16

Otoño, 1968

Yo tenía catorce años de edad cuando Angelo y Pudge me encargaron mi primer trabajo oficial. Se trataba de recoger una cantidad de dinero en metálico en la casa que un actor tenía alquilada en East Seventies. El actor en cuestión debía dinero a un traficante de cocaína de la ciudad que ya se había dado por vencido en cuanto a cobrar los atrasos y que había traspasado la deuda a Pudge, dispuesto a conseguir como mínimo la mitad del dinero.

—¿Has oído hablar de ese tipo? —me preguntó Pudge—. ¿Te suena su nombre?

—Le he visto actuar alguna que otra vez —dije—. Sale en esa película de acción que acaban de estrenar. No me gusta nada.

—Eso es bueno en todos los sentidos —dijo Pudge—. No se trata de que Nico y tú vayáis a ver una demostración de sus dotes de actor. Se trata de recoger el dinero que debe. Se cree que esto es Hollywood y está acostumbrado a tenerlo todo gratis. Pero resulta que Angelo y yo no somos Hollywood y que estamos acostumbrados a que nos paguen lo que se nos debe. Por lo tanto, alguien tiene que cambiar y nosotros somos ya demasiado viejos para hacerlo. Nico te acompañará a recoger el dinero para aseguramos que no te da menos de lo que toca.

—¿Qué tengo que hacer? —pregunté.

—Compórtate educadamente en todo momento y no te alteres, por muchas cosas que llegue a decirte a la cara —dijo Pudge—. Deja a Nico el trabajo pesado, sabe lo que hacer en caso necesario. Tu trabajo consiste en recoger el dinero, metértelo en el bolsillo y marchar.

—¿Y qué sucede si no lo tiene? —pregunté—. No todo el mundo tiene veintiún mil dólares en casa.

—Entonces será una mala noche para todos —dijo Pudge, poniéndose en pie, listo ya para marchar—. Nosotros nos quedaremos sin dinero y él se quedará sin suerte. No habrá ningún ganador.

—No te decepcionaré —dije.

—Jamás se me ha pasado por la cabeza que fueras a hacerlo. En tu cama encontrarás una carpeta con información relacionada con ese gorrón. Estúdiatela bien antes de marchar. Cuanto más sepas sobre tu objetivo, mejor controlarás la situación. Estate a punto para cuando Nico venga a recogerte.

—¿Qué me pongo? —Me puse rojo como un tomate, aunque esperaba que la respuesta no sonara tan estúpida como me parecía a mí.

Pudge se acercó hacia donde yo estaba. Colocó ambas manos sobre mis hombros, se inclinó y me besó en la mejilla; nunca antes le había visto una sonrisa tan amplia.

—¿No crees que los vaqueros azules, una camiseta y las zapatillas deportivas bastarán para conseguir que se cague en los pantalones? —preguntó. Y antes de que yo pudiera respondéis añadió—. Junto a la carpeta, sobre la cama, encontrarás algo de ropa nueva. Póntela. Aunque no te servirá para ganarte su respeto, considero que es la vestimenta apropiada para el cargo que ocupas. El actor se echará a reír en cuanto te vea. Si llegas allí como un niño no tendrá ningún miedo. Pero si lo haces como un hombre, dispuesto a llenarse los bolsillos con el dinero que se le debe, te darás cuenta de que su sentido del humor cambiará rápidamente. Un buen gánster, por joven, viejo, alto o bajo que sea, siempre domina el lugar donde está. Siempre.

La sonrisa de Pudge había desaparecido hacía un buen rato y siguió mirándome durante varios segundos. Luego dio media vuelta y salió tranquilamente de la estancia. Caí sentado sobre el blando sillón tapizado y cerré los ojos intentando ahogar los sonidos amortiguados procedentes del abarrotado bar de la planta baja. La tarima de madera crujía sobre mi cabeza, Pudge paseaba por su habitación y acababa de poner en marcha el tocadiscos. Puso un disco de Benny Goodman y trasladó la aguja hasta el inicio de la tercera canción, Sing, Sing, Sing, subió entonces el volumen a tope. Sabía que yo estaba abajo y quería que la escuchara. Me acomodé en el sillón y sonreí, sin abrir aún los ojos, escuchando el impresionante solo de batería de Gene Krupa mezclándose con el clarinete mágico de Goodman. Casi todos los criminales profesionales que he conocido tienen una melodía favorita que escuchan antes de salir a realizar un trabajo. Forma parte importante del ritual. Sing, Sing, Sing era la canción favorita de Pudge y siempre que él y Angelo debían atender un asunto de negocios crucial, y a menudo mortífero, sonaba a todo volumen en el equipo de música. El hecho de que estuviera sonando en aquellos momentos, servía para confirmar la importancia de mi primer trabajo y la confianza depositada en mí. Era también, en cierto modo, su forma de transmitirme esa canción a modo de herencia.

A partir de aquel momento, sería el tema que sonaría siempre que estuviera preparándome para salir a saciar la insaciable sed de sangre y dinero del gánster.

