4.
ESPAÑA, PROVINCIA DE VALENCIA,
OCTUBRE DE 1818.
El sol ocupaba todo el espacio. Y sin embargo, no hacía demasiado calor.
Al principio, la luz fue dolorosa para los ojos desacostumbrados de Dorel, que debió cubrirse y parpadear antes de poder distinguir las formas.
«Hasta la esquina», se dijo. Pero la esquina parecía tan lejana como el horizonte. La esquina era un mundo desconocido y lleno de todos los peligros que María Petra le había enumerado sin cesar, durante años. Los moros, las moscas venenosas, los gitanos, la fiebre amarilla, la fiebre negra, los rayos que caen del cielo despejado, las grietas que pueden abrirse, de pronto, bajo los pies de las peí sonas, las manadas de perros salvajes… Y otros muchos peligros horrendos que esperaban cerca, afilando los dientes.
El miedo le endurecía las piernas. Le humedecía la nuca. Sin embargo, decidió avanzar hasta la esquina próxima. Solamente unos pasos, apenas unos pasos y volvería de inmediato a la seguridad del negocio de antigüedades.
De cualquier modo, no podía demorar demasiado porque María Petra tenía calculada la visita mensual a casa de su tía. Y pasara lo que pasara, iba a regresar puntualmente.
«Hasta la esquina», se animó Dorel a sí mismo.
Si encontraba al joven de cabello rojizo que había ido a venderle el espejo, bien, le daría la cuarta moneda que antes le había negado. Y si no lo encontraba. .., ¡mala suerte! Entonces, olvidaría el asunto.
Dorel dio un paso, corto y vacilante. Nada ocurrió.
Dorel dio otro paso, y tres, y otro, y cinco y seis, y otro y otro, y nueve y diez, y otro…
Ya estaba a más de diez pasos de la puerta de la casa de antigüedades. Quizá con otros diez pasos podría alcanzar la esquina.
En eso estaba cuando, de pronto, un hombre vestido con traje oscuro apareció en la calle, avanzando hacia él. Dorel quedó paralizado. ¿Sería un moro?, seguramente no porque los moros tenían la piel negra. ¿Tendría alguna fiebre que le contagiaría pasando a su lado…? ¿Y si se trataba de un gitano?
Entre tantos pensamientos, Dorel solo atinó a apoyarse contra el muro de piedra, con la cabeza metida entre sus brazos. Allí estuvo inmóvil, esperando que ocurriera lo inevitable.
Los pasos del hombre sonaban cada vez más cercanos. Ya casi estaba allí, ¿un gitano?, ¿un apestado por la fiebre amarilla?, ¿un rayo?
—¿Te sucede algo, muchacho? ¿Puedo ayudarte?
La voz del hombre sonó cordial. Y cuando Dorel asomó sus ojos sobre los brazos, vio una sonrisa sin colmillos.
—¿Quieres que te acompañe a tu casa? —continuaba diciendo el hombre de traje oscuro.
Dorel negó con la cabeza.
—¿Buscas a alguien?
La cabeza de Dorel dijo que sí.
—¿Y a quién buscas?
—A…, a…, a un joven de es…, de es… de esta altura que…, que necesita una moneda.
—¿Un joven de cabello rojizo?
—Sí, señor. De cabello rojizo.
—Pues creo haberlo visto en la plaza principal. Si corres lo encontrarás.
El hombre se quedó esperando a que Dorel partiera. Un poco por eso y otro poco por el sol, Dorel comenzó a correr. Lo hizo sin saber siquiera dónde quedaba la plaza principal. Corrió sin ritmo ni fortaleza; pero corrió.
—¡Eh, muchacho! —lo llamó el hombre—. ¡Que tengas suerte!
Y suerte tuvo, porque la plaza apareció ante sus ojos.
En la plaza principal había matas de flores coloridas. Dorel se quedó boquiabierto ante ellas y pensó en agacharse a olerías. Pero ¡cuidado!, allí podría esconderse un nido de moscas venenosas.
De pronto, el corazón de Dorel volvió a acelerarse. Estaba en la plaza principal, y no entendía cómo se había atrevido a llegar tan lejos. Era mejor que regresara. Al fin, el joven que le había vendido el espejo no estaba a la vista.
Al recordar el espejo, Dorel se llevó la mano al bolsillo donde lo había guardado.
—¡Eh…! —llamó una voz a sus espaldas.
Dorel giró espantado. Una anciana de mantilla negra le tendía la mano pidiéndole que la ayudara a cruzar un charco. ¿Darle la mano a un extraño? María Petra le hubiese vaticinado una muerte casi segura por contagio. Pero la anciana estaba impaciente.
—Muévete que no tengo todo el tiempo del mundo. ¿O será que no te enseñaron a respetar a los mayores?
La mano de Dorel se extendió vacilante hacia la anciana, que se agarró con increíble fuerza. Y cruzó el charco con poca dificultad.
—Creo que deberías estar haciendo algo de provecho —dijo la anciana—, en lugar de estar haraganeando en la plaza.
