9.

UNA HACIENDA EN LA PROVINCIA DE

MENDOZA, FINES DEL AÑO 1822.

El carruaje se detuvo ante la puerta de una casa blanca, rodeada de macetones floridos. Los ventanales cubiertos con cortinas livianas, que se movían con el viento, daban impresión de frescura y buen aroma en el interior.

Dos jovencitas, de entre catorce y dieciocho años, conversaban sentadas en las escalinatas del porche. A juzgar por sus ropas, eran parte de la familia que vivía en aquella mansión.

Ninguna, sin embargo, se levantó de su sitio, sino que aguardaron a que la mujer llegara hasta ellas.

—Buenas tardes, señoritas —dijo Raquel mientras se acercaba.

No había duda de que la recién llegada era una señora de cierta clase, pero la fatiga del largo viaje desmerecía bastante su aspecto.

—¿Qué desea usted? —preguntó la que parecía un poco mayor.

—Verán… Busco a una antigua amiga que fue traída a esta hacienda hace…, hace ya muchos años.

Como la única respuesta que recibió Raquel fue un encogimiento de hombros, se vio obligada a continuar.

—Vengo de muy lejos, buscándola.

Nadie le respondió.

—Tengo algo que le pertenece y necesito dárselo.

La mayor frunció un poquito la nariz.

—Su nombre es Atima Imaoma.

Entonces, la menor se tapó la boca para reír.

—¿Por qué la risa, niña? —la paciencia de Raquel, igual que su aspecto, estaba deteriorada por la fatiga del viaje—. Es un nombre muy bello por cierto.

En esta oportunidad, las dos hermanas fruncieron la nariz en un gesto idéntico.

Raquel pensó que la madre de aquellas dos jóvenes maleducadas debía fruncir su nariz del mismo modo. Y para abreviar el asunto, preguntó:

—¿No hay en esta hacienda una esclava con ese nombre?

—¿Una esclava?

Las señoritas de la casa parecieron ofendidas… ¿Qué podían saber ellas sobre los esclavos? Mucho menos, si no trabajaban en quehaceres domésticos. Además, ya quedaban muy pocos… ¿O no estaba al tanto aquella señora de las horribles decisiones de la Asamblea que pretendía dejar sin esclavos a las haciendas?

—Nosotras no sabemos de esa esclava que usted busca.

—Yo busco a una mujer —respondió Raquel.

Las señoritas no comprendieron del todo la corrección. Y la mayor optó por lo más sencillo.

—Si quiere, vaya hasta los barracones de los esclavos. Y pregunte allí.

—Eso haré —dijo Raquel—, han sido muy amables.

Caminó hasta el carruaje que la esperaba. Subió y golpeó la puerta con rabia. Como para dejar claro que su último comentario no había sido sincero.

Dos hombres, tres mujeres y algunos niños trabajaban en los alrededores de las barracas. Todos dejaron de hacerlo cuando vieron acercarse un carruaje que no pertenecía a la casa. Y todos se acercaron a la mujer vestida con ropa de viaje, que se quedó de pie cubriéndose el sol con las manos.

Los hombres se quitaron sus sombreros de paja. Las mujeres se secaron las manos en sus delantales. Y los niños, ocultos tras ellas, sonrieron.

Raquel les devolvió la sonrisa. Tomó de su bolsita de mano un puñado de caramelos de caña que los niños demoraron en recibir. Finalmente, y solo cuando sus padres los alentaron, ellos se acercaron con timidez. Recibieron los caramelos y se alejaron corriendo.

—¿La señora está necesitando algún servicio de nosotros?

—Así es… Estoy buscando información sobre una persona a quien no veo desde que ambas éramos niñas.

—No sabemos a quién la señora está buscando.

—La trajeron para trabajar en esta hacienda. Y su nombre es Atima Imaoma. ¿Saben adonde puedo encontrarla?

La expresión en los rostros de quienes la escucha ban se oscureció. Pero Raquel prefirió no aceptar el indicio. E insistió:

—¿Será que la llevaron a otra hacienda?

—¿La señora fue ama de Atima Imaoma? —preguntó uno de los hombres.

—Fui su ama… Y a veces, su amiga.

—Entonces debe saber que ella ya está en la tierra de los antepasados.

Por un momento, y contra todo el sentido común, Raquel quiso creer un absurdo.

—Entonces, pudo regresar a su aldea africana…

—No, señora. Atima Imaoma está en la tierra de la que no se vuelve.

Tam…

Tam, tam.

Tam…

Tam, tam.

Raquel pidió un vaso de agua. Lo bebió sentada a la sombra de un árbol. De pronto, se le ocurrió algo.

—Sus hijos… Seguramente tuvo hijos.

—Una hija tuvo. Y la llamó Atima Silencio. Pero era una muchacha rebelde que no se conformaba con su suerte. Partió de aquí, y nada sabemos de ella.

Raquel pidió que le repitieran aquel nombre.

—Atima Silencio… Ese nombre le puso su madre. Lo de Atima se entiende. Lo de Silencio…

Pero Raquel conocía el motivo. Silencio. Los recuerdos y las lágrimas llegaron juntos.