El actor, delgado, pálido y sin camisa, estaba sentado en un sillón de piel, con las manos cruzadas y riendo, tal y como Pudge había vaticinado. Se encontraba ante una mesa de centro de cristal repleta de cucharillas con coca y bandejitas plateadas vacías. Iba vestido con unos pantalones vaqueros sucios, calcetines blancos y, tiradas de cualquier manera en una esquina del exquisitamente decorado salón, había un par de botas Dingo. Nico permanecía en otro rincón, cruzado de brazos, silencioso, con la mirada fija en la nuca del actor.

—Vuelve a explicarme qué haces aquí —dijo el actor.

Le miré, tenía los ojos azules vidriosos e intentaba enfocarme tiritaba de coger con manos temblorosas una botella de vino tinto medio vacía.

—Como ya te he dicho, debes todavía veintiún mil dólares de la droga que has comprado y tienes que pagar tu deuda —dije—. Esta noche. A mí.

El actor depositó de nuevo la botella en la mesa, echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—Creía haber oído esto —gritó, casi vomitando el vino que acababa de tragar—. Mira, Charley Figueroa me proporciona la coca cuando estoy en Nueva York, no ningún enano vestido para ir a un funeral. ¿Me has entendido, media mierda?

Miré de reojo a Nico, quien se encogió de hombros, ansioso por avanzar y empezar a hacer daño a alguien. Saqué una llave de mi chaqueta Perry Ellis de color negro y se la mostré al actor.

—No he tenido necesidad de llamar al timbre para entrar —dije. He utilizado la llave que me dio Charley Figueroa. Pero no sólo me ha dado esto. Me ha pasado también tu deuda de drogas. Estamos hablando de veintiún mil. Y ahora, para que conozcas la historia al completo se supone que tengo que dejar la llave aquí y llevarme el dinero conmigo.

—¿Te apañas con un autógrafo y una patada en el culo? —dijo el actor, sin dejar de reír. Se dio la vuelta hacia Nico, como si acabara de percatarse de su presencia.

—No, señor —dije—. Sólo con el dinero. Y en cuanto lo tenga, no hay ninguna necesidad de que debamos vernos de nuevo.

—Me imagino que debes rondar los catorce, quince como máximo —dijo—. Mira, he dado esa cantidad de dinero a bastantes chicas de tu edad, pero habiéndomelas follado antes, como mínimo. Así que ¿por qué no salís de aquí de una jodida vez, los dos, antes de que deje de encontrarle la gracia a todo esto?

El actor se inclinó sobre la mesita, se hizo con una cuchilla de afeitar y preparó una raya de coca a partir de los restos de droga que quedaban sobre el cristal. Acercó la nariz a la mesa e inhaló, la última, esnifada acompañada por un gruñido y un ataque de tos. Se limpió la nariz con la mano y volvió a mirarme.

—Ya sé que no habla —dijo el actor señalando a Nico con el dedo—. Pero sé que los dos me escucháis perfectamente. —El actor se puso en pie y se dirigió hacia el centro de la estancia. Puso entonces las manos en la boca, a modo de altavoz—. Voy a echar una siestecilla —gritó—. ¡Y si cuando vuelva veo aún vuestras caras por aquí, daré alguna jodida patada en el culo de alguien!

Dio media vuelta y, con una notable falta de equilibrio, emprendió el camino hacia su dormitorio. Miré a Nico y le hice una señal con la cabeza. Eché un vistazo a mi alrededor, ropa, platos vacíos repartidos por un salón lujosamente decorado, hasta dar con una silla de comedor. Me hice con ella, la encaré hacia donde se encontraban Nico y el actor y tomé asiento. No me sentía nervioso en absoluto. Todo lo contrario, recuerdo como la excitación y el control que sentía sobre la situación enterraban cualquier posible sensación de miedo. Era consciente de que la violencia estaba haciéndose inevitable, de que el actor no admitiría ningún otro tipo de solución, y me sentía extrañamente cómodo con todo ello. La sensación me sorprendía, pero me complacía al mismo tiempo. Por el momento sabía que si los derroteros de mi vida acababan convirtiéndome en un gánster, era capaz de vivir con sus resultados.

—Ese jodido Charley —murmuraba el actor para sus adentros—. Venderme a ese niñato de mierda.

—Puedes dormir todo lo que te apetezca —dije—. Estaremos aquí y aquí seguiremos. Hasta que consigamos lo que hemos venido a buscar.

El actor cambió de dirección para acercarse entonces hacia donde yo estaba, alteradísimo debido a la enorme cantidad de cocaína que llevaba en el cuerpo. Se quedó frente a mí, mirándome fijamente. Sus ojos azules echaban chispas de rabia, tenía los puños apretados, su pecho desprovisto de vello subía y bajaba, respiraba con dificultad.

—¿Con quién coño te crees que estás hablando? —me gritó— ¿Tienes alguna jodida idea de quién soy?

—Eres un mal actor con una mala costumbre —dije tratando de mantener mi tono de voz tranquilo. La parte baja de mi camisa negra estaba empapada en sudor—. Aunque esto no significa nada para mí. El dinero sí, en cambio.