—Busco a alguien —Dorel se sintió obligado a dar explicaciones.
—¡No me digas! ¿Y a quién buscas?
—A un joven de cabello rojizo que, según creo, debe estar pidiendo una moneda.
—Tienes suerte… Acabo de verlo. El pobrecito está en el puente, pide que pide para una medicina. Pero nadie le ha dado nada. Ni yo pude hacer lo porque soy demasiado pobre. Si tú tienes lina moneda para darle, ve a buscarlo.
—Es que no puedo… —comenzó a decir Dorel.
Aquella anciana no tenía paciencia ni ganas de discutir.
—No vengas con que no puedes. Claro que puedes porque tienes dos piernas. Ve al puente enseguida. No discutas con alguien que podría ser tu abuela. ¡Corre, corre…!
Un poco por la determinación de la anciana y otro poco por el sol, Dorel tomó rumbo al puente sin saber siquiera dónde quedaba.
Pero el puente apareció ante él. Era una arquitectura sobria, que cruzaba sobre un río angosto y poco caudaloso.
En aquel lugar, el mundo parecía un remolino.
Dorel veía y escuchaba como se ve y se escucha en las pesadillas: lejos y cerca. Las formas y los colores se le echaban encima, y luego se alejaban como arrastrados por un viento. Los ruidos de la ciudad atronaban en sus oídos. Y enseguida se desvanecían sin dejar eco.
Dorel giró la cabeza hacia un lado y hacia otro. Tampoco estaba allí el joven de cabello rojizo.
A esas alturas, Dorel había perdido el sentido del tiempo, de modo que ya no calculaba cuántos minutos tenía para llegar a casa antes de que lo hiciera María Petra. Pocos, muy pocos; eso era seguro. Así que, cuanto antes iniciara el regreso, sería mejor…
—¡Buenos días!
Una muchacha que tendría, más o menos, su misma edad lo saludaba. Y le sonreía. Llevaba colgada del brazo una canasta cubierta con un mantel blanco.
—Vendo panecillos de anís, ¿quieres comprar?
Dorel recordó los cuadros al óleo que había en la casa de antigüedades y que él solía mirar largamente. Aquella muchacha parecía salida de uno de ellos.
—Si tienes una moneda, compra un panecillo —insistió la muchacha de largo cabello ondulado—. Están recién horneados. Te gustarán.
—Tengo una moneda, pero no puedo gastarla —respondió Dorel.
—¿Y por qué? —la muchacha no dejaba de sonreír.
—Porque debo dársela a un joven de cabello rojizo que la necesita para comprar…
—¡…una medicina! —completó la vendedora de panecillos de anís.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé porque acabo de verlo en el puerto. Casi lloraba el pobre. Yo le di uno de mis panecillos para que, al menos, no tuviera hambre. ¡Es una suerte saber que tú vas a darle esa moneda!
Dorel sonrió también, por primera vez en ese día. Por primera vez en mucho tiempo.
—Anda —lo animó la joven—. Y si quieres regresa otro día para que conversemos. Estoy siempre aquí vendiendo panecillos.
Un poco por el sol, pero más por la blanca sonrisa de la vendedora, Dorel empezó a andar. Sintió tras de sí la mirada de la joven y eso lo obligó a caminar sin mostrar vacilaciones.
Ese viento que llegaba a su nariz, con olor a madera húmeda y a pescado, debía venir del puerto. Pero ¿podría llegar allí, entregar la moneda y regresar a tiempo?
«Moros, gitanos, fiebre amarilla, rayos, perros salvajes. ..» Posiblemente, la distancia que había entre Dorel y la casa de antigüedades hacía que la voz de María Petra se escuchara con debilidad.
Al fin, llegó al puerto. Aquello sí que era un mundo entero. Entero, desordenado, sucio, maravilloso.
Un mundo lleno de gente y de gritos, donde sería casi imposible encontrar al joven de cabello rojizo. Un barco se alejaba. Y a Dorel se le llenaron los ojos de lágrimas. Alzó la mano y saludó. El barco hizo sonar la sirena. Y el pobre Dorel, que apenas estaba conociendo el mundo, creyó que el barco le estaba respondiendo.
Como sea, decidió que era momento de volver. Demasiada suerte había tenido hasta ese momento. Pero mejor no abusar de ella.
«La buena suerte es una pizca de pimienta. Te acercas a ella para olería, estornudas y la haces volar lejos de ti», eso decía siempre María Petra.
Un montículo de piedras le dio una idea a Dorel, que ya se sentía capaz de sostenerse sobre sus piernas. Subiría hasta allí para ver si divisaba al joven. Si lo hacía, bien, lo llamaría para darle su moneda. Pero si no lo veía, entonces regresaría de inmediato.
Subió, miró hacia aquí, miró hacia allá. Y nada. Era momento de volver.
