En las historias el tiempo puede volver atrás y saltar hacia delante, no tiene forma fija, ni trazo obligatorio. Alas, eso sí tiene, para volar a su antojo por cualquier cielo. El cielo de hoy, el de ayer, el cielo que aún no comienza y el que nunca terminará.
Cuando Atima Imaoma tuvo doce años, fue vendida por el señor Fontezo y Cabrera. Y enviada a trabajar a una hacienda de la provincia de Mendoza.
A pesar de su triste situación, la niña tuvo ingenio suficiente para ocultar su espejo, de modo que nadie se lo quitara. Atima Imaoma lo mantuvo con ella, oculto y a salvo.
Años después, Atima Imaoma obtuvo permiso del amo para casarse con un esclavo de la hacienda. Y en el año 1802 nació una niña. Esta vez, sin importar cómo los amos decidieran llamarla, Atima Imaoma susurró el nombre elegido a oídos de la recién nacida.
Se trataba de un nombre que unía las dos partes de su vida, Africa y América, las dos orillas del mar.
—Te llamaremos Atima Silencio —dijo.
El carro de la peste, todo hecho de huesos humanos, llegó a Mendoza. Y tomó su gran carga de muertos.
A veces, los esclavos de las haciendas eran arrojados en él antes aun de que acabaran de morir.
En el carro de la peste se fue el padre de Atima Silencio. Poco después, su esposa, Atima Imaoma, se fue también.
Atima Imaoma se marchó con la luz del día. Y algo dijo sobre un barco que la esperaba en el puerto para llevarla de regreso a su tierra roja.
Desde entonces, Atima Silencio solo pensó en escapar de allí.