El actor respiró hondo varias veces, los ojos se le salían de las órbitas. Parpadeaba constantemente sin poder evitarlo y se frotaba las manos contra los laterales de los sucios vaqueros. Se acercaba cada vez más, mordiéndose con fuerza el labio inferior, cortando la piel hasta hacerse sangre. La asquerosa mezcla de sudor compuesto por cocaína y olor corporal me obligaban a retroceder. Levantó la mano, la hizo descender hacia mi cara y me abofeteó dejándome todos los dedos marcados; el dolor del golpe hizo inevitable que mi ojo izquierdo empezara a llorar. Cuando le miré vi a un hombre que había perdido la razón y cuya adrenalina estaba alcanzando los límites debido a la droga.

—¡No permito que nadie me hable en ese tono! —gritó—. ¡Nadie! ¿Me has oído, pequeño hijo de la gran puta? ¿Me has oído?

Levantó de nuevo la mano, dispuesto a atizarme otro bofetón. Pero Nico le cogió la mano en pleno descenso, cuando se hallaba a escasos centímetros de mi cara. El actor le miró, apretando los dientes.

—¿También quieres recibir una patada en el culo? —dijo.

—Sí. —Era la primera vez en todo el día que, sin soltar la mano de aquel tipo, Nico abría la boca—. Pero antes de que empieces, déjame sacar unas cuantas cosas del medio.

—¿Como qué, tonto de mierda? —dijo el actor.

—Como tus manos —dijo Nico.

Cogió al actor por las muñecas, las echó hacia atrás y, con un ligero movimiento, le partió el hueso. Fue un sonido similar al que se produce cuando se pisa una ramita con el zapato. El actor soltó un alarido de dolor y cayó de rodillas, con la cabeza completamente inclinada hacia su pecho y las lágrimas rodándole mejillas abajo. Nico levantó un pie y lo apoyó contra el cuello del actor para mantener mejor el equilibrio, luego fue cogiéndole cada uno de los dedos para quebrárselo como una galleta crujiente. Soltó la mano magullada, con los dedos partidos por todos lados, y contempló como el miembro casi se desplomaba sobre el suelo alfombrado como un peso muerto, mientras el actor yacía en el suelo revolcándose de dolor.

Era la primera vez que veía a un gánster en acción. Lo que más me afectó fue, más que la brutalidad, la tranquilidad con la que Nico atacaba. Una cosa era escuchar historias de violencia y otra muy distinta ser testigo impasible del dolor de un hombre. Tragué saliva, noté mi bilis caliente ascendiendo por la garganta y supe que debía conservar la calma y no permitir que lo que acababa de presenciar afectara mi forma de hablar o de comportarme. Me levanté de la silla y me aproximé al actor.

—Dame el dinero —le dije—. Es todo lo que quiero, luego me marcharé. Pero si vuelves a negarte, no me quedará otro remedio que dejarte a solas con él.

—En la mesa de despacho de mi dormitorio —dijo el actor, entre sollozos, con los ojos fijos en sus magulladas manos y muñecas—. Mi maletín está allí. Dentro hay dinero y también por allí encima. No sé cuánto, pero debería ser suficiente como para cubrir la deuda.

—Así lo espero —dije, haciendo un movimiento de cabeza en dirección a Nico. Él se apartó del cuerpo del actor y salió en dirección al dormitorio. El actor gateó hasta el sofá, se incorporó a duras penas y se sentó en él, descansando su mano inútil, que empezaba ya a hincharse, sobre la pierna. Nos quedamos mirándonos el uno al otro hasta que Nico volvió de la habitación y me entregó el dinero.

—Está todo aquí —dijo.

Cogí el dinero, doblé los billetes y lo guardé en el bolsillo de la chaqueta.

—Entonces hemos terminado —le dije al actor—. La deuda está saldada.

—Necesito ir a un hospital, que un médico me cure la mano —musitó el actor—. Que me entablillen la mano, que me pongan hielo, lo que sea para que no duela tanto.

—Buena idea —dije, y di media vuelta para seguir a Nico en dirección al vestíbulo y salir de la casa.

—Ayudadme a vestirme y sacadme de aquí —suplicó—. Es lo mínimo que podéis hacer por mí.

Me volví para mirarlo y sacudí la cabeza.

—Sal por tu cuenta. Llama a algún amigo y pídele que venga a buscarte —dije—. Nosotros no nos dedicamos a eso.

—Maldito hijo de puta —dijo el actor. El dolor de la mano subía hacia el brazo—. Lo único que haces es pelearte con la gente por su dinero y luego casi matarlos. Nada más que eso.

No le contesté. No había ninguna necesidad de hacerlo. Pero no es sólo eso, quise decirle. También voy al instituto.

Nico conducía por la autopista del West Side en dirección al centro de la ciudad. Le pedí que se detuviera un momento en el arcén.

—¿Estás bien? —me preguntó, encendiendo una luz interior para poder verme mejor la cara.

—Lo estaré —le respondí—. Tan pronto como vomite.

