenzie agarró a Rainey con las dos manos sin decir palabra, le subió a rastras dos tramos de escalera y le obligó a entrar en su coqueto apartamento de dos habitaciones.

—Podéis sacarme lo que queráis —suplicó Rainey—. Lo único que debéis hacer es pagar mi deuda a McQueen.

—No es tanto lo que robaste como lo que hiciste —dijo Pudge—. Parece ser que es la forma con que te largaste con ello.

Spider MacKenzie sacó un revólver del interior de su chaqueta, dio unos pasos y acercó la culata a la frente de Rainey. Preparó el gatillo y miró a Angelo y Pudge esperando una señal.

—Le daré a McQueen la mitad de mi botín semanal —dijo Rainey. Chorreaba sudor—. Para compensarlo, para que no quede mal.

—¿A cuánto asciende tu botín? —preguntó Angelo.

—Saco unos setecientos a la semana. Limpio, después de pagar a mi gente.

—Es posible que si le entregas a McQueen los setecientos semanales, acabes el día sin una bala en la cabeza —dijo Angelo.

—¿Todo? —preguntó Rainey, sin apartar la mirada de Angelo—. No estoy dispuesto a entregarle todo lo que saco.

—El tío tiene una pistola apuntándole en la cabeza y aún intenta discutir un trato. —Pudge sacudió la cabeza—. Admiro tus cojones.

—Angus dijo que nos lo cargáramos —dijo Spider, presionando la pistola contra la frente de Gapper—. No que le hiciéramos socio.

—De un muerto no se saca nada —respondió Angelo. Permanecía en el fondo de la habitación, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, junto a una ventana abierta y mirando a Gapper fijamente—. ¿Verdad?

Gapper tragó saliva, pestañeaba para expulsar las gotas de sudor que le entraban en los ojos.

—Esto me deja a cero —dijo Rainey, levantó la vista para mirar a MacKenzie y vio en su mirada el deseo de apretar el gatillo.

—Y también te deja vivo —le dijo Angelo.

—Y no se te ocurra volver a meter las narices en nuestros locales —añadió Pudge—. Búscate el dinero en los antros de los demás.

—Esto no le gustará a McQueen —dijo Spider, mirando tanto a Angelo como a Pudge.

—Le gustará en cuanto empiece a contar el dinero cada semana —dijo Angelo.

—Bien ¿en qué quedamos? —le preguntó Pudge a Rainey—. ¿Hacemos negocios o encargo una corona de flores para que la entreguen en la funeraria?

Rainey cerró los ojos y respiró hondo. La camisa estaba empapada de sudor y el pelo pegado a la frente. Abrió los ojos y asintió.

—Tíos, no sois más que un puñado de ladrones —dijo—. Sólo quiero que lo sepáis.

—Gracias —dijo Angelo.

Ida el Cisne estaba detrás de la barra del café Maryland, llenando hasta el borde un vaso de whisky y encendiendo un cigarrillo. Miró a Angelo, sentado frente a ella comiendo un buen pedazo de tarta de cerezas.

—¿Quieres café para acompañar? —preguntó ella.

—Tal vez un poco de leche —dijo Angelo, con la boca aún llena de restos de pastel.

Ida se agachó bajo el mostrador y apareció de nuevo sosteniendo en una mano una botella de leche medio llena que había sacado de la nevera y un vaso vacío en la otra. Vertió el contenido de la botella en el vaso y se lo pasó a Angelo.

—Todos los gánsteres que conozco empiezan bebiendo leche porque les gusta —comentó ella, sonriendo y señalando el vaso—. Luego, cuando se hacen mayores, la beben porque no les queda otro remedio.

—¿Por qué? —preguntó Angelo.

—Problemas de estómago —respondió Ida—. Resultado de muchos años de guardarlo todo dentro, sin poder demostrar lo que sentimos de verdad, actuando como si nada nos diera miedo. Cuando lo que nos gustaría en realidad es echar a correr y escondemos en un lugar seguro hasta que acabara el tiroteo.

—Angus dice que resulta sencillo adivinar qué gánster ha pasado una temporada en la cárcel —dijo Angelo—. Acompaña sus comidas y bebidas con un vaso de leche. Esconde la úlcera que pilló estando en chirona.

—No es el tipo de trabajo más saludable, de eso estoy completamente segura —dijo Ida—. Y ésta es la razón por la cual estoy pensando que ha llegado el momento de largarme.

—¿Y hacer qué? —dijo Angelo, sorprendido—. Lo que conoces es este lugar y la gente que vive en él. Lo que te importa. Yo incluido.

—En este negocio es importante tener un sexto sentido —dijo Ida—. Tienes que intuir el momento bueno para entrar y el mejor para cerrar el chiringuito. Y a mí me ha llegado el momento.

—¿Qué harás? —preguntó Angelo.

—Trabajando aquí he ganado mucho dinero. —Echó un vistazo al café con el orgullo del propietario—. Y también he conseguido ahorrar una gran parte de él. Ahora es el mejor momento para hacer trabajar este dinero.

—Sabes, no tengo ni una fotografía de mi madre —dijo Angelo—. Es como si nunca hubiera estado viva. Josephina me ayudó un poco en este sentido, pero murió siendo yo aún muy pequeño. Para mí eres como una madre.

