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Igual que sus dueños, el pequeño espejo enmarcado en ébano avanzaba lentamente hacia la libertad.

Porque los espejos reflejan la historia de su tiempo. Y a veces, como los cristales curvos, la ensanchan, la adelgazan, la distorsionan.

Así fue avanzando el espejo, entre los tambores de un pueblo que vivía en su propio mapa y un mercado de esclavos en el Río de la Plata. Entre la ruina de un hacendado y ciertas palabras al revés. Entre una fuga malograda y un ejército en pie de guerra. Entre Cancha Rayada y Madrid, entre Madrid y una dama enferma…

Tam…

Tam, tam.

Tam…

Tam, tam.

El pequeño espejo enmarcado en ébano lustroso seguirá su indescifrable camino por mercados remotos, museos, cofres y naufragios… El espejo, no más grande que la palma de una mano, con una marca hecha a punzón en la parte inferior del dorso, que nació cuando un cazador africano lo talló, con amor y paciencia, para obsequiárselo a su esposa.

El mismo que fue exhibido en una casa de antigüedades y conoció de cerca los fantasmas de María Petra. El que fue de teatro en teatro, junto a un violín virtuoso. Y reflejó los ojos enamorados de una vendedora de panecillos de anís.

El espejo que acompañó a Atima Silencio. Y supo que, al nacer su primer hijo, ella lo llamó José Imaoma para unir las dos orillas de su vida: un general de la libertad y su abuelo africano.

De un destino a otro seguirá andando el espejo. ¿O habrá que decir que, de un espejo a otro, sigue andando el destino?