Se desvió por la salida de Seventy-ninth Street y aparcó el Cadillac negro junto a un terraplén de piedra situado sobre el río Hudson. Me levanté del asiento del acompañante, me incliné hacia delante y vomité. Tenía el cuerpo empapado en sudor y mi ropa nueva completamente manchada. Observé mis manos, iluminadas por el resplandor de las farolas que alumbraban Riverside Park. Temblaban de forma incontrolable y no podían ni sujetar el pomo de la puerta del coche. La tranquilidad que sentí en casa del actor me había abandonado hacia ya un buen rato. Nico estaba de pie a mi lado, apoyándome una mano en la espalda.

—Nunca me había encontrado tan enfermo —dije, limpiándome la boca con la manga de la chaqueta nueva.

—Tampoco habías salido nunca antes a trabajar —explicó Nico—. Esto le pasa a todo el mundo la primera vez. Te acostumbrarás. Llega un momento en que resulta tan fácil como respirar.

Nico Bellardi se apoyó contra la puerta trasera del Cadillac y encendió un cigarrillo. Era un hombre alto, mediría cerca del metro noventa y pesaría algo más de cien kilos. Tenía una abundante mata de cabello oscuro, salpicada con toques de blanco en las sienes. Iba hacia los cuarenta, siempre vestido impecable y con mucho estilo y hablaba sólo cuando lo consideraba imprescindible. Era el mejor matón de Pudge y el miembro de mayor confianza de su banda.

—No he tenido miedo hasta el final —le confesé—. Ese tío llevaba tanta droga en el cuerpo que podía habernos matado a los dos y no darse cuenta de ello hasta pasados tres días. Y cuando se acercó y me metió la mano encima, debería haberme vuelto. Pero me quedé ahí sentado, sudando. Si no me hubieras echado un cable, aún seguiría allí recibiendo una paliza.

—Tu trabajo consistía en salir de la casa con el dinero —dijo Nico—. El mío, ayudarte a conseguirlo. Bajo mi punto de vista, los dos hemos hecho lo que se suponía que teníamos que hacer.

—¿Qué habría sucedido si hubieras ido solo, sin mí?

—De haber estado allí el dinero, habría salido con él —dijo Nico, encogiéndose de hombros y aspirando el cigarrillo—. Aunque el actor habría acabado con algo más de que preocuparse, no sólo de unos cuantos huesos rotos en la mano. De no haber estado tu presente, es muy posible que hubiese acabado con él. Así que lo que tú hiciste fue aseguramos que nos llevábamos el dinero y, mejor aún, dejar bien claro que ése no iba a contarle a nadie nada sobre el asunto.

—¿Cuánto tiempo llevas haciendo esto? —pregunté—. Ya sabes, haciendo trabajitos para Pudge.

—Ahora debe hacer diez años —dijo Nico—. Me localizó en una banda callejera que yo dirigía y me sacó de ahí. Lo único que puede hacer un tipo como yo trabajando en el hampa es utilizar los músculos. Hay poquísimas oportunidades de llegar a ser jefe. Pero gano un buen dinero y me tratan bien. De haber seguido dando tumbos con esa banda, estaría a estas alturas cumpliendo mi segunda condena en una prisión estatal y cargado de años. Pero no, me estoy pagando una jubilación y cambiando de coche cada dos años.

—¿Tienes familia? —pregunté, poniéndome en pie e inclinándome sobre el paredón, tratando de respirar el aire fresco procedente del río.

—He estado unas cuantas veces a punto de ponerme el anillo —dijo Nico—. Pero rompí antes de llegar demasiado lejos.

—¿Y cómo fue eso? —pregunté, viendo que se alejaba de mí y que tenía la mirada fija en las luces del tráfico de la ciudad.

—Llegará una noche, por muy bueno que seas en esto, en que te será imposible salirte airoso de un trabajo. Es una de las primeras cosas que aprendí. Y nunca me ha gustado la idea de tener a una persona querida al otro extremo de la línea telefónica teniendo que oír algo así en voz de un desconocido.

—Gracias por haberme ayudado esta noche —le dije a Nico—. Te estoy muy agradecido, de verdad. Tal vez el próximo chico que Pudge te mande acompañar no sea tan malo como yo.

—No habrá un próximo chico —dijo Nico.

—¿A qué te refieres?

—Me he convertido en tu chico —dijo Nico—. Siempre que te manden a hacer trabajitos como éste, irás conmigo.

—Creo que no va a resultarte muy divertido tener que trabajar con alguien que probablemente acabe vomitando después de cada trabajo.

—No pretendas que lo deje —dijo Nico, pasando delante de mí y encaminándose de nuevo hacia el lado del conductor—. Pagan bien y es un trabajo fácil. Y a razón de lo que he presenciado hoy, creo que acabarás haciéndolo cada día mejor.

Nico se sentó al volante y cerró la puerta. Observó como yo daba la vuelta y hacia, lo mismo. Puso la palanca del cambio automático del Cadillac en posición de marcha y regresamos a la autopista del West Side, nos situamos en el carril más rápido y nos dirigimos hacia el bar de Angelo y Pudge, en el centro de la ciudad.