—¿Intentas recordar tu nombre? Mercedes, Leonor, Jacinta…

—Esos no.

—Elvira, Rosaura…

—Esos tampoco.

—¿No recordás tu verdadero nombre, Silencio?

—Algún día, lo recordaré.

Cuando Raquel logró recuperarse, volvió a hablar. Explicó que traía consigo algo que había pertenecido a Atima Imaoma. Y que, no habiendo a quién dejárselo, ella deseaba llevarlo a la tumba donde descansaba.

—¿Está lejos de aquí?

—Lejos no, señora. Ni tampoco cerca. Su tumba está en el límite norte de la hacienda, cerca del río. Allí donde el amo deja que tengamos nuestro cementerio.

—Iré ahora mismo.

—Si desea la señora, podemos acompañarla.

Raquel dio las gracias. Pero prefería que no lo hicieran. Saludó a todos. Volvió a subir al carruaje y partió.

Sombreros de paja, manos y sonrisas la despidieron.

El carruaje se balanceó por un camino angosto y poceado. El sol de la tarde aplastaba el aire contra la tierra.

A prudente distancia del cementerio, Raquel le pidió al cochero que detuviera la marcha y la aguardara allí hasta su regreso. No deseaba quebrar la paz de los muertos.

—Pero, señora —respondió el cochero—. ¿Va a ir usted a pie, bajo este sol? Vea que se trata solamente de un cementerio de negros…

La expresión de Raquel lo dejó mudo. Y apenas pudo agachar la cabeza y murmurar una disculpa.

Raquel caminó entre tumbas sencillas, cavadas en la tierra. Las cruces que las señalaban eran dos palos atados entre sí, con cuerdas. Los nombres estaban tallados con trazos desprolijos y toscos. Leyó cada nombre hasta encontrar el que buscaba.

Atima Imaoma.

Se detuvo. Y se sentó sobre una piedra, a un costado de la tumba.

—Estarás enojada conmigo porque nunca cumplí mi promesa. Podría explicarte… Ocurrieron cosas que me fueron demorando. Me casé, tuve hijos. ¿Y vos? Una hija rebelde, según me dijeron. Bueno, quiero que sepas que vine a buscarte. Y a darte algo que te pertenece. ¡Mirá…! Tengo conmigo el espejo que te devolvió el nombre. Alguien lo marcó detrás con un punzón… ¡No sé quién puede haber sido tan torpe como para hacerlo! De todos modos, es tu espejo. Tu pequeño espejo enmarcado en ébano. No te separabas de él, ¿te acordás? —Raquel dejó de hablar por un largo rato. Luego llegó al asunto que más le importaba—: Tengo miedo. Y a veces me siento muy sola. Tengo mi piano, y esos esclavos que me miran con rencor desde las sombras. No como vos, porque vos me querías, ¿no es cierto? Mis hijos están lejos como los árboles. Y se parecen a su padre, tan altivos y ocupados en cosas que no comprendo. Vos hubieses estado conmigo en este trance. Dice el médico que, con muchos cuidados, podré sobrellevar la vida… —Raquel escuchó pasos a sus espaldas. Suspiró con fastidio. Luego cambió el tono de voz, y giró para hablar—: Le dije que no me molestara…

Pero no era el cochero quien estaba parado a sus espaldas, sino una joven negra. Raquel palideció.

—¿Atima Imaoma? —preguntó balbuceando.

—Atima Silencio —le respondieron.

El sol declinaba.

Las dos mujeres seguían hablando. El cochero se había dormido y despertado varias veces, y hasta se había asomado para asegurarse de que la señora Raquel estuviese bien.

Había mucho que contar, mucho que preguntar y responder. La noche, que no sabía de encuentros, se les echaba encima.

—Atima Silencio, ¿querés contarme por qué regresaste?

—El amo de la hacienda tenía razón. La libertad es muy dura para nosotros, señora. Y estoy cansada.

Raquel tomó entre sus manos el rostro de la joven.

—Es dura, sí —la señora Raquel estaba pensando alguna cosa que la alegraba, se notaba en el brillo de sus ojos—. Hace muchos años tu madre fue mi doncella. Si estás de acuerdo, podrías tomar su lugar. Vivirás conmigo en la casa grande y, hasta te daré un pequeño pago, ya que sos libre.

La luna y la sonrisa de Atima Silencio se parecían mucho.

—Con tu permiso —Raquel se dirigió a la cruz que le daba nombre a aquella tumba—. Me llevaré a Atima Silencio de regreso a casa.

Era tiempo de irse. Raquel recordó el espejo que la había llevado hasta allí.

—Como le dije al violinista: no fue en vano.

Y se lo entregó a la joven.

Un rato después, Raquel y Atima Silencio seguían conversando sentadas frente a frente en el carruaje.

—¿Es cierto que el propio general San Martín firmó el espejo?

—Sí, señora, es muy cierto.

—Por favor, contame bien esa historia.

El cielo estrellado de la noche recordaba el espacio de la libertad.

El carruaje avanzaba a favor del viento.