17
Verano, 1970
Hacía ya dos meses que cuatro estudiantes habían resultado muertos en manos de la Guardia Nacional durante una manifestación nocturna que había tenido lugar en la Kent State University de Ohio y en la que se protestaba contra una guerra que nadie decía querer o comprender. Eran mis años en el instituto y el mundo a mi alrededor parecía a punto de explotar. Estudiantes terroristas, respaldados por el dinero de la clase media-alta, se dedicaban a construir bombas caseras en los edificios de piedra caliza roja de Greenwich Village, artefactos destinados a derrocar un sistema que habían llegado a detestar. Había secuestros aéreos regulares en los vuelos con destino Nueva York, Tel Aviv y Londres, mientras grupos de hombres y mujeres armados discutían a voz de grito por la paz dejando una estela de cadáveres de inocentes a su paso. William Calley, lugarteniente del ejército de los Estados Unidos, iba a ser juzgado por el asesinato de veinte civiles en My Lai, un lugar del que desconocía su existencia hasta que leí en los periódicos el nombre de los fallecidos. Y en Nueva York, igual que en el resto de los Estados Unidos, la generación devota del amor libre y la paz estaba colgada en el sabor caro y adictivo de la cocaína y causaba estragos en los silenciosos círculos del crimen organizado.
Angelo y Pudge odiaban los tumultos, más aun si entraban en conflicto con el mundo cerrado que con tanto esmero habían construido. Observaban cínicamente las palabras de paz que con tanta facilidad salían de las bocas de aquellos que parecían tan íntimamente unidos con los alborotos. Les preocupaba una guerra sin fin cuya existencia ni ellos, gánsteres como eran, se veían capaces de justificar. Y no confiaban en los líderes de la época, más allá de las palabras de consuelo veían un par de ojos ávidos por hacerse con el poder que tanto proclamaban desdeñar.
—Fueron momentos complicados —decía Angelo—. Tanto para el país como para nosotros. Normalmente, las épocas problemáticas se nos daban bien. Pero aquella vez no. Nuestros negocios sufrieron mucho, mucho más que con cualquier guerra entre bandas. Los jóvenes de todos lados daban la espalda a los convencionalismos sociales. Y, en consecuencia, los jóvenes gánsteres ignoraban también las reglas del hampa. Había días en que llegué a pensar que el país acabaría abocado sin remedio en una revolución de masas. No sé qué habría sido de nosotros de haber pasado algo así. Nada bueno. Y aún hoy día seguimos pagando todos los problemas que sufrimos en aquella época.
Durante esos años, dividía mi tiempo entre el instituto y mi formación como gánster. Intentaba por todos los medios mantener ambos mundos separados, incapaz de saber si sería capaz de manejar la situación en caso de que llegaran a colisionar entre ellos. Iba a un colegio privado, era buen estudiante, me gustaban las clases de Francés, Inglés y de Historia y mantenía mis amistades en un número mínimo. La directiva del colegio sabía que vivía con Angelo y Pudge y uno de ellos, o ambos, acostumbraban a estar presentes en las reuniones escolares. Nunca eché de menos unos padres de verdad. No creo que nadie pudiera llegar a quererme tanto como esos dos hombres que me ofrecieron un hogar. Angelo me transmitió su amor por la lectura y yo siempre tenía un libro en la mano. Gracias a Pudge, que devoraba periódicos y revistas, aprendí a abrirme camino entre las secciones de crímenes y deportes. Los profesores del colegio crearon una fundación educativa dedicada a los clásicos. Seguí mis propios instintos juveniles con las obras de Alejandro Dumas, Jack London y Rafael Sabatini. Angelo y Pudge complementaron mi educación con historias incluso más sabrosas. Gracias a ellos, lo aprendí todo sobre la formación de Murder, Inc. y sobre el asesinato del Half-Moon Hotel. Supe que el hampa era propietaria de ciertos equipos de luchadores y boxeadores y que vaciaban las carteras mucho antes de que se llevaran a cabo los combates. Leí mucho sobre los antiguos grandes jugadores de béisbol y me explicaron que muchos de ellos estuvieron relacionados con el crimen organizado. Lo sabía todo sobre Willie Sutton y los bancos que había atracado y sobre Crawley Dos Pistolas y su famoso secuestro con rehenes en Upper West Side, origen de la película de James Cagney, Inocentes con caras sucias.
Era imposible pedir una educación mejor.
No me faltaba de nada. Con sólo pedirlas, conseguía entradas de primera para espectáculos de Broadway, conciertos y acontecimientos deportivos. En una década en la que la mayoría de adolescentes iban vestidos con pantalones vaqueros rotos, camisetas descoloridas y llevaban el pelo largo, yo iba con chaquetas italianas y polos de importación y desfilaba cada semana por la peluquería. Recibía una educación completamente distinta a la de la gente de mi generación y observaba lo que ocurría a mi alrededor más como un espectador que como un participante. Mientras que los adolescentes que aparecían en las noticias de la noche participaban en manifestaciones por la paz o los derechos de la mujer, yo iba a las carreras con Angelo y Pudge y volvía a casa bronceado y con los bolsillos llenos con las ganancias obtenidas. Mientras que los chicos quemaban las cartas con las que eran llamados a quintas y las mujeres tiraban a la basura el sujetador, yo salía con Nico a recoger el dinero de las deudas contraídas por aquellos que ya no sabían de dónde sacar líquido con que alimentar sus carísimos vicios.
Siempre que pienso en aquellos años, los recuerdo con cariño y orgullo. Era el período de los mayores trastornos políticos y sociales de los Estados Unidos y yo era la persona más feliz del mundo. Había encontrado la paz aceptando el tipo de vida de un joven gánster. Me resultaba sencillo imaginarme así aunque, la verdad es que me faltaban aún diez años para llegar realmente a serlo. Me estaba permitido echar una ojeada de vez en cuando a aquel mundo oscuro y disfrutar de sus prebendas, todo ello con el objetivo de que me resultara atractivo y persuasivo. Pero nunca me había encontrado todavía en una posición en que me viera obligado a realizar auténticas maniobras, de gánster, decidir el destino de un hombre, estar presente en el momento fatal de disparar la bala. Esto quedaba reservado para más adelante, para cuando ya no pudiera dar marcha atrás y para cuando no me quedara otra elección. De vez en cuando, me daba el lujo de pensar en esos términos. Y era sólo entonces cuando experimentaba algún tipo de miedo.
La larga década de paz para Angelo y Pudge estaba llegando rápidamente a su fin. Las nuevas bandas étnicas que iban apareciendo suponían un desafío para la autoridad del viejo orden. Animadas por los ingresos masivos generados por el negocio de la droga, estaban tanto bien armadas como bien financiadas. Una banda compuesta por doscientos cincuenta negros, con base en las barriadas de pisos del Brooklyn y dirigida por Little Ricky Carson, veintitrés años, antiguo jugador de fútbol de instituto típicamente americano, obtenía semanalmente cerca de cien mil dólares de beneficios netos gracias a la venta callejera de coca. Se autodenominaban los KKK, los Kool Knight Killers. A finales de primavera, se habían aliado con Pablito Munestro y su anillo de trescientos colombianos que trabajaban en Washington Heights, en Manhattan norte, con la intención, ambos grupos, de ampliar tanto sus territorios como sus carteras. Las bandas hispanas realizaban sus avanzadillas por las calles del Bronx y una banda renegada de italianos, los Barones Rojos, pretendía convertir la barriada de Queens en su territorio particular de las drogas.
