8.

ESPAÑA, UN TEATRO EN LA CIUDAD

DE MADRID, AÑO 1822.

Una mujer se quitaba los guantes, ya sentada en una butaca de excelente ubicación. Aquella era su última noche en Madrid, y había decidido asistir a un concierto que brindaba una reconocida orquesta de la ciudad. La velada prometía, además, la presentación de un joven y muy virtuoso violinista.

La mujer vestía con cuidada elegancia. Lo único que hubiese podido llamar la atención en ella era su capa, demasiado abrigada para la primavera española.

Aún quedaba mucha gente por entrar, buscar sus lugares y acomodarse en ellos. Mientras esperaba el inicio de la función, la mujer tomó los guantes que acababa de quitarse y comenzó a jugar con ellos como si fuesen otras manos. Unas manos queridas y lejanas.

—Laureana, Inés, Anita.

—Esos no.

—Matilde, Remedios…

—Esos tampoco.

¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? Mucho, sin dudas. Era cuestión de hacer memoria… Algunos años después de la partida de Atima Imaoma, sus padres encontraron un buen candidato para ella. Nunca le faltarían esclavos ni pianos, le dijo su padre. Y en eso no se había equivocado.

Pero ¿cuánto tiempo, exactamente? ¿Cuántos años? Debió haber sido en 1791 cuando su familia sufrió aquel traspié y se vio obligada a vender parte de sus bienes. Ella tenía doce años… Y se casó al cumplir los diecinueve. Entonces, pasaron siete años desde que Atima Imaoma fuera llevada a una hacienda de la provincia de Mendoza, hasta el día de su boda.

—Luisa.

—No.

—Esperanza…

—Tampoco.

¡Y ese extraño nombre que había elegido! ¿Sería cierto que el espejo se lo había dictado? ¿Cuántos años…? Siete.

Después llegaron sus dos hijos varones, que crecieron tan rápido como álamos.

—Juana, Jesusa…

—No, tampoco.

La mujer recordaba con nitidez que, en tiempos de la Revolución, ella había añorado más que nunca la felicidad de su niñez. Quizás fue porque, a su alrededor, todo cambiaba. Y los pianos y los esclavos eran recuerdos permanentes de su tristeza.

Una tarde de invierno enviudó. Y nada cambió demasiado.

Ahora, ella unía en el recuerdo su infancia y la Revolución. Los dos momentos en que pudo escuchar el ruido de su sangre, y el ruido de la sangre de los otros.

¿Cuánto hacía de eso? Los hijos, la viudez…

Sin embargo, algo más tuvo que suceder para que ella se decidiera a tomar el mando de su vida. Y fue una noche en que despertó con poco aire. Se levantó de la cama como pudo, abrió las ventanas. Y vio que el aire de afuera tampoco le alcanzaba.

Al fin había llegado el tiempo en que iba a decidir por sí misma. Ni por sus padres, ni por su esposo, ni por sus hijos. Ni siquiera por el médico que no le recomendaba, en su estado de salud, un viaje tan largo.

Como si volviera a su infancia, como si volviera a los días de 1810, Raquel Fontezo y Cabrera quiso ser feliz.

Un solo de violín la devolvió a la realidad.

El concierto había comenzado sin que ella lo notara.

Raquel reparó en la extraordinaria destreza del violinista. Y reparó en su aspecto de liebre asustada. El joven músico tenía, sin embargo, la inigualable belleza que toman las personas cuando están apasionadas en algún quehacer.

En el pasado, ella hubiese podido amar a un jo ven como aquel, aunque él no hubiera podido darle pianos ni esclavos. ¿Cuánto tiempo había ] pasado… ?

—Josefina, Gracia, Rosaura…

—Esos no.

—Beatriz…

—Ese tampoco.

Cuando acabó la función, el público aplaudió J con un fervor poco usual. I

Sin embargo, la primera en hacerlo de pie fue una mujer que aparentaba unos cincuenta años y vestía ropa elegante.

Los mejores comentarios se los llevó el joven violinista.

—¡Tan joven! —se escuchaba.

—Un verdadero talento —decía la gente, mientras abandonaba la sala.

Dorel estaba en su camarín, quitándose la ropa de escena. A pesar de su nueva situación, seguía siendo un joven tímido, que aún mantenía ciertas costumbres del miedo. Sobresaltarse, por ejemplo. Como lo hizo cuando oyó dos golpes en la puerta de su camarín.

Antes de que pudiera responder, la antigua vendedora de panecillos de anís, que ahora era su mejor amiga y su asistente, abrió la puerta y asomó la cabeza:

—Alguien desea verte, Dorel —y agregó—. No pongas esa cara de susto… Se trata de una señora que, según creo, se emocionó mucho con tu violín y desea felicitarte. ¿Puedo hacerla pasar?

