III

AL SALIR, Cigal Fastul se detuvo un instante al pie mismo de la puerta; apenas lo necesario para, deslumbrado, cubrirse con la hopalanda y el visor. Luego, con esa mezcla de pereza y hastío que dan las muchas horas de trabajo seguido, echó a andar por la plaza.

Transcurría el interminable atardecer de Ercunda; el sol declinaba muy despacio, la luz ardiente de mediodía iba suavizándose con una multitud de matices, la temperatura era ya agradable y soplaba una brisa tibia, haciendo ondear las ropas sueltas de los viandantes.

Fue caminando con parsimonia por la gran explanada. Nunca, a pesar de los años vividos en Ercunda, dejaba de asombrarse ante el contraste entre los dos ciclos diarios del planeta. Esa explosión de tonos vivos del diurno frente al nocturno, con sus colores ricos y otoñales.

El aire era claro, la luz brillante. Alrededor, pululaba una muchedumbre de atuendos coloridos. Y, por doquier, a donde volviera la vista, se topaba con arriates y jardineras de piedra rebosantes de plantas en plena floración, así como árboles recortados con la precisión de obras de arte, en un estallido de verdes, blancos, rosados, amarillos, rojos.

La misma arquitectura parecía distinta según el ciclo, ya que los ercundanos solían cubrir sus edificios y estatuas con barnices tornasol. Un maquillaje que, aunque imperceptible a simple vista, hacía variar el aspecto de las construcciones, acentuando unos rasgos y difuminando otros, según la luz.

Al fondo de la plaza se alzaba la mole del palacio, con forma de coma. La cabeza redonda correspondía a la residencia del gobernante, en tanto que la cola albergaba las diversas oficinas de la burocracia. Y, si a esa hora el edificio se veía airoso y resplandeciente, más tarde, al fulgor de la luna roja, resultaría masivo e inquietante, y también lleno de un misterio del que en esos momentos parecía carecer.

Reduciendo el paso, contempló ocioso una de las tres puertas mayores. La gran escalinata flanqueada por dos enormes dragones de piedra fundida y el pórtico monumental en lo alto, con sus dinteles sujetos por demonios pétreos, a manera de columnas. Allí arriba, a la sombra del pórtico, montaba guardia una veintena de soldados en traje de gala, así como media docena de autómatas militares: monstruos metálicos de casi tres metros, zancudos y artillados.

De pasada, acarició el lomo pulido de uno de los dragones. Al sol no resultaba sino un gigantesco ser de fábula; asombroso, pero no atemorizador. Sin embargo, más tarde, al caer la noche… Palmeó de nuevo aquel interminable flanco de obsidiana verdosa, antes de apartarse de allí y dirigirse al otro lado de la plaza.

Fue caminando hacia los edificios de piedra que, en semicírculo, cerraban el perímetro elíptico. Y entonces, mientras iba distraído en sus pensamientos, alguien le llamó por su nombre. Se dio la vuelta para descubrir que se trataba de Bilgrum, que se dirigía hacia él sorteando peatones.

Titubeó, preguntándose si sería en efecto su Bilgrum. Tras dos años de relación, se reconocía totalmente incapaz de distinguirla a simple vista de cualquiera de sus hermanas clónicas, lo que, por alguna razón, a ellas parecía complacerlas en grado sumo.

—Soy yo —le dijo Bilgrum, advirtiendo esa indecisión.

Vestía ropas de clara inspiración nómada: un manto escarlata, salpicado de multitud de joyas doradas, y una montera baja y cilíndrica, con la copa abierta en dos aletas horizontales, anchas y planas. Un embozo le caía flojo bajo el mentón, formando un óvalo de pliegues que mantenía su rostro en penumbra.

—¿Qué…? —Fastul se le acercó ahora, notando un ápice de tensión en sus rasgos.

—¿Cómo estás? —Ella le apoyó la mano en el antebrazo.

—¿Cómo iba a estar? Bien. —Perplejo, puso a su vez una mano sobre la suya—. ¿Qué es lo que pasa?

—Ayer hubo un tiroteo en el barrio terrano. —Bilgrum no dejaba de mirarle a la cara—. Unos capuchas rojas entraron disparando en una taberna y tú…

—Ah, eso; no fue nada. ¿Pero tú como te has enterado?