Angelo y Pudge percibían entre sus propias filas la semilla del descontento. El olorcillo de las enormes cantidades de dinero que aportaban las drogas resultaba difícil de ignorar, especialmente por parte de los miembros más jóvenes a los que todavía les faltaban bastantes años para obtener sueldos elevados en la banda. Tanto Angelo como Pudge eran conscientes de que no podían seguir ignorando el negocio de la droga. En primavera de 1947, habían sugerido a la Comisión Nacional, el estamento regulador de los bajos fondos, el castigo con pena de muerte para cualquier miembro descubierto trabajando en negocios de ese sector. Pero la solicitud fue denegada.
—Nadie iba a ponerse de nuestro lado —me dijo Pudge—. Lo sabíamos incluso antes de exponer el tema sobre la mesa. Un gánster puede mantenerse alejado de muchas cosas y matar por los motivos más tontos. Lo que nunca hará, sin embargo, será mantenerse alejado del dinero, igual que nunca matará algo o alguien que pudiera aportárselo. Todo los que estaban allí reunidos sabían que tarde o temprano acabarían metidos en el negocio de la droga. Y que, o bien acabarían tremendamente ricos, o bien acabarían en la cárcel con una condena de cincuenta años sin libertad condicional. Era un riesgo que merecía la pena correr. Y hacia el verano de 1970, Angelo, de sesenta y cuatro años, y Pudge, de sesenta y siete, empezaron los preparativos de la que iba a ser su sexta y última guerra de bandas juntos. Incluso en esa fecha, vivíamos sin teléfono porque ambos creían que ese aparato era el peor enemigo del gánster. «Dime el nombre de un gánster al que le guste hablar por teléfono», solía decir Angelo, y es muy probable que esté entre rejas.
Parte del trabajo se realizaba en las calles, utilizando por rotación las cabinas telefónicas de las esquinas de un área que se extendía en un radio de diez manzanas en torno al bar. Angelo y Pudge nunca llamaban personalmente y, en el caso de que nos pidieran realizar la llamada a Nico o a mí, se trataba siempre de conversaciones que no significaban nada para nadie, exceptuando la persona situada en el otro lado del aparato. La mayor parte del plan iba implementándose lentamente en las distintas habitaciones situadas sobre el bar. Allí permanecían sentados más de una noche entera, dando vida a las maniobras que acabarían finalmente produciéndole la muerte a alguien.
Nunca, en todo el tiempo que llevaba viviendo con ellos, les había visto tan concentrados, con un lenguaje corporal que no se relajaba ni un instante, llegando a sus máximos extremos en los momentos de silencio.
—Nos preparamos para la guerra igual que un luchador se prepara para afrontar un campeonato —me explicó Pudge una noche, mientras ambos acompañábamos a Ida en uno de sus acostumbrados largos paseos—. Es imprescindible tener el cuerpo y la mente en plena forma. En estos momentos, hace mucho tiempo que Angelo y yo no nos veíamos obligados a salir a la calle para defender lo que creemos que nos pertenece. Y vamos a enfrentamos con rivales a los que no conocemos muy bien y que no hemos visto mucho. Es precisamente por eso por lo que el entrenamiento y la preparación deben ser perfectos. No se admiten fisuras, no hay espacio para el error. El luchador que sale KO del ring es precisamente por eso. Y en nuestro juego, eso es precisamente también lo que te conduce a la muerte.
Angelo estaba sentado en la mesa de la cocina, dando la espalda a una ventana abierta, frente a un plato de pasta con guisantes que seguía enfriándose. Se sirvió un gran vaso de leche embotellada. Pudge estaba sentado enfrente de él, mordisqueando una barra de pan, el plato de chuleta de ternera a la plancha con patatas abandonado a un lado, sustituido por un grueso montón de papeles llenos de nombres y afiliaciones situado entre cuchillos, tenedores y vasos de vino. Yo me encontraba sentado en el otro extremo de la mesa, junto a Nico, dando cuenta a una bandeja de carne con pasta.
—Justo cuando crees haber aprendido todos los nombres de las nuevas bandas que andan por ahí, va y aparecen una docena más —dijo Pudge, sacudiendo la cabeza y repasando la lista con un lápiz—. No hay forma de que se apañen entre ellos. ¿Cómo demonios se supone que debemos hacerlo?
—La estela del dinero te llevará hasta el jefe. —Angelo echó un vistazo al plato de pasta aún por empezar—. Eso sí que no cambia nunca.
—De acuerdo, pero lo que sigue siendo cierto es que nunca antes nos habíamos enfrentado a bandas de este tipo —dijo Pudge—. Ese Little Ricky se carga a una embarazada en una discoteca simplemente porque le ha pisado sus botas nuevas. La deja muerta en el suelo y sigue bailando. Eso no es matar por hacer negocios. Eso es hacerlo porque te gusta. Si vamos detrás de un tipo así, debemos acabar con él lo más rápidamente posible. Sobre todo, a nuestra edad.
—Lo que le hace creerse tan valiente e intocable son todas esas drogas que lleva en el cuerpo —dijo Angelo—. Que, además, le convierten en un estúpido. Es ahí donde debemos aprovechar para entrarle y conseguir que la diferencia de edad juegue a nuestro favor. Dejémosle que piense que somos viejos y débiles.
—No estaría del todo equivocado —dijo Pudge, dejando el lápiz—. Hace diez años que no toco una pistola y que no disparo contra nadie, últimamente me siento más como Chester que como Matt Dillon. ¿Pero qué demonios importa, de cualquier modo? Cualquiera de estos tipos que enviemos al otro barrio será sustituido enseguida por otro similar. Para nosotros, entrar en esto va a ser como Vietnam. Cuantos más matas, con más tienes que enfrentarte.
—Podríais manteneros al margen —dije, sin saber si era completamente adecuado que opinara o no en aquel momento—. No creo que necesitéis dinero. Y a los dos os he oído comentar que no os gusta en absoluto el aspecto que están tomando los negocios últimamente. Tal vez sería el momento adecuado para marcharse.
—Esto no tiene nada que ver con una empresa —dijo Pudge—. No hay plan de jubilación, ni acciones, ni bonos. En este negocio, el único posible comprador vendría acompañado por un par de balas. Además, hace bastante tiempo que no entramos en acción y empiezo a echarlo en falta.
—¿A qué crees que podríamos dedicamos? —preguntó Angelo—. Si es que decidiéramos dejarlo.
—Hicierais lo que hicierais, siempre sería mejor que acabar muertos en manos de esa gente. —No estaba echándome atrás en mi postura. Eran las dos personas que me habían educado y me habían querido y lo último que deseaba era que acabaran tendidos en charcos de su propia sangre y que los agotados viajeros del metro contemplaran sus fotos en titulares mientras tomaban el café de la mañana.
—Me imagino, entonces, que no nos pones en el lado de los vencedores —dijo Pudge, con un pedazo de ternera colgando del tenedor.
—No quiero veros morir.
Angelo me cogió la mano.
—No podemos simplemente marchar y retiramos en un pueblecito italiano. Cada día que pasáramos allí, seríamos conscientes de haber dado la espalda a nuestra forma de vida. Con el tiempo, se convertiría en una muerte mucho más dura que la provocada por una bala. Y sé que tampoco te gustaría vernos morir así.
Miré a Nico, buscando ayuda.
—A veces, la mejor forma de entrar en una pelea es pensando que eres incapaz de ganarla —dijo, mirando a Angelo—. Te ayuda a estar al límite. Alguien mucho más inteligente que yo me explicó que, antes de empezar la última guerra, nadie nos veía capaces de ganarla.
—Entonces, quiero ayudar —dije—. Si pensáis meteros en eso, yo también quiero estar metido en ello.
—Ya estás sentado en esta mesa —dijo Angelo—. Y esto ya te hace parte de todo.
