2.
ESPAÑA, PROVINCIA DE VALENCIA,
OCTUBRE DE l8l8.
—¡Ni los ojos, Dorel…! No lleves ni tus ojos más allá del umbral de la casa, porque nunca se sabe dónde se esconde lo peor… ¡Y menos al atardecer!, que ya sabemos, Dorel, las calamidades que el atardecer esconde entre sus barbas rojas. Bien posible es que los moros ronden en busca de cabezas, que luego ahuecan para utilizar como cacerolas. Ya te dije que ellos lo hacen, ¿verdad?
—Pero…
—¿Dices «pero»…? ¿Qué «pero» vas a oponer a las enseñanzas de María Petra? Nada de peros, ni de peras, ni de Pérez… Recuerda que aquí los males son tan numerosos como las moscas. Y a propósito, ¿te he dicho ya de una nueva mosca que clava aguijones en el rostro del que duerme? Así es. Y a la mañana siguiente, despiertas con urticaria de color azul, ¡y pobre de ti si te la rascas! porque, entonces, el veneno de la mosca entra y va directo al corazón. Y en el propio y mismísimo corazón de la víctima comienza a formarse, ¿cómo te diré?, un barrio, una provincia, un país de moscas…
Dorel hizo un esfuerzo por tragar la comida que se llevaba a la boca. Y asintió con la cabeza, como siempre lo hacía.
María Petra, la propietaria del negocio de antigüedades más próspero de Valencia, tenía poco, poquísimo cabello. Y muchos, muchísimos fantasmas.
Por esa causa, mantenía cerradas las ventanas. Excepto, la vidriera donde se amontonaban los objetos que María Petra había comprado por unos pocos centavos, y que luego vendía con buenas ganancias.
La casa oscura de María Petra tenía el olor triste de los lugares donde nunca entra el sol. Y tenía también su propia música hecha con el chirriar de las puertas, los crujidos del piso de madera, y el borboteo de una olla donde hervía eternamente algún té de yuyos.
María Petra salía de su casa solo una vez al mes. Caminaba tres cuadras y media, subía nueve escalones y llamaba a la puerta de su tía. Permanecía una hora exacta de visita y regresaba por el mismo camino. Aquella era la única vez que Dorel quedaba al frente del negocio de antigüedades. Y podía perderse en sus propios sueños.
Era habitual, por ese entonces, la costumbre de criar un huérfano. Ofrecerle casa, comida y algo parecido a un hogar, a cambio de trabajo. María Petra acostumbraba a hablar del asunto muy a menudo:
—Cada vez que recuerdo cómo estabas cuando te saqué del orfanato, Dorel… ¡Puro hueso y puro pensamiento! El pensar no es nada bueno, ¿ya te lo he dicho, verdad?
—Sí, señora.
Pero aquel día, María Petra andaba con ganas de recordar.
—Tenías seis años y eras así de flaco, una ramita de tomillo. Pero te traje aquí, y te alimenté con caldo bien grasoso y puré de coliflor. Te enseñé a lustrar los objetos de metal, a lavar almohadas de plumas… ¡Y otras cosas preciosas que un niño como tú, tan sin gracia, nunca hubiese aprendido! Hoy ya eres un joven bien crecido, ¿tienes diecisiete, verdad? Y eres muy feliz. ¿No es así, Dorel?
—Así es, señora.
María Petra apartó el plato lleno de huesos que tenía frente a sí, y cruzó sobre la mesa sus brazos carnosos y blancos. Se sentía contenta de ser tan buena persona.
—Si hasta te permito recibir, cada sábado, la visita de ese maestrillo que viene con sus librotes a contarte que tal o cual río nace en tal o cual parte. Y que tal o cual animal tiene tales o cuales costumbres. Por mi parte, no puedo hallarle utilidad alguna a esos saberes. Pero a ti te gusta eso, ¿o no, Dorel?
—¡Sí, señora! ¡Eso sí! —respondió el joven que, por primera vez durante aquella conversación, pareció sincero y entusiasmado.
Para Dorel, aquella vida era la única posible. Sin embargo, el joven tenía un sueño poderoso. Y María Petra estaba a punto de mencionarlo.
—Te diré que no has sido tan malo… Los hay peores que tú, eso es cierto. Jóvenes criados que hasta les roban a sus protectores. No eres tan malo, debo admitirlo. A no ser… —María Petra tamborileó con los dedos en la mesa—, a no ser por el famoso asunto de tocar el violín.
Dorel escuchó. Y se miró las manos. Un violín había llegado una vez al negocio de antigüedades. Entonces, con una gracia increíble para alguien que jamás lo había hecho antes, Dorel pasó el arco sobre las cuerdas. Y ya no pudo olvidar ese sonido.