—¿Te importa si pongo la radio? —me preguntó, conectándola—. Escoge la emisora que quieras, me da igual.

—Cualquier cosa me va bien, excepto la ópera —dije, apoyando la cabeza en el reposacabezas y cerrando los ojos—. Tampoco me enfadaría si encontrases alguna emisora donde pusiesen rock n’ roll.

—Pues rock n’ roll —dijo Nico, pulsando los distintos botones del aparato con la mano derecha y conduciendo con la izquierda, moviendo el dial arriba y abajo hasta encontrar la emisora deseada.

Seguimos en silencio el resto del trayecto, escuchando a Sam Cooke, Frankie Valli y Little Richard, con el bolsillo de la chaqueta lleno de crujientes billetes de cien dólares resultantes del pago de la deuda de un actor. Abrí los ojos para ver como la ciudad iluminada pasaba ante mí a toda velocidad y sonreí.

Mi primer día como gánster había sido un éxito. La chica subía caminando por Thirty-first Street. Una correa de cuero sujetaba los libros que llevaba firmemente apretados contra el pecho. Iba de uniforme, falda de cuadros blancos y negros, similares a un tablero de damas, camisa blanca y abrigo azul con capucha. Tenía el pelo corto, de color castaño, ojos avellana y llevaba calcetines blancos y unos relucientes Buster Browns de cordones. Iba sola, con la cabeza gacha, en un intento de batallar contra el viento de primera hora de la tarde y el abrigo desabrochado, a merced de la brisa.

—Ahí está —me dijo Nico—. La chica de tus sueños. Ahora viene la parte difícil. Convertir esos sueños en realidad.

—¿Estás seguro de que es una buena idea? —le pregunté. Estaba apoyado contra la capota de un coche, con los pies sobre el parachoques, y la chica se dirigía hacia nosotros procedente de la otra acera—. ¿Y si dice que no?

—No creo que te quede otra elección. —Nico estaba de pie a mi lado, con las manos en los bolsillos—. No, a menos que pretendas que yo me convierta en tu pareja en el baile de la escuela.

Sonreí débilmente a Nico.

—Siempre pavoneándote de lo estupendo que eres como bailarín. Tal vez debería darte una oportunidad y comprobarlo.

—Lo que necesitas es una Ginger, no un Fred, algo que no vas a encontrar a este lado de la calle —dijo Nico—. Así que, vamos.

Suspiré, me separé del vehículo, coloqué la chaqueta en su sitio y me pasé una mano por el pelo.

—¿Debería saber algo más antes de ir? —pregunté con los ojos clavados en la chica que, en aquel momento, pasaba por delante de la tintorería y volvía la cabeza hacia donde estábamos nosotros.

—Sería un buen punto que te acordases de su nombre —dijo Nico. Le di un codazo en broma, vigilé el tráfico acercándose y crucé la calle rápidamente en dirección a la chica con la falda de cuadros.

Cuando vio que me acercaba, me obsequió con una dulce sonrisa que me puso la cara roja como un tomate y me dijo:

—Hola, Gabe, ¿qué haces ahí?

—Poca cosa, Maddy —dije—. Charlando con mi amigo. —Señalé por encima del hombro y me di cuenta de que ella se percataba de la presencia de Nico, que estaba en aquel instante con el pie apoyado en el parachoques y con un cigarrillo encendido en la boca.

—Vaya tipo más grande —dijo Maddy, amigando la nariz—. Parece un jugador de fútbol americano.

—La verdad es que le gusta jugar a cualquier tipo de deporte —dije.

—¿Has terminado ya el informe de Francés? Yo no he empezado ni la lectura. Me cuesta mucho decidirme por un tema.

—Puedo ayudarte, si quieres —conseguí decir—. En lo único que soy bueno es en Francés e Historia. En el resto de las clases, me duermo.

—Sería estupendo —dijo Maddy—. Si tienes tiempo, claro.

—Buscaré el tiempo —le dije—. ¿Qué te parece el viernes en la biblioteca, después de clase? Así tendrás un poco de tiempo para terminar la lectura.

—Esto es una cita —dijo ella—. El viernes, a las tres y media, en la biblioteca. Birlaré algún caramelo. Por si nos da hambre mientras trabajamos.

Echó a andar, dispuesta a marcharse, y yo estaba hecho un lío, nervioso, con los puños apretados.

—Así que… hablando de citas… ¿tienes pensado asistir al baile del gimnasio el sábado por la noche?

—Me gustaría —dijo Maddy, con esa sonrisa coqueta tan típica de las adolescentes—, pero aún no me lo ha pedido nadie.

—¿Irías si te lo pidiera yo? —Intenté tragar saliva, aunque tenía la boca tan seca como si la tuviera llena de arena.

—Me encantaría ir contigo, Gabe. —Su sonrisa desapareció con la misma rapidez con que había aparecido—. De verdad. Pero no puedo.

Yo estaba colorado y confundido ante una negativa tan rápida.

—¿Qué? ¿Es que esperas que te lo pida otro chico?