—Pero no verás nada de acción —dijo Pudge, señalándome con el tenedor—. Aún no estás preparado para ello.
—¿Lo estabas tú la primera vez? —le pregunté, con un matiz de desafío adolescente.
—La decisión estaba tomada de antemano —dijo Angelo. Se suponía que era lo que debíamos hacer. Pero tú tienes otras alternativas y todavía te queda tiempo para decidir.
—Cuando éramos niños no teníamos más alternativas y ahora que somos viejos, nos sucede lo mismo —dijo Pudge—. Tenemos que luchar. Pero tú no tienes por qué llegar a esos extremos, al menos de momento. Y manteniéndote alejado, te mantienes a salvo.
—¿Cuándo estaré preparado? —pregunté, mirándolos a los dos.
—Eso lo sabrás tú incluso antes que nosotros —dijo Angelo—. Pero hasta entonces, siéntate, escucha y aprende. Hay lecciones que sólo se enseñan una vez.
—Este chico que dirige los Barones Rojos quiere reunirse con nosotros —dijo Pudge, dando por terminada la chuleta de ternera y volviendo al negocio que tenían entre manos—. Dice que su banda nos sacará de encima a los colombianos a cambio de una parte de nuestras propiedades.
—¿Cómo se llama? —preguntó Angelo, bebiendo un poco de leche, sin apartar los ojos de mí—. El jefe de esa banda.
—Richie Scarafino —dijo Pudge—. Nico está preparando un informe completo de él. Y lo que no sepamos, podemos imaginarlo y, muy probablemente, acertar.
—Mañana como muy tarde lo tendré acabado —dijo Nico—. Pero no esperes descubrir muchas cosas. Tampoco es que lleve tanto tiempo en el negocio; es sólo unos cuantos años mayor que Gabe. Es de familia trabajadora y al principio utilizó parte de su dinero para crear su propia banda.
—Lo aprendió todo en el cine y la televisión —dijo Angelo—. Ese chico es tan italiano como la ensalada Walford. Nunca ha visto una pelea de verdad, sólo luchas callejeras. Los colombianos son duros de nacimiento y matarán a cualquiera de esos Barones Rojos que no eche a correr en cuanto les vean.
—¿Y qué les decimos en la reunión? —preguntó Pudge. Lanzó el hueso de la chuleta de ternera para que Ida lo cazara el vuelo; luego se puso de cuatro patas para roerlo.
Angelo retiró la silla y se puso en pie; la brisa fresca procedente de la ventana abierta le daba en la espalda.
—Pues llegamos al acuerdo de darles un diez por ciento de nuestras propiedades hasta un máximo de cinco millones de dólares —dijo Angelo—. Y luego les diremos que salgan a la calle y se enfrenten a esos colombianos.
—¿Y si tiene suerte y acaba con ellos? —preguntó Pudge—. Entonces perdemos cinco millones y nos quedamos con un socio que ni necesitamos ni queremos para nada.
—La suerte se ha acabado para él, Pudge —dijo Angelo—. Se ha puesto ya en nuestra contra.
Ésta sería una guerra que iba a decidir la futura dirección del crimen organizado, aunque todos los caminos llevaran hacia el comercio de drogas. La cocaína y la heroína se habían convertido en el nuevo producto caliente y todos los jóvenes gánsteres de la calle pretendían sacar su tajada de la lucrativa maniobra. Los viejos jefes, incluyendo a Angelo y Pudge, llevaban años manejando el timón, satisfechos con conseguir el dinero a través de las formas de crimen con las que se sentían más seguros y que mejor conocían: estafas, extorsión, prostitución, pirateo y juego. Para ellos, el negocio de la droga seguía siendo un terrible desconocido, igual que la Prohibición había sido para una generación anterior de líderes del hampa.
—Mira, el gánster es el mejor amigo del consumidor —decía Pudge—. Siempre hemos mirado de obtener dinero a partir de lo que la gente quiere pero sabe que no puede tener. Solía ser el alcohol. Luego fue el juego. Ahora son las drogas. Tenemos que cambiar al ritmo de la demanda, igual que sucede con cualquier otro negocio. Ningún problema. Eso ya hacía mucho tiempo que Ang y yo veníamos cociéndolo y, en el fondo, los dos nos preguntábamos si estaríamos dispuestos a ello. Estos nuevos chicos juegan fuerte como hicimos nosotros en su momento. Para derrotarlos, debemos ser más duros y más listos. Y ser ambas cosas durante toda la vida resulta muy complicado.
Las nuevas bandas que amenazaban la autoridad de las de la vieja escuela eran mucho más letales que cualquiera de los grupos que yo había visto en televisión declarando sus intendentes de derrocar el sistema. Mataban a la primera de cambio y poco les importaban las reglas que se habían mantenido durante años. Sus integrantes eran de distintas etnias y trataban de escalar puestos rápidamente, sin importarles el hecho de no ser bienvenidos en el entorno estructurado del crimen organizado.
—En ese sentido —decía Angelo—, eran muy similares a como éramos nosotros hace muchos años.
Yo no creía que pudieran ganar. Por muy duros que fueran Angelo y Pudge, su reputación llevaba mucho tiempo en punto muerto. Lo que hubieran conseguido anteriormente o el peso implícito en su nombre no significaba nada para los integrantes de esas nuevas bandas. Para ellos, eran unos viejos que les bloqueaban el paso hacia la consecución de una gran fortuna. No quería que lucharan, aunque no sabía cómo conseguir que no se metieran en ello. Notaba que Nico albergaba el mismo tipo de dudas, pero que era un soldado demasiado fiel como para abrir la boca y opinar. Por otro lado, tenía mucho que ganar en caso de que salieran victoriosos y no haría nada para poner en riesgo dicha posibilidad. Conocía sus males y sus dolores y cómo, a pesar de su fachada tan fuerte, iban perdiendo lentamente otra guerra, la de la edad. Yo quería que muriesen de una forma que sabía que odiaban. Como ancianos, en una mullida cama y en un hogar seguro. Lo que Pudge siempre mencionaba, como la «pesadilla de cualquier gánster» era lo que yo más deseaba para los dos.
Estábamos en la oscuridad del acuario de Brooklyn, contemplando un tiburón escabulléndose provocativamente detrás del grueso cristal. Angelo, que no perdía detalle del movimiento del tiburón, se volvió hacia mí.
—Normalmente, atacan de frente —dijo con admiración—. Se acercan sin miedo alguno, sin importar con quien deban enfrentarse. Son los gánsteres del mar, se quedan con lo que quieren y cogen lo que necesitan.
—¿Cuánto falta para que empiece todo? —Me aparté del cristal, los alegres gritos de los niños corriendo arriba y abajo resonaban en las paredes enmoquetadas del acuario.
—Hablamos de ajedrez, no de damas —dijo Angelo—. El primer movimiento es el más importante de todos. Y alguien lo hará muy pronto.
—Yo puedo hacer más de lo que me dejas hacer —dije en voz baja—. Estás convocando a todos los integrantes de la banda, pero no a mí. Y no me digas que es porque soy demasiado joven. Tú eras mucho más joven cuando participaste en tu primera guerra.
Estábamos a punto de pasar junto a un asiento de madera situado frente a un banco de medusas de diversas formas. Angelo me cogió del codo y tiró de mí. Siempre lo controlaba todo a su alrededor, examinaba caras constantemente, intentando diferenciar las jóvenes parejas que estaban de visita de fin de semana de los agentes federales en misión de vigilancia.
—Sentémonos un rato —dijo—. Démosle la oportunidad al gentío de dispersarse un poco.
—¿Quieres beber algo? —pregunté—. En la tienda de regalos venden agua y refrescos.