—La música, Dorel, bien te lo he repetido, nació en el casamiento de una bruja —María Petra habló con voz de contar leyendas—. Parecer ser que una bruja fue invitada al casamiento de una de sus primas. Llegó, disfrutó del banquete. Pero cuando fue la hora de los obsequios, notó que no tenía nada que ofrecerle a la novia. Entonces, concibió la idea de abrir su boca, deforme y dientuda, y tararear. Así nació la música, Dorel. ¡Y bien hiciste en olvidarla!
Las venas de Dorel vibraron como cuerdas.
—Porque la olvidaste, ¿verdad?
—Sí, señora.
Pero la sangre de Dorel se movía como el mar. María Petra se inclinó hacia el rostro del joven.
—¿Son lágrimas lo que veo en tus ojos?
—No, señora. No tengo motivos para llorar.
Pero el corazón de Dorel quería salir al galope.
—Lo mismo creo yo. No tienes ningún motivo para llorar, y muchos motivos para considerarte dichoso. ¿No es así?
Dorel no respondió. No podía hacerlo.
—Responde, Dorel. ¿No es así?
Dorel no respondió. No quería hacerlo.
Pero María Petra seguía preguntando:
—¿No es así, Dorel?, ¿no es así?
Agobiado, triste de repente, como si dentro de él se hubiese puesto a llover, Dorel quiso responder. Y pudo:
—No, señora. No es así.
El rostro de María Petra quedó inmovilizado en un gesto que expresaba asombro y horror. Pero Dorel había comenzado y ya no podía detenerse. Habló en voz muy baja, con la mirada puesta en una mancha de grasa que tenía el mantel.
—No soy feliz, señora María Petra. Ni nunca lo seré si no me deja usted tocar el violín. El maestro dice que la música es buena para el alma. Y dice además que no es posible que ronden por aquí los moros, porque esa guerra acabó hace tres siglos…
¡Al fin entendía María Petra…! Era ese maestro de mala muerte quien llenaba la cabeza del huérfano con horribles ideas. Pero ella era mujer de carácter, y sabía muy bien lo que debía hacer.
—¡Nunca más! —sentenció—. Y poniéndose de pie comenzó a vociferar, mientras daba vueltas alrededor de la mesa—. No volveré a permitir que ese hombre te visite. Mi puerta —y María Petra remarcó el «mi»— jamás se abrirá ni para él ni para sus libros. ¡Se lo diré este mismo sábado, apenas asome por aquí su cara de mono sabio!
Por supuesto, María Petra cumplió su promesa.
El sábado por la tarde, el maestro llegó a visitar a Dorel. Llamó a la puerta, y como siempre lo hacía puesto que era un hombre bien educado, se quitó el sombrero y sonrió al ver aparecer a María Petra.
—Tenga usted buenas tardes, señora.
Por toda respuesta, la propietaria del mayor anticuario de Valencia extendió el brazo:
—¡Fuera…! Aléjese usted de mi casa.
Pensando que se trataba de una broma o de un malentendido, el maestro amplió su sonrisa.
—No comprendo —dijo.
—¿Qué es lo que no comprende? —María Petra repitió con claridad—. Aléjese usted de mi casa— y remarcó el «mi».
Como el maestro no tuvo mejor idea que insistir, María Petra se vio obligada a decirle, palabra por palabra, grito por grito, todo lo que tenía en contra de sus libros y de sus ideas, de sus números, de sus letras, de sus mapas y de sus palabras en latín.
Ninguno de los argumentos que el maestro intentó oponer sirvieron de nada. María Petra, fuera de sí, solo le exigía que se marchara, que no regresara jamás a torcer la cabeza del pobre huérfano y, sobre todo, que no volviera a decir que la guerra contra los moros había acabado hacía tres siglos porque ella los escuchaba todas las noches, cuando les sacaban filo a sus sables curvos.
Después de un rato de intentar tranquilizar a la mujer, el maestro pareció darse por vencido. No perdió, sin embargo, su caballerosidad. Y saludó a María Petra llevándose la mano al sombrero.
Antes de marcharse, vio el rostro de su alumno por la vidriera del negocio de antigüedades. Allí, entre teteras de plata labrada, espadas y almohadones bordados, Dorel tenía el aspecto de un ángel de porcelana.
El maestro saludó al niño con la mano en alto. Y pareció que sus ojos intentaron decirle algo. Algo como «corre, Dorel, corre tan lejos como puedas».
Aquella misma semana tocaba la visita mensual de María Petra a casa de su tía.
En esos días, desde el episodio con el maestro, apenas si había abierto la boca, y solo para dar órdenes que Dorel cumplió sin chistar.
Eran las dos de la tarde cuando María Petra apareció en el negocio con su vestido azul y su sombrero.
—Voy a salir —dijo. Y como si fuera necesario, aclaró—. Visitaré a mi tía.
—Claro, señora.
—Quedas a cargo, Dorel.
Las campanillas de bronce sonaron alegres cuando María Petra traspuso la puerta en dirección a la calle. Dorel suspiró todo el aire que tenía amonto nado en el pecho. Y aunque no sonrió, al menos se sintió aliviado.