—No —dijo Maddy, sacudiendo la cabeza.

—Entonces no lo entiendo. ¿Por qué…?

—No puedo ir contigo, Gabe —me interrumpió. Entonces dijo, empezando a caminar—. Déjalo como está, por favor.

La agarré por el codo para que permaneciera donde estaba.

—Quiero oír el motivo, sea cual sea. No sé, tal vez pueda hacer algo para cambiarlo.

Maddy me miró y luego a Nico, por encima de mi hombro. Él seguía en su lugar junto al coche aparcado, hablando de apuestas con Little Angel, un estafador profesional del barrio.

—Mi padre nunca lo aprobaría —dijo ella—. Y por mucho que hagas, por mucho que digas, nunca cambiará de idea. Se trata sólo de lo que piensa de ti.

—¿Lo que piensa de mi? —No me importaba disimular la rabia que sentía ante aquella sorpresa—. No puede pensar nada de mí. No le conozco de nada.

—No eres tú, Gabe —dijo Maddy—. Es la gente con quien vives.

Jamás olvidaré la oleada de emociones que provocaron en mi cuerpo aquellas palabras. Era una combinación de rabia y humillación. Rabia por el hecho de que los hombres que yo tan bien conocía y quería no fuesen considerados lo bastante buenos por ella o su familia. Humillación porque, incluso entonces, comprendía sus motivos. Las cosas habían cambiado desde que decidí vivir con Angelo y Pudge. Pero yo todavía lo veía desde el exterior. Seguía en un mundo sucio en algún aspecto, anhelando pasar a otro agradable, nuevo y limpio.

Maddy debió darse cuenta de mi agonía, porque me dijo entonces, muy amablemente:

—Mi padre trabaja duro, trabaja muy duro para sacar a su familia adelante. Está muy orgulloso de ello. Acude a la iglesia los domingos por la mañana con mi mamá y los sábados practica como entrenador en una liga inútil. Sólo lo he visto enfadarse cuando habla de tus amigos. Dice que viven del trabajo de los demás y que arruinan cualquier vecindario que pisen. Y dice que tú formas parte de ellos, Gabe. Por mucho que me gustes, no puedo ir al baile contigo.

Hundí las manos en los bolsillos del pantalón, miré a aquella preciosa chica e hice un ademán con la cabeza.

—Nunca te lo pediría —dije—. He aprendido a mantenerme alejado de los lugares donde mi presencia no es bienvenida. Siento haberte molestado, May, no volveré a hacerlo. —Marché hacia la esquina, esperando que el tráfico aminorara para cruzar la calle.

—Mi padre es un buen hombre, Gabe —gritó Maddy, corriendo detrás de mí.

—Odia a gente que no conoce y que no ha visto en su vida —dije, mirándola por encima del hombro—. Si se supone que un buen hombre debe actuar así, entonces me quedaré junto a los malos, junto a aquellos a los que pertenezco.

Esperé la oportunidad adecuada para cruzar corriendo la avenida; para alejarme de Maddy y regresar junto a las caras sonrientes de Nico y Little Angel.

Angelo se inclinó por encima del extremo del tejado para ver volar su bandada de palomas formando un amplio círculo por encima de su cabeza. Tenía a sus pies dos grandes cubos con comida y una manguera de jardín enrollada goteaba junto al gallinero. Eché un balde de agua con jabón en el gallinero, cogí una escoba para fregar el suelo y empecé a frotar. Sobre el enrejado del gallinero había una pequeña radio portátil sintonizada con el boletín de noticias italiano. El comentarista discutía el efecto que la última crisis fiscal estaba teniendo sobre Nápoles. Había momentos en que me daba la impresión de que sabía mucho más sobre lo que sucedía en un país que no había visto en mi vida, que sobre los acontecimientos de mi propia ciudad.

—Quería haberle dicho tantas cosas —le dije a Angelo—. Desearía haberlo hecho. Pero no quería herirle los sentimientos.

—¿Y qué más tenías que decirle? —me preguntó Angelo—. Nada habría conseguido ponerla en contra de los deseos de su padre. Está bien educada. ¿Cómo podría traicionar el respeto que siente hacia él?

—Pero podía haberle dicho unas cuantas cosas —dije, presionando la fregona en un intento de alcanzar hasta el último rincón del gallinero—. No lo suficiente como para hacerle cambiar de idea, pero sí tal vez para ayudarla a abrir un poco los ojos.

Angelo se acercó al gallinero, levantó el brazo por encima de la altura de mi cabeza y apagó la radio.

—¿Abrirle los ojos a qué? —preguntó.

—Esa liga infantil, por ejemplo. —Dejé la fregona junto a un poste del gallinero y le miré—. ¿Sabes dónde entrena su padre a los niños cada sábado? Bien, pues le podía haber dicho que no habría ningún campo donde poder entrenar si tú y Pudge no hubierais dado el dinero para construirlo.

—Habría dicho que lo hicimos con dinero que no nos pertenecía. Dinero robado de los bolsillos de los pobres. Siempre encuentran un motivo por el que no aceptarnos, Gabe. Y tienen razón. Se trata de algo con lo que tendrás que aprender a convivir.