—Ya compraremos algo al salir. —Estuvo un rato contemplando las medusas y luego se volvió hacia mí—. Te gusta escuchar historias —dijo Angelo—. Y me alegro. Es importante que antes de entrar a formar parte de todo esto sepas quiénes éramos y quiénes somos. Pero hay otro aspecto, el aspecto oscuro. Y eso es lo que nos dirá a los dos si esta vida es o no es para ti.
—No sé si soy capaz de matar a alguien —dije, anticipándome tanto a sus preocupaciones como a las mías—. Algunas de las veces que he salido con Nico nos hemos tropezado con cosas bastante desagradables, aunque nada parecido a eso.
—No se trata del hecho de matar —dijo Angelo—. Sino de vivir con ello. Es algo que entra a formar parte de tu vida, igual que leer la prensa de ayer. Mucha gente se cree capaz de hacerlo, cuando en realidad no lo es. Si eres uno de ellos, tienes posibilidades de ser un gran gánster. Y si no, aún puedes ser un buen hombre. Lo que es imposible es ser las dos cosas.
—¿Y tú qué quieres que sea? —le pregunté.
—Un buen hombre no me sirve de gran cosa —dijo Angelo—. Pero de momento, permanecerás al margen de esta guerra, mirarás y aprenderás. Y si salimos de ella, seguiremos el camino iniciado.
—¿Y si no salimos de ella? —Me puse en pie para mirarle—. ¿Qué sucederá si te matan en la guerra?
—En este caso, se habrán terminado las lecciones —dijo—. Y no te quedará otra alternativa que convertirte en un buen hombre y llevar una vida decente. Tal vez sea lo mejor que haya hecho nunca por nadie.
—No es necesario que mueras para que eso ocurra —dije.
—Sí que lo es —dijo Angelo.
Angelo se levantó también, me acarició la cara, dio media vuelta y echó a andar en dirección a las profundas entrañas del abarrotado acuario.
Richard Scarafino apoyó la cabeza contra la sudada pared de ladrillo rojo. Por la comisura de su boca asomaba un mondadientes. Era delgado como un palo, alto y llevaba una chaqueta que le iba grande de brazos y hombros. Hundió las manos en los bolsillos delanteros de sus pantalones vaqueros y escupió en un pequeño charco que quedaba a su derecha. Tenía veintidós años y dirigía una pandilla de treinta y cinco renegados que ya no se conformaban con vender marihuana y cocaína a los chavales del instituto. Dio media vuelta y dirigió un ademán hacia un hombre que estaba sentado encima de un cubo de basura lleno, fumando un cigarrillo.
—En estos momentos sale del bar —dijo Scarafino—. Él y ese jodido perro.
Tony Mesh Palucci lanzó su cigarrillo de una patada detrás del cubo de basura y se acercó a Scarafíno para quedarse a su lado, protegidos ambos por las sombras del porche.
—Mírale —dijo Tony Mesh—. Camina sin la menor preocupación. Como si fuera una especie de rey.
—Es el rey, mientras siga con vida —dijo Scarafino, observando como Angelo e Ida paseaban por el otro extremo de la calle, protegidos ambos por el abundante tráfico y los peatones—. Cambiarlo queda en nuestras manos.
—Entonces ¿por qué estamos perdiendo el tiempo? —dijo Tony Mesh—. ¿Por qué no lo sacamos del medio?
Scarafino se volvió para quedarse con la mirada fija en los ojos vidriosos de color castaño de Tony Mesh. Eran primos hermanos y se habían criado juntos en Commack, Long Island, bajo la tutela de la madre de Richie. Habían entrado y salido a toda velocidad de distintos reformatorios juveniles cumpliendo condenas por violación y robo y habían iniciado sus carreras criminales haciendo puentes para robar coches de importación aparcados en Queens Boulevard durante las horas punta, para venderlos posteriormente en las tiendas de compraventa del Bronx, cerca del Yankee Stadium. Tony Mesh tenía un carácter irascible, estallaba a la mínima, y un vicio con la heroína que le costaba setenta y cinco dólares diarios. Se dedicaba a levantar pesas y engullía un combinado de Jack Daniel’s con leche para calmar su agitado estómago.
—Si nos las tenemos que haber con ese tipo y su banda, debemos ser listos —dijo Scarafino—. Él espera que aparezcamos dispuestos a dar tiros. Tal vez te parezca un viejo, pero no dejes que su aspecto te engañe. Se trata de irle sacando sus chicos de uno en uno, de permanecer siempre bajo el radar, y de tratar que nunca nos culpen de nada.
—Pero si se va abajo, su banda buscará un jefe nuevo —dijo Tony Mesh, encogiéndose de hombros—. Tal vez incluso decidieran venir a trabajar para nosotros.
—¿A qué te dedicas? ¿A tomar pastillas estúpidas tan sólo levantarte por la mañana? —preguntó Scarafino, enfadado—. El único lugar donde los tipos de su banda nos echarían los ojos encima sería en nuestro funeral. Son el viejo mundo. Cuando su jefe se venga abajo, se dedicarán a buscar a quienes lo hayan hecho. Pero sí jugamos bien, llegará un momento en que acabará sentándose con nosotros a dialogar. Pero eso solamente pasará cuando vea que es mejor tenernos de su lado.
—¿Y qué conseguiremos hablando con él? —preguntó Tony Mesh, dándole la espalda a Scarafino y regresando a los cubos de basura—. Lo que un jefe como él pensará en cuanto nos eche un vistazo a ti y a mí es que somos un par de fiambres. Y de lo cabreado que se va a poner, buscará a alguien que nos meta un par de balas en la cabeza en la misma reunión. Si quieres mi opinión, mejor que le peguemos un tiro aquí en plena calle. Pero claro ¿qué sé yo? Nada, soy un estúpido.
—Mira, puede que no lo crea y puede que no lo sepa, pero un tipo como él necesita una banda como la nuestra. —Scarafino apartó los ojos de Angelo para mirar a su primo—. Y en mis manos está ayudarle a que se entere de ello.
—Eso no tiene ni pies ni cabeza —dijo Tony Mesh, encendiendo un cigarrillo y lanzando un hilo de humo a la oscuridad—. ¿Dices que nos necesita?
—Seguirás ahí sentado mientras Huesos Vestieri y tú os sintáis cómodos en esa silla —dijo Scarafino—. Puede que no quiera una banda mutilada luchando en una guerra en la que nadie quiere luchar. Y ahí es precisamente donde encajamos nosotros. Antes de que nos reunamos, él habrá investigado lo bastante sobre nosotros como para saber que somos más que capaces de manejar la parte más sangrienta del negocio. Que nos partiremos la cabeza con los colombianos o con esos negros de los Heights. Lo único que pedimos es una oportunidad para apretar el gatillo en su nombre. Y a cambio, nos regala un pedazo del pastel.
—Todo eso suena muy bien, Richie —dijo Tony Mesh—. Y si llegara a ocurrir, estaría muy feliz tomándomelo todo con calma y tocando la canción que él me ordenara tocar. Pero ¿y si en lugar de una cálida bienvenida nos recibe con un jarro de agua fría? ¿Entonces qué?
Richie Scarafino se apoyó contra la pared, dispuesto a esperar que Angelo e Ida regresaran de su paseo. Cogió aire lentamente y lo soltó muy despacio, cerrando los ojos, golpeando rítmicamente los muslos con las manos.
—Entonces el estúpido sería él, no tú —dijo Scarafino.
Pudge estaba sentado en un mullido sillón de cuero rojo, con un gran tazón de café en la mesita que quedaba a su derecha. Observaba el flaco hombre negro sentado enfrente de él, sin levantar los brazos de los del sillón aunque algo inclinado hacia delante para apoyar una mano en la pierna.