Sin embargo, no habría alcanzado María Petra la esquina, cuando un joven de cabello rojizo entró al negocio. Traía un pequeño paquete en las manos. Parecía asustado o tímido.
—Me manda mi madre —dijo—. Ella desea vender esto.
El recién llegado desenvolvió su tesoro. Se trataba de un espejo enmarcado en ébano, más o menos del tamaño de la palma de una mano.
Sin prestarle demasiada atención, Dorel negó con la cabeza. Pero el joven insistió.
—Mira que este espejo vino desde América. Lo trajo mi padre. Mi padre es sargento, y hace poco que regresó a causa de una herida que recibió peleando contra el ejército del tal don San Martín. ¿Sabes algo sobre eso?
Dorel sabía porque el maestro le había hablado sobre esas guerras, y le había dicho que, aunque había un océano de por medio, no les eran ajenas.
Mientras Dorel recordaba, el joven seguía con lo suyo:
—Si lo miras con detenimiento, verás que tiene bien tallada la madera.
Dorel lo tomó en sus manos. El ya sabía reconocer objetos verdaderamente antiguos y diferenciarlos de baratijas y de imitaciones. Dio vuelta el espejo y vio una marca hecha a punzón en la parte inferior.
—Aquí está dañado —dijo Dorel, en su papel de comerciante.
—Por solo cuatro monedas te lo dejo —respondió el joven.
Dorel comprendió que, dañado o no, el objeto tenía mucho valor. Seguramente, a María Petra le complacería mucho una buena compra.
—Te doy tres monedas —ofreció Dorel.
—Es para medicinas —era evidente que el joven de cabello rojizo decía la verdad—. Necesitamos cuatro monedas para poder comprarlas.
Dorel dudó. Pero las palabras de María Petra repicaron en su cabeza: «Nunca te conmuevas por la palidez, el hambre o la tragedia de los clientes porque entonces llevarás mi negocio a la ruina».
—Tres monedas o nada —dijo Dorel.
—Está bien —aceptó el joven—. Algo es algo. Y ya veremos de encontrar la que nos falta.
Tomó las tres monedas que Dorel sacó de una lata. Saludó y se fue.
Dorel se dispuso a sacarle brillo a la nueva adquisición para enseñársela a María Petra cuando esta regresara de visitar a su tía. Tomó un paño y comenzó su tarea. Primero la parte posterior, para dejar lustroso el ébano.
«¿Qué será esta marca hecha a punzón sobre la madera?», se preguntó el huérfano.
Cuando la parte de atrás estuvo impecable, Dorel mojó el paño en alcohol para limpiar el cristal.
Entonces, el espejo le mostró su rostro casi gris de tanto encierro. Le mostró sus ojos casi viejos de no ver el mundo. Dorel intentó sonreír y notó que su boca no recordaba cómo hacerlo. Su corazón comenzó a latir muy fuerte, igual que si tuviera un tambor en el pecho.
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
¿Por qué no le había dado al joven las cuatro monedas, si el espejo se vendería en más de diez? Tal vez, ya se parecía demasiado a María Petra… Mirándose bien, veía hasta los mismos rasgos en su rostro. Pero no quería, no quería parecerse a ella. Quería parecerse a su madre. Dorel no la había conocido, pero siempre la había imaginado como una dulce mujer que sabía cantar. Su madre nunca se hubiera aprovechado de un desesperado.
Pero María Petra iba a ponerse contenta con una buena compra.
Pero el maestro siempre repetía que la estatura de un hombre es la de su corazón.
Y su madre, ¿qué diría su madre… ? «Quizás aún puedas alcanzarlo.»
Dorel tomó otra moneda de la lata.
«¡Corre, Dorel, corre tan lejos como puedas!»
«¡No salgas a la calle, Dorel, que los moros buscan cabezas!»
«Dorel, esa guerra acabó hace tres siglos.»
«Dorel. Buscan cabezas, Dorel, hace tres siglos, que buscan cabezas, que acabó la guerra…»
«No salgas a la calle, Dorel.»
«¿Qué diría tu madre? ¡Corre, Dorel, corre tan lejos como puedas!»
«Hace tres siglos, buscan cabezas, la estatura de un hombre es la de su corazón.»
Dorel tomó el espejo para darse coraje. Avanzó unos pasos. Solamente abriría la puerta. Tal vez, el joven estaba por allí cerca, pidiendo la moneda que le faltaba.
Las campanillas que colgaban de la puerta volvieron a sonar. Dorel asomó la cabeza y miró hacia ambos lados de la calle. El joven que acababa de venderle el espejo de ébano no estaba a la vista.
Dorel respiró hondo. Podría atreverse a llegar a la esquina. Le daría al joven la cuarta moneda para su medicina y regresaría de inmediato. Volvió a respirar. La tarde olía fuerte.
Cerró la puerta a sus espaldas. Y empezó a caminar.