»Era sólo un baile —dijo Angelo—. Para el padre de la chica representaba el principio de algo que nunca habría permitido. Es un hombre honesto y jamás correría el riesgo de cruzar su sangre con la nuestra. Sabe quienes somos y lo que hacemos y no quiere tener nada que ver con ello, ni él ni su familia.

—Pero hay muchos hombres como su padre —dije, lanzando agua al gallinero para retirar el jabón y la suciedad—. En la calle siempre se muestran muy amables contigo y con Pudge. Se toman la molestia de detenerse y preguntaros cómo estáis y desearos lo mejor. Y veo que vienen al bar y os piden ayuda para salir dé los líos en los que se meten. ¿Por qué hacen eso si no quieren tener nada que ver con nosotros?

—Nosotros no hacemos nada gratis por ellos —dijo Angelo—. Lo saben en el mismo instante en que meten el pie en el bar, incluso antes de pedirlo. Si quieren un favor, tienen que pagarlo, con dinero o con especies. No soy nunca el primero a quien se dirigen para pedir ayuda. Siempre soy el último, y el que más dinero les cuesta.

—Así que si todo va bien no quieren tener nada que ver con nosotros. —Abandoné la fregona junto a la puerta que subía al tejado para cambiarla por una escoba que estaba en la esquina—. Pero en el momento en que aparece un problema del que no son capaces de salirse por sí solos, se olvidan del tipo de personas horripilantes que somos y vienen corriendo a suplicamos ayuda. Si fuera por mí, sabiendo lo que de verdad sienten, ya podrían venir y llorar todo lo que les diera la gana. No lo conseguirían cuando quisieran.

—El que se mete en el hampa no lo hace para ganar amigos —dijo Angelo, levantando la vista hacia el cielo nublado, contemplando como su bandada de palomas volaba formando círculos en dirección a los extremos de los muelles del West Side—. Se mete para ganar dinero. Si quieres que la gente piense bien de ti cuando se mencione tu nombre, entonces métete a cura.

Saqué del gallinero lo que quedaba de agua, resbaló tejado abajo en dirección a una tubería de desagüe enmohecida.

—Voy a bajar los trapos secos —dije—. ¿Quieres que te suba algo de beber?

—Para ti, si te apetece —dijo Angelo—. Yo ya estoy bien así.

Hice un movimiento de afirmación con la cabeza y abrí la puerta que nos separaba del edificio. Mientras descendía por los viejos peldaños de madera, apoyando una mano en la desvencijada barandilla, repasé mentalmente lo que Angelo me había dicho. Aquello de lo que acababa de enterarme no me preocupaba. Había crecido acostumbrado a estar solo y a guardarme para mí mis ideas y sentimientos hacía mucho tiempo que había aprendido a ser mi mejor consejero y que me había dado cuenta de que, aparte de Angelo, Pudge y, tal vez también Nico, era mucho mejor continuar como hasta aquel momento durante el resto de mi vida. Había desarrollado dicha habilidad a lo largo de mis años como niño adoptado, cuando no me quedaba otra alternativa que callarme y hacer ver que no me enteraba de las palabras que iban directamente dirigidas a mi persona. Resultó ser el inicio perfecto de una vida confinada a la oscuridad y a los silencios del hogar de un gánster.

Me daba cuenta de que era el niño perfecto para Angelo y Pudge.

Nunca traicionaría la confianza que habían depositado en mí ni comentaría más de lo necesario con nadie fuera de su alcance. El incidente con Maddy y su padre servía únicamente para reforzar y solidificar la creencia de que yo formaba parte de un poderoso y temido grupo de hombres. No les importaba ser del agrado de los demás, ni todo el boato de las familias, y les tenía sin cuidado un sistema de valores americano que mucho tiempo atrás habían aprendido a despreciar y explotar. Eran hombres ricos que no se pavoneaban del dinero ni buscaban escalar en la alta sociedad. Solucionaban sus problemas con llamadas de atención y violencia e iniciaban los negocios con las armas y la fuerza. Estaban profundamente arraigados en la América del siglo XX, sus manos aparecían en cualquier tipo de comercio, ilegal o no, que operaban siempre libre y abiertamente.

Los que aplicaban la ley les odiaban, mientras que la gente de a pie les toleraba. En muchos aspectos, gobernaban un país que habían llegado a considerar como suyo. En aquellos momentos, yo formaba parte aceptada de su mundo y me alegraba por ello.