—Es algo inevitable, Cootie —dijo—. Ninguno de nosotros lo ha pedido, pero aquí lo tenemos y debemos afrontarlo.
Cootie Tumbill miraba por las grandes ventanas de doble hoja situadas a la izquierda del sillón. Allí, cuatro pisos más abajo de su casa situada en un típico edificio de piedra arenisca de color pardo, las calles de Harlem empezaban a mostrar las primeras señales de vida matutina. Eran las calles que Cootie Tumbill venía controlando desde el final de la Segunda Guerra Mundial, dividiendo con Angelo y Pudge todos los beneficios obtenidos en las apuestas, el alcohol y el transporte, a razón de cincuenta centavos por dólar. La alianza había aportado ganancias millonarias a ambas partes y, exceptuando las riñas ocasionales, el barrio se había librado siempre de las guerras de bandas. Little Ricky Carson y su banda KKK estaban dispuestos a acabar rápidamente con aquello.
—¿A qué maldito negro se le ocurriría ponerle a su banda las mismas iniciales que el Ku Kux Klan? —le preguntó Cootie a Pudge— ¿Debo suponer que es ese su concepto de algo bonito y elegante?
—Sea bonito o no, tienen los ojos puestos en tus calles. Sólo saben hacerlo de una manera que, por cierto, no es precisamente hablando.
—Se trata de una banda grande cargada de armas de gran tamaño. —Cootie extrajo un puro del bolsillo delantero de su traje de terciopelo y lo acarició con cariño—. Matan a gente de la que no tienen ninguna queja sólo para demostrar que pueden hacerlo. Hablan más de la muerte que de la vida. Sabes, Pudge, en nuestra época tuvimos que pelearnos con algún que otro hijo de puta, pero creo que ninguno de los dos llegó a ver ninguno de ese calibre.
—No son muy distintos a nosotros cuando empezamos —dijo Pudge, encogiéndose de hombros.
—¿Estáis Angelo y tú preparados para eso? —dijo Cootie, dejando el puro sobre la mesita que le separaba de Pudge—. Hace mucho tiempo que no salís al ruedo. Y Ricky Carson no tardará en descubrirlo, si es que no lo ha descubierto todavía.
—Hace bastante tiempo que no nos ensuciamos las manos —dijo Pudge, estirándose en su asiento—. Eso es evidente. Pero creo que no hay otra elección. Debemos solucionarlo. La pregunta es ¿podemos contar con tu gente? ¿Con los que tienes aquí y con los que tienes escondidos en las Bahamas?
Cootie Turnbill sonrió a Pudge y se dieron un apretón de manos.
—Incluso con los hombres de allí, la banda de Carson supera a la mía al menos en dos por uno. Tengo la sensación de que cualquier chaval negro con un arma y un carnet de conducir forma parte de su equipo.
—Son muchos, pero carecen de experiencia. No necesitamos superarlos en número de hombres. Necesitamos superarlos en inteligencia. Y si lo conseguimos, podemos acabar venciendo con un poco de suerte.
—Antes de que vinieras a verme, estaba acordándome de la primera vez en que los tres nos aliamos para una guerra —dijo Cootie. Su cabello rizado salpicado de blanco estaba cortado con mucha elegancia, las zapatillas hechas a mano reposaban sobre la mesita del café. Tenía cincuenta y ocho años de edad, una cara que aún conservaba todo su atractivo y el aspecto relajado. Oculto bajo una superficie calmada, enterrado por años de comodidades, riqueza y seguridad, se encontraba el primer gánster negro que fue aceptado en las filas del crimen organizado. Fue también uno de los primeros asesinos más despiadados. Era uno de los corredores de apuestas de poca categoría que Pudge tenía en nómina cuando, en una húmeda noche del verano de 1942, se interpuso entre Angelo y el filo de la navaja de un agresor en un bar de East Harlem. El hombre acabó clavándole a Cootie la navaja en el pecho, rasgándole la camisa y varias capas de piel. Luego quiso acabar la tarea con Angelo, que estaba tendido a sus pies. Cootie se hizo con la pistola que llevaba en el cinturón y encañonó al hombre en el cuello. Con la mirada fija en los ojos de aquel hombre, apretó el gatillo y le disparó dos balas que le entraron por la garganta y salieron por la nuca.
—Skin Reynolds y su pandilla de locos —dijo Pudge. Era como si estuvieran hablando de su comida campestre familiar favorita—. Nos cayeron encima así de golpe y de haber sido tan buenos como creían ser, nos habrían puesto en un buen aprieto. No habríamos ganado esta guerra sin tu ayuda, Cootie.
—Pudimos con todos menos con Skin —dijo Cootie, reposando la cabeza en el respaldo del sofá—. Corría a demasiada velocidad, incluso para nosotros. Pensaba que era mejor cumplir una condena de diez años en Sing Sing que luchar contra nosotros. Pero no salió como había planeado. Le encontraron muerto en su celda antes de que pasaran seis meses.
—Hay planes que están condenados a salir mal —dijo Pudge—. Esperemos que el nuestro no sea uno de ésos.
—¿Y cuál es el plan? —preguntó Cootie, poniéndole una mano en el hombro a su viejo amigo.
Pudge miró a Cootie e hizo un movimiento con la cabeza.
—El mismo plan que hemos tenido siempre desde que empezamos en este negocio. Somos demasiado viejos como para inventar algo nuevo.
—Entonces no es necesario que me lo repitas, me lo sé de memoria —dijo Cootie—. Vivir para morir. Es lo que sabemos hacer y lo que hacemos.
Pablito Munestro miraba fijamente las dos fotografías que acababa de dejar sobre la cama. Iba vestido con una camisa tejana y botas de piel de serpiente, sus pantalones estaban hechos un ovillo en un rincón de aquel espacioso y ventilado dormitorio. Se recostó contra dos mullidos almohadones y cogió una botella de vodka medio vacía que estaba encima de la mesita de noche. Le echó un buen trago y luego pasó la botella al hombre alto, con traje gris y sombrero de fieltro de color negro que estaba a su derecha.
—¿Estos dos son los que todo el mundo se caga de miedo al verlos? —preguntó, señalando las fotos y mirando a la cara a los cuatro hombres que permanecían en pie junto a la cama—. ¿Esos dos viejos?
—Nadie les tiene miedo, Pablito —dijo un joven, vestido con un chándal cerrado con cremallera—. Pero les preocupa quién ocuparía su lugar si les sucediera algo. Los italianos no se conforman con permanecer sentados viendo como ocupamos su territorio.
—Muy mal —dijo Pablito—. Porque no les queda otra elección, a menos que pretendan morir todos.
—Si existe alguna forma de hacernos con los italianos sin muchos tiros —dijo el joven—, deberíamos considerarla.
—Los italianos no nos entregarán ni una mierda —dijo Pablito—. Necesitan ver cadáveres amontonados antes de empezar a creerse que los demás van en serio. —Pablito Munestro tenía treinta años, era varias veces millonario, y se había trasladado de forma letal y vertiginosa desde las empobrecidas calles de los suburbios de Cali, Colombia, hasta un lujoso dúplex en Upper East Side. Era un tipo fornido y parecía un modelo de revista, con cabello oscuro cayéndole por encima de los hombros, mirada tierna y una sonrisa capaz de hacer caer a la más indiferente de las mujeres. Era ciego de un ojo, resultado de un accidente infantil en el patio del colegio, y controlaba un amperio de la droga que obtenía unos beneficios superiores a los cincuenta millones de dólares anuales. Fue el primero de los traficantes colombianos dispuesto a asesinar una familia entera si cualquiera de sus miembros era etiquetado como enemigo de su banda.