—Las comunicaciones de la policía son abiertas —descartó ella con un gesto impaciente—. Dieron tu nombre y nos (La identificación entre los miembros de los grupos clónicos es tan fuerte, como más adelante se menciona, que tienen de hecho una clase de pronombres para mencionarse a sí mismos y que es intermedio entre el singular y el plural. Aquí se ha usado, como traducción tentativa para la primera y segunda personas, él nos y el vos, que es en castellano la fórmula que más se aproxima a tal dualidad) estábamos en ese momento en la embajada. Un amigo que sabe lo nuestro vino corriendo a avisarme. —Le apretó de repente el antebrazo—. La verdad, estaba un poco preocupada.

—Mujer… —Algo confuso, le acarició el dorso de la mano, sintiendo como un calor, en absoluto desagradable, que le subía por el espinazo—. Hubo un tiroteo, sí, pero no tenía nada que ver conmigo. Yo tan sólo estaba allí en esos momentos y me vi implicado; es todo. ¿Es que no dijeron en la radio que no había heridos?

—Sí, pero cuando luego fui a tu casa y no volviste, la verdad, me puse bastante nerviosa.

—He tenido un montón de trabajo; trabajo urgente. —Suspiró, antes de señalar al palacio, a sus espaldas, y frotarse el mentón sin afeitar—. Me quedé a dormir en la oficina, si es que puede llamarse dormir a una cabezada de tres o cuatro horas.

—O sea: que yo preocupándome por ti y tú mientras tanto como si nada. —Resumió ella, ahora de repentino malhumor.

—¿Pero cómo iba yo a saber que tú…? —quiso protestar Fastul, sabiendo que no le serviría de nada—. Además, ¿por qué no me llamaste?

—Bueno —dudó—. Pensé que quizás las comunicaciones no fueran seguras.

Él la miró a los ojos, sólo un instante, preguntándose si no le estaría dando a entender con esas palabras que fue ella quien envió a un antarace desconocido en su ayuda, con un mensaje que era casi exactamente el mismo.

Ella, notando quizás un súbito enfriamiento, se le colgó del brazo.

—¿Por qué no me llevas a algún sitio? —le sonrió, el rostro a pocos centímetros del suyo.

—Pues precisamente pensaba sentarme un rato en el «Tau Co».

—¡Qué raro! —se burló ella—. ¿Dónde crees que iba yo ahora, a ver si te veía?

El Tau Co se hallaba al otro lado de la plaza, enfrente de palacio, en la planta baja de uno de los grandes edificios de piedra. Tenía ventanales cubiertos por intrincadas celosías de metal lacado y un portal de acceso que era un simple arco de medio punto, profundo y oscuro. Sobre éste, en caracteres ercundanos amarillos, se leía: «Tau Co. Infusiones y Destilados». Dentro, a la sombra del zaguán, se recostaba un portero alto y muy fornido, con el cabello formando largas trencillas y el rostro sembrado de tatuajes azules.

El interior era amplio, fresco, umbrío. La claridad del sol se filtraba por los calados de las celosías, creando juegos de luz en los que danzaban las motas de polvo. Poca madera había en aquel local, típico ercundano, donde todo estaba hecho a base de piedra, metales forjados, adobe, azulejos, evocando un poco el estilo de las estaciones del desierto.

A esa hora, casi todas las mesas estaban ocupadas y ellos, tras buscar unos momentos, encontraron una junto a una gran planta de interior. Las conversaciones eran quedas, la atmósfera tranquila y sedante. Destocándose, Bilgrum dejó la montera en una esquina de la mesa. Debajo, llevaba el cabello oscuro recogido con un puñado de horquillas; fue quitándoselas, dejando suelta la cabellera. Ella pidió una infusión caliente, una de las famosas especialidades de la casa; él, un aguardiente frío.

—No se por qué bebes tanto —le reconvino ella con una mueca afable.

—Porque me gusta… desde luego, eres como mi madre.

—¿Seguro que soy como tu madre? —sonrió con repentina malicia.

—Bueno, sólo a veces. —Fastul le devolvió la sonrisa, pillado de improviso.

En eso llegaron las consumiciones y Bilgrum insistió en pagar ella. La camarera le devolvió un puñado de calderilla y ella se entretuvo acariciando aquellas monedas de aleaciones plateadas y cobrizas.