—Siempre supimos lo que la gente pensaba realmente de nosotros —me dijo Pudge en una ocasión—. Nadie pretende mantenerlo en secreto. Pero no nos importaba, fuera lo que fuese. Tampoco pretendíamos gustar a nadie. Ésa es una de las razones por las que al inicio nos convertimos en gánsteres. Cuando llegamos a este país, ellos eran los que disfrutaban de todos los trabajos, del dinero, del poder de hacer que las cosas sucedieran y, créeme, ninguno de ellos estaba dispuesto a apartarse de su camino para compartirlo, especialmente con alguien recién llegado en un barco de inmigrantes. Así que apostamos por el poder e hicimos todo lo necesario para mantenemos en él. Y nos odiaron por ello. Nunca querrán tener nada que ver con nosotros. Si necesitan un favor, lo tomarán. Si quieren hacer negocios, lo conseguirán. Pero nunca llega más lejos. No permitas que nadie te explique una historia distinta. Para gente como nosotros, la puerta que conduce a su mundo siempre permanecerá cerrada a cal y canto. Siempre.

Cuando subí de nuevo al tejado iba cargado con un cubo lleno de trapos secos en una mano y una taza de café en la otra. Busqué a Angelo hasta encontrarlo finalmente sentado en el alféizar, con las piernas colgando, la cara mirando al cielo y los ojos cerrados, recibiendo el calor del sol. Parecía sentirse a gusto consigo mismo y en paz con todo lo que le rodeaba. Deposité el cubo en el suelo y me dispuse a secar los postes mojados del gallinero y a ir bebiendo mi café de vez en cuando. Trabajaba tranquilo, cómodo con el silencio ambiental, roto únicamente por el ulular accidental de una sirena o del claxon de un coche sonando siete pisos más abajo. Me gustaba subir con Angelo a los gallineros y disfrutaba viendo como me permitía compartir con él el cuidado de sus aves. Siempre que estaba en compañía de sus palomas o de sus perros parecía estar mucho más relajado que en compañía de la gente. Como la mayor parte de los hombres de su profesión, confiaba más en el modelo de comportamiento de los animales que en el de los seres humanos. En su tejado, con las bandadas de pájaros volando por encima de su cabeza. Angelo Vestieri era capaz de cerrar los ojos y permitir que su cabeza volara también y explorara, los orígenes de sus recuerdos. En su presencia no necesitaba ser un gánster ni tener el cuerpo siempre alerta ante el más mínimo síntoma de una posible traición. En su tejado, podía dejar de lado su escudo protector y refugiarse después de la batalla.

Había acabado de secar el gallinero y estaba llenando con semillas y agua los comederos. Miré de reojo y vi la sombra de Angelo a mis espaldas.

—Ya casi he terminado —dije.

—Bien. —Levantó de nuevo la cabeza; la bandada de palomas descendía en picado, dando vueltas en círculo alrededor de los distintos edificios—. Llegarán en pocos minutos.

—Han estado mucho rato fuera —dije, siguiendo el vuelo de los pájaros—. Debe gustarles más cuando hace frío.

—Eres bueno con ellos. —Angelo entró en el gallinero, metió la mano en el cubo de la comida y empezó a ayudarme a llenar los comederos—. Y ellos te han respondido bien. Y lo mismo ocurre con Ida.

Creo que ahora le gustas más tú que yo. Buena señal. Es más difícil conseguir que un animal confié en ti que un hombre. Los animales son más inteligentes, intuyen si alguien piensa hacerles daño. Al hombre, en cambio, tienen que herirle varias veces antes de que aprenda la lección. Si es que llega a aprenderla.

—Y cuesta muy poco hacerles felices —dije—. Un lugar limpio donde vivir, comida y un poco de atención. Les tratas bien y te tratan igual de bien a cambio. Te aprecian sólo por eso, no por quién eres, dónde vives y con quién vives.

—No como el padre de la chica. —Angelo salió del gallinero en cuanto las palomas entraron en grupo, aleteando y arrullando en el exterior de las jaulas—. Ése es más parecido a la mayoría de personas que conocerás. Deciden que saben todo lo que necesitan saber de ti antes incluso de compartir la mesa contigo. La mayor parte de las veces, esta forma de pensar juega a tu favor. En otras, como tú con la chica, acabas herido. Pero todo pasa con el tiempo.

—¿Te ha sucedido alguna vez algo así? —le pregunté, saliendo del gallinero. Las palomas pasaban precipitadamente junto a mí ansiosas por alcanzar la comida.

—Eso debería responderlo Pudge —dijo Angelo—. Él es el hombre de las señoras, no yo. Yo me conformo con pasar el tiempo con mis pájaros y con Ida.

—¿Y tu familia? —pregunté, consciente de que estaba adentrándome en un territorio que jamás formaba parte de nuestras conversaciones—. Tu mujer y tus hijos. ¿No les echas de menos?

Angelo cerró la puerta de la jaula y me miró fijamente durante unos segundos que me parecieron interminables.

—He aprendido a no echar de menos a nadie —dijo, con el tono de voz más frío y distante que nunca le había oído utilizar—. Y también he aprendido a no realizar nunca preguntas cuya respuesta no tengo ninguna necesidad de saber. Creo que sería una postura inteligente por tu parte empezar a aprender la misma lección.

Angelo me dio la espalda, se dirigió lentamente hacia la puerta del tejado y desapareció en la oscuridad de la escalera. Me apoyé a la jaula y miré el cielo. El sol permanecía oculto detrás de una masa de nubes oscuras y empezaba a llover ligeramente.