Cuando Pablito gateaba, su madre cogió los bártulos, sacó a su familia de las casuchas de Cali y se trasladó a Florida, la tierra prometida. Fue allí donde, a la edad de diez años, inició su carrera en el mundo de la droga, moviendo dinero y entregas en furgoneta para un jefe de la droga asentado en Miami llamado Diego Acuz. A los doce cometió su primer asesinato y a los quince dirigía una banda compuesta por una docena de traficantes, la mayoría de los cuales le doblaba la edad, que se dedicaban a vender cocaína en un chiringuito de burritos y cerveza situado en South Beach. El día de su dieciocho cumpleaños, Pablito se hizo cargo de la banda de Acuz después de meterle al jefe tres balas en la cabeza, hacerse con un barco de veintitrés pies de eslora, alejarse cuarenta millas de la costa de Florida y arrojar el cadáver en aguas heladas e infestadas de tiburones. Llevaba menos de dos años en Nueva York y ya había liquidado cuatro bandas rivales. Ahora tenía la mirada puesta en la poderosa banda de Angelo y Pudge y en los millones que obtenían de beneficios anuales. Pablito era el personaje número diez en la lista de los más buscados del FBI y su mayor deseo era convertirse en el mayor gánster de la historia de la mayor ciudad de los Estados Unidos.
—El próximo lunes lo tendremos todo a punto —dijo el hombre del traje, Carlos, el hermano mayor de Pablito—. Los italianos han pedido que nos reunamos en un restaurante de Queens, al otro lado del puente de Fifty-ninth Street.
—¿Nuestro o de ellos?
—De ninguno de los dos —respondió Carlos—. Ya lo hemos comprobado. Es un lugar independiente. Nada que ver con ninguna banda.
—Id bien armados, por si acaso —ordenó Pablito.
—Se trata únicamente de una primera reunión —dijo Carlos—. No espero que intenten nada. Según me han dicho, sólo lo hacen cuando tienen que hacerlo y, cuando lo hacen, son muy lentos.
—Eso es lo que ellos pretenden que oigas —dijo Pablito, mirando a su hermano mayor, agarrando las dos fotos con la mano derecha—. Olvídalo y recuerda con quien vas a enfrentarte.
—Entonces, los superaremos en armas, los superaremos en hombres y seremos también más rápidos que ellos —dijo Carlos, con una confianza chulesca—. No pueden ir a ningún lado que nosotros no dominemos.
Pablito cogió un encendedor de oro de la mesita y lo abrió, observando fijamente la pequeña llama. Cogió las dos fotos de encima de la cama y pasó la llama sobre ellas. Las sostuvo en la mano mientras ardían.
—Todo eso me va a sonar mucho mejor cuando sepa que hemos enterrado a este par —dijo.
Entonces, Pablito arrojó las fotografías en llamas a los pies de su hermano, saltó de la cama y salió del dormitorio.
Angelo y Pudge paseaban silenciosos por el bosque, con la cabeza gacha. El sol había desaparecido de la vista oculto por el follaje de un gran árbol. Yo les seguía de cerca, mirando como Ida olisqueaba el terreno y trataba de sorprender a una ardilla para disfrutar de un buen desayuno. Habíamos abandonado la ciudad a media noche. Angelo, al volante, había realizado unas cuantas vueltas extrañas antes de salir de la ciudad; Pudge iba delante, sentado a su lado. Yo detrás, con la pesada cabeza de Ida apoyada sobre las rodillas. La voz ronca de Bobbie Gentry, cantando I’ll never fall in love again en el equipo de ocho pistas del coche, llenaba el silencio ambiental. En el exterior, el paisaje de la ciudad discurría rápidamente para ser sustituido por el escenario de pueblecitos más allá de los límites de Nueva York. Paramos dos veces para poner gasolina y pasear a Ida y una vez para tomar un café rápido y una pasta de mantequilla para desayunar. Era evidente que Angelo se sentía mucho más en casa conduciendo el Cadillac negro de ocho cilindros por las calles asfaltadas de Manhattan que abriéndose camino por las carreteras campestres de dos carriles.
—¿Dónde vamos? —pregunté a mitad de viaje.
Pudge se volvió y colocó su fornido antebrazo sobre la tapicería de cuero de color marrón oscuro.
—A presentar nuestros respetos a unos viejos amigos. Lo hacemos siempre que podemos. Y hemos pensado que era un buen momento para que nos acompañaras.
Hice un movimiento afirmativo con la cabeza y acaricié el musculoso pecho del pitbull que dormía a mi lado.
—¿Y eso va también por Ida? —pregunté.
—Nunca subiríamos al coche sin Ida —dijo Pudge—. Si esas bandas de por ahí supieran de verdad quién dirige esta pandilla, se ahorrarían un buen montón de sangre y balas. Un filete de buey de medio kilo cerraría el trato en menos de una hora.
—¿Cuánto falta? —pregunté. No estaba disfrutando en absoluto del viaje. La amenaza de la guerra de bandas daba vueltas sobre nosotros como un huésped indeseable.
—Una hora —respondió Pudge—. Tal vez menos, si Angelo es capaz de pisar el acelerador y pasar de los den.
—La velocidad mata —dijo Angelo, en su acostumbrado tono bajo de voz.
—Ya estamos —me dijo Pudge, deteniéndose frente a una pequeña lápida situada en el medio de un claro—. Aquí es donde Ida vivió sus últimos años. Tenía una cabaña justo donde estamos en este momento.
Miré a Angelo y le vi arrodillarse frente a la lápida e inclinarse para besarla, acariciando la piedra con delicadeza. La inscripción incluía únicamente las siguientes palabras: «Ida el Cisne» y una rosa esculpida. Pudge se acercó para quedarse de pie a su lado, Ida siguió sus pasos sin separar el hocico del suelo. Pudge hurgó en un bolsillo lateral de la chaqueta, sacó una botellita de Four Roses y la depositó junto a la lápida. Yo me quedé a un lado, con las manos en los bolsillos, respetando aquel momento de intimidad con la mujer que les había criado. La zona junto a la tumba permanecía en estado salvaje desde que Angelo y Pudge prendieron fuego a la cabaña hasta convertirla en cenizas con el cuerpo de Ida aún en su interior.
Acabamos sentados junto a la lápida de Ida, comiendo bocadillos de pollo hechos con pan italiano del día. Compartí con Pudge una botella de vino tinto y una de agua, mientras que Angelo acompañó su bocadillo con un cuarto de litro de leche. Ida, la pitbull, se contentó con devorar un recipiente lleno de ternera asada con lonchas de queso provolone. Esa tarde hablamos poco. Comprendí que ambos habían decidió despedirse de Ida el Cisne antes de emprender lo que podía convertirse muy fácilmente en su batalla final.
—Ida luchó en la primera guerra de bandas del siglo —dijo Pudge, con orgullo—. Se trataba de controlar el Bowery. Duró dos o tres años. En aquellos tiempos, una guerra podía durar toda una vida.
—Se ganó su reputación gracias a aquella guerra —dijo Angelo, con la mirada fija en la lápida—. Entró en un bar de Twelfth Street, en Little West, territorio enemigo, y fue directa a la mesa del jefe de la banda. Le dijo que tenía dos alternativas. La primera era rendirse, la segunda morir. Él levantó la cabeza de la mano de póquer y espetó en una carcajada. Ella ni pestañeó. Cogió la pistola y descargó tres balas, le mató allí mismo. Dio media vuelta y salió con la misma tranquilidad con la que había entrado.
