XI
FASTUL SE PUSO UN CIGARRILLO en la comisura y, haciendo pantalla con la mano, consiguió a duras penas encender la punta de tabaco, antes de volver los ojos a la pista. Allí, una lanzadera mixta despegaba ya con enorme estruendo, iluminando la oscuridad con un vendaval de llamas. Se remontaba más y más, al principio con pesadez, luego más ligera, y en seguida estuvo alta en el cielo nocturno de Ercunda.
La siguió de vista, viéndola cruzar delante de la inmensa luna roja, subiendo, subiendo sin cesar. Una ráfaga de viento le golpeó, haciéndole tiritar; se arrebujó en su hopalanda ocre y, con un último vistazo a la lanzadera y su estela de fuego, regresó adentro.
Pero aún se detuvo a mirarla desde el interior acristalado. Aquella lanzadera se llevaba a Bilgrum, intermediaria de la nave en tránsito que habría de dejarla en Antar Acea. Fastul había ido a despedirla, pero ella no se había apartado de sus hermanas clónicas, de forma que él había pasado esos últimos momentos juntos en compañía de las cinco. Sin embargo ahora, viendo cómo la lanzadera subía y subía, no dejaba de admitir que quizás en parte hubiera sido lo mejor.
Dio la espalda a la cristalera, no queriendo mirar más. Consultó la hora, pero aún quedaba hasta la salida del próximo aerobús, así que echó a andar sin rumbo, sólo alejándose de aquel mirador. La terminal de pasajeros —paredes de piedra, adobe y azulejos, muebles de cuero y metal— estaba en penumbra, silenciosa y casi desierta. Sólo al fondo, en la cantina, podía verse un mínimo de movimiento, apenas un puñado de personas tomándose algo en barra.
La mayoría eran empleados del espaciopuerto o de las compañías, pero entre ellos Fastul pudo distinguir a un viejo conocido; el doctor Tegre. Éste, que se estaba tomando parsimoniosamente una taza de café, le vio casi al mismo tiempo y se apresuró a hacerle una seña. Fastul se acercó y se estrecharon las manos.
—Tengo un asuntillo que resolver aquí, en aduana —le dijo el doctor.
Fastul asintió sin mucho interés, sabiendo que Tegre era de esos que siempre tienen una docena de negocios de poca monta entre las manos.
—Yo he venido a despedir a mi chica. Iba en la lanzadera que acaba de despegar.
—Ella es antarace, de la embajada, ¿no? ¿Se va de vacaciones?
—No. Cambio de destino: vuelve a casa. —Se acercó al despacho autómata y se sirvió otra taza de café—. Yo también me voy dentro de poco del planeta.
Su interlocutor le miró. La gente como él solía tener los oídos alertas y sin duda habría escuchado esos rumores que ahora le señalaban como un agente del régimen de Teicocuya. Y quizás también supiera algo del cúmulo de circunstancias que habían fraguado tal opinión.
—Comprendo —dijo por fin.
Fastul se encogió filosóficamente de hombros.
—¿Sabe? —añadió entonces Tegre—. Se le va a echar de menos cuando se haya ido.
—Ah. —Cogido a contrapié, se sonrojó—. Bueno, yo también voy a echar de menos a muchos. Y también a este planeta: después de todo, son más de diez años en Ercunda.
—Todo se acaba. —Sonriendo enigmáticamente, se acarició la barba blanca y bien cuidada—. ¿Y a dónde piensa ir?
—Ni idea. —Hizo una mueca displicente—. Cogeré pasaje en la primera nave y, cuando me deje en algún planeta, ya veré qué hago.
—Así se habla: la galaxia es muy grande y hay mucho que ver. —Dio un sorbo a su café—. Le hubiera venido bien todo ese dinero que daban por la cabeza de Gruu Muna.
—¿?
—¿No lo sabía? Había un par de terranos que ofrecían una verdadera fortuna a cambio de la cabeza de ese tal Muna.
—La cabeza, ¿literalmente?
—Sí. Pero a D. Rae no se le ocurrió otra cosa que meterle una bala explosiva entre ceja y ceja. —Se encogió con resignación de hombros—. Qué gente…
—Mejor así —repuso despacio Fastul, pensando en Gruu Muna y en su extraño cerebro de tres lóbulos—. Mejor así.
Por toda respuesta, el doctor volvió a encogerse de hombros y, tras una pausa bastante larga, fue Fastul quien volvió a hablar.
—¿Sabe? Yo estaba en palacio durante los incidentes del Anarsegut.
—Sí, algo oí.
—El caso es que me hirieron de gravedad y estaba pensando en recurrir a la cirugía…
—Usted dirá. —El doctor se acodó en la barra, animado por la perspectiva de algunos créditos.
—Es un asunto un poco… —Titubeó—. En fin, ¿podría enseñárselo?
—Hombre… —El otro se echó a reír—. Depende.
Devolviendo la sonrisa, Fastul se abrió con alguna dificultad la chaqueta y la camisa, permitiendo entrever el hombro derecho.
—Ah, biometal. Puedo sustituirlo por piel en una sola sesión; es una operación sencilla.
—No quiero sustituirlo. Las cicatrices…
—¿La cicatrices? Eso no es nada, acabarán por desaparecer.
—De eso se trata. —Un poco embarazado, acarició la trama de líneas rosadas—. Quiero conservarlas.
—Aaah. —El doctor Tegre asintió, sin inmutarse—. Pues claro hombre, sin problema. Pásese cuando quiera por mi consulta.