Ida el Cisne tenía la mirada fija en el vaso de whisky y sonrió.

—Y puedo seguir siéndolo —dijo en un susurro—. Sólo que no estaré aquí. Estaré en algún lugar en el campo, un lugar donde respirar aire puro y no tragar humo.

—¿Has elegido ya algún lugar? —preguntó Angelo.

Ida levantó la cabeza y asintió.

—Roscoe, Nueva York —dijo—. A unos doscientos cincuenta kilómetros de aquí. Mi abuelo murió hace un par de años y me dejó una casita con cinco acres de bosque. Lo único que debo hacer es comprar un coche, algo de mobiliario y depositar el dinero que me quede en el banco del pueblo.

—¿Y el café? —dijo Angelo—. ¿Lo venderás o lo cerrarás?

—Ninguna de las dos cosas —dijo Ida—. Os lo doy a Pudge y a ti para que lo dirijáis. Mientras el negocio aguante, da unos doscientos limpios a la semana. Me enviáis cincuenta y os quedáis el resto para vosotros.

—No tenemos ni idea de dirigir un local —dijo Angelo.

—Aprenderéis —dijo Ida—. O contratáis a alguien que conozca el negocio y que no os robe más que la parte de la caja que le corresponde.

—¿Cuándo te marchas? —preguntó él, viendo que cogía su vaso vacío y el plato para ponerlos en el fregadero.

—De aquí un mes, más o menos —dijo—. Tal vez un poco antes. No tengo mucho que llevarme y acabo ya de despedirme de una de las únicas tres personas que me importan.

—No sabía que lo que acabas de decirme era una despedida —dijo Angelo.

Ida el Cisne acarició la cara de Angelo y le miró directamente a los ojos.

—Hice todo lo que pude por ti —dijo—. Te he explicado casi todo lo que sé acerca del negocio que dirigirás a partir de ahora y lo que me haya olvidado tampoco te serviría de mucho, de cualquier modo. A partir de ahora todo depende de Pudge y de ti y no tenéis margen para cometer errores.

Angelo mantuvo la mano de Ida pegada a su cara. Le besó en la palma de la mano y se levantó para marcharse.

—Gracias —dijo en un murmullo.

—¿Por qué? —dijo Ida, encogiéndose de hombros y con una triste sonrisa dibujada en su rostro—. ¿Por haberte ayudado a convertirte en gánster? Si eres tan listo como crees, llegará el día en que acabarás odiándome.

—Nunca llegará ese día —dijo Angelo, saliendo del café. Ida el Cisne se sirvió un whisky más y contempló su marcha.

Angelo estaba sentado en un extremo de la pequeña mesa de la cocina, mojando una gruesa rebanada de pan italiano en un plato de lentejas con salchichas. Rozó con el codo una jarra llena del vino tinto que preparaba un cura del barrio. Levantó la vista cuando su padre entró en la estancia, cargando una vieja maleta de color marrón en la mano derecha y una chaqueta fina de color azul en la izquierda. Paolino soltó la maleta sobre el suelo de madera.

—Me marcho —le dijo a su hijo—. Para bien. No tenemos ninguna necesidad de seguir viviendo como vivimos.

—Debe ser algo en la atmósfera —dijo Angelo—. Todo el mundo quiere marcharse de la ciudad.

Angelo bebió un buen trago de vino y sacudió la cabeza.

—¿Qué quieres? ¿Que te lo impida o que venga contigo? —preguntó.

—Ni lo uno ni lo otro —dijo Paolino—. Ya no formas parte de mí. Les perteneces a ellos. A esos que te han enseñado tan bien lo que es el odio.

—Me han enseñado lo que necesitaba aprender —dijo Angelo.

—No necesitabas aprender a robar —dijo Paolino—, ni a coger el dinero que otros obtienen trabajando, ni a obligarlos a pagar el dinero que no tienen. Ahora vives en compañía de criminales y es ahí donde perteneces.

—¿Y a qué lugar te gustaría que perteneciese, Papa? —preguntó Angelo, apartando la silla del extremo de la mesa—. ¿Al tuyo?

—Hubo un tiempo en que esto era mi mayor deseo —dijo Paolino—. Pero también se ha desvanecido, junto con todos mis otros sueños.

—¿Y qué queda de ello, Papa?

—Sólo lo que tienes ante ti —dijo Paolino—. Y no es un lugar donde deba estar mi hijo. Sea gánster o no.

Paolino contemplaba a su hijo con la mirada de un hombre derrotado. Cogió de nuevo la maleta, dio media vuelta y abrió la puerta del piso. Angelo se levantó de la mesa, llevando la jarra de vino en la mano, para ver como su padre salía de su vida. Angelo miró entonces por la ventana abierta de la cocina. Examinó los callejones de los patios interiores, los tejados alquitranados y los tendederos que caían hacia abajo debido al peso de las sábanas recién limpias. Se puso la mano en la cara, las lágrimas le mojaron los dedos, su cuerpo arrojando todo el dolor que tan bien había aprendido a ocultar.

Adio Papa —susurró Angelo—. Adio.