—Ella siempre comentaba que había sido una maldita vergüenza que tuviera que morir precisamente aquel día —dijo Pudge—. Le había visto las cartas que llevaba, un trío de reinas y una pareja de sietes. Me imagino que cuando la suerte no está de tu lado, no tienes ni la menor oportunidad.
—Esto es muy bonito —dije, contemplando el tupido bosque y las colinas y montañas que nos rodeaban—. Y muy tranquilo. ¿No os habéis planteado trasladaros aquí, como hizo ella?
—Éste es nuestro cementerio, Gabe —dijo Angelo—. Ida está enterrada aquí. Igual que Angus, junto a ese roble tan grande, de cara a las montañas. Todos los perros que hemos tenido están también repartidos por aquí. Y cuando llegue el momento, Pudge y yo acabaremos aquí también. Deberás encargarte de ello, de asegurarte que nos entierran donde queremos.
—Ya sé que no quieres pensar en esto, hombrecito —dijo Pudge, acercándose y poniéndome una mano en el hombro—. Pero queremos asegurarnos que así sea. Necesitamos estar con los nuestros.
—Y eso también va por la perra —dijo Angelo—. Todos sus parientes están aquí, se sentirá como en casa. Eché un vistazo a mi alrededor, Ida corría feliz entre la hierba crecida, cambiando constantemente de velocidad, descansando de vez en cuando, libre de los confines impuestos por las calles de la ciudad.
—¿Y yo? —pregunté, sin dejar de mirar a la perra.
—Hay un lugar para ti. —Angelo se puso en pie y pasó por mi lado en dirección a la pendiente que conducía hacia el lugar donde estaba aparcado el Cadillac—. Si así lo quieres.
—Tienes toda una vida por delante y muchas más decisiones que esa misma vida te irá trayendo —dijo Pudge—. Pero si el camino que decidas tomar te lleva hasta aquí, serás más que bienvenido.
—Gracias —le dije. Y en aquel momento, lo sentía de verdad.
—Eran días peligrosos —dije. Estaba sentado en un extremo de la cama de Angelo, con las manos apoyadas sobre las piernas, mirando a Mary, que se encontraba en el rincón opuesto de la habitación—. Perdía mucho colegio, no porque me necesitaran para hacer cosas, sino porque yo sentía la necesidad de estar a su lado por si acaso.
—Me habría gustado que hubieras disfrutado de unos años de instituto normales —dijo Mary, acomodándose en la silla y cruzando las piernas—. Un jovencito debería preocuparse de granos y citas, no de una guerra de bandas planificada en el salón de su casa.
—Nunca me importó la doble vida —dije—. Me perdí unos cuantos bailes y no me vi obligado a formar parte del equipo de fútbol. Tampoco creo que lo echara tanto de menos. Los dos querían que mi vida fuera lo más normal posible, pero cuando no estaba con ellos me aburría mucho.
—¿Les tenían miedo tus amigos? —Mary se puso en pie y se acercó a la ventana.
—Unos pocos, sí. No lo expresaban en palabras, pero se notaba en su forma de comportarse. Luego había los que querían ser amigos míos únicamente para conocer a Angelo y Pudge. Trepadores. Siempre conseguí mantenerme alejado de ellos.
—¿Y las novias? —Mary me miraba entonces por encima del hombro, arqueando las cejas—. ¿Había alguna?
—En ese aspecto era más parecido a Angelo que a Pudge —dije con cierta timidez—. Me gustaban chicas y quería pedirles para salir, pero nunca lo hice. Tal vez por aquella vez en que salí tan quemado y porque no quería que se repitiese. O tal vez porque no sabía ni como hacerlo.
—¿Lo hablaste alguna vez con alguno de ellos? —dijo Mary—. ¿Les pediste consejo?
Me serví un vaso de agua.
—Hay muchas cosas de las que nunca hablamos. De la familia de Angelo, de mi vida antes de conocerlos, de otras personas en sus vidas. Únicamente discutíamos sobre aquello que ellos consideraban importante para mí. El resto se mantenía aparte. Era como si lo único que importara era que los tres estuviéramos juntos.
—¿Te habló alguno de ellos de mí? —preguntó Mary. En aquellos instantes estaba de pie a mi lado.
Sacudí la cabeza negativamente.
—No, nunca. Pero usted debía estar presente. Sabe muchas cosas respecto a esa guerra de bandas, cosas que nunca había oído antes.
—Yo estaba allí. —Su voz presentaba un novedoso tono de dureza—. Siempre estuve allí.
—¿Haciendo qué? —pregunté.
—Asegurándome que tú estabas a salvo —respondió Mary.
El Mercedes-Benz azul oscuro giró bruscamente la esquina entre Eleventh Street y First Avenue. Las cuatro puertas se abrieron de sopetón tan pronto como el vehículo se detuvo en seco frente a una abarrotada pizzería. Salieron entonces del coche tres jóvenes de raza negra vestidos con chaquetas largas de motorista, cada uno de ellos armado con una pistola. Se quedaron clavados junto a las puertas abiertas esperando la salida del último pasajero. Little Ricky Carson, pequeño y musculoso, emergió entonces del asiento trasero, bajó el cuello de su chaqueta, cerró los puños y, con la cabeza bien alta y cojeando levemente hizo su entrada en el establecimiento. Lo hizo solo, los tres hombres armados se quedaron fuera, dando la espalda a los cristales de la pizzería, examinando las caras de la gente que pasaba por la calle. Aguardó a que los dos hombres corpulentos que controlaban la entrada se hicieran a un lado, obsequiándolos mientras con algo tan amenazador como una sonrisa.
—Dejadle entrar —dijo el propietario, de pie junto al horno de acero inoxidable.
Cuando los dos fortachones le abrieron el paso a regañadientes, Little Ricky Carson hizo un ademán con la cabeza y se dirigió hacia el hombre que seguía junto al horno. El chef de la pizzería era alto y obeso, aunque llevaba bien el exceso de peso, vestido con pantalones de marca y una camisa negra abotonada de arriba abajo. Lucía una cabeza completamente afeitada que brillaba a la luz de las lámparas del techo. Y cuando uno se acercaba, olía a colonia de importación. Se llamaba John Rumanelli y era un hombre a temer en las calles cercanas a su pizzería. Era miembro relevante de la banda de Angelo y Pudge y controlaba el barrio de East Harlem, donde había nacido cuarenta y dos años antes y donde seguía teniendo su casa. Jamás en su vida había tocado un arma y, exceptuando una pelea juvenil a la edad de diecisiete años, tenía un expediente completamente limpio.
Rumanelli observó a Carson acercándose, hasta que se quedó junto al mostrador.
—Has paseado mucho para venir a buscar una pizza —dijo Rumanelli—. ¿Es que se ha quemado el local de tu barrio?
—Sabemos hacer muchas cosas, pero la verdad es que los negros no tenemos ni idea de hacer pizzas —dijo Carson, cruzando su mirada con la de Rumanelli—. Creemos que pepperoni juega de base en los Yankees.
—Un reparto equitativo —‹lijo Rumanelli. Su lenguaje corporal era de tensión y alerta—. Yo, por ejemplo, no tengo ningún trofeo de baile en el salón. ¿Comprendes?
Rumanelli dirigió un ademán de cabeza hacia un hombre delgado y parcialmente calvo que estaba en el otro extremo del mostrador, que cogió una porción de masa de una bandeja situada junto a una pila de cajas para colocarla en la parte superior del horno de tres pisos.
—Se la tengo preparada en menos de un minuto —le dijo a Carson—. ¿Desea alguna bebida para acompañar?
—De momento no —respondió Carson, sin apartar la vista de Rumanelli.
—¿Y los chicos de tu banda? —Rumanelli echó un vistazo a los tres hombres armados que seguían montando guardia en el exterior del local—. Tal vez les apetecería comer algo antes de empezar a apretar el gatillo.