Mientras descendía, recordó el pequeño espejo. Con el valioso objeto lograría reducir el castigo de María Petra. En lugar de tres meses de trabajo doble y media ración de comida, serían dos meses y veinticinco días. Dorel tanteó su bolsillo. El espejo seguía a salvo.
Dorel pensó que tenía sed. Y tomó el camino de regreso.
—¿Adonde vas, jovencito? Te atreves a pasar con tus ruidosos zapatos sin notar que aquí hay un poeta buscando versos.
—Disculpe —dijo Dorel, que conocía sobre los poetas gracias al maestro.
—Es muy fácil pedir disculpas. Pero los inigualables versos que comenzaban a tomar forma en mi cabeza, esos ya no están…
—Tal vez regresen —se atrevió a responder Dorel.
Entonces, la ira del poeta fue tanta que se alzó de la roca en la que estaba sentado. Y tiró sus papeles al viento.
—¡Jamás…! —gritó—. ¡Los versos jamás regresan! Son como los ríos. ¿Has visto tú un río que regrese?
Dorel pensó que había muchas cosas que jamás regresaban. Lo pensó, pero no lo dijo en voz alta. Sin embargo, algo debió pasar en su rostro que conmovió al poeta.
—Supongo que, al menos, habrás tenido un motivo importante para molestarme con tu presencia.
Dorel se sintió feliz de tener una buena razón para dar.
—Sí, señor. Busco a un joven de cabello rojizo…
—En el monasterio —lo interrumpió el poeta—. Allí estaba golpeando la puerta. Ahora márchate. Y deja que mis versos regresen.
—Pero, señor. Usted acaba de decir que los versos no regresan…
—¡Fueee… ra!
Un poco por el alarido y un poco por el sol, Dorel se marchó sin decir ninguna otra palabra.
El monasterio era una construcción de piedra, rodeada de grandes árboles.
No todas las puertas cerradas son iguales. Algunas hay que imponen respeto; de modo que llevan a quedarse parado ante ellas con la mano extendida, sin atreverse a llamar. Ante esas puertas el viajero se pregunta, repetidas veces, si el motivo que lo llevó hasta ellas vale tanto como para molestar a quienes están detrás, ocupados en graves tareas.
Exactamente así estaba Dorel, cuando alguien le habló desde arriba de un árbol.
—¿Qué buscas, hijo?
Qué bien sonó aquella palabra en boca del monje delgado y barbudo que ahora bajaba del árbol con increíble agilidad.
—Me gusta la sombra —explicó el monje. Y luego repitió su pregunta—: ¿Qué buscas?
En esa oportunidad, Dorel sacó el espejo de su bolsillo. Y se lo mostró al monje.
—Un joven de cabello rojizo me vendió este espejo. Y yo le debo una moneda.
—¿Se trata de un joven que necesitaba una medicina?
—Sí —dijo Dorel—. Ese mismo.
—Puedes estar tranquilo. El muchacho estuvo aquí. Le dimos lo que necesitaba. Y algo más. Por cierto, estaba muy agradecido hacia la persona que le había comprado el espejo. Y por lo que veo, esa persona eres tú.
—Yo soy, sí —Dorel no quería marcharse de aquel lugar sombreado y fresco.
El monje se quedó mirándolo con atención. Sacó las manos de las mangas de su túnica marrón y acarició la cabeza de Dorel.
—Pareces sediento —dijo.
—Es verdad. Vengo caminando de muy lejos.
El monje sonrió.
—Quizás —dijo—. Porque lo lejos y lo cerca dependen del caminante.
Un rato después, Dorel bebía un tazón de leche fresca en una sala del monasterio. Con una mano sostenía la taza. Y con la otra, el espejo que un rato antes le había mostrado al monje.
—Cierto que tenías sed, Dorel —dijo el monje barbudo que, para ese momento, ya sabía el nombre de su invitado.
—Sí, señor, tenía.
El monje pareció tener una idea repentina.
—Iré a prepararte una vianda con galletas y frutas, ya que dices que tu camino es tan largo. Mientras tanto, mira y curiosea a tu gusto.
Dorel caminó por la sala. No había allí demasiado para ver, excepto unos muebles enormes de madera gruesa y sobre ellos algunos libros. Una bandeja de plata, un crucifijo, papeles y tinta…
De pronto, los ojos de Dorel se abrieron como frente al mejor de los paisajes.
Estaba sobre una repisa adosada al muro. Parecía conocerlo y esperarlo.
Dorel dejó el espejo que aún sostenía. Y tomó el precioso objeto con cuidado, aunque sin temor. Lo apoyó sobre su hombro izquierdo… Rasgó el aire.
Sonó un acorde de violín en el monasterio. Y para todos aquellos que lo escucharon fue evidente que la mano que lo tocaba poseía una virtud singular y asombrosa.
Detrás de la puerta, el monje escuchaba con todo su cuerpo, y asentía.
En el espejo colocado sobre la repisa se reflejaba el rostro resplandeciente de Dorel. El joven sonreía. Y eso es lo mismo que decir que sonreía el espejo.
El pequeño espejo enmarcado en ébano.