—Me encanta el dinero. —Las palpaba, las hacía tintinear—. Dinero de verdad, como éste, claro.

—¿Es que no lo hay en Antar Acea?

—Unidades de Cuenta y Cambio: dinero teórico —bufó con desdén—. Hasta que vine a Ercunda, nunca había visto monedas. —Sopesó una de cobre en la palma, antes de tendérsela—. Mira, mira ésta.

Al cogerla él, se rozaron los dedos y, como de común, sostuvieron el contacto un instante más, antes de cambiar una mirada rápida y ambigua, y apartar cada uno los ojos. Aquello al menos, se aceptó Fastul, era una de las ventajas de una relación como la suya, donde cada cual guardaba ciertas distancias. Los juegos, los dobles sentidos, todo eso que tan rápido se perdía en las parejas estables, seguía aún entre ellos con plena validez.

A cambio, pensó acto seguido con una punzada, había otras cosas que nunca llegarían a tocar. Fingió examinar la moneda y la hizo saltar entre sus dedos para acabar devolviéndosela.

—¿En qué estás pensando? —quiso saber ella, viéndole amustiado.

—En nada, en tonterías.

Se retrepó en el asiento. Se había quitado la hopalanda blanca, mostrando que debajo vestía de forma bastante semejante a los ercundanos urbanos de clase media. Pantalones a franjas anchas, de colores pergamino y hueso viejo; camisa blanca, con ideogramas dorados en las bocamangas, y un chaleco holgado de color arena. Bajo la axila izquierda, le colgaba la pistola.

—Tienes que desechar esta camisa. —Bilgrum le pasó las yemas por sobre los emblemas dorados de las mangas—. ¿Es que no ves lo deslucidos que están?

—¿Ya empezamos?

—No empezamos nada. Pero no me vas a negar que eres un poco desaliñado.

—Un bastante —resopló—. Y a ti te gustaría que cambiase, claro.

—Para nada: me gustas tal como eres. —Le miró con ojos brillantes y él no supo que responder, vuelto a coger por sorpresa.

Hubo un silencio. Cogiéndola entre los dedos, Bilgrum se llevó la taza humeante a los labios y cató el líquido con cautela. Luego le miró de nuevo.

—Ayer, la radio de la policía mencionó también a ese terrestre, Cosmos a Moa. —Ahora había precaución, ¿prevención?, en el fondo de sus ojos.

—Sí. Los capuchas rojas iban a por él, supongo.

—Ah. —Bilgrum aguardó un instante con la taza a media altura, pero viendo que no iba a añadir nada, fue ella la que continuó—. ¿Y qué pintabas tú en eso?

Cigal Fastul jugueteó con su copa. Ella era antarace y trabajaba para su legación, así como él lo hacía para el gobierno planetario: ciertos temas nunca se tocaban entre ellos y, caso de hacerse, ninguno esperaba que el otro guardase el secreto; a partir de tal certeza, cada uno medía sus palabras. Buscó un cigarrillo y lo golpeteó descuidadamente sobre la mesa, dándose así un respiro para reflexionar. Al cabo se lo puso entre los labios y se encogió de hombros.

—Pues no lo sé muy bien.

Encendió con parsimonia, lanzó una bocanada y se inclinó adelante, poniendo los codos en la mesa. Entonces le habló de su visita a El Poblado y de su encuentro allí con Cosmos a Moa, de la conversación que tuvieron, de Gruu Muna. Y, tras otra pausa, de la intempestiva llamada de Stirce Tutoc, de la S.P., así como de todo lo que ocurrió más tarde.

—Así que ya ves en la que me vi metido, sin comerlo ni beberlo —resumió.

—Entonces, a Moa te dijo que ese tal Muna se dedica a la desestabilización política…

—Entre otras cosas. Si quieres mi opinión, me pareció un comentario muy poco inocente.

—Seguro, porque tú a tu vez se lo habrás dicho ya a Tutoc, ¿no? —Viéndole asentir, Bilgrum se permitió una sonrisita—. Así que ese terrestre no quiera nada con la S.P, pero al mismo tiempo los ha lanzado tras él. Un listo tu amigo, pero más vale que sea verdad: con la S.P. no se juega.