Carson ignoró la pregunta y levantó las manos al ver que el hombre calvo lanzaba mostrador abajo una porción de pizza caliente en un plato de papel.
—Me han dicho que aquí te sacas algo más de un diez semanal —dijo— y que no sale precisamente de vender nada que lleve salsa encima.
—¿Qué pasa? ¿Que estás a partir un piñón con mi contable? —preguntó Rumanelli.
—¿Cuánto le pasas a Vestieri? —preguntó Carson. Dobló el trozo de pizza y le pegó un buen bocado. Las nubecillas de vapor salían de su boca como el humo de un cigarrillo.
—Que aproveche. —Rumanelli le dio la espalda—. Come todo lo que quieras. Invito yo. Y cuando hayas acabado, coge tus tres paisanos, súbete al Mercedes y regresa a los barrios bajos. Y que no vuelva a ver tu cara por aquí. De lo contrario, haré que te entreguen la próxima pizza en la morgue.
Little Ricky Carson le ofreció una sonrisa barriobajera antes de dejar caer el trozo de pizza. Extrajo un revólver del bolsillo lateral de la chaqueta de cuero de motorista y apuntó a Rumanelli por la espalda.
—Tal vez tengas razón —dijo Carson—. Pero de este agujero de mierda no va a salir ningún trozo más.
Rumanelli volvió la cabeza hacia Carson y la primera bala fue a pararle en el hombro derecho. Las dos siguientes fueron directas al pecho y le hicieron caer de espaldas en el suelo, arrastrando dos sillas y una mesa con la caída. Los tres hombres armados se habían desplazado hasta la puerta de entrada de la pizzería, apuntando con las pistolas a la gente que se había acercado hasta allí. Little Ricky permanecía en pie junto a Rumanelli y, sin apenas preocuparse por mirarlo, le disparó una última bala en el pecho. Carson levantó entonces la pistola humeante y apuntó con ella al hombre calvo que permanecía paralizado detrás del mostrador.
—¿Conoces lo bastante a Huesos Vestieri como para hablar con él? —preguntó Carson.
El calvo respondió con un gesto afirmativo con la cabeza.
—Sí, puedo hablar con él.
—Cuando vuelvas a verle, dile que acabo de dar el saque de inicio del partido —dijo Carson—. Y que ahora la pelota está en su poder.
Little Ricky Carson examinó de pasada las caras que le observaban boquiabiertas y dejó un billete de cien dólares sobre el mostrador.
—Encárgate de que todo el mundo que quiera una porción la tenga —dijo—. Pago yo.
Bajó la cabeza y, sin soltar la pistola, salió de la pizzería seguido por los tres hombres armados. Subieron al coche, el motor seguía al ralentí, cerraron las puertas dando un portazo y salieron disparados. Las ruedas traseras levantaron una nube de humo, dejando huellas de caucho al iniciar la marcha. En el interior del coche, hundido en el mullido cuero de su Mercedes nuevo, Little Ricky Carson soltaba una carcajada, un joven gánster con sensación de poder.
—Ese hijo de puta merecía morir sólo por el mero hecho de tener cojones de llamar pizza a esa mierda que servía —dijo—. Si esa gente se lo piensa un instante, se darán cuenta del enorme favor que les he hecho. Les he salvado de una úlcera.
Las carcajadas de los cuatro quedaron ahogadas por la música de Sly and the Family Stone sonando por los cuatro altavoces del aparato de ocho pistas, mientras el coche se perdía entre el tráfico circulando en dirección al puente de Willis Avenue.
Estaba sentado esperando a Mary en un restaurante italiano de West Fifty-fourth Street a escasas manzanas del hospital Las largas noches velando a Angelo empezaban a pasar factura. No estaba pasando las horas que debería en mi empresa de publicidad y el grueso del trabajo iba a parar en manos del joven personal que había contratado. Mi vida familiar se resentía asimismo. Comía apresuradamente con mi esposa y mis hijos, sin apartar nunca la vista del reloj del comedor temeroso de no estar junto a Angelo cuando llegara el último momento. Después de tantos largos años, volvía a permitir que él consumiera de nuevo mis días y mis noches.
Al principio temí que su enfermedad, combinada con nuestros años de separación, me hubiera robado la oportunidad de mostrarle en lo que se había convertido mi vida. Quería explicarle los detalles de mi negocio y comentarle los éxitos obtenidos. Había empezado mi agencia de publicidad con un teléfono, soporte legal y una pequeña oficina alquilada por muy poco dinero en Upper West Side Había trabajado muy duro, horas interminables y mucho esfuerzo, hasta convertir aquello en un negocio multimillonario que ocupaba en la actualidad dos pisos enteros de un edificio situado en Madison Avenue y que poseía una sucursal en Los Angeles. También necesitaba que supiera que me había convertido en un buen esposo, enamorado de una mujer que era tanto mi esposa como mi mejor amiga. Una mujer con la que necesitaba hablar cada día y ver cada noche. Quería que supiera que era un padre aún mejor para mis dos hijos, que muy pronto serían lo bastante mayores como para emprender una vida independiente. Me hubiera gustado que hubiera estado allí cuando reíamos y jugábamos en el parque, o cuando celebrábamos los cumpleaños, las caras cubiertas de pastel. Pero entonces, la realidad se apoderaba del momento y me daba cuenta de que, posiblemente, él no necesitara verlo ni oír nada. Lo sabía todo.
No habría esperado menos de Angelo Vestieri.
Había tomado buena nota de las lecciones que me enseñaron Angelo y Pudge y las había aplicado al mundo normal al que ahora pertenecía. Debo admitir que, en numerosas ocasiones, he deseado desesperadamente regresar a esa vida, aunque fuera únicamente por un breve instante. Allí resultaba muy fácil dar una paliza a un enemigo, o vengarse por una traición en los negocios, o eliminar al amigo que rompe un pacto. Sin embargo, eran sólo momentos de fantasía, representados en los rincones silenciosos de mi mente, para que únicamente yo pudiera oírlos y presenciarlos. Lo que sí hice, no obstante, fue aprovechar la astucia y la maña de la vida del hampa, utilizarla a mi favor y jugar las maniobras y juegos políticos del mundo de los negocios modernos con unas cualidades que, de lo contrario, nunca habría poseído. A menudo me detenía a escuchar las voces de Angelo y Pudge aconsejándome, dirigiéndome adecuadamente hacia una nueva cadena de victorias. En ese sentido, nunca me libraría de ellos. Eran una parte demasiado importante de mi vida. Y me mantenía unido a ellos con toda la fuerza de la que era capaz.
Tomé asiento en una mesa situada en la parte central del local, disfrutando del entorno acogedor del restaurante y de un vaso de agua fría, esperando a Mary. Tenía cuarenta y dos años de edad, había dado la espalda a un lugar que me abrió los brazos en los primeros años de mi vida para tomar la decisión de vivir en otro en el que tuve que entrar como un completo forastero. En todo el tiempo que pasé en compañía de Angelo y Pudge, nunca hubo un momento en el que no supiera lo que pensaban de mí. Sus emociones y motivos eran claros y evidentes, los días, libres de agendas ocultas y engaños. Exceptuando mi familia, sabía que jamás me permitiría sentirme así con nadie más. Nunca me vería capaz de confiar en el mundo «normal» tanto como en el criminal Había aprendido y amado en compañía de asesinos y había decidido abrirme camino en un escenario mucho más traicionero. Y creía que todo lo que había conseguido había sido gracias a los consejos silenciosos y llenos de voluntad de Angelo y Pudge. Ellos habían sido los que me habían dirigido siempre y me habían abierto el camino.