Dorel sonrió esperanzado. ¿Qué otra señora podía ser la que insistiera en saludarlo? Seguro era ella, que se habría enterado por algún cliente o por el periódico. O quizá se lo había dicho la tía en su visita mensual.

Dorel se acomodó el cabello. Y se preparó para abrazarla.

—Con permiso.

Pero la mujer que entró a su camarín no era María Petra.

—Pase, por favor —dijo Dorel, sin poder disimular su decepción.

—Parece que esperaba a otra persona.

—Disculpe —murmuró Dorel, avergonzado.

—¿Se trata de su novia? —la mujer hablaba con la seguridad de una gran dama.

—No, no.

—¿De su madre, entonces?

Dorel demoró un poco en responder.

—Bueno, quizás es lo más parecido a una madre que conocí.

—Ya veo… —dijo la mujer. Y continuó—: Estará usted cansado y yo no quiero importunarlo mucho. Solo quise decirle que su violín tiene alma.

—Gracias, señora.

—Y algo más, ya que es usted tan gentil —Raquel sacó un pañuelito de su bolso de mano—, ¿podría escribir su nombre aquí?

—Por supuesto —Dorel no estaba acostumbrado a semejantes pedidos y enrojeció—. Permítame que busque tinta y pluma.

Raquel hablaba y miraba con curiosidad a su alrededor.

—¿Sabe…? Dentro de algún tiempo voy a emprender un largo viaje. Y estoy reuniendo algunas prendas preciosas que llevaré conmigo.

—Gracias, señora —repetía Dorel, confundido por los elogios—. Es usted demasiado amable.

—No es amabilidad. Puede estar seguro de que es puro agradecimiento. Le decía que su violín…

Pero, de pronto, la dama se interrumpió. Su rostro perdió el color y cambió de aspecto. Comenzó a caminar, sin decir palabra, hacia una mesa donde Dorel había depositado sus pertenencias. Tomó el espejo con temor, murmurando pensamientos:

—No es posible, mi Dios, ¿cómo podría…? —hizo un esfuerzo por reponerse y preguntó con claridad—: ¿Es suyo?

Era difícil decir, según el tono de su voz, si estaba asombrada, enojada, triste. O todo al mismo tiempo.

—¿Por qué tiene usted el espejo de Atima Imaoma?

—¿De quién?

Ahora sí, Dorel no comprendía nada.

—La llamábamos Silencio. Luego ella me dijo que su nombre era Atima Imaoma —Raquel volvió al primer asunto—. ¡Pero este es su espejo! Lo reconocería entre millones.

—Compré este espejo a un joven de cabello rojizo. Es decir, no terminé de comprarlo.

—No puedo entenderlo… —volvió a decir la dama para sí—. No puedo creerlo.

Una vez más, como siempre le sucedía, Dorel se sintió obligado a dar explicaciones. Como si fuese culpable de la perturbación de aquella señora y, ¿quién sabe?, de todo lo malo que sucedía en el mundo.

—En verdad, aquel joven me dijo que el espejo venía de América. Y que su padre lo había obtenido allí. También me dijo que…

—América —interrumpió la señora Raquel.

—Sí, sí. América.

—¿Y quién me dijo usted que se lo vendió?

Dorel estaba transpirado de pies a cabeza. Temía que aquella dama pensara que él era un ladrón o que había obtenido aquella pieza con malas artes.

Quizás la señora imaginara que tenía tratos con las ventas de piratas.

Quizás creía que había matado a algún viajero para quitarle sus pertenencias.

Quizás los moros aún cortaban cabezas.

Quizás doña Petra tenía razón.

Agobiado por la vergüenza, Dorel dio más explicaciones de las que le pedían. Y no pidió ninguna. Raquel escuchó y entendió apenas el entrecortado relato. Pero en ningún momento dejó de ver una señal del destino en ese extraordinario hallazgo.

Igual que cualquier persona asustada por la falta de cariño, Dorel hacía todo lo posible por ganarse el afecto del prójimo. Aunque el prójimo fuera casi un desconocido.

—Si es que este espejo tiene una dueña, lléveselo usted. Ya hizo demasiado por mí.

Raquel reaccionó como acostumbraba hacerlo.

—Debo decirle que me haría muy feliz recuperarlo. Pero puedo pagar lo que usted pida.

—Claro que no. Pagué apenas tres monedas por él, y hoy ya no las necesito.

—Insisto.

—Acéptelo. Me hará un favor —dijo Dorel.

Porque las personas que necesitan agradarle a todo el mundo suelen exagerar.

—Le aseguro que su desprendimiento no será en vano —respondió Raquel.

Y a pesar de que Dorel no comprendió a qué se refería, sonrió con verdadera gratitud.

Con estos pequeños sacrificios, el joven músico esperaba lograr que las moscas venenosas, los moros y los gitanos se alejaran de sus días. Y de sus noches.