—Allá se las compongan todos. —Fastul volvió a echarse atrás, algo hastiado—. No sé de qué va la cosa y, si te soy sincero, cuanto menos sepa, mejor.

—Sí. —Ella ahora había dejado de sonreír—. No te metas en asuntos raros. —La voz le tembló una fracción, como si hubiera dudado entre lo que quería y lo que podía decir—. Ya sabes lo delicada que es en estos momentos la situación.

—Sí —convino él, despacio—. Todo parece pender de un hilo, sí.

Sacó otro cigarrillo y volvió a golpetear el extremo sobre la mesa, con la atención en otra parte. El régimen de Teicocuya vivía horas muy bajas: se sucedían los rumores, los incidentes, los atentados, y había en el aire una tensión como la que precede a las tormentas. Las cosas habían llegado ya demasiado lejos como para simplemente apaciguarse y, cuando antes o después se desatase la tempestad, todo concluiría con el derrocamiento y muerte de Teicocuya, o bien con una sangrienta purga de rebeldes.

Se llevó el cigarrillo a la boca. Tal y como le había dicho a Cosmos a Moa, tras cada facción ercundana solía encontrarse otra antarace. Fastul nunca se había interesado por los politiqueos de estos últimos, aunque sí sabía que existían multitud de intereses cruzados, grupos que eran suma de otros más pequeños, movimientos de alianzas. Y también que, dentro de la legación, no parecía haber neutrales. ¿Y Bilgrum? ¿Y la Macurné, la sociedad a la que esta última pertenecía? Algo había oído Fastul de que era rival de la Gran Tuze y, pensativamente, se propuso informarse un poco más al respecto.

Luego volvió a la realidad, notando que Bilgrum se removía en su asiento, algo incómoda. Debía haberla estado mirando con excesiva fijeza, porque se había ruborizado. —No eres más que un profesional a sueldo, un empleado y encima exterior— insistió ella, quizás para romper la situación—. No tienes por qué mezclarte en ciertos asuntos.

—Claro que no. —¿Seguro?

—Escucha. Hace más de diez años que vivo en Ercunda, un poco menos del tiempo que Teicocuya lleva en el poder. Aquí, después de un golpe, viene la matanza de los perdedores. No, no me refiero a conjuras fracasadas que acaban con unas cuantas ejecuciones; eso es lo que tú conoces. Te hablo de intentonas más serias; yo ya he visto un par de ellas, todas antes de que VOS vinierais al planeta.

En Ercunda estás a salvo mientras no te metas en política; pero si te metes y estás en el bando equivocado… Así que, cuanto más lejos, mejor.

Cruzaron fugazmente miradas. Bilgrum tenía los ojos oscuros y muy expresivos, y en ellos él creyó leer un alivio sincero. Ella, tras un instante, se llevó la taza a los labios y luego la depositó sobre el platillo, haciéndolos resonar, antes de apartarlos a un lado, dando así a entender que había terminado.

—Vamos a pedir otra —propuso él mostrándole su copa, ya bien mediada.

—No puedo. —Ella movió negativamente la cabeza—. Tengo que irme.

—¿Que tienes que irte…? —Fastul no trató de ocultar su decepción, hasta el punto de que Bilgrum tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse.

—Yo también tengo trabajo acumulado. —Comenzó a recogerse el pelo con las horquillas—. Además, nos tenemos guardia en la legación, esta noche; bueno, quiero decir… —Agitó la mano, dando a entender que se refería al Squities, el periodo de sueño que iba del diurno al nocturno.

—Pero aún queda mucho para el Squities.

—No, de verdad; tengo un montón de trabajo pendiente. Si sólo me he escapado un rato a buscarte. —Enrojeció otra vez, de repente—. Es que no sé qué pensé. Qué tonta soy…

Él volvió a tomarle las manos entre las suyas.

—No, no. —Apretó con amabilidad—. Tonta es lo que estás siendo ahora.

Bilgrum le miró, ahora la sorprendida ella. Fastul no era de los dados a muchas efusiones en público, ni siquiera a muchas en privado. Volvió a ruborizarse, antes de librar las manos. Se caló la montera.

—Me voy. —Se pasó el embozo bajo la barbilla y luego lo alzó para prenderlo en el otro lado de la montera